sábado, 25 de febrero de 2012

Tratado de la oración y meditación -3

CAPÍTULO V. DE SEIS COSAS QUE PUEDEN ENTREVENIR EN EL EJERCICIO DE LA ORACIÓN
Éstas son, cristiano lector, las meditaciones en que puedes ejercitar los días de la semana, para que así no te falte materia en qué pensar. Mas aquí es de notar que antes de esta meditación pueden preceder algunas cosas y seguirse después otras que están anejas y son como vecinas de ellas. Porque, primeramente, antes que entremos en la meditación es necesario aparejar el corazón para este santo ejercicio, que es como quien templa la vihuela para tañer. Después de la preparación se sigue la lección del paso que se ha de meditar en aquel día, según el repartimiento de los días de la semana (como arriba lo tratamos). Lo cual sin duda es necesario a los principios, hasta que el hombre sepa lo que ha de meditar. Después de la meditación se puede seguir un devoto hacimiento de gracias por los beneficios recibidos y un ofrecimiento de toda nuestra vida y de la de Cristo nuestro Salvador, en recompensa de ellos. La última parte es la petición que propiamente se llama oración, en la cual pedimos todo aquello que conviene, así para nuestra salud como para la de nuestros prójimos y de toda la Iglesia. Estas seis cosas pueden entrevenir en la oración, y las cuales, entre otros provechos, tienen también éste, que dan al hombre más copiosa materia de meditar, poniéndole delante todas estas diferencias de manjares, para que si no pudiere comer de uno, coma del otro, y para que si en una cosa se le acabare el hilo de la meditación, entre luego en otra donde se le ofrezca otra cosa en qué meditar. Bien veo que ni todas estas partes ni esta orden es siempre necesaria, más todavía servirá esto a los que comienzan, para que tengan alguna orden e hilo por donde se puedan al principio regir. Y por esto, de ninguna cosa que aquí dijere, quiero que se haga ley perpetua ni regla general; porque mi intento no fue hacer ley, sino introducción para imponer a los nuevos en este camino, en el cual, después que hubieren entrado, el uso y la experiencia, y mucho más el Espíritu Santo, les enseñará lo demás.
CAPÍTULO VI. DE LA PREPARACIÓN QUE SE REQUIERE PARA ANTES DE LA ORACIÓN
Agora será bien que tratemos en particular de cada una de estas partes susodichas, y primero de la preparación que es primera de todas. Puesto en el lugar de la oración de rodillas, o en pie, o en cruz, o postrado, o sentado si de otra manera no pudiese estar, hecha primero la señal de la cruz, recogerá su imaginación y apartarla ha de todas las cosas de esta vida, levantará su entendimiento arriba, considerando que lo mira Nuestro Señor. Y estará allí con aquella atención y reverencia como que realmente le tuviese presente, y con un general arrepentimiento de sus pecados (si es la oración de la mañana) dirá la confesión general, y si es la oración de la noche, examinará su conciencia de todo lo que aquel día ha pensado, hablado, obrado y oído, y del olvido que de Nuestro Señor ha tenido, y doliéndose de los defectos de aquel día y de todos los de la vida pasada, y humillándose delante de la Divina Majestad ante quien está, dirá aquellas palabras del santo Patriarca (Gen.19,27): Hablaré a mi Señor, aunque sea polvo y ceniza, y luego dirá aquellos versos del salmo (Ps.122,1): A ti levanté mis ojos, que moras en los cielos. Así como los ojos de los siervos están puestos en las manos de sus senores, y como los ojos de la sierva en las manos de su señora, así están puestos nuestros ojos en Nuestro Señor, esperando que haya misericordia de nosotros. Ten misericordia de nosotros, Señor, ten misericordia de nosotros, Gloria Patri, etc. Y porque no somos, Señor, poderosos para pensar cosa buena de nuestra parte, sino que toda nuestra suficiencia es de Dios, ni nadie puede invocar dignamente el nombre de jesús sino con favor del Espíritu Santo. Por tanto, Ven, oh dulcísimo Espíritu, y envía dende el cielo los rayos de tu luz. Ven, oh Padre de los pobres. Ven, oh dador de las lumbres. Ven, lumbre de las corazones. Ven, consolador muy bueno y dulce huésped de nuestra ánima y dulce refrigerio de ella. En el trabajo, su descanso; en el ardor del estío, su templanza, y en las lágrimas, su consuelo. Oh luz beatísima, hinche lo íntimo del corazón de tus fieles V. Emitte spiritum tuum, et creabuntur. R. Et renovabis faciem terrae. Oratio. Deus qui corda fidelium, etc. Dicho esto, suplicará luego a nuestro Señor que le dé gracia para que esté allí con aquella atención y devoción, y con aquel recogimiento interior, y con aquel temor y reverencia que conviene para estar ante tan soberana Majestad, y que así gaste aquel tiempo de la oración, que salga de ella con nuevas fuerzas y aliento para todas las cosas de su servicio, porque la oración que no pare luego este fruto muy imperfecta es y muy de bajo valor.
CAPÍTULO VII. DE LA LECCIÓN
Concluida la preparación, se sigue luego la lección de lo que se ha de meditar en la oración. La cual no ha de ser apresurada ni corrida, sino atenta y sosegada; aplicando a ella no sólo el entendimiento para entender lo que se lee, sino mucho más la voluntad para gustar lo que se entiende. Y cuando hallare algún paso devoto, deténgase algo más en él para mejor sentirlo; y no sea muy larga la lección, porque se dé más tiempo a la meditación, que es tanto de mayor provecho, cuanto rumia y penetra las cosas más despacio y con más afectos; pero cuando tuviere el corazón tan distraído que no pueda entrar en la oración, puédese detener algo más en la lección, o ayuntar en uno la lección con la meditación, leyendo un paso y meditando sobre él, y luego otro de la misma manera; porque yendo de esta manera atado el entendimiento a las palabras de la lección, no tiene tanto lugar de derramarse por diversas partes como cuando va libre y suelto. Aunque mejor sería pelear en desechar los pensamientos y perseverar y luchar (como otro Jacob toda la noche) en el trabajo de la oración. Porque al fin, acabada la batalla, se alcanza la victoria, dando Nuestro Señor la devoción u otra gracia mayor, la cual nunca se niega a los que fielmente pelean.
CAPÍTULO VIII. DE LA MEDITACIÓN
Se sigue después de la lección la meditación del paso que habemos leído. Y ésta unas veces es de cosas que se pueden figurar con la imaginación, como son todos los pasos de la vida y pasión de Cristo, el juicio final, el infierno, el paraíso. Otras es de cosas que pertenecen más al entendimiento que a la imaginación, como es la consideración de los beneficios de Dios, de su bondad o misericordia, o cualquiera otra de sus perfecciones. Esta meditación se llama intelectual, y la otra imaginaria. Y de la una y de la otra solemos usar en estos ejercicios, según que la .materia de las cosas lo requiere. Y cuando la meditación es imaginaria, habemos de figurar cada cosa de éstas de la manera que ella es, o de la manera que pasaría, y hacer cuenta que en el propio lugar donde estamos pasa todo aquello en presencia nuestra, porque con esta representación de las cosas sea más viva la consideración y asentimiento de ellas, y aun imaginar que pasan estas cosas dentro de nuestro corazón es mejor, que pues caben en él ciudades y reinos, mejor cabrá la representación de estos misterios, y ayudará esto mucho para traer el ánima recogida, ocupándose dentro de sí mismo (como abeja dentro de su corcho) en labrar su panal de miel; porque ir con el pensamiento a Jerusalén a meditar las cosas que allí pasaron en sus propios lugares, es cosa que suele enflaquecer y hacer daño a las cabezas; y por esta misma razón no debe el hombre hincar mucho la imaginación en las cosas que piensa, por no fatigar con esta vehemente aprensión la naturaleza.
CAPÍTULO IX. DEL HACIMIENTO DE GRACIAS
Acabada la meditación se sigue el nacimiento de gracias; para lo cual se debe tomar ocasión de la meditación pasada, haciendo gracias a Nuestro Señor por el beneficio que en aquélla nos hizo; como si la meditación fue de la Pasión, debe dar gracias a Nuestro Señor, porque nos redimió con tantos trabajos; y si fue de los pecados, porque esperó tanto tiempo a penitencia; y si de las miserias desta vida, por las muchas de que lo ha librado; y si del paso de la muerte, porque lo libró de los peligros de ella y esperó a penitencia. Y si de la gloria del paraíso, porque le crió para tanto bien, y así de los demás. Con estos beneficios juntará todos los otros de que arriba tratamos, que son el beneficio de la creación, conservación, redención, vocación, etcétera. Y así dará gracias a Nuestro Señor, porque le hizo a su imagen y semejanza, y le dio memoria para que se acordase de El; entendimiento, para que le conociese; voluntad, para que le amase. Y porque le dio un Ángel que le guardase de tantos trabajos y peligros y tantos pecados mortales, y de la muerte cuando estaba en ellos, que no fue menos que librarlo de la muerte eterna; y porque tuvo por bien de tomar nuestra naturaleza, y morir por nosotros. Y porque le hizo nacer de padres cristianos, y le dio el sagrado bautismo, y en él le dio su gracia, y prometió su gloria, y le recibió por hijo adoptivo. Y porque le dio armas para pelear contra el demonio, y el mundo, y la carne, en el Sacramento de la Confirmación.Y porque le dio a sí mismo en el Sacramento del Altar. Y porque le dio el Sacramento de la Penitencia, para tornar a cobrar la gracia perdida por el pecado mortal, y por las muchas buenas inspiraciones que siempre le ha enviado y envía, y por la ayuda que le dio para orar y bien obrar y perseverar en el bien comenzado. Y con estos beneficios junte los demás beneficios generales y particulares que conoce haber recibido de Nuestro Señor. Y por éstos y todos los otros, así públicos como secretos, dé todas cuantas gracias pudiere, y convide a todas las criaturas, así del cielo como de la tierra, para que le ayuden a este oficio. Y con este espíritu podrá decir, si quiere, aquel cántico (Dan.3,57): Benedicite omnia opera Domini Domino, laudate, et superexaltate. O el salmo (Ps.102,1-4): Benedic anima mea, Domino, et omnia quae intra me sunt nomini sancto ejus. Benedic anima mea, Domino, et noli oblivisci omnes retributiones ejus. Qui propiciatur omnibus iniquitatibus tuis, qui sanat omnes infirmitates tuas. Qui redimit de interitu vitam tuam, qui coronat te in misericordia, et miserationibus, etc.
CAPÍTULO X. DEL OFRECIMIENTO
Dadas de todo corazón al Señor las gracias por todos estos beneficios, luego, naturalmente, prorrumpe el corazón en aquel afecto del profeta David, que dice (Ps.115,12): ¿Qué daré yo al Señor por todas las mercedes que me ha hecho? A este deseo satisface el hombre en alguna manera, dando y ofreciendo a Dios de su parte todo lo que tiene y puede ofrecerle.
Y para esto primeramente debe ofrecerse a sí mismo por perpetuo esclavo suyo, resignándose y poniéndose en sus manos para que haga de él todo lo que quisiere en tiempo
y en eternidad, y ofrecer juntamente todas sus palabras, obras, pensamientos y trabajos, que es todo lo que hiciere y padeciere para que todo sea gloria y honra de su santo nombre.
Lo segundo, ofrezca al Padre los méritos y servicios de su Hijo y todos los trabajos que en este mundo por su obediencia padeció dende el pesebre hasta la Cruz, pues todos ellos son hacienda nuestra y herencia que Él nos dejó en el Nuevo Testamento, por el cual nos hizo herederos de todo este gran tesoro. Y así como no es menos mío lo dado de gracia que lo adquirido por mi lanza, así no son menos míos los méritos y el derecho que a mí me dio que si yo los hubiera sudado y trabajado por mí. Y por esto, no menos puede ofrecer el hombre esta segunda ofrenda que la primera, recontando por su orden todos estos servicios y trabajos y todas las virtudes de su vida santísima, su obediencia, su paciencia, su humildad, su fidelidad, su caridad, su misericordia, con todas las demás, porque ésta es la más rica y más preciosa ofrenda que le podemos ofrecer.
CAPÍTULO XI. DE LA PETICIÓN
Ofrecida tan rica ofrenda, seguramente podemos pedir luego mercedes por ella. Y primeramente pidamos con gran afecto de caridad y con celo de la honra de Nuestro Señor, que todas las gentes y naciones del mundo le conozcan, alaben y adoren como a su único, verdadero Dios y Señor, diciendo de lo íntimo de nuestro corazón aquellas palabras del Profeta (Ps.66,4-6): Confiésente los pueblos, Señor; confiésente los pueblos. Roguemos también por las cabezas de la Iglesia, como son: Papa, Cardenales, Obispos, con todos los otros Ministros y Prelados inferiores, para que el Señor los rija y alumbre de tal manera, que lleven a todos los hombres al conocimiento y obediencia de su criador. Y asimesmo, debemos rogar (como lo aconseja San Pablo) por los reyes y por todos los que están constituidos en dignidad, para que mediante su providencia vivamos vida quieta y reposada, porque esto es acepto delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad. Roguemos también por todos los miembros de su cuerpo místico, por los justos, que el Señor los conserve, y por los pecadores, que los convierta, y por los difuntos, que los saque misericordiosamente de tanto trabajo y los lleve
al descanso de la vida perdurable.
Roguemos también por todos los pobres, enfermos, encarcelados, cautivos, etc. Que Dios, por los méritos de su Hijo, los ayude y libre del mal. Y después de haber pedido para nuestros prójimos, pidamos luego para nosotros, y qué sea lo que le habemos de pedir, su misma necesidad lo enseñará a cada uno, si bien se conociere. Mas para mayor facilidad de esta doctrina, podemos pedir las mercedes siguientes: Primeramente pidamos, por los méritos y trabajos de este Señor, perdón de todos nuestros pecados y enmienda de ellos, y especialmente pidamos favor contra todas aquellas pasiones y vicios a que somos más inclinados y más tentados, descubriendo todas estas llagas a aquel médico celestial para que El las sane y las cure con la unción de su gracia.
Lo segundo, pidamos aquellas altísimas y nobilísimas virtudes en que consiste la suma de toda perfección cristiana, que son: fe, esperanza, amor, temor, humildad, paciencia,
obediencia, fortaleza para todo trabajo, pobreza de espíritu, menosprecio del mundo, discreción, pureza de intención, con otras semejantes virtudes que están en la cumbre de este espiritual edificio; porque la fe es la primera raíz de toda la cristiandad; la esperanza es el báculo y remedio contra las tentaciones de esta vida; la caridad es fin de toda la perfección cristiana; el temor de Dios es principio de la verdadera sabiduría; la humildad es el fundamento de todas las virtudes; la paciencia es armadura contra los golpes y encuentros del enemigo; la obediencia es muy agradable ofrenda, donde el hombre ofrece a sí mismo a Dios en sacrificio; la discreción es los ojos con que el alma ve y anda todos sus caminos; la fortaleza, los brazos con que hace todas sus obras, y la pureza de intención, la que refiere y endereza todas nuestras obras a Dios. Lo tercero, pidamos luego otras virtudes que, además de ser ellas de suyo muy principales, sirven para la guarda de estas mayores, como son: la templanza en comer y beber, la moderación de la lengua, la guarda de los sentidos, la mesura y composición del hombre exterior, la suavidad y buen ejemplo para los prójimos, el rigor y aspereza para consigo, con otras virtudes semejantes.
Después de esto, acabe con la petición del amor de Dios .y en ésta se detenga y ocupe la mayor parte del tiempo, pidiendo al Señor esta virtud con entrañables afectos y deseos (pues en ella consiste todo nuestro bien), y podrá decir así:

PETICIÓN ESPECIAL DEL AMOR DE DIOS
Sobre todas estas virtudes, dame, Señor, tu gracia, para que te ame yo con todo mi corazón, con toda mi ánima, con todas mis fuerzas y con todas mis entrañas, así como tú lo mandas. ¡Oh, toda mi esperanza, toda mi gloria, todo mi refugio y alegría! ¡Oh, el más amado de los amados! ¡Oh, esposo florido, esposo suave, esposo melifluo! ¡Oh, dulzura de mi corazón! ¡Oh, vida de mi ánima y descanso alegre de mi espíritu! ¡Oh, hermoso y claro día de la eternidad, y serena luz de mis entrañas, y paraíso florido de mi corazón!¡ Oh, amable principio mío y suma suficiencia mía! Apareja, Dios mío, apareja, Señor, una agradable morada para ti en mí, para que, según la promesa de tu santa palabra, vengas a mí y reposes en mí. Mortifica en mí todo lo que desagrada a tus ojos y hazme hombre según tu corazón. Hiere, Señor, lo más íntimo de mi ánima con las saetas de tu amor, y embriágala con el vino de tu perfecta caridad. ¡Oh! ¿Cuándo será esto? ¿Cuándo te agradaré en todas las cosas? ¿Cuándo dejaré de ser mío? ¿Cuándo ninguna cosa fuera de ti vivirá en mí? ¿Cuándo arden tísimamente te amaré? ¿Cuándo me abrasará toda la llama de tu amor? ¿Cuándo estaré todo derretido y traspasado con tu eficacísima suavidad? ¿Cuándo abrirás a este pobre mendigo y le descubrirás el hermosísimo Reino tuyo que está dentro de mí, el cual eres tú con todas tus riquezas? ¿Cuándo me arrebatarás y anegarás y transportarás y esconderás en ti, donde nunca más parezca? ¿Cuándo, quitados todos impedimentos y estorbos, me harás un espíritu contigo, para que nunca ya me pueda más apartar de ti? ¡Oh, amado, amado, amado de mi ánima! ¡Oh dulzura, dulzura de mi corazón! ¡Óyeme, Señor, no por mis merecimientos, sino por tu infinita bondad! Enséñame, alúmbrame, enderézame y ayúdame en todas las cosas para que ninguna cosa se haga ni diga, sino lo que fuere a tus ojos agradable. ¡Oh Dios mío, amado mío, entrañas mías, bien de mi ánima! ¡Oh amor mío dulce! ¡Oh deleite mío grande! ¡Oh fortaleza mía, veladme; luz mía, guiadme! ¡Oh Dios de mis entrañas! ¿Por qué no te das al pobre? ¡Hinches los cielos y la tierra, y mi corazón dejas vacío! Pues vistes los lirios del campo, y guisas de comer a .las avecillas y mantienes los gusanos, ¿por qué te olvidas de mí, pues a todos olvido por ti? ¡Tarde te conocí, bondad infinita! ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva! ¡Triste del tiempo que no te amé! ¡Triste de mí, pues no te conocía! ¡Ciego de mí, que no te veía! ¡Estabas dentro de mí, y yo andaba a buscarte por de fuera! Pues aunque te hallé tarde, no permitas, Señor, por tu divina clemencia, que jamás te deje. Y porque una de las cosas que más te agradan y más hieren tu corazón es tener ojos para saberte mirar, dame, Señor, esos ojos con que te mire; conviene saber: ojos de paloma sencillos; ojos castos y vergonzosos; ojos humildes y amorosos; ojos devotos y llorosos; ojos atentos y discretos, para entender la voluntad y cumplirla, para que, mirándote yo con estos ojos, sea de ti mirado con aquellos ojos con que miraste a San Pedro, cuando le hiciste llorar su pecado; con aquellos ojos con que miraste al Hijo Pródigo, cuando le saliste a recibir y le diste beso de paz; con aquellos ojos con que miraste al publicano, cuando él no osaba alzar los ojos al cielo; con aquellos ojos con que miraste a la Magdalena, cuando ella lavaba tus pies con las lágrimas de los suyos; finalmente, con aquellos ojos con que miraste a la Esposa en los cantares, cuando le dijiste: Hermosa eres, amiga mía; hermosa eres, tus ojos son de paloma, para que, agradándote de los ojos y hermosura de mi ánima, le des aquellos arreos de virtudes y gracias con que siempre te parezca hermosa.
¡Oh Altísima, Clementísima, Benignísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, un solo Dios verdadero, enséñame, enderézame y ayúdame, Señor, en todo! ¡Oh Padre todopoderoso, por
la grandeza de tu infinito poder, asienta y confirma mi memoria en ti e hínchela de santos y devotos pensamientos! ¡Oh Hijo Santísimo, por la eterna sabiduría tuya, clarifica mi
entendimiento y adórnalo con el conocimiento de la suma verdad y de mi extremada vileza! ¡Oh Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, por tu incomprensible bondad, traspasa en mí toda tu voluntad y enciéndela con un tan grande fuego de amor, que ningunas aguas la puedan apagar! ¡Oh Trinidad Sagrada, único Dios mío, y todo mi bien! ¡Oh si pudiese yo alabarte y amarte como te alaban y aman todos los ángeles! ¡Oh si tuviese yo el amor de todas las criaturas, cuán de buena gana te lo daría y traspasaría en ti, aunque ni éste bastaría para amarte como tú mereces! Tú sólo te puedes dignamente amar y dignamente alabar, porque tú sólo comprendes tu incomprensible bondad, y así tú solo la puedes amar cuanto ella merece, de manera que en sólo ese divinísimo pecho se guarda justicia de amor. ¡Oh María, María, María, Virgen Santísima, Madre de Dios, Reina del cielo, Señora del mundo, Sagrario del Espíritu Santo, Lirio de pureza, Rosa de paciencia, Paraíso de deleites, Espejo de Castidad, Dechado de inocencia! Ruega por este pobre desterrado y peregrino, y parte con él de las sobras de tu abundantísima caridad. Oh vosotros, bienaventurados Santos y Santas, y vosotros, bienaventurados espíritus, que así ardéis en el amor de vuestro Criador, y señaladamente vosotros, Serafines, que abrasáis los cielos y la tierra con vuestro amor, no desamparéis este pobre miserable corazón, sino ali mpiadlo, como los labios de Isaías, de todos sus pecados, y abrasadlo con la llamada de ese vuestro ardentísimo amor, para que sólo a este Señor ame, a Él sólo busque, a El sólo repose y more en siglos de los siglos. Amen.
CAPÍTULO XII. DE ALGUNOS AVISOS QUE SE DEBEN TENER EN ESTE SANTO EJERCICIO
Todo lo que hasta aquí se ha dicho sirve para dar materia de consideración, que es una de las principales partes de este negocio, porque la menor parte de la gente tiene suficiente materia de consideración, y así, por falta de ella, faltan muchos en este ejercicio. Ahora diremos sumariamente la manera y forma que en esto se podrá tener. Y aunque de esta materia el principal Maestro sea el Espíritu Santo, pero todavía la experiencia nos ha mostrado ser necesarios algunos avisos en esta parte, porque el camino para ir a Dios es arduo y tiene necesidad de guía, sin la cual muchos andan mucho tiempo perdidos y descaminados.
PRIMER AVISO
Sea, pues, el primer aviso éste: que cuando nos pusiéremos a considerar alguna cosa de las susodichas en sus tiempos y ejercicios determinados, no debemos estar tan atados a ella, que tengamos por mal hecho salir de aquella a otra, cuando halláremos en ella más devoción, más gusto o más provecho, porque, como el fin de todo esto sea la devoción, lo que más sirviere para este fin, eso se ha de tener por lo mejor. Aunque esto no se debe hacer por livianas causas, sino con ventaja conocida. Asimismo, si en algún paso de su oración o meditación sintiere más gusto o devoción que en otro, deténgase en él todo el espacio que le durase este afecto, aunque todo el tiempo del recogimiento se le vaya en eso. Porque como el fin de todo esto sea la devoción (como dijimos), yerro sería buscar en otra parte, con esperanza dudosa, lo que ya tenemos en las manos cierto.
SEGUNDO AVISO
Sea el segundo, que trabaje el hombre por excusar en este ejercicio la demasiada especulación del entendimiento, y procure de estar este negocio más con afectos y sentimientos de la voluntad, que con discursos y especulaciones del entendimiento. Porque sin duda no aciertan este camino los que de tal manera se ponen en la oración a meditar los Misterios Divinos, como si los estudiasen para predicar, lo cual más es derramar el espíritu que recogerlo y andar más fuera de sí, que dentro de sí. De donde nace que, acabada su oración, se quedan secos y sin jugo de devoción, y tan fáciles y ligeros para cualquier liviandad como lo estaban antes. Porque en hecho de verdad, los tales no han orado, sino parlado y estudiado, que es un negocio bien diferente en la oración. Deberían los tales considerar que en este ejercicio más nos llegamos a escuchar que a parlar. Pues para acertar en este negocio, lléguese el hombre con corazón de una viejecica ignorante y humilde, y más con voluntad dispuesta y aparejada para sentir y aficionarse a las cosas de Dios que con entendimiento despabilado y atento para escudriñarlas, porque esto es propio de los que estudian para saber, y no de los que oran y piensan en Dios para llorar.
TERCER AVISO
El aviso pasado nos enseña cómo debemos sosegar el entendimiento y entregar todo este negocio a la voluntad; mas el presente pone también su tasa y medida a la misma voluntad, para que no sea demasiada ni vehemente en su ejercicio, para lo cual es de saber que la devoción que pretendemos alcanzar no es cosa que se ha de alcanzar a fuerza de brazos (como algunos piensan), los cuales, con demasiados ahíncos y tristezas forzadas y como hechizas, procuran alcanzar lágrimas y compasión cuando piensan en la Pasión del Salvador, porque eso suele secar más el corazón y hacerlo más inhábil para la visitación del Señor, como enseña Casiano. Y además de esto suelen estas cosas hacer daño a la salud corporal, y a veces dejan el ánimo tan atemorizado con el sinsabor que allí recibió, que teme tomar otra vez al ejercicio como a cosa que experimentó haberle dado mucha pena. Conténtese, pues, el hombre con hacer buenamente lo que es de su parte, que es hallarse presente a lo que el Señor padeció, mirando con una vista sencilla y sosegada y con un corazón tierno y compasivo y aparejado para cualquier sentimiento que el Señor le quisiere dar lo que por Él padeció, más dispuesto para recibir el efecto, que su misericordia le diere, que para exprimirlo a fuerza de brazos. Y esto hecho, no se acongoje por lo demás, cuando no le fuera dado.
CUARTO AVISO
De todo lo susodicho podemos colegir cuál sea la manera de atención que debemos tener en la oración, porque aquí principalmente conviene tener el corazón no caído ni flojo, sino vivo, atento y levantado a lo alto. Mas así como es necesario estar aquí con esta atención sea templada y moderada, porque no sea dañosa a la salud ni impida a la devoción, porque algunos hay que fatigan la cabeza con la demasiada fuerza que ponen para estar atentos a lo que piensan, como ya dijimos. Y otros hay que, por huir de este inconveniente, están allí muy flojos y remisos y muy fáciles para ser llevados de todos vientos. Para huir de estos extremos conviene llevar tal medio, que ni con la demasiada atención fatiguemos la cabeza, ni con el mucho descuido y flojedad debemos andar vagueando el pensamiento por do quisiese. De manera que así como solemos decir al que va sobre una bestia maliciosa que lleve la rienda tiesa, conviene saber, ni muy apretada ni muy floja, porque ni vuelva atrás, ni camine con peligro, así debemos procurar que vaya nuestra atención moderada y no forzada, con cuidado y no con fatiga congojosa. Mas particularmente conviene avisar que al principio de la meditación no fatiguemos la cabeza con demasiada atención, porque cuando esto se hace suelen faltar por adelante las fuerzas, como faltan al caminante cuando al principio de la jornada se da mucha prisa a caminar.
QUINTO AVISO
Mas entre todos estos avisos, el principal sea que no desmaye el que ora, ni desista de su ejercicio cuando no siente luego aquella blandura de devoción que él desea. Necesario es con longanimidad y perseverancia esperar la venida del Señor, porque a la gloria de Su Majestad y a la bajeza de nuestra condición y a la grandeza del negocio que tratamos pertenece que estemos muchas veces elperando y aguardando a las puertas de su palacio sagrado. Pues cuando de esta manera hayas aguardado un poco de tiempo, si el Señor viniere, dale gracias por su venida; y si te pareciere que no viene, humíllate delante de Él, y conoce que no mereces lo que no te dieron, y conténtate con haber allí hecho sacrificio de ti mismo y negado tu propia voluntad y crucificado tu apetito y luchado con el demonio y contigo mismo, y hecho a lo menos eso que era de tu parte. Y si no adoraste al Señor con la adoración sensible que deseabas, basta que lo adoraste en espíritu y en verdad, como Él quiere ser adorado (Io.4,23). Y créeme, cierto, que éste es el caso más peligroso de esta navegación y el lugar donde se prueban los verdaderos devotos, y que si de éste sales bien, en todo lo demás te irá prósperamente. Finalmente, si todavía te pareciese que era tiempo perdido perseverar en la oración y fatigar la cabeza sin provecho, en tal caso no tendría por inconveniente que, después de haber hecho lo que es en ti, tomases algún libro devoto y trocases por entonces la oración por la lección; con tanto que el leer fuese, no corrido ni apresurado, sino reposado y con mucho sentimiento de lo que vas leyendo, mezclando muchas veces en sus lugares la oración con la lección, lo cual es cosa muy provechosa y muy fácil de hacer a todo género de personas, aunque sean muy rudas y principalmente en este camino.
SEXTO AVISO
Y no es diferente documento del pasado, ni menos necesario avisar que el siervo de Dios no se contente con cualquier gustillo que halle en su oración (como hacen algunos que en derramando una lagrimilla, o sintiendo alguna ternura de corazón, piensan que han ya cumplido con su ejercicio). Esto no basta para lo que aquí pretendemos. Porque así como no basta para que la tierra fructifique un pequeño rocío de agua, que no hace más que matar el polvo y mojar la tierra por fuera, sino que es menester tanta agua que cale hasta lo íntimo de la tierra y la deje harta de agua para que pueda fructificar, así también es acá necesaria la abundancia de este rocío y agua celestial para dar fruto de buenas obras. Pues por esto con mucha razón se aconseja que tomemos para este santo ejercicio el más largo espacio que pudiéramos. Y mejor sería un rato largo que dos cortos, porque si el espacio es breve, todo él se basta en sosegar la imaginación y aquietar el corazón, y después de ya quieto, levantémonos del ejercicio, cuando la hubiéramos de comenzar.
Y descendiendo más en particular a limitar este tiempo, paréceme que todo lo que es menos de hora y media o dos horas es corto el plazo para la oración, porque muchas veces se pasa más que media hora en templar la vihuela, y en quietar (como dije) la imaginación, y todo el otro espacio es menester para gozar del fruto de la oración. Verdad es que cuando este ejercicio se tiene después de algunos otros santos ejercicios, como es después de maitines o después de haber oído o dicho misa o después de alguna devota lección u oración vocal, más dispuesto se halla el corazón para este negocio y (así como en leña seca) muy más presto se enciende este fuego celestial. También el tiempo de madrugada sufre ser más corto porque es el más aparejado de cuantos hay para este oficio. Mas el que fuere pobre de tiempo por sus muchas ocupaciones, no deje de ofrecer su cornadillo con la pobre viuda en el Templo (Lc.21,2), por que si esto no queda por su negligencia, Aquel que todas las criaturas provee conforme a su necesidad y naturaleza, proveerá a él también según la suya.
SÉPTIMO AVISO
Conforme a este documento se da otro semejante a él, y es que cuando el alma fuere
visitada en la oración, o fuera de ella, con alguna particular visitación del Señor, que no la deje pasar en vano, sino que se aproveche de aquella ocasión que se le ofrece, porque es cierto que con este viento navegará el hombre más en una hora que sin Él en muchos días. Así se dice que lo hacía San Francisco, de quien escribe San Buenaventura en su vida que era tan particular el cuidado que en esto tenía, que si andando camino lo visita nuestro Señor con alguna particular visitación, hacía ir delante los compañeros y él estábase quedo hasta acabar de rumiar y digerir aquel bocado que le venía del cielo. Los que así no lo hacen, suelen comúnmente ser castigados con esta pena, que no hallen a Dios cuando lo buscaren, pues cuando Él los buscaba no los halló.
OCTAVO AVISO
El último y más principal aviso sea que procuremos en este santo ejercicio de juntar en uno la meditación con la contemplación, haciendo de la una escalón para subir a la otra, para lo cual es de saber que el oficio de la meditación es considerar con estudio y atención las cosas divinas discurriendo de unas en otras para mover nuestro corazón a algún efecto y sentimiento de ellas, que es como quien hiere un pedernal para sacar alguna centella de él. Mas la contemplación es haber ya sacado esta centella, quiero decir, haber ya hallado este efecto y sentimiento que se buscaba, y estar con reposo y silencio gozando de él, no con muchos discursos y especulaciones del entendimiento, sino con una simple vista de la verdad, por lo cual dice un santo doctor que la meditación discurre con trabajo y con fruto; mas la contemplación sin trabajo y con fruto; la una busca, la otra halla; una rumia el manjar, la otra lo gusta; la una discurre y hace consideraciones, la otra se contenta con una simple vista de las cosas, porque tiene ya el amor y gusto de ellas; finalmente, la una es como medio, la otra como fin; la una como camino y movimiento, y la otra como término de este camino y movimiento.
De aquí se infiere una cosa muy común, que enseñan todos los maestros de la vida espiritual (aunque poco entendida de los que la leen), conviene saber, que así como alcanzado el fin cesan los medios, como tomando el puerto cesa la navegación, así cuando el hombre, mediante el trabajo de la meditación, llegare al reposo y gusto de la contemplación, debe por entonces cesar de aquella piadosa y trabajosa inquisición. Y contento con una simple vista y memoria de Dios (como si lo tuviese presente), gozar de aquel afecto que se le da, ora sea de amor, ora de admiración o de alegría o cosa semejante. La razón porque esto se aconseja es porque, como el fin de todo este negocio consista más en el amor y afectos de la voluntad que en la especulación del entendimiento, cuando ya la voluntad está presa, y tomada de este afecto, debemos excusar todos los discursos y especulaciones del entendimiento, en cuanto nos sea posible, para que nuestra ánima con todas sus fuerzas se emplee en esto sin derramarse por los actos de otra potencia. Y por eso aconseja un doctor, que así como el hombre se sintiere inflamar del amor de Dios, debe luego dejar todos estos discursos y pensamientos (por muy altos que parezcan), no porque sean malos, sino porque entonces son impeditivos de otro bien mayor, que no es otra cosa más que cesar el movimiento llegado el término y dejar la meditación por amor de la contemplación. Lo cual señaladamente se puede hacer al fin de todo el ejercicio, que es después de la petición del amor de Dios, de que arriba tratamos; lo uno, porque se presupone ya entonces que el trabajo del ejercicio pasado habrá parido algún efecto y sentimiento de Dios, pues (como dice el Sabio), más vale el fin de la oración, que el principio (Eccles.7,7), y lo otro, porque después del trabajo de la meditación y oración, es razón que el hombre dé un poco de huelga al entendimiento y le deje reposar en los brazos de la contemplación, pues en este tiempo deseche el hombre todas las imaginaciones que se le ofrecieren, acalle el entendimiento, quiete la memoria y fíjela en Nuestro Señor, considerando que está erg su presencia, no especulando por entonces cosas particulares de Dios. Conténtese con el conocimiento que de Él tiene por fe y aplique la voluntad y el amor, pues éste sólo le abraza, y en él está el fruto de toda la meditación, y el entendimiento es casi nada lo que de Dios puede conocer y puédele la voluntad mucho amar. Enciérrese dentro de sí mismo en el centro de su ánima donde está la imagen de Dios, y allí esté atento a Él, como quien escucha al que habla de alguna torre alta, o como que le tuviese dentro de su corazón, y como que en todo lo criado no hubiese otra cosa sino sola ella o solo él. Y aun de sí misma y de lo que hace se había de olvidar, porque, como decía uno de aquellos Padres, aquélla es perfecta oración, donde el que está orando, no se acuerda que está orando. Y no sólo al fin del ejercicio, sino también al medio y en cualquier otra parte que nos tomare este sueño espiritual, cuando está como adormecido el entendimiento de la voluntad, debemos hacer esta pausa y gozar de este beneficio y volver a nuestro trabajo, acabado de digerir y gustar aquel bocado, así como hace el hortelano cuando riega una era, que después de llena de agua detiene el hilo de la corriente y deja empapar y difundirse por las entrañas de la tierra seca lo que ha recibido, y esto ha hecho, torna a soltar el hilo de la fuente, para que aún reciba más y más y quede mejor regada. Mas lo que entonces el ánima siente, lo que goza la luz, y la hartura, y la caridad y paz que recibe, no se puede explicar con palabras, pues aquí está la paz que excede todo sentido y la felicidad que en esta vida se puede alcanzar.
Algunos hay tan tomados del amor de Dios, que, apenas han comenzado a pensar en Él, cuando luego la memoria de su dulce nombre les derrite las entrañas, los cuales tienen tan poca necesidad de discursos y consideraciones para amarle, como la madre o la esposa para regalarse con la memoria de su hijo o esposo, cuando le hablan de él; y otros que no sólo en el ejercicio de la oración, sino fuera de él, andan tan absortos y tan empapados en Dios, que de todas las cosas y de sí mismos se olvidan por Él, porque si esto puede muchas veces el amor furioso de un perdido, ¿cuánto más lo podrá el amor de aquella infinita hermosura, pues no es menos poderosa la gracia que la naturaleza y que la culpa? Pues cuando esto el ánima sintiere, en cualquier parte de la oración que lo sienta, en ninguna manera lo debe desechar, aunque todo el tiempo del ejercicio se gastase en esto, sin rezar o meditar las otras cosas que tenía determinadas, si no fuesen de obligación, porque así como dice San Agustín que se ha de dejar la oración vocal cuando alguna vez fuese impedimento de la devoción, así también se debe dejar la meditación cuando fuese impedimento de la contemplación. Donde también es mucho de notar que así como nos conviene dejar la meditación por la afección para subir de menos a más, así, por el contrario, a veces convendrá dejar la afección por la meditación, cuando la afección fuese tan vehemente que se temiese peligro a la salud perseverando en ella, como muchas veces acaece a los que, sin este aviso, se dan a estos ejercicios y los toman sin discreción, atraídos por la fuerza de la divina suavidad. Y en tal caso como éste, dice un doctor, que es buen remedio salir a algún afecto de compasión, meditando un poco en la Pasión de Cristo, o en los pecados y miserias del mundo, para aliviar y desahogar el corazón.

SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO I. QUÉ COSA SEA DEVOCIÓN
El mayor trabajo que padecen las personas que se dan a la oración, es la falta de devoción que muchas veces en ella sienten; porque cuando ésta no falta, ninguna cosa hay más dulce ni más fácil que orar. Por esta razón (ya que habemos tratado de la materia de la oración y del modo que en ella se podrá tener), será bien tratemos ahora de las cosas que ayudan a la devoción y también de las que la impiden, y de las tentaciones más comunes de las personas devotas y de algunos avisos que para este ejercicio serán necesarios. Mas primero hará mucho al caso declarar qué cosa sea devoción, porque sepamos antes qué tal sea la joya por que militamos.
Devoción, dice Santo Tomás, es una virtud, la cual hace al hombre pronto y hábil para toda virtud y le despierta y facilita para el bien obrar. La cual definición manifiestamente declara la necesidad y utilidad grande de esta virtud, porque en ella está encerrado más de lo que algunos pueden pensar.
Para lo cual es de saber que el mayor impedimento que tenemos para bien vivir es la corrupción de la naturaleza que nos vino por el pecado, de la cual procede una grande inclinación que tenemos para el mal y una grande dificultad y pesadumbre para el bien; estas dos cosas nos hacen dificultosísimo el camino de la virtud, siendo ella de suyo la cosa más dulce, más hermosa, más amable, más honrosa del mundo. Pues contra esa dificultad y pesadumbre proveyó la Divina Sabiduría de convenientísimo remedio, que es la virtud y socorro de la devoción; porque así como el viento cierzo esparce las nubes y deja el cielo sereno y descombrado, así la verdadera devoción sacude de nuestra ánima toda esta pesadumbre y dificultad, y la deja por entonces habilitada y desembarazada para todo bien, porque esta virtud es de tal manera virtud, que también es un especial don del Espíritu Santo, un rocío del cielo, un socorro y visitación de Dios alcanzado por la oración, cuya condición es pelear contra esta dificultad y pesadumbre, despedir esta tibieza, dar esta prontitud, henchir el ánima de buenos deseos, alumbrar el entendimiento, esforzar la voluntad, encender el amor de Dios, apagar las llamas de los malos deseos, causar hastío del mundo y aborrecimiento del pecado, y de dar al hombre por entonces otro fervor, otro espíritu y otro esfuerzo y aliento para bien obrar. De manera, que así como Sansón, cuando tenía cabellos, tenía mayores fuerzas que todos los otros hombres del mundo y, cuando éstos le faltaban, era tan flaco como todos los otros, así lo es también el ánima del cristiano, cuando tiene esta devoción; y cuando flaca, no la tiene. Esto es, pues, lo que Santo Tomás quiso significar en aquella definición, y ésta es sin duda la mayor alabanza que se puede decir de esta virtud, que siendo una sola, es como un estímulo y aguijón de todas las otras; y por esto, el que de verdad desea caminar por el camino de las virtudes, no vaya sin estas espuelas, porque nunca podrá sacar de harona a su mala bestia, si va sin ellas.
De lo dicho parece claro qué cosa sea la verdadera y esencial devoción: porque no es devoción aquella ternura de corazón o consolación que sienten algunas veces los que oran, sino esta prontitud y aliento para bien obrar, de donde muchas veces acaece hallarse lo uno sin lo otro, cuando el Señor quiere probar los suyos. Verdad es que de esta devoción y prontitud muchas veces nace aquella consolación; y, por el contrario, esta misma consolación y gusto espiritual acrecienta la devoción esencial, que es aquella prontitud y aliento para bien obrar. Y por esta causa los siervos de Dios pueden, con mucha razón, desear y pedir estas alegrías y consolaciones, no por el gusto que en ellas hay, sino porque son causa de acrecentamiento de esta devoción que nos habilita para bien obrar, como lo significó el Profeta cuando dijo (Ps.118,32): Por el camino de los mandamientos, Señor, corrí, cuando dilataste mi corazón; conviene saber, con la alegría de tu consolación, que fue causa de esta ligereza. Pues de los medios por do se alcanza esta devoción, pretendemos ahora aquí tratar, y porque con esta virtud andan juntas todas las otras que tienen especial familiaridad con Dios, por eso tratar de los medios por do se alcanza la perfecta oración y contemplación, y las consolaciones del Espíritu Santo, y el amor de Dios y la sabiduría del cielo, y aquella unión de nuestro espíritu con Dios, que es el fin de toda la vida espiritual y es, finalmente, tratar de los medios por donde se alcanza el mismo Dios en esta vida, que es aquel tesoro del Evangelio y aquella preciosa margarita por cuya posesión el sabio mercader alegremente se deshizo de todas las cosas. Por donde parece que ésta es una altísima Teología, pues aquí se enseña el camino para el sumo bien, y paso por paso se arma una escalera para alcanzar el fruto de la felicidad, según que en esta vida se puede alcanzar.

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