viernes, 3 de febrero de 2012

los papas - 11

Juan XV (agosto 985 - marzo 996)
Crescencio había muerto, el 7 de julio del 984, en el monasterio de San Alejo, en el monte Aventino, adonde se había retirado. Actuaba como cabeza de la aristocracia romana su hijo Juan Crescencio que, en la turbulenta situación que siguió a la muerte del antipapa Bonifacio VIL. consiguió imponer su candidato. Juan XV, hijo del presbítero León, cardenal del título de San Vítale, era un hombre culto y de buena preparación. Teófano no intervino, pues se hallaba con dificultades para lograr el reconocimiento de su hijo en Alemania, de modo que se volvió en cierto modo a la situación del tiempo de Alberico II, pues Juan Crescencio asumió el título de «patricio» y comenzó a gobernar Roma según su criterio. Aunque reducido a funciones estrictamente ministeriales, Juan XV pudo mantener la línea favorable a la reforma. En el invierno del 989 a 990 la emperatriz Teófano estuvo en Roma reforzando con su cordialidad la posición del papa. Se trataba, sin embargo, de una posición difícil que sus legados describirían en Constantinopla como de «tribulación y opresión». Era inevitable que, fuera de Roma, se le hiciera responsable de aquella anomalía: en Francia se le acusó de avaricia y de nepotismo. En un punto no vacilaba: apoyándose en las Falsas Decretales pretendía extender a toda la cristiandad su supremacía. Por primera vez se registra un intercambio entre el papa y Wladimiro de Kiev (980-1015). Medió entre Ethclredo de Inglaterra (978-1017) y Ricardo de Normandía (942- 996) hasta convencerles de que suscribieran la paz (1 marzo 991). Aceptó el vasallaje que los reyes de Polonia le ofrecieron, garantizando así la independencia del reino y de su Iglesia. Un sínodo, reunido el 993 en Letrán, hizo la primera canonización de que tenemos noticia en la persona de Ulrico, obispo de Ausgburgo.
Conflicto con Gerberto de Aurillac.
En junio del 991 se reunió un sínodo de la Iglesia de Francia en San Basilio de Verzy. Sirviendo los deseos de Hugo Capelo, depuso al arzobispo de Reims, Amoldo, y lo sustituyó por Gerberto de Aurillac, uno de los más extraordinarios sabios que ha conocido Europa. Pero algunos obispos y abades, invocando las Decretales, exigieron que se esperase la confirmación pontificia. Esta tardó en llegar. Se suscitó entonces un debate que pudo tener consecuencias muy peligrosas. Por ejemplo, Arnulfo de Orléans sostuvo que tal confirmación no era necesaria cuando los sínodos actúan, como en este caso, conforme a derecho; mezclaba este autor sus argumentos con tremendos ataques a la situación que se estaba viviendo en Roma. Juan XV no quiso decidir por su cuenta: dio poderes a un legado, León, abad del monasterio de San Alejo del Aventino, para que decidiese sobre el terreno. Se celebró un nuevo sínodo en Chelles (993 o 994) y en él se dijeron cosas muy radicales, como que cuando un papa no se atenía a la doctrina de los Padres no era mejor que cualquier hereje ni menos susceptible de excomunión. Por vez primera se sostuvo la tesis de que la Iglesia de un reino tiene derecho a proceder con independencia de Roma. Por fortuna para el papa, la protesta no prosperó: Hugo Capeto necesitaba de Roma para legitimar el cambio de dinastía y por consiguiente sacrificó a Gerberto que, en el sínodo de Mouzon (995), fue declarado como carente de derechos a la sede de Reims. Este percance no impe diría a Gerberto llegar a ser papa. La muerte de Juan Crescencio, a quien sustituyó su hermano, Crescencio II, a de Nomentano (988) y la de Teófano (991), perjudicaron hondamente a Juan XV. El nuevo «patricio» era menos condescendiente que su antecesor. Las relaciones con el papa se hicieron tan difíciles que, en marzo del 995, Juan huyó a Sutri y desde allí pidió ayuda a Otón III. La noticia de que el monarca aleman preparaba el viaje y su coronación, movió a Crescencio a reconciliarse con el papa, reinstalándolo en Letrán con todos los honores. Juan XV no tardó en sucumbir a la fiebre (marzo del 996) antes de que el rey de Romanos alcanzara Roma.

Gregorio V (3 mayo 996 - 18 febrero 999)
Nombramiento.
Se trata del primer papa alemán. Afortunadamente disponemos de la investigación de Teta E. Moehs (Gregorius V, 996-999: A Biographical Study, Stuttgart, 1972) que nos permite comprender los matices de este singular pontificado. Su designación tuvo lugar de la siguiente manera. En Pavía, donde celebraba la Pascua, supo Otón III la muerte de Juan XV. Pasó a Rávena y aquí una delegación enviada por los romanos le solicitaba que designase un candidato que ellos pudieran aclamar. El monarca escogió a un pariente suyo, Bruno, biznieto de Otón I e hijo del duque de Carintia, capellán muy preparado y de gran experiencia en negocios eclesiásticos, a pesar de su juventud. Fue a Roma en compañía de los obispos de Maguncia y de Worms y quedó regularmente elegido. Cambió su nombre por el de Gregorio porque se proponía seguir los pasos de san Gregorio Magno. Su primer acto fue coronar emperador a Otón III (21 de mayo), otorgándole al mismo tiempo el patriciado romano. Intercedió en favor de Crescencio Nomentano, que había sido desterrado, permitiéndole regresar a Roma. La intercesión no era tan sólo un gesto de clemencia; formaba parte también de un designio político que intentaba convertir la autoridad del papa en un factor de equilibrio entre los dos partidos, el imperial y el aristocrático, evitando los enfrentamientos. Esto le llevó a un cierto grado de independencia respecto al Imperio, del que se benefició por ejemplo el rey de Polonia, Boleslao Chrobry (Boca Torcida) (992-1027), pues la sede de Posen fue puesta a cubierto de las aspiraciones de dominio de los obispos alemanes. También Arnoldoo, arzobispo de Reims, confirmado en su puesto a pesar de la protección que Otón III otorgaba a Gerberto de Aurillac. El emperador compensaría a osle último con la sede de Rávena, obligando además al papa a cederle casi todos los poderes que tenía en la Pentápolis y el antiguo Exarcado. Las relaciones entre el papa y el emperador fueron siempre buenas, pero Gregorio V demostró que estaba muy lejos de considerarse como un alto funcionario al servicio del Imperio. La mayor dificultad para él radicaba en la estructura interna del Patrimonium Petri: demasiado extenso, en él convivían dos potestades, laica y eclesiástica, mal delimitadas. Además, la inobservancia del celibato impulsaba a obispos, abades y clérigos a crear verdaderas dinastías, dotando a sus hijos con bienes que eran de la Iglesia. Por eso concedían las abadías cluniacenses o lorenesas tanta importancia a la inmunidad, que les libraba de esta presión feudal. La generalización del vasallaje como modo de relación comenzaba a percibirse como una amenaza para la independencia de la Iglesia. Durante su estancia en Roma, Otón III promulgó una Capitulare de praedis ecclesiasticis que intentaba hacer una distinción entre beneficios laicos y eclesiásticos, poniendo límites a ese enfeudamiento. Pero la política del emperador buscaba, precisamente, el incremento del vasallaje.
El cisma.
En junio de 996 Otón abandonó Roma. Inmediatamente Crescencio renovó sus proyectos de ejercer el poder, recurriendo a la fuerza. El papa pidió al emperador que regresara, pero éste se excusó, delegando la protección de Roma en los duques de Toscana y de Spoleto. En octubre, falto de apoyo, Gregorio abandonó Roma refugiándose en Spoleto, para intentar desde allí la reconquista de la ciudad, que fracasó. A principios del 997 pasó a Lombardía, en un intento de lograr el apoyo de los obispos del reino, entre los que destacaba el de Piacenza, Juan Filagato, maestro de griego del emperador, que acababa de regresar de Constantmopla con una misión que el propio Otón le encomendara. Gregorio presidió en febrero un sínodo en Pavía que puso en vigor antiguas y nuevas disposiciones contra el comercio del dinero en bienes espirituales, esto es, la simonía. Tuvieron, de momento, escasa eficacia. Pero se había planteado una cuestión que suscitaba un profundo descontento en amplios sectores del clero ganados a esta práctica. Crescencio trató de aprovecharlo declarando que la sede romana, desamparada por Gregorio, se hallaba vacante. Creyó asestar un golpe certero al elegir a Juan Filagato, que tomó el nombre de Juan XVI, y que esperaba el apoyo de su antiguo discípulo además del bizantino, que ya tenía. Pero Otón no aceptó en modo alguno la usurpación. Volvió a Roma en febrero del 998 y procedió a terribles represalias. Crescencio y sus colaboradores, decapitados, fueron luego colgados de los muros de Sant'Angelo. Juan Filagato, mutilado, compareció ante el sínodo y fue condenado a reclusión perpetua en un monasterio. Gregorio V sobrevivió poco tiempo a estos terribles sucesos. Murió en febrero del 999 víctima de la malaria.

Silvestre II (2 abril 999 - 12 mayo 1003)
Papa del milenio.
Siguiendo los consejos de Odilo, abad de Cluny, Otón III promovió la candidatura de Gerberto de Aurillac, el gran sabio, que tomó el nombre de Silvestre II en memoria del contemporáneo de Constantino. Al cumplirse el primer milenio de vida cristiana, el papa y el emperador proyectaban un retorno a las bases mismas del Imperio, haciendo que Europa fuese verdaderamente cristiandad. Conviene recordar que jamás existió el «terror milenario», una leyenda infantil sin fundamento alguno. Sin embargo, Raúl de Glaber, que escribe en torno al año 1044, ya señaló cómo, en el tránsito de uno a otro milenio, se había advertido una especie de despertar, un empujón hacia arriba que era producto en gran medida de la reforma que los monjes venían difundiendo desde un siglo atrás. La obra de Silvestre II reviste una gran importancia. Nacido aproximadamente el 945, y de familia humilde, Gerberto estudió en Aurillac y luego en Ripoll, a la sombra del abad Atón, que era al mismo tiempo obispo de Vic, aprovechando su formidable biblioteca. Aquí recogió los materiales para su Introducción a la geometría y entró en contacto con la obra de al-Kwarismí y los números arábigos que pasarían a llamarse «guarismos». Entre ellos estaba el cero, capaz de revolucionar todo el conocimiento matemático: en adelante sería teóricamente posible concebir cualquier magnitud numérica y establecer el cálculo decimal. Con este bagaje, viajó a Roma el 970, sorprendiendo al papa Juan XIII, que le presentó al emperador Otón: sus relaciones con la casa imperial ya no se interrumpirían. Instalado en Reims, el obispo Adalberón le tomó bajo su custodia y le puso al frente de la escuela catedral, una de las primeras que estaban evolucionando, todavía de forma imprecisa, hacia la enseñanza superior que daría los Estudios Generales. Viajando mucho, tuvo la oportunidad de actuar ante Otón II en un debate con el maestrescuela de Magdeburgo, Otrico, estando el emperador en Rávena. Impresionado, Otón le nombró abad de Bobbio en razón de la importante biblioteca que allí se estaba formando. No era adecuada para el inquieto sabio la vida recoleta del monje. Regresó a Reims, donde se convirtió en la mano derecha de Adalberón. Fueron éstos, según Karl Schultess {Papst Silvester ¡I (Gerbert) ais Lehrer und Staatsmann, Hamburgo, 1881), los años decisivos en su formación como líder. Ambos, obispo y maestrescuela, intervinieron en el cambio de dinastía ayudando a Hugo Capeto. Pero el papa intervino en favor de los últimos carlovingios y Hugo prefirió esperar hasta que con la muerte de Luis V (987) se agotó la línea. Un vínculo de agradecimiento se estableció entre el rey de Francia y el sabio matemático y astrónomo. A pesar de todo, cuando murió Adalberón, las esperanzas de Gerberto en convertirse en su sucesor no se cumplieron, pues Hugo prefirió dar la sede de Reims como compensación a un bastardo carlovingio, hijo de Lotario, llamado Arnoldo. Hugo trató de rectificar más tarde, al comprobar que Amoldo conspiraba contra él. En páginas anteriores ya hemos visto cómo los papas sostuvieron a Amoldo y las ambiciones de Gerberto quedaron defraudadas.
Universalidad.
Perdida la partida de Reims, Gerberto se incorporó a la orte de Otón III, siendo uno de los principales consejeros del jovencísimo emperador. Desde abril del 998 ocupaba la sede de Rávena. Una vez elegido papa defendió con energía las mismas tesis de superioridad pontificia que antes le perjudicaran: confirmó a Amoldo como obispo de Reims, castigando a quienes conspiraran contra él; demostró, sobre todo, ser un campeón de la reforma, combatiendo los tres males que aquejaban a la Iglesia: simonía, nicolaísmo y nepotismo. La reforma tendría en adelante objetivos concretos. M. de Ferdinandy («Sobre el poder temporal en la cultura occidental alrededor del año 1000», A. Hist. Medieval, Buenos Aires, 1948), siguiendo la línea de Schramm, describe la obra conjunta de Otón III y Silvestre II como la creación de un Imperio cósmico, esto es, ordenado en círculos en torno a Roma, del que resultaría una Europa extraordinariamente agrandada y convertida ya en Universitas christiana, comunidad de hombres unida en el bautismo. En ella entraban a formar parte, con los antiguos reinos, Polonia, donde Boleslao usaba el título de rey, y Hungría, donde Waljk, convertido en Esteban (1001-1038) tras su cristianización, recibió del propio papa la corona. Esta tendencia a la universalidad molestaba a la aristocracia romana. En febrero del 1001 estalló una rebelión y Silvestre y Otón tuvieron que abandonar precipitadamente la ciudad. Aunque el papa regresó el año 1002, reasumiendo su autoridad, le faltaba ya el apoyo esencial de Otón, fallecido el 23 de enero del mismo año, sin herederos directos. Juan II Crescencio desempeñaba las funciones de patricio y el papa estaba de nuevo reducido a funciones sacerdotales cuando murió.

Juan XVII (16 mayo - 6 noviembre 1003)
Juan Sicco, hijo de un personaje del mismo nombre, había nacido en Roma. Fue prácticamente designado por Juan II Crescencio, que tuvo en él un instrumento dócil que le servía para asegurarse el poder completo. No ha llegado a nosotros otra noticia que la de haber autorizado al misionero polaco Benedicto a predicar el evangelio entre los eslavos. Ni siquiera se conocen las circunstancias de su muerte.

Juan XVIII (25 diciembre 1003 - junio o julio 1009)
Juan Fasano, hijo de Ursus y de Estefanía, puede haber sido pariente de los Crescencio, a quienes debería su designación. Sin embargo, no parece haberse reducido, como sus antecesores, a las puras funciones eclesiásticas. Estableció cordiales relaciones con Enrique II (1002-1031) que, ayudado por su mujer Cunegunda (ambos son santos), mostraba muy especial interés en promover la reforma. Absorto en los problemas alemanes, san Enrique mostraba poco deseo de intervenir en Italia. Juan XVIII canonizó solemnemente a san Marcial de Limoges y a los cinco mártires de Polonia. Restauró la diócesis de Merseburgo y, de acuerdo con los deseos del rey, fundó la sede de Bamberg en Baviera, para que se ocupase de los eslavos emigrados allí. También es conocido el protectorado que ejerció sobre la abadía de Fleury, cerca de Orléans, a la que declaró inmune de los dos obispos correspondientes a sus dominios. El año 1004, cuando san Enrique viajó a Pavía para recibir la corona de hierro, Juan XVIII hizo un intento para conseguir que fuera a Roma a fin de convertirse en emperador, pero Crescencio lo estorbó. No convenía al patricio la presencia de los alemanes y estaba buscando un entendimiento con los bizantinos. El Líber Pontificalís dice que Juan murió siendo monje en San Pablo Extramuros; esta noticia se interpreta como si poco antes de su muerte hubiera decidido abdicar retirándose a un monasterio.

Sergio IV (31 julio 1009 - 12 mayo 1012)
Pedro, hijo de un zapatero del mismo nombre y de su esposa Estefanía, era obispo de Albano. También fue designado por Juan Crescencio. Se le conocía por el apodo de «hocico de cerdo». Cambió su nombre de acuerdo con la costumbre que impedía a los papas usar el mismo del príncipe de los Apóstoles, un hábito que se ha mantenido hasta hoy. Conservó las buenas relaciones con Enrique II, al que apoyaba en sus esfuerzos de reconstrucción de la Iglesia alemana. Legados pontificios estuvieron presentes en la consagración de la catedral de Bamberg. Los privilegios y posesiones de la de Merseburgo fueron reforzados. Se dio mucha importancia a la canonización de Simeón de Siracusa, un popular ermitaño que vivió en las inmediaciones de Tréveris. En este tiempo llegó a Roma la noticia de que el califa al-Hakam había destruido la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Una leyenda, forjada más tarde, señala a Sergio como el primer príncipe que incitó a los caballeros feudales a organizar una cruzada para recobrarla. De hecho, se estaba produciendo un estímulo a las ciudades marítimas italianas que recobraban el control del Mediterráneo.

Benedicto VIII (17 mayo 1012 - 9 abril 1024)
Elección disputada.
La muerte en breve plazo de Sergio y Juan Crescendo, permitiría a los condes de Tusculum, descendientes también de Teofilacto, un relevo en el poder. Los Crescencio designaron a cierto clérigo, Gregorio. Los Tusculanos promovieron a uno de los suyos, Teofilacto, hijo precisamente del conde, que tenía algo más de treinta años de edad, y le instalaron en Letrán por la fuerza. Siendo laico, recibió todas las órdenes de inmediato. Benedicto retuvo para sí el poder supremo, encomendando a su hermano el gobierno civil de Roma con el título de cónsul y duque, pero dejando claro que se trataba de una especie de delegación de la Sede Apostólica. K.-J. Hermann (Die Tuskulanerpapsttum (1012-1046), Benedikt VIH, Johannes XIX, Benedikt IX, Stuttgart, 1973) define el cambio producido, en relación con los papas anteriores de este modo: el pontífice era soberano supremo; el cónsul pasaba a ser delegado ara la administración del Patrimonium y el cumplimiento de las órdenes que le dieran. Obligado a huir de Roma, Gregorio viajó a Alemania esperando convencer a Enrique II de las ventajas de su causa, pero el rey le recibió en Pohlde (Sajonia) con deliberada frialdad. Le prohibió usar su oficio hasta que él mismo fuera a Roma y decidiera en el pleito «conforme a la costumbre romana». Esta actitud permite suponer que tenía tomada ya su decisión. Parece que Enrique II había tomado contacto con Benedicto recibiendo de él las garantías que necesitaba acerca de su propia política. Antes de concluir el año 1012 se había producido el reconocimiento. Desde este momento se borran las huellas de Gregorio, que aparece mencionado únicamente como un antipapa.
Enrique II en Italia.
A diferencia de Juan Crescencio, Benedicto VIII decidió estrechar las relaciones con Enrique II: a un papa dueño del poder, convenía la existencia de un emperador. Al tiempo que remitía la confirmación de los privilegios concedidos a Bamberg, cursaba la invitación, que fue aceptada, para que Enrique II viajara a Roma para ser coronado. La ceremonia tuvo lugar el 14 de febrero de 1014. En este viaje tuvo el emperador la oportunidad de dispersar toda oposición en Lombardía, siendo ahora firme dueño del reino. Dejó a su hermano Amoldo instalado en la sede metropolitana de Rávena. En esta ciudad se reunieron las dos cabezas, y Benedicto, para congratularse con Enrique II, dispuso que la costumbre alemana de cantar el Credo en la misa se incorporara a la liturgia universal: en ese texto se incluía el Filioque. Juntos presidieron un sínodo en que se tomaron por primera vez resoluciones de ambas autoridades acerca de la disciplina del clero. El problema que en aquellos momentos llamaba principalmente la atención era el de la dispersión de bienes como consecuencia del concubinato, que se había extendido especialmente en Italia. Ausente el emperador, Benedicto dedicó su atención a los problemas del Mediterráneo y del sur de Italia. Ataques musulmanes habían tenido lugar contra Pisa los años 1004 y 1011, mientras que una flota venida de Baleares desembarcaba tropas en Cerdeña (1015). Benedicto logró reunir en una alianza su propia flota con las de Genova y Pisa, procediendo a la reconquista de Cerdeña e impulsando el entusiasmo de los italianos para una ofensiva que a partir de este momento se desarrolló con éxito creciente. En otro campo, el papa apoyó a dos jefes rebeldes, Meles y Dattus, que se habían alzado contra la autoridad bizantina en el mediodía; como una consecuencia se rompieron, una vez más, las relaciones con el patriarcado. Favoreció incluso que caballeros mercenarios, venidos de Normandía de Francia, se pusiesen al servicio de dichos rebeldes: abría de este modo perspectivas entonces poco presumibles. Al principio, toda la maniobra pareció discurrir por mal camino: los rebeldes fueron derrotados en Cannas y las tropas bizantinas llegaron a amenazar Roma (1019). Benedicto emprendió el viaje a Alemania en busca de ayuda, y en la Pascua del 1020 se entrevistó con el emperador en Bamberg. Enrique II le hizo entrega de un documento que era réplica del famoso privilegium otonianum, manifestando la voluntad de cumplirlo, y concertó una expedición a Italia, poniendo la reforma de las costumbres como objetivo principal. El emperador y el papa viajaron en compañía de un fuerte ejército, reuniendo en Pavía un sínodo cuyos cánones se incorporaron a las leyes del Imperio: se usaron expresiones muy fuertes contra la simonía y el concubinato eclesiásticos; los hijos nacidos en estas uniones sacrilegas seguirían en todo caso la condición social inferior de cualquiera de sus progenitores. Se trataba de conseguir un clero célibe, celoso cumplidor de sus deberes y custodio atento de los bienes eclesiásticos. Una meta que parecía aún muy lejana pero para la que se contaba con san Odilo y sus monjes: las dos potestades garantizaron a Cluny todo su apoyo. Todas las disposiciones se confirmaron en otro sínodo, en Roma. Las operaciones militares en el sur de Italia consiguieron el restablecimiento de las fronteras.
Conflicto con Maguncia.
Era mucho lo que Benedicto consiguiera gracias a aquel cambio que le daba absolutamente la iniciativa en Roma, y a la estrecha amistad con Enrique II. La autoridad correspondiente al primado estaba segura. Lo demuestra el hecho de que no tuviera inconveniente en entrar en conflicto con uno de los más poderosos obispos alemanes, Aribon de Maguncia. Un sínodo celebrado en esta sede había disuelto, alegando razón de parentesco, el matrimonio del conde de Hammerestein. La esposa, sintiéndose injustamente tratada, apeló a Roma. Aribon convocó un segundo sínodo (1023) tratando de impedir la apelación sin poner en duda la primacía del papa: se dijo que para que la apelación pudiera tener lugar se necesitaba que el pecador cumpliera la penitencia --debía ejecutarse la separación-- y también que el obispo concediera su permiso. Benedicto rechazó las dos condiciones y, considerándolas un abuso, privó a Aribon del pallium. Poco tiempo después de la muerte del papa, una intervención de Enrique II zanjaría el conflicto. Quedaron en suspenso las acciones contra Irmgarda y se la permitió apelar ante Roma.

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