jueves, 2 de febrero de 2012

los papas - 10

Paulo I, san (29 mayo 757 - 28 junio 767)
Hermano de Esteban y colaborador sobresaliente de los papas desde Gregorio II, fue elegido sin dificultad. Comunicó a Pipino esta elección pero sin recabar ninguna clase de confirmación. Sus legados regalaron al rey de los francos un antifonario, redactado por Amalario, que era como el signo externo de la identidad litúrgica entre Roma y la Iglesia franca. Paulo definía sus funciones, en un tono muy elevado, como las de «un mediador entre Dios y los hombres, buscador de almas». De hecho era consciente de que, al convertirse en soberano temporal, se estaban desatando sobre la sede de Pedro las concupiscencias que son fuente de conflictos; se hallaba, sin embargo, decidido a defender con todos sus medios el naciente Estado, para lo que necesitaba la ayuda del rey de los francos. Aunque su deseo ferviente era el de mantener la estrecha comunión con las Iglesias orientales (estrechó sus relaciones con Antioquía y Alejandría, entonces sometidas al Islam), la nueva política imperial hizo muy difícil tal propósito: un sínodo reunido en Hieria (febrero-agosto del 754) por Constantino V, desencadenó una nueva ola de iconoclastia; se reprodujeron las persecuciones y muchos monjes orientales buscaron refugio en Roma. Para ellos edificó el papa, utilizando su propia casa, el monasterio de San Esteban y San Silvestre in Capita (761). Por otra parte, Desiderio comenzaba a dar muestras de que no estaba dispuesto a cumplir las promesas que hiciera: sometió Spoleto y Benevento, despreciando los compromisos de ambos ducados con el papa, y trató de concertar una especie de alianza con el emperador. El rey de los lombardos viajó a Roma para entrevistarse con Paulo I: explicó a éste que para que la paz fuese verdadera necesitaba la restitución de los rehenes que Pipino condujera a Francia, es decir, una plena independencia sin restricciones para su reino. Paulo no podía negarse a transmitir esta demanda pero, al mismo tiempo, advirtió a Pipino en secreto que tras ella se encontraba una amenaza contra Roma. Aunque el papa repitió sus apremiantes demandas de ayuda, el rey de los francos parecía decidido a no repetir su expedición a Italia: se lo impedían los grandes proyectos de llevar la frontera hasta el Pirineo y establecer contacto con los grupos de resistencia que se habían formado en España. Creyendo que la alianza entre los francos y Roma había terminado, el emperador Constantino envió el 765 embajadores a Pipino con un ambicioso proyecto de alianza entre los dos poderes, con respaldo para la iconoclastia. Pero la respuesta no le satisfizo. Pipino estaba dispuesto a mantener relaciones amistosas, pero en cuanto al abandono de la protección al papa o la aceptación de la iconoclastia, su actitud era negativa. Griegos y francos debatieron en Gentilly (767) en relación con las imágenes, cuyo culto Occidente defendía. Poco después murió Paulo I.

Esteban III (7 agosto 768 - 24 enero 772)
El interregno.
Sucedió lo que se temía. El papa había dejado de ser una exclusiva autoridad espiritual para convertirse en príncipe soberano y los altos funcionarios del gobierno estaban ahora interesados en elevar a uno de los suyos. Se habían formado dos partidos, uno encabezado por el duque Toto de Nepi, jefe de la milicia, y el otro dirigido por el primicerio Cristóforo, con la nobleza senatorial: estando Paulo en su lecho de muerte, ambos se comprometieron, bajo juramento, a asegurar una elección normal. Apenas fallecido el papa, Toto, faltando a su juramento, se hizo dueño del poder mediante un golpe de Estado, y proclamó a su hermano Constantino, que era laico. Ordenado y consagrado por tres obispos, se instaló en el palacio de Letrán. Constantino escribió en dos ocasiones, en agosto y septiembre del mismo año, a Pipino, pero en ninguna de ellas obtuvo respuesta. Se obligó a Cristóforo a prometer que ingresaría en un monasterio. No lo hizo así. Por el contrario, fue a advertir de lo ocurrido al duque de Spoleto y al rey Desiderio (757-774). Éste proporcionó tropas a Sergio, hijo de Cristóforo, para volver a Roma e imponer el orden. Hubo una sangrienta batalla dentro de la ciudad en la que Toto perdió la vida. Constantino, aprehendido en Letrán, fue privado de la vista. Un clérigo, Wadiperto, que actuaba por cuenta de Desiderio, quiso aprovechar la ocasión para suscitar un papa que pudiera convertirse en fiel instrumento de la política lombarda y escogió para ello a un presbítero, capellán del monasterio de San Vito en el Esquilmo, llamado Felipe: le llevó con escolta a Letrán. Pero los seguidores de Cristóforo no lo consintieron: invadieron la basílica, se apoderaron de su persona y lo devolvieron a San Vito, sin hacerle daño, para que reasumiese sus funciones. Ahora Cristóforo pudo organizar una elección legal y sacar adelante a su propio candidato: Esteban III, presbítero del título de Santa Cecilia. El primicerias trataba de establecer su propio gobierno personal en nombre de un papa débil. Al principio así sucedió: Esteban no pudo evitar las crueles represalias ontra Constantino, Wadiperto y sus respectivos seguidores. Roma estaba vi- viendo las secuelas de una primera lucha sangrienta por el poder. Entronizado el 8 de agosto del 768, Esteban III se vio abocado a una ingente tarea de restauración.
El pontificado.
Comenzó enviando sus legados a Francia para comunicar su elección. Estos legados se encontraron con el hecho de que Pipino había muerto (24 de septiembre del 768) y sus hijos, Carlos y Carlomán, se habían repartido los ya extensos dominios aunque mantenían una forma de gobierno conjunto. Ofrecieron el apoyo que ya era tradicional. Los embajadores que saludaron a los príncipes como «patricios de los romanos», les invitaron a enviar representantes para el sínodo que Esteban había convocado en Roma para el año siguiente. Trece obispos francos, en efecto, participaron en él (abril del 769): compareció Constantino II, ciego y evidentemente maltratado, que hizo confesión arrepentida de sus faltas; las disposiciones por 61 tomadas, se declararon nulas; calificado de antipapa se le condenó a penitencia perpetua. El acuerdo más importante del sínodo, como era de esperar, giró en torno a la regulación de las elecciones futuras: sólo el clero tendría derecho a participar en ellas, siendo candidatos únicamente los cardenales presbíteros y diáconos. Desde el año 732 se mencionaba como cardinales a los siete obispos: Esteban aumentó hasta veintiocho el número de tituli a fin de establecer una debida proporción de presbíteros y diáconos también cardinales. A los laicos correspondería únicamente aclamar al elegido. En el sínodo del 769 se condenó la doctrina iconoclasta del Concilio de Hieria. Una nueva amenaza parecía surgir. Las discordias entre Carlos (768-814) y Carlomán beneficiaron los propósitos de Desiderio, que había entrado en Istria aumentando el ámbito de la diócesis de Aquileia. Las discordias romanas evitaron cualquier intervención del papa. Supo Esteban III que Carlos, empujado por su madre, Bertrada, iba a casarse con la hija de Desiderio, Deseada, y se asustó: calificó el proyecto de maniobra «diabólica» (770). En realidad, Carlos no estaba pensando en suspender la protección sobre Roma y sus dominios, sino en disponer de alianzas, lo mismo que en Baviera y Benevento. El Líber Pontificalis --es la única fuente y por añadidura sospechosa, como ya apreció Louis Halphcn («La papauté et le complot lombard de 771», R. H., CLXXXII, 1938)--, da cuenta de una especie de extraño acuerdo entre Esteban III y Desiderio, el año 771, para librarse de la tutela del primicerio y de su hijo Sergio, los cuales fueron asesinados. Pero con la desaparición de Cristóforo la influencia franca recibía un duro golpe en Roma. Esteban habría escrito a Carlos que se habían lomado duras medidas por haberse descubierto, gracias a «su admirable hijo Desiderio», un complot dirigido a causar su propia muerte. La abdicación de Carlomán, en este mismo año, convirtió a Carlos en único rey de los francos. Repudió entonces a Deseada y se aprestó a reorganizar la influencia franca en Roma.

Adriano I (1 febrero 772 - 25 diciembre 775)
Sumisión del reino lombardo.
En contra de los preceptos del sínodo, el pueblo de Roma tomó parte en la elección de Adriano, diácono al servicio de Esteban III, y sobrino de cierto Teodoto con quien se había educado a causa de su prematura orfandad. Los acuerdos que Esteban concertara poco antes con Desiderio, entregaban a su chambelán, Paulo Afiarta, plenos poderes en Roma. Adriano hubo de comenzar por desembarazarse de él, rehabilitando primero a las víctimas del complot del 771, enviando luego al propio Afiarta ante Desiderio para reclamar las fortalezas que prometiera a Esteban devolver y que aún retenía, y haciéndole finalmente arrestar. Sabemos que el chambelán moriría por orden del metropolitano de Rávena, León. Desiderio reclamó del papa la consagración de los hijos de Carlomán para crear enemigos a Carlos. Sin esperar la respuesta invadió el exarcado, poniendo cerco a Rávena. Sin medios suficientes de defensa, Adriano envió sus legados a Carlos; le encontraron en Thionville, cuando regresaba de la primera campaña de Sajonia (febrero o marzo del 773). El rey de los francos comenzó despachando una embajada a Pavía y Roma, para informarse de la situación y, repetidas veces, propuso a Desiderio una paz, ofreciéndose incluso a indemnizarle por las fortalezas que debía entregar. Actuaba no como un aliado, sino como verdadero «patricio de los romanos». Sus propuestas fueron rechazadas. Entonces llegó a la decisión extrema: suprimir el reino lombardo y liquidar de este modo el problema. Frente a los francos se produjo el derrumbamiento de la resistencia militar lombarda, de modo que en septiembre del 773 permanecían fieles a Desiderio únicamente Pavía, estrechamente cercada, y Benevento, donde gobernaba su yerno Arichis. Muchos de los nobles lombardos fugitivos se acogerían en Roma a la protección del papa. Mientras duraba el cerco de Pavía, en marzo Carlos hizo una peregrinación a Roma, a fin de asistir a la Pascua, y fue recibido con extraordinarios honores. No quiso, sin embargo, ser alojado en el Palatino, residencia de los exarcas, sino en una zona inmediata a San Pedro, como hacían los peregrinos. Asistió a los oficios solemnes y luego negoció, con Adriano, el reconocimiento de un dominio que abarcaba el ducado de Roma, la isla de Córcega, el antiguo exarcado de Rávena, las provincias de Venecia e Istria y los ducados de Spoleto y Benevento. Más de la tercera parte de Italia, según este acuerdo, debía constituir ahora el Patrimonium Petri. De esta donación o reconocimiento se redactaron tres ejemplares: dos fueron ceremoniosamente depositados en la tumba de Pedro y el tercero viajó con el rey. A partir de este momento la cancillería pontifica dejó de datar los documentos por años del emperador de Constantinopla, cuya efigie desapareció también de las monedas: la plena soberanía era asumida por el papa. Por su parte, Carlos, que el 7 de junio del 734 entraba en Pavía enviando a Desiderio y a sus hijos a un monasterio, cambiaba su título inicial para asumir el de «rey de los francos y de los lombardos y patricio romano». Esto le convertía en protector de la Iglesia. Probablemente entendía que dicha condición le otorgaba poderes y facultades de gobiernosobre Roma. Retenía, por tanto, cierta autoridad sobre los dominios que prometiera entregar. Por lo demás, esta promesa fue deliberadamente retrasada: se restituyeron en seguida las fortalezas que prometiera Desiderio, pero no las otras. El año 775 se produjo una revuelta en Italia, a cargo de nobles lombardos agrupados en torno al duque de Benevento que asumía el título de príncipe y que contaba con el apoyo bizantino. La muerte de Constantino V privó a los rebeldes de dicho apoyo, pero el movimiento fue tan fuerte que obligó a Carlos a regresar a Italia, donde permaneció desde diciembre del 775 hasta julio del 776. En esta oportunidad no viajó a Roma: estaba entregado a la tarea de hacer «franca» a la antigua Lombardía. Inútilmente insistió Adriano en sus reclamaciones. El rey estaba alentando las tendencias de León de Rávena hacia la autocefalia. Es precisamente entonces, el año 778, cuando encontramos la primera mención de la «Donación de Constantino» como si se tratara de una fuente de derecho. Este supuesto, cuya falsedad no quedaría oficialmente establecida hasta mediados del siglo xv, cuando Nicolás de Cusa y otros humanistas aportaron pruebas incontrovertibles, permitía a Adriano sostener que Constantino, además de reconocer la superioridad de Roma sobre todos los patriarcados y obispados del orbe, diera a san Pedro «la ciudad de Roma y todas las provincias, las localidades y las ciudades tanto de Italia entera como de todas las regiones occidentales». Los falsificadores del documento, cuyo nombre oficial fue Constitutum Constantini, trataban de demostrar que el papa reclamaba mucho menos de aquello a lo que tenía derecho. Hasta el año 781 no se produciría un nuevo viaje de Carlomagno a Roma y, en consecuencia, la negociación que el papa reclamaba sobre los espinosos asuntos territoriales. En esta visita, en que Adriano bautizó y consagró a Carlomán (ahora llamado Pipino) y Luis, hijos de Carlos, como reyes de Italia y de Aquitania respectivamente, se puso mucho empeño en destacar el grado de buena relación existente entre el papa y el monarca en un momento en que, por muerte de Constantino V, las relaciones con Bizancio mejoraban. La emperatriz Irene (797-802), regente en nombre de su hijo León IV (775-780), buscaba el acercamiento y promovía un nuevo patriarca de Constantinopla, Tarasio, ajeno a la iconoclastia. Adriano prestó todo su apoyo a la reforma de la Iglesia que Carlos promovía en sus dominios y respaldó la política de éste incluso en sus dimensiones temporales. Sin embargo, las nuevas negociaciones, durante las cuales se puso de manifiesto de qué modo Carlos consideraba su título de patricio como una especie de soberanía temporal, condujeron a una definición del espacio asignado al Patrimonium Petri mucho menor del que se había prometido el 774.
La propuesta de Irene.
El año 785 Tarasio e Irene se pusieron en contarlo con Adriano; aunque éste tenía ciertas reservas que oponer, pues no le eran devueltas las fincas confiscadas ni se le restituía la jurisdicción sobre el Illiricum, aceptó la apertura y envió a sus delegados, un monje y un arcipreste, ambos del mismo nombre, Pedro, al concilio que se celebró en Nicea (septiembre del 787), haciéndoles portadores de una profesión de fe que fue aplaudida. Así se restableció la unión y se proclamó la legitimidad del culto a las imágenes. Los legados trajeron a Roma las actas conciliares, que Adriano confirmó ordenando se tradujesen al latín. La traducción estaba llena de tantas imperfecciones que sería fuente después de dudas y de pequeños conflictos. No obstante estas buenas relaciones, Adriano advirtió que podría llegar de nuevo a la excomunión de Irene y Tarasio si los antiguos dominios y jurisdicción no le eran restituidos. Uno de los errores en la mencionada traducción consistía en ordenar una «adoración» de las imágenes. Este término fue rechazado en el Concilio de Frankfurt del 794, convocado por Carlomagno, en el que se condenaron, a la vez, la iconoclastia y el adopcionismo surgido en España. Adriano ha sido considerado como el segundo fundador de los Estados Pontificios, con una extensión mucho más amplia que la prevista en Quierzy-sur Oise, aunque no tanto como se soñara en el primer momento. Emprendió obras muy importantes en Roma: refuerzo de las murallas, diques contra las avenidas, cuatro acueductos (con objeto de colocarla a la altura de esta nueva posición), pero sobre todo creó un inteligente sistema de granjas para asegurar la alimentación de los indigentes y eliminar así un problema que había llegado a hacerse grave: las diaconae y las domus cuitae. Cuando murió, Carlomagno comentó que era como si hubiera perdido un hermano o un hijo, y remitió una lápida, que aún se conserva, con versos que demostraban este afecto.

León III, san (26 diciembre 795 - 12 junio 816)
Elección disputada.
El mismo día de la muerte de Adriano fue aclamado papa el cardenal-presbítero de Santa Susana, León, un romano de estirpe siciliana, no noble, dedicado desde niño al servicio de la Iglesia. Probablemente era consciente de su debilidad frente a la aristocracia romana, crecida desde la consolidación de los Estados Pontificios; buscó ante todo el apoyo de Carlomagno, al que envió las llaves de la tumba de san Pedro y el estandarte de Roma, solicitando de él que enviara un representante para recibir el juramento de fidelidad de los romanos. Había, pues, reconocimiento de un poder. Esto explica que el missus de Carlomagno, Angelberto, instalado en Roma, desempeñara un papel importante como si se hubiera producido una división de funciones en la ciudad.
L. Halphen (Charlemagne et l'empire carolingien, París, 1947) insiste en que «el papel de jefe espiritual quizá sea aquel que Carlomagno asume de mejor grado». Esta posición es transparente en la respuesta que envió a las primeras demandas de León III: al rey incumbe la defensa de la cristiandad, con las armas, y el establecimiento de un dominio «por la fe verdadera»; es misión del papa levantar, como Moisés, los brazos en oración para atraer las bendiciones de Dios. Nuevo David --las alusiones al rey de Israel se hacen cada vez más frecuentes-- ordenó a sus teólogos que redactaran un texto, los Libri Carolini, que contenía la exposición completa de la fe que debe imperar en Occidente. A pesar de la resistencia del papa, que trataba de eludir innecesarios conflictos con Oriente, Carlomagno logró que se incluyera la expresión Filioque en el Credo de la misa en la liturgia occidental. Las instrucciones del rey a Angelberto parecen revelar que se estaba tratando al vicario de Cristo como un capellán del Imperio: el missus debía exhortar a León para que viviese con toda honestidad, guardara los cánones, rigiera la Iglesia con piedad y persiguiese «la mancha espantosa de la simonía». Estas últimas frases permiten a los historiadores formularse la pregunta de hasta qué punto estaba Carlomagno informado de la tormenta que se formaba sobre el cielo de Roma. Dos parientes de Adriano I, el primicerio Pascual y el sacelario Cámpulo, figuraban al frente de la aristocracia romana. Provocaron una revuelta. El 25 de abril del 799, cuando León se dirigía a San Lorenzo in Lucina para celebrar la misa, fue asaltado por un grupo de hombres armados que le maltrataron seriamente, declarándole depuesto y amenazándole con sacarle los ojos y cortarle la lengua. Quedó prisionero en San Erasmo. El duque de Spoleto, Winigis, y el abad Wirundo, ambos francos, acudieron a Roma al recibir noticia de los disturbios; pero ya un grupo de amigos había conseguido organizar la fuga de León, que pudo refugiarse en el Vaticano e informar a Carlomagno que se hallaba entonces en una de sus campañas en Sajonia. El monarca invitó al papa a trasladarse a su corte y ambos se reunieron en Paderborn en julio del 799. Comparecieron allí los enemigos del papa, que le acusaban de dos delitos: perjurio y adulterio. La cuestión tomaba un giro muy serio, pues con independencia de las violencias sufridas, se alzaba contra el papa una acusación. Alcuino advirtió seriamente a Carlomagno: nadie puede juzgar a un papa que es vicario de Cristo en la tierra. Ganando tiempo, el rey proporcionó a León una escolta con la que pudiese regresar a Roma, y ordenó a los obispos Hildebando de Colonia y Arno de Salzburgo que le acompañaran abriendo una información.
«Renovatio Impera».
Los missi de Carlomagno invitaron a Pascual y a Cámpulo a concurrir a un placitum celebrado en Letrán. No pudieron probar sus acusaciones y fueron desterrados a Francia, acompañados de informes que permitirían al rey juzgar su caso. Carlos no se precipitó. Hasta el mes de agosto del año 800 en la Dieta de Maguncia no quedó decidido su viaje a Roma; en noviembre alcanzaba Rávena y el 23 de dicho mes se encontraba con León III en Mentana a doce millas de la capital. Allí celebraron un gran banquete. Era imposible que Carlomagno no advirtiera que la procesión y todo el ceremonial desplegado para su entrada en Roma correspondía a un emperador y no a un rey. Entre los días 1 y 23 de diciembre, con presencia de la nobleza romana y franca, se celebró un concilio en San Pedro. En la primera sesión dijo Carlomagno que el motivo de su convocatoria era el juicio acerca de las acusaciones presentadas contra León. Probablemente estaba convenido de antemano que los circunstantes dijeran que nadie puede juzgar a un pontífice y que León se adelantara espontáneamente a ofrecer un juramento exculpatorio. De todas formas se trataba de una muy seria derrota para la Sede Apostólica. No tenemos razones de peso que nos permitan dudar de la noticia que dan los Anales de Lorch cuando atribuyen a este concilio la demanda de que se coronara emperador a Carlos, puesto que el trono en manos de una mujer, parecía vacante. Con notable precisión cronológica el día 23 de diciembre el capellán real Zacarías regresó de un viaje a Jerusalén; le acompañaban dos monjes que eran portadores, en nombre del patriarca, de las llaves del Santo Sepulcro, que entregaron a Carlos. Ahora éste podía presentarse como protector de toda la cristiandad. En la tercera misa del día de Navidad (25 diciembre del 800), estando arrodillado Carlos para orar en el momento en que se iniciaba el canto de las letanías, León III se adelantó y le puso la corona imperial en la cabeza. Aunque el cronista Einhardo dice que el ahora emperador hizo un gesto de sorpresa, no cabe duda de que la ceremonia estaba preparada de algún tiempo atrás. Varias opiniones se han formulado acerca de esa versión oficial de la «sorpresa». Halphen piensa que se trataba de limar suspicacias bizantinas en un momento en que estaban pendientes negociaciones. Pero lo que parece claro es que, a pesar de que León ejecutara entonces la proskynesis de acuerdo con el ritual antiguo --nunca más se arrodillaría un papa delante de un emperador--, la iniciativa por él tomada tenía que llenar de preocupaciones a la corte, pues se daba la impresión de que el pontífice «hacía» emperadores. Así se explicó luego: la autoridad apostólica ejecutaba una translatío Imperii de los romanos a los francos. Al mismo tiempo se producía una restaurado del Imperio desaparecido en el siglo v. Carlos recibía ahora, de Dios y no del Senado y el pueblo, el mandato de «regir a los pueblos con imperio», siendo su juez, favoreciendo la expansión del cristianismo en los pueblos aún idólatras, haciendo reinar la concordia entre los cristianos. Los que acusaran al papa falsamente fueron de inmediato juzgados y condenados a muerte; León intercedió para que esta sentencia se cambiara por la de destierro. Ahora existían en la cristiandad dos emperadores como antes del 476. En su viaje a Aquisgrán, el 804, León III introdujo una versión apoyada en la Constitutio Constantini, que es la que gráficamente puede verse aún hoy en el mosaico de San Juan de Letrán. En virtud de la soberanía sobre Occidente transferida a Silvestre I por Constantino, la coronación del 800 puede considerarse como la entrega, por delegación, de esa misma soberanía a Carlos. Este argumento basta para hacernos comprender las quejas de Carlomagno y que éste, según sus cronistas, llegaba a decir que, de haber sabido lo que iba a suceder, jamás hubiera puesto los pies en San Pedro. Aquí estaba la desigualdad. La Iglesia es universal y el primado de la Sede Apostólica, aunque se refiera al orden espiritual, también es, por naturaleza, universal. El Irnperio, brazo armado de esa misma Iglesia, carece de tal universalidad. Rechazando los excesos que se atribuyeran los Libri carolini, León hizo que la condena del adopcionismo, expresada en términos correctos, fuese adoptada en el sínodo romano del 798. Y el 809, confirmando la doctrina implícita en el Filioque, dispuso el papa de nuevo que se omitiera en el texto de la misa. No se puede dudar de la trascendencia de los actos del 800. Nacía Europa, un nombre que rebrota en varios textos de distintos lugares aunque pronto sería cambiado por el de cristiandad. Nacía, sobre todo, la soberanía espiritual del papa con carácter universal. León mantuvo sus relaciones con Bizancio y ni siquiera quiso respaldar a Teodoro de Studion cuando este famoso monje fue perseguido. Intensificó sus relaciones con Inglaterra, actuando como juez arbitro en las disensiones entre York y Canterbury. Y, después de la muerte de Carlomagno (28 enero 814), volvió a ejercer la autoridad judicial en Roma.

Esteban IV (23 junio 816 - 24 enero 817)
Romano y de familia aristocrática, conciliador y muy popular, la elección de Esteban obedece, probablemente, a la necesidad de buscar una paz interna en Roma, pues se había alterado mucho durante el pontificado de León III. La maduración de las estructuras de gobierno para lo que era ya un extenso principado soberano, se reflejaba en la existencia de tres sectores o partidos: el imperial, alimentado desde la corte carlovingia; el senatorial, formado por los grandes oficiales laicos y jefes de la milicia; y el que se conocía como familia sancti Petri, constituido por los directos colaboradores del papa, a veces sus parientes. Con mucha frecuencia, en adelante, el poder del papa será quebrantado, pero nunca se negaría ya el derecho de ejercer soberanía. Esteban hizo que el pueblo jurara fidelidad al emperador, comunicó a éste su nombramiento y le anunció el propósito de viajar a su encuentro. Estaba en la corte de Luis el Piadoso (814-840) en octubre del 816: había llevado consigo la «corona de Constantino», que utilizó en la ceremonia de la coronación de ambos, Luis y su esposa Irmengarda. Aunque había sido asociado ya al Imperio por su padre, el acto de Reims quedó revestido de gran importancia: desde el punto de vista del rey, se reforzaba su poder espiritual; del lado del papa, se dejaba patente el principio de que nadie es emperador hasta ser ordenado, investido y casi consagrado por el sucesor de san Pedro. Siguieron a este acto negociaciones de las que únicamente conocemos su resultado, es decir el Privilegium Ludovici del 24 de enero del 817. Esteban solicitó que se perdonase a los exiliados que vivían en Francia desde el pontificado anterior. No pudo, sin embargo, conocer el contenido del Privilegium, pues falleció el mismo día en que el emperador ponía en él su firma. Pascual I, san (24 enero 817-1 1 febrero 824)
«Ordinario Imperii».
Presbítero y abad del monasterio de San Esteban, cercano a San Pedro, Pascual había nacido en Roma. Fue elegido el mismo día de la muerte de su antecesor y consagrado sin pérdida de tiempo; tales prisas demuestran que se trataba de evitar toda clase de interferencias. Comunicó a Luis su elección, asegurando que nada había hecho para conseguirla. El emperador le remitió un ejemplar del Privilegium que significaba concesiones en favor de la Sede Apostólica. Confirmaba el Patrimonium Petri, garantizaba la no intervención en las elecciones pontificias y, asimismo, que la autoridad imperial no intervendría en el gobierno y administración de los dominios de la Iglesia. El único compromiso era el de comunicar al emperador el resultado de la elección. Hasta el 823 el acuerdo se mantuvo sin dificultad: aparecen mencionados con frecuencia nuncios de ambas partes. El mismo año 817, como consecuencia de un accidente, Luis el Piadoso pudo ser convencido por sus consejeros de la necesidad de regular el orden sucesorio, puesto que el esquema de la costumbre germánica reconocía derechos hereditarios a todos los hijos. La Ordinatio Impertí que entonces se promulgó, afirmaba que la Iglesia e Imperio estaban dotados por voluntad de Dios de esencial unidad y no podían ser divididos. De este modo sólo el mayor de los hijos, Lotario (817-855), sería emperador: sus hermanos Pipino (817-839) y Luis (817-876) (aún no había nacido Carlos el Calvo) poseerían reinos supeditados a la superior autoridad del Imperio. En compañía de Wala, Lotario bajó a Italia a principios del 823 y Pascual I le invitó a trasladarse a Roma para proceder a su coronación. Estaba ya firme el principio de que únicamente en Roma y de manos del papa se recibe la corona que hace a un rey emperador. En esta ocasión Pascual regaló a Lotario una espada, símbolo de la fuerza que se necesita para erradicar el mal.
Poder en Roma.
Una vez en Roma y coronado emperador, Lotario decidió enmendar la generosidad de su padre, recuperando poderes, especialmente judiciales, en las provincias del Patrimonium, que consideraba parte de su Imperio. Comenzó por atraerse a la nobleza senatorial romana, convertida ahora en partido franco, cuyos jefes eran el protonotario Teodoro y el nomenclátor León. Como una prueba de su poder, emitió una sentencia que liberaba a la abadía de Farfa de su dependencia respecto a la sede romana. Apenas hubo Lotario abandonado Roma, los consejeros del papa provocaron una violenta reacción: León y Teodoro, presos, perdieron los ojos y fueron degollados. En la corte de Lotario se trató de hacer de Pascual el responsable de tales muertes. El papa prestó juramento exculpatorio: nada había tenido que ver con las ejecuciones, pero añadió que no debían considerarse injustas, pues se habían provocado motines. Con la llegada de León V (813-820) al trono de Bizancio, rebrotaba la iconoclastia. Teodoro de Studion solicitó la intervención del papa. Era ya muy poco lo que Pascual podía hacer en este asunto: con la creación del Imperio de Occidente se había alzado una barrera de separación entre Oriente y Occidente. Abrió desde luego las puertas de Roma a los monjes griegos que huían de la persecución, contribuyendo indirectamente a un florecimiento del arte. Las grandes obras que el propio Pascual estimuló en Roma (Santa Práxedes, Santa María in Domenica, Santa Cecilia en el Trastévere) revelan que la capital de la Iglesia estaba bien dotada de talleres y artistas, con tendencia a un academicismo arcaizante, pero de una calidad que contrasta con la pobreza imperante en el resto de Europa.

Eugenio II (junio 824 - agosto 827)
Firmeza del papa.
La nobleza romana se unió al partido imperial en un esfuerzo para evitar que el clero hiciese triunfar su candidato. Los últimos meses del pontificado de Pascual habían sido muy duros. Wala, consejero de Luis y luego de Lotario, que estaba en Roma a la sazón, consiguió negociar una especie de arreglo mediante el cual se logró el reconocimiento de Esteban, arcipreste de Santa Sabina. El electo no se limitó a comunicar a Luis el Piadoso su levación, como estaba acordado: le juró fidelidad, reconociendo de este modo la soberanía del emperador. Su nombramiento fue, en general, bien acogido porque se esperaba de este modo conseguir más paz interna. Así fue, pero a costa de que el papa fuese solamente instrumento de la política imperial.
La «Constitutio romana».
Finalizaba el verano del 824 cuando Lotario apareció nuevamente en Roma proclamando su intención de restaurar el orden en la ciudad y establecer nuevas leyes que impidiesen las divisiones y tumultos. Eugenio II se plegó a estos proyectos y la consecuencia fue la llamada Constitutio romana del 11 de noviembre del mencionado año, que establecía un fuer- te control del Imperio sobre el Patrimonium Petri. Los capítulos más salientes determinaban:
-- Todas las personas declaradas bajo protección imperial o pontificia gozarían en adelante de inmunidad.
-- Se establecía el principio jurídico de los germanos de la personalidad de las leyes, de modo que cada uno sería juzgado por la ley romana, franca o lombarda, según su nación.
-- La administración de Roma y de los demás dominios pontificios se encomendaba a dos missi, uno imperial, el otro papal, los cuales elevarían cada año un informe al emperador.
-- Suprimiendo el canon establecido en el sínodo del 769, se decretaba que en las elecciones pontificias tomaría parte el pueblo junto con el clero.
-- Por último, que antes de que pudiera ser consagrado, el papa tendría que prestar juramento de fidelidad al emperador. En definitiva, la Constitutio venía a demostrar que al emperador, y no al papa, correspondía la autoridad soberana. La crisis a que el Imperio estaba siendo abocado, precisamente por derechos sucesorios, evitaría que se obtuviesen de ella los resultados que Lotario esperaba. Eugenio comenzó mostrando bastante independencia en dos asuntos: la reforma, que parecía tan necesaria, y la iconoclastia. En noviembre del 826 un sínodo reunido en Letrán, que aceptó desde luego la nueva forma propuesta para las elecciones y también la legislación franca referida a las Iglesias propias, promulgó numerosos cánones acerca de la simonía, deberes de los obispos, monaquismo, educación clerical, indisolubilidad del matrimonio, etc., que se hicieron extensivos a todas las Iglesias de Occidente sin consulta previa al emperador. En el mes de noviembre del 824 había pasado por Roma una embajada del emperador Miguel II (813-829) y del patriarca Teodoro, que intentaba negociar una fórmula que permitiese suavizar las aristas que despertara la iconoclastia. Eugenio advirtió que la doctrina formulada en el segundo Concilio de Nicea (787) era la única aceptable. Y no cedió ni ante una embajada de Luis el Piadoso ni ante los requerimientos de una comisión de teólogos, reunida en París el 825, contando con permiso del papa, que había llegado a conclusiones excesivamente críticas respecto al culto de las imágenes. Eugenio, que mantenía contacto estrecho con Teodoro de Studion y con los monjes iconódulos refugiados en Roma, proyectaba el envío conjunto de una embajada imperial y pontificia a Constantinopla, cuando falleció.

Valentín (agosto - septiembre 827)
Hijo de Leoncio de Vialata, miembro de la nobleza senatorial romana, había hecho carrera bajo Pascual I, siendo archidiácono. En su elección unánime tomaron parte los laicos, de acuerdo con la Constitución del 824. Según el Líber Pontificalis no reinó más que cuarenta días. No hay ninguna noticia acerca de su gobierno.

Gregorio IV (29 marzo 828 - 25 enero 844)
Elección.
Cardenal presbítero del título de San Marcos y miembro de la aristocracia romana, fue elegido por presiones de esta misma nobleza y de acuerdo con la Constitutio del 824, a finales del año 827, aunque no sería consagrado hasta el 29 de marzo siguiente, después de obtener el reconocimiento del representante imperial y hacerse el intercambio de juramentos. La jurisdicción imperial se hizo efectiva: a principios del 829 sería rechazada la apelación presentada por la sede romana contra el privilegio de Lotario a la abadía de Farfa, eximiéndola del tributo que pagaba a Roma.
Se rompe el Imperio.
El 832 los tres hijos mayores de Luis el Piadoso, Lotario, Pipino y Luis, protestando de que se hubiese alterado la Ordinatio Imperii del 817 a fin de dar parte en la herencia a Carlos el Calvo (832-887), nacido de un segundo matrimonio del emperador, se sublevaron contra su padre. Lotario ordenó a Gregorio IV que le acompañara en su viaje a Francia; el papa aceptó porque se trataba de una coyuntura que podía dejar establecida nuevamente su autoridad, pero un gran número de obispos, agrupados en torno al viejo emperador, le reprocharon que apareciese como incorporado a un bando rebelde y llegaron a amenazarle con romper la comunión con Roma. La respuesta del papa fue fría y contundente: a él, en virtud de la supremacía otorgada por Dios sobre la cristiandad, correspondía la custodia de la paz y, por ende, la mediación entre las partes en discordia. Cuando en el verano del 833 los dos ejércitos se enfrentaron en Rotfeld, cerca de Colmar, Gregorio intervino mediando entre un campo y otro. Descubrió entonces que había sido utilizado malévolamente por Lotario para encubrir una maniobra que tendía a impulsar a los nobles a que cambiasen de bando a fin de obligar a Luis el Piadoso a una completa capitulación. Los eclesiásticos llamaron a Rotfeld, Lügenfeld, esto es «campo de la mentira». Profundamente amargado, Gregorio regresó a Roma, mientras en su ausencia una asamblea de Compiegne (octubre del 833) decidía la deposición del emperador y el ingreso de Carlos en un monasterio. Apenas unos meses más tarde, en marzo del 834, nobles y obispos conseguirían la restauración de Luis el Piadoso: inmediatamente estableció contacto con Gregorio anunciándole su intención de peregrinar a Roma. Lotario consiguió impedir el viaje de una embajada pontificia, pero no evitó que una carta de Gregorio llegara a manos de Luis, restableciendo con ello la dignidad del papa. La muerte del emperador, el 840, desencadenó una guerra civil en la que ya no fue posible al papa interponer su mediación. Aunque el título imperial siguiera siendo único, el Imperio se dividió, iniciándose con ello una época de profunda crisis en la que la Iglesia y el pontificado serían víctimas. De inmediato se acusaron las consecuencias desfavorables sobre dos empeños del pontífice: el 831 había recibido en Roma a san Anscario, obispo de Hamburgo, a quien entregó el pallium y que venía a exponer los grandes planes de evangelización de escandinavos y eslavos; Amalario de Metz trabajaba en Roma para unificar textos litúrgicos que debían ser reconocidos como obligatorios. La expansión religiosa y la edificación de la unidad se vieron gravemente comprometidas. Peligro sarraceno. Una gran ofensiva musulmana se desencadenaba en el centro del Mediterráneo, precisamente en el momento en que los cristianos lograban en España una resonante victoria en Simancas (939) que les aseguraba el dominio de la meseta. El año 827 los sarracenos desembarcaron en Mazzara (Sicilia) y en los siguientes se apoderaron de Agrigcnto, Enna, Palermo y Mesilla (cS43). La resistencia de las milicias bizantinas fue muy fuerte, pero sin éxito. Nápoles y Amalfi se segregaron, convirtiéndose en repúblicas independientes. Nápoles, amenazada por el duque de Benevento, pidió auxilio a los árabes, repitiendo el tremendo error de los vítizanos en España. Los musulmanes desembarcaron en la península, tomaron Brindisi (838), Tárento (839) y Bari (811), desentendiéndose pronto de sus aliados. Venecia pudo impedir la entrada do los invasores por el Adriático, pero no que se hiciesen dueños del mar de Sicilia y del Tirreno. Unidades sarracenas alcanzaban con su razzias Spoleto, quemando y saqueando casas y campos a su paso. Roma se encontraba, pues, al alcance de los musulmanes. Gregorio ordenó construir en Ostia un bastión para evilar los desembarcos: fue llamado Gregorópolis.

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