lunes, 5 de abril de 2010

Triduo Pascual

CARTA A LOS AMIGOS DE LA CRUZ. San Luis María Grignon de Monfort
"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, lleve su cruz y sígame"
"Que tome su cruz. La cruz suya." Que este hombre, que esta mujer excepcional tome con alegría, abrace con entusiasmo y lleve sobre sus hombres con valor su cruz y no la de otro; su cruz, que mi sabiduría fabricó para él, con número, peso y medida; su cruz, cuyas cuatro dimensiones tracé por mi propia mano con extraordinaria exactitud, esto es, su grosor, su longitud, su altura y su profundidad; su cruz, que yo mismo le he labrado de un trozo de la llevada por mí en el Calvario, cual rasgo de la infinita bondad con que le amo; su cruz, que es el mayor presente que puedo hacer a mis elegidos en esta tierra; su cruz, compuesta en cuanto a su grosor de pérdidas de bienes, de humillaciones, de menosprecios, de dolores, de enfermedades y de penas espirituales, las cuales, por permisión mía, le acompañarán todos los días hasta la muerte; su cruz, compuesta en cuanto a su longitud: de una cierta duración de meses o de días en que se verá estrujado por la calumnia, postrado en su lecho, reducido a mendigo y a ser presa de las tentaciones, de las arideces, abandonos y otras congojas espirituales; su cruz, compuesta en cuanto a su anchura: de todas las circunstancias las más duras y las más amargas, ya vengan de parte de los amigos, de los criados o de sus familiares; su cruz, en fin, compuesta en cuanto a su profundidad: de las penas más ocultas con que le afligiré, sin que te sea dado hallar consuelo en las criaturas, las cuales, por orden mía, le volverán las espaldas y se le unirán a mí para hacerle padecer.
"Que la lleve" y que no la arrastre, ni la arroje de sí, ni la recorte, ni la oculte. Es decir, que la lleve erguida, sin impaciencia ni repugnancia, sin queja ni crítica voluntaria, sin partijas ni miramientos naturales, sin rubor y sin respeto humano. Que la ponga sobre su frente, diciendo con San Pablo: "No me gloriaré en otra cosa, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo."
Que la lleve a cuestas a ejemplo de Jesucristo, a fin de que esta cruz se transforme en arma de sus conquistas y en cetro de su imperio, según aquello que dijo Isaías: "su imperio está sobre su hombro."
Por último, que la grabe en su corazón por el amor, para transformarla en zarza ardiente que de noche y de día se abrase en el puro amor de Dios, sin que llegue a consumirse.
"Que lleve la cruz." Nada hay tan necesario, tan útil, tan dulce y tan glorioso como el padecer algo por Jesucristo.
En realidad, mis queridos amigos de la Cruz, todos sois pecadores; nadie hay entre vosotros que no merezca el infierno, y yo, más que ninguno. Es menester que nuestros pecados sean castigados en este mundo o en el otro: si lo son aquí abajo, no lo serán en el otro.
Si de acuerdo con nosotros, Dios los castiga acá, será un castigo amoroso; será la misericordia que reina en este mundo la que castigará y no la rigurosa justicia; será castigo ligero y de poca duración, acompañado de dulzuras y de méritos y seguido de recompensas en el tiempo y en la eternidad.
Mas si el castigo indispensable a los pecados que hemos cometido queda reservado para el otro mundo, será la justicia inexorable de Dios, que todo lo lleva a sangre y fuego, la que ejecutará la condena.
Castigo espantoso, indecible, inconcebible, sin compasión, sin piedad, sin mitigación, sin méritos, sin límites, sin fin. No, no tendrá fin; ese pecado mortal que en un instante cometisteis, ese mal pensamiento voluntario que escapó a vuestro conocimiento, esa diminuta acción contra la ley de Dios, de tan corta duración, será castigado por toda una eternidad, mientras Dios sea Dios, con los demonios en los infiernos, sin que ese Dios de las venganzas se apiade de vuestros espantosos tormentos, de vuestros sollozos y de vuestras lágrimas, aunque fueran capaces de hendir los peñascos.
¿Pensamos en esto, queridos hermanos y hermanas, cuando tenemos alguna pena en este mundo?
¡Cuán felices somos pudiendo hacer un cambio tan ventajoso, de una pena eterna e infructuosa, por una pasajera y meritoria, llevando la cruz con paciencia! ¡Son tantas las deudas contraídas! ¡Cuántos pecados cometidos, para cuya expiación, aún después de una contrición amarga y una confesión sincera, habremos de padecer siglos enteros de purgatorio, por habernos contentado con hacer penitencia muy liviana en este mundo! Satisfagamos amistosamente en este mundo, llevando perfectamente nuestra cruz. En el otro, todo hay que pagarlo estrictamente, hasta el último maravedí, hasta la última palabra ociosa. Si lográramos arrancar de manos del demonio el libro de muerte en que lleva anotados todos nuestros pecados y el castigo que merecen, ¡qué "debe" tan enorme hallaríamos y qué encantados estaríamos de padecer aquí abajo, durante años enteros, antes de haber de sufrir un solo día en la otra vida!
¿No os preciáis, mis amigos de la Cruz, de ser amigos de Dios o de querer llegar a serlo? Decidíos a apurar el cáliz que es forzoso beber para ser amigos de Dios. Excelente cosa es anhelar la gloria de Dios, pero desearla y pedirla sin decidirse a padecerlo todo es una locura, una petición estrafalaria. Es menester, es una necesidad, es una cosa indispensable, no hay otro medio de entrar en el reino de los cielos si no es por multitud de tribulaciones y de cruces.
Os gloriáis, y no sin razón, de ser hijos de Dios. Gloriaos asimismo de los castigos que este Padre amoroso os ha dado, de los que os dará en adelante, pues sabido es que castiga a sus hijos. Si nos os contáis en el número de sus amados hijos, pertenecéis, como dice San Agustín, al número de los réprobos. Quien no gime en este mundo cual peregrino y extranjero, no podrá alegrarse en el otro como ciudadano del cielo. Si de tiempo en tiempo no os envía el Señor alguna cruz señalada, es porque ya no se cuida de vosotros, es que ya se ha enojado con vosotros, es que ya no os considera sino como extraños, ajenos a su casa y protección, o como hijos bastardos que, no mereciendo tener parte en la herencia de su padre, tampoco merecen sus cuidados y protección.
Amigos de la cruz, discípulos de un Dios crucificado, el misterio de la cruz es un misterio ignorado por los gentiles, repudiado por los judíos, menospreciado por los herejes y por los católicos ruines; pero es el gran misterio que debéis aprender prácticamente en la escuela de Jesucristo y que únicamente en ella aprenderéis. En vano rebuscaréis en todas las academias de la antigüedad algún filósofo que la haya encomiado; en vano apelaréis a la luz de los sentidos o de la razón; nadie sino Jesucristo puede enseñarnos y haceros saborear este misterio por su gracia victoriosa.
Adiestraos, pues, en esta sobreeminente ciencia, bajo las normas de tan excelente Maestro, y poseeréis todas las demás ciencias, ya que las encierra a todas en grado eminente. Ella es nuestra filosofía natural y sobrenatural, nuestra teología divina y misteriosa, nuestra piedra filosofal, la cual, mediante la paciencia, trueca los más toscos metales en preciosos, los dolores más punzantes en delicias, las humillaciones más abyectas en gloria. El que de vosotros mejor sepa llevar su cruz, aun cuando sea un analfabeto, será el más sabio de todos.
Oíd al gran San Pablo, que al bajar del tercer cielo, donde aprendió arcanos desconocidos de los mismos ángeles, no sabe ni quiere saber otra cosa que a Jesucristo crucificado. Alégrate, pues, tu, pobre ignorante; tu, humilde mujer sin talento y sin letras; si sabéis padecer gozosamente, sabéis más que cualquier doctor de la Sorbona que no sepa sufrir tan bien como vosotros.


El Amor no es amado.
Sólo María y Juan... y tú y yo, en la distancia.
Adoración, silencio... ¡Y MILAGRO!







Jueves Santo
En el Monte de los Olivos. Sor Anna Katharina Emmerich.
1 Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle de Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían: "¡Montes, cubridnos!". Les dijo también: "Esta noche seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al Pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea". Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Lo rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: "Aunque todos se escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré". El Señor le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: "Aunque tenga que morir con Vos, nunca os negaré". Así hablaron también los demás. Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba cada vez más. Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a sudar, y vino sobre ellos la tentación. Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente donde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, está a media legua del Cenáculo. Desde el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat, hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vacías y abiertas, y de un gran jardín rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de adorno y árboles frutales. Los Apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este jardín, que era un lugar de recreo y de oración. El jardín de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto, cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el jardín de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.
2 Eran cerca de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo. El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que siempre los había consolado, podía estar tan abatido. "Mi alma está triste hasta la muerte", respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a los tres Apóstoles: "Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en tentación". Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó debajo de un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los Apóstoles en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto. Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata; en esta misma gruta habían gemido y llorado. Parecióme que Jesús, al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los padecimientos. Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; tomólos todos sobre sí, y ofrecióse en la oración, a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa humanidad: "¡Como!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?". Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del círculo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó diciendo: "¡Padre mío, todo os es posible: alejad este cáliz!". Después se recogió y dijo: "Que vuestra voluntad se haga y no la mía". Su voluntad era la de su Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al aspecto de la muerte. Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálido y erizados los cabellos sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo a cada paso, bañado de sudor frío, fue adonde estaban los tres Apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús vino a ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace recurrir a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino. Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: "Simón, ¿duermes?". Despertáronse al punto; se levantaron y díjoles en su abandono: "¿No podíais velar una hora conmigo?". Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo: "Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?". Jesús respondió: "Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejados allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no caer en la tentación, porque el espíritu es pronto, pero la carne es débil". Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les habló todavía de su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Volvióse a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se preguntaban: "¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está en un abandono completo?". Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza. Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el jardín de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: "¿No habéis podido velar una hora conmigo?". Pero esto no debe entenderse a la letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que estaban con Jesús habían orado primero, después se habían dormido, porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús los había dejado muy inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de peligro.
3 Había poco ruido en Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y discípulos de Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían inquietos y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María hija de Cleofás, María Salomé, y Salomé, habían ido desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos. María asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemus, José de Arimatea, y algunos parientes de Hebrón, vinieron a velar para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús: decían que el peligro no debía ser tan grande; que no atacarían al Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo; seguramente había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.
4 Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de sangre salió de todo su cuerpo. Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un momento de silencio; parecióme que deseaban ardientemente consolarle, y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba. Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre, para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él. Vi esto en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.
5 Habiendo resistido victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono completo a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un nuevo círculo de horribles visiones. La duda y la inquietud que preceden al sacrificio en el hombre que se sacrifica, asaltaron el alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta: "¿Cuál será el fruto de este sacrificio?". Y el cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón. Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles. Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y se volvían al abismo donde estaban sumergidos. Vio una infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las llagas de su Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los cuales, la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos. Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: "Estad quietos: yo voy a Él". Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: "Maestro, ¿qué tenéis?" . Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza, y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: "Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad se haga y no la mía!".
6 En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba. Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior. Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse. Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador. Después de la visión que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles, tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron. Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y tomándole por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y volvieron cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o menos.
7 Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hacia el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar la cara de su Hijo. En aquel momento los ocho Apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Estaban dudosos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: "¿Qué haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en Él ningún consuelo".
8 Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era esta una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de redención abierto después de su muerte. Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo. Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Aceptólo todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres.
9 Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño cáliz, semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció. Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido una nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor. Cuando Jesús llegó a sus discípulos, estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. "Ved aquí a hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber nacido". Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación: "Maestro, voy a llamar a los otros para que os defendamos". Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente del Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado. Les habló todavía con serenidad, les recomendó que consolaran a su Madre, y les dijo: "Vamos a su encuentro: me entregaré sin resistencia entre las manos de mis enemigos". Entonces salió del jardín de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre el jardín y Getsemaní.

Viernes Santo.
Flagelación de Jesús. Sor Anna Katharina Emmerich.
29. Pilatos, juez cobarde y sin resolución, había pronunciado muchas veces estas palabras, llenas de bajeza: "No hallo crimen en Él; por eso voy a mandarle azotar y a darle libertad". Los judíos continuaban gritando: "¡Crucificadlo! ¡crucificadlo!". Sin embargo, Pilatos quiso que su voluntad prevaleciera y mandó azotar a Jesús a la manera de los romanos. Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna que servía para azotar. Los verdugos vinieron con látigos, varas y cuerdas, y las pusieron al pie de la columna. Eran seis hombres morenos, malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de entre ellos hacían el oficio de verdugos en el Pretorio. Esos hombres crueles habían ya atado a esa misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Dieron de puñetazos al Señor, le arrastraron con las cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron brutalmente a la columna. Esta columna estaba sola y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada; pues un hombre alto, extendiendo el brazo, hubiera podido alcanzar la parte superior. A media altura había anillas y ganchos. No se puede expresar con qué barbarie esos perros furiosos arrastraron a Jesús: le arrancaron la capa de irrisión de Herodes y le echaron casi al suelo. Jesús abrazó a la columna; los verdugos le ataron las manos, levantadas por alto a un anillo de hierro, y extendieron tanto sus brazos en alto, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la columna, tocaban apenas al suelo. El Señor fue así extendido con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de esos furiosos comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Sus látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible; puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco. El Hijo de Dios temblaba y se retorcía como un gusano. Sus gemidos dulces y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos, cual tempestad ruidosa, cubrían sus quejidos dolorosos y llenos de bendiciones, diciendo: "¡Hacedlo morir! ¡crucificadlo!". Pilatos estaba todavía hablando con el pueblo, y cada vez que quería decir algunas palabras en medio del tumulto popular, una trompeta tocaba para pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos y el balido de los corderos pascuales. Ese balido presentaba un espectáculo tierno: eran las sotavoces que se unían a los gemidos de Jesús. El pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna, los soldados romanos ocupando diferentes puntos, iban y venían, muchos profiriendo insultos, mientras que otros se sentían conmovidos y parecía que un rayo de Jesús les tocaba. Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban dinero a los verdugos, y les trajeron un cántaro de una bebida espesa y colorada, para que se embriagasen. Pasado un cuarto de hora, los verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. La sangre del Salvador corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas. Los segundos verdugos se echaron con una nueva rabia sobre Jesús; tenían otra especie de varas: eran de espino con nudos y puntas. Los golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; su sangre saltó a cierta distancia, y ellos tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos extranjeros pasaron por la plaza, montados sobre camellos y se llenaron de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de Juan, o que habían oído los sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y los griegos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos. Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah! ¡quién podría expresar este terrible y doloroso espectáculo! La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora, cuando un extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús, se precipitó sobre la columna con una navaja, que tenía la figura de una cuchilla, gritando en tono de indignación: "¡Parad! No peguéis a ese inocente hasta hacerle morir". Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó rápidamente las cuerdas, atadas detrás de la columna, y se escondió en la multitud. Jesús cayó, casi sin conocimiento, al pie de la columna sobre el suelo, bañado en sangre. Los verdugos le dejaron, y se fueron a beber, llamando antes a los criados, que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas.
30. Vi a la Virgen Santísima en un éxtasis continuo durante la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos y sus ojos estaban bañados en lágrimas. Las santas mujeres, temblando de dolor y de inquietud, rodeaban a la Virgen y lloraban como si hubiesen esperado su sentencia de muerte. María tenía un vestido largo azul, y por encima una capa de lana blanca, y un velo de un blanco casi amarillo. Magdalena, pálida y abatida de dolor, tenía los cabellos en desorden debajo de su velo. La cara de la Virgen estaba pálida y desencajada, sus ojos colorados de las lágrimas. No puedo expresar su sencillez y dignidad. Desde ayer no ha cesado de andar errante, en medio de angustias, por el valle de Josafat y las calles de Jerusalén, y, sin embargo, no hay ni desorden ni descompostura en su vestido, no hay un solo pliegue que no respire santidad; todo en ella es digno, lleno de pureza y de inocencia. María mira majestuosamente a su alrededor, y los pliegues de su velo, cuando vuelve la cabeza, tienen una vista singular. Sus movimientos son sin violencia, y en medio del dolor más amargo, su aspecto es sereno. Su vestido está húmedo del rocío de la noche y de las abundantes lágrimas que ha derramado. Es bella, de una belleza indecible y sobrenatural; esta belleza es pureza inefable, sencillez, majestad y santidad. Magdalena tiene un aspecto diferente. Es más alta y más fuerte, su persona y sus movimientos son más pronunciados. Pero las pasiones, el arrepentimiento, su dolor enérgico han destruido su belleza. Da miedo al verla tan desfigurada por la violencia de su desesperación; sus largos cabellos cuelgan desatados debajo de su velo despedazado. Está toda trastornada, no piensa más que en su dolor, y parece casi una loca. Hay mucha gente de Magdalum y de sus alrededores que la han visto llevar una vida escandalosa. Como ha vivido mucho tiempo escondida, hoy la señalan con el dedo y la llenan de injurias, y aún los hombres del populacho de Magdalum le tiran lodo. Pero ella no advierte nada, tan grande y fuerte es su dolor. Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela. No sé si creía que Jesús sería libertado, y que su Madre necesitaría esa tela para curar sus llagas o si esa pagana compasiva sabía a qué uso la Virgen Santísima destinaría su regalo. María viendo a su Hijo despedazado, conducido por los soldados, extendió las manos hacia Él y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado el pueblo, María y Magdalena se acercaron al sitio en donde Jesús había sido azotado; escondidas por las otras santas mujeres, se bajaron al suelo cerca de la columna, y limpiaron por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había mandado. Eran las nueve de la mañana cuando acabó la flagelación.

Vigilia y domingo de Pascua
Episodios de la Resurrección. Sor Anna Katharina Emmerich.
Vi como una gloria resplandeciente entre dos ángeles vestidos de guerreros: era el alma de Jesús que, penetrando por la roca, vino a unirse con su cuerpo santísimo. Vi los miembros moverse y el cuerpo del Señor, unido con su alma y con su divinidad, salir de su mortaja, radiante de luz.
Me pareció que en el mismo instante una forma monstruosa salió de la tierra, de debajo de la peña. Tenía cola de serpiente, cabeza de dragón, que levantaba contra Jesús; me parece que además tenía cabeza humana. Vi en la mano del Salvador resucitado una bandera flotante. Pisó la cabeza del dragón y pegó tres golpes en la cola con su palo: después el monstruo desapareció. He visto con frecuencia esta visión en la Resurrección y he visto una serpiente igual, que parecía emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó la serpiente del Paraíso; todavía era más horrorosa Pienso que esto se refiere a la profecía: "El hijo de la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente". Todo eso me parecía un símbolo de la victoria sobre la muerte; pues cuando vi al Señor romper la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.
Jesús, resplandeciente, se elevó por en medio de la peña. La tierra templó: un ángel parecido a un guerrero se precipitó del cielo al sepulcro como un rayo; puso la piedra a la derecha y se sentó sobre ella. Los soldados cayeron como muertos y estaban tendidos en el suelo sin dar señales de vida (...)
En el momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra tembló, el Salvador resucitado se apareció a su Madre en el Calvario (...)
Las santas mujeres estaban cerca de la pequeña puerta cuando Nuestro Señor resucitó; pero no veían nada de los prodigios que habían sucedido en el sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto guardia, porque no estuvieron en la víspera, a causa del Sábado. Se preguntaban entre sí con inquietud: "¿Quién nos levantará la piedra de la entrada?” Querían echar agua de nardo y aceite odorífero sobre el cuerpo de Jesús, con aromas y flores: querían ofrecer al Señor lo más precioso que habían podido encontrar para honrar su sepultura. La que había llevado más cosas era Salomé. No era la madre de Juan, sino una mujer rica de Jerusalén, parienta de San José. Resolvieron poner sus aromas so­bre la piedra y esperar que algún discípulo viniera a levantarla (...)
Vi a las santas mujeres acercarse al huerto: cuando vieron los faroles y los soldados tendidos alre­dedor del sepulcro, tuvieron miedo y se alejaron un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el huerto y Salomé la siguió a cierta distancia; las otras dos, menos resuel­tas, se quedaron a la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, tuvo miedo, y se volvió con Sa­lomé; y las dos juntas, pasando entre los soldados tendidos en el suelo, entraron en la gruta del sepul­cro. Vieron la piedra quitada; pero las puertas estaban cerradas. Magdalena las abrió llena de emo­ción y vio apartados los lienzos. El sepulcro estaba resplandeciente y un ángel estaba sentado a la de­recha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel; mas salió perturbada del huerto y corrió rápidamente adonde estaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel habló a María Salomé, que se había quedado a la entrada del sepulcro: la vi salir muy de prisa del huerto de­trás de Magdalena y reunirse a las otras dos mujeres anunciándoles lo que había sucedido. Se llena­ron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a entrar en el huerto (...)
Estando en la entrada del sepulcro, vieron a dos ángeles vestidos de blanco con trajes sacerdota­les. Las mujeres se asustaron; y cubriéndose los ojos con las manos, se prosternaron hasta el suelo. Pero un ángel les dijo que no tuvieran miedo; que no buscaran al Crucificado, porque había resucita­do y estaba lleno de vida. Les enseñó el sitio vacío, les mandó que dijeran a los discípulos lo que ha­bían visto y oído; añadiendo que Jesús los precedería en Galilea y que debían acordarse de sus pala­bras: "El Hijo del hombre será entregado a las manos de los pecadores; lo crucificarán y resucitará al tercer día". Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas mujeres, temblando pero llenas de gozo, volvieron hacia la ciudad: iban conmovidas; no se apresuraban y se paraban de cuando en cuan­do para mirar si veían al Señor o si Magdalena volvía.
Mientras tanto, Magdalena llegó al Cenáculo; estaba como fuera de sí y llamó con fuerza a la puer­ta. Algunos discípulos estaban todavía acostados durmiendo; otros se hallaban levantados. Pedro y Juan abrieron. Magdalena les dijo desde afuera: "Han sacado al Señor del sepulcro; no sabemos dónde lo han puesto". Después de estas palabras, se volvió corriendo al huerto. Pedro y Juan entraron en la casa y dijeron algunas palabras a los otros discípulos; después la siguieron corriendo: Juan más de prisa que Pedro. Magdalena entró en el huerto y se dirigió al sepulcro, conmovida de cansancio y de dolor. Estaba cubierta de rocío; su manto se había desprendido de la cabeza y de los hombros y sus largos cabellos se veían descubiertos y flotantes. Como estaba sola, no se atrevió a bajar a la gru­ta y se paró un instante a la entrada. Se arrodilló para mirar dentro del sepulcro por entre las puertas y, al echar atrás sus cabellos que le caían sobre la cara, vio dos ángeles vestidos de blanco sentados en las extremidades del sepulcro y oyó la voz de uno de ellos que decía: "Mujer, ¿por qué lloras? " Ella gritó en medio de su dolor (pues no veía más que una cosa, no tenía más que un pensamiento, a saber: que el cuerpo de Jesús no estaba allí). "Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Después de estas palabras, viendo el sepulcro vacío, salió y se puso a buscar acá y allá. Le pareció que iba a encontrar a Jesús: presentía confusamente que estaba cerca de ella, y la aparición de los ángeles no podía distraerla: diríase que no se veía que eran ángeles y no podía pensar más que en Jesús. "¡Jesús no está allí! ¿Dónde está Jesús?- La vi errante de una lado a otro como una perso­na extraviada en su camino. El cabello le caía por ambos lados sobre la cara. Una vez tomó todo el pelo con las manos y, después, lo partió en dos echándolo atrás. Entonces, mirando a su alrededor, vio a diez pasos del sepulcro, al Oriente, en el sitio donde el huerto sube en dirección a la ciudad, aparecer una figura vestida de blanco entre los arbustos, a la luz del crepúsculo y, corriendo hacia ese la­do, oyó estas palabras: "Mujer, ¿por qué lloras?” Ella creyó que era el hortelano; y, en efecto, el que le hablaba tenía una azada en la mano y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía hecho de corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al obrero de la parábola que Jesús había contado a las santas mujeres en Betania poco antes de su Pasión. No estaba resplandeciente de luz; pero se parecía a un hombre vestido de blanco, visto a la luz del crepúsculo. A estas palabras: "¿A quién buscas?", ella respondió: "Si tú lo has tomado, dime dónde está y yo iré por Él”. Y enseguida se puso a mirar en derredor. Entonces Jesús le dijo con el timbre habitual de su voz: "¡María!" Ella conoció el acento y, olvidando la crucifixión, muerte y sepultura, le dijo como otras veces: "¡Rabboni!" (Maestro). Se puso de rodillas y extendió los brazos a los pies de Jesús. Mas el Salvador, deteniéndola, le dijo: "¡No me toques, pues aún no he subido hacia mi Padre! Vete a decir a mis hermanos que subo ha­cia mi Padre y el suyo, hacia mi Dios y el suyo”. Y desapareció (...)
Magdalena, después de la resurrección del Señor se levantó de prisa y, como si hubiese visto un sueño, corrió otra vez al sepulcro. Vio sentados a los dos ángeles que le dijeron lo que habían dicho a las otras dos mujeres sobre la resurrección del Jesús. Entonces, segura del milagro y de lo que había visto, buscó a sus compañeras y las encontró en el camino que conduce al Gólgota. Ellas andaban errantes, llenas de terror, esperando la vuelta de Magdalena, y con vaga esperanza de encontrar a Jesús en alguna parte. Toda esta escena no duró más que dos minutos. Podían ser las tres y media de la mañana cuando el Señor se le apareció, y apenas salía del huerto cuando Juan entraba y, después, Pedro. Juan se paró a la entrada del sepulcro; miró por la puerta entreabierta y vio el sepulcro vacío. Pedro llegó entonces y bajó a la gruta, donde vio los lienzos doblados, como se ha dicho. Juan lo si­guió y, a esta vista, creyó en la Resurrección. Lo que Jesús les había dicho, lo que estaba en las Es­crituras, lo veían claro: y hasta entonces no lo habían comprendido, Pedro tomó los lienzos bajo su capa y se volvieron corriendo. Entonces vi a los guardias levantarse y recoger sus picas y sus faroles. Estaban aterrados: salieron pronto del huerto y llegaron presto a la puerta de la ciudad. Mientras tanto Magdalena se juntó con las santas mujeres y les contó que había visto al Señor en el huerto, y después a los ángeles. Sus compañeras le respondieron que ellas también habían visto a los ángeles. Entonces Magdalena corrió a Jerusalén, y las mujeres se volvieron al huerto pensando, sin duda, encontrar a los dos apóstoles. Al acercarse, Jesús se les apareció, vestido de blanco, y les dijo: "Yo las saludo". Ellas se echaron a sus pies, mas Él les dijo algunas palabras y parecía indicarles algo con la mano, y desapareció. Entonces corrieron al Cenáculo y contaron a los discípulos que habían visto al Señor. Éstos no querían creerles ni a ellas ni a Magdalena y calificaron cuanto les decían de sueños de mujeres, hasta la vuelta de Pedro y de Juan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario