viernes, 24 de febrero de 2012

Tratado de la oración y meditación -2

CAPÍTULO IV. DE LAS OTRAS SIETE MEDITACIONES DE LA SAGRADA PASIÓN Y DE LA MANERA QUE HABEMOS DE TENER EN MEDITARLA
Después de éstas, se siguen las otras siete meditaciones de la. Sagrada Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo, a las cuales se podrán añadir los otros pasos principales de su vida sacratísima.Aquí es de notar que seis cosas se han de meditar en la pasión de Cristo: La grandeza de sus dolores, para compadecernos de ellos. La gravedad de nuestro pecado, que es la causa, para aborrecerlo. La grandeza del beneficio, para agradecerlo. La excelencia de la Divina bondad y caridad, que allí se descubre, para amarla. La conveniencia del misterio, para maravillarse de él. Y la muchedumbre de las virtudes de Cristo, que allí resplandecen, para imitarlas. Pues conforme a esto, cuando vamos meditando debemos ir inclinando nuestro corazón, unas veces a compasión de los dolores de Cristo, pues fueron los mayores del mundo, así por la delicadeza de su cuerpo, como por la grandeza de su amor, como también por padecer sin ninguna manera de consolación, como en otra parte está declarado. Otras veces debemos tener respeto a sacar de aquí motivos de dolor de nuestros pecados, considerando que ellos fueron la cause de que Él padeciese tantos y tan graves dolores como padeció. Otras veces debemos sacar de aquí motivos de amor y agradecimiento, considerando la grandeza del amor que Él por aquí nos descubrió y la grandeza de beneficio que nos hizo redimiéndonos tan copiosamente, con tanta costa suya y tanto provecho nuestro. Otras veces debemos levantar los ojos a pensar la conveniencia del medio que Dios tomó para curar nuestra miseria, esto es, para satisfacer por nuestras deudas, para socorrer nuestras necesidades, para merecernos su gracia y humillar nuestra soberbia, e inducirnos al menosprecio del mundo, al amor de la cruz, de la pobreza, de la aspereza, de las injurias y de todos los otros virtuosos y honestos trabajos.
Otras veces debemos poner los ojos en los ejemplos de virtudes que en su sacratísima vida y muerte resplandecen, en su mansedumbre, paciencia, obediencia, misericordia, pobreza, aspereza, caridad, humildad, benignidad, modestia y en todas las otras virtudes, que en todas sus obras y palabras, más que las estrellas en el cielo, resplandecen, para imitar algo de lo que en Él vemos, porque no tengamos ocioso el espíritu y gracia, que de El para esto recibimos, y así caminemos a El por Él. Ésta es la más alta y la más provechosa manera que hay de meditar la pasión de Cristo, que es por vía de imitación, para que por la imitación vengamos a la transformación, y así podamos ya decir con el Apóstol (Gal.2,20): Vivo yo, ya no yo, más vive en mí Cristo.
Demás de esto, conviene en todos estos pasos tener a Cristo ante los ojos presente y hacer cuenta que le tenemos delante cuando padece, y tener cuenta, no sólo con la historia de su pasión, sino también con todas las circunstancias de ella, especialmente con estas cuatro: ¿Quién padece? ¿Por quién padece? ¿Cómo padece? ¿Por qué causa padece? ¿Quién padece? Dios Todopoderoso, infinito, inmenso etc. ¿Por quién padece? Por la más ingrata y desconocida criatura del mundo. ¿Cómo padece? Con grandísima humildad, caridad, benignidad, mansedumbre, misericordia, paciencia, modestia, etc. ¿Porqué causa padece? No por algún interés suyo ni merecimiento nuestro, sino por solas las entrañas de su infinita piedad y misericordia. Demás de esto, no se contente el hombre con mirar lo que por fuera padece, sino mucho más hay que contemplar en el ánima de Cristo que en el cuerpo de Cristo, así en el sentimiento de sus dolores, como en los otros afectos y consideraciones que en ella había.
Presupuesto, pues, ahora este pequeño preámbulo, comencemos a repetir y poner por orden los misterios de esta Sagrada Pasión.
Síguense las otras siete Meditaciones de la Sagrada Pasión
CAPÍTULO IV.1. EL LUNES
Este día, hecha la señal de la cruz con la preparación que adelante se pone, se ha de pensar el lavatorio de los pies y la institución del Santísimo Sacramento. Considera, pues, oh ánima mía, en esta cena, a tu dulce y benigno Jesús, y mira el ejemplo inestimable de humildad que aquí te da levantándose de la mesa y lavando los pies a sus discípulos. ¡Oh buen Jesús! ¿Qué es eso que haces? ¡Oh dulce Jesús! ¿Por qué tanto se humilla tu Majestad? Qué sintieras, ánima mía, si vieras allí a Dios arrodillado ante los pies de los hombres y ante los pies de Judas. ¡Oh cruel!, ¿cómo no te ablanda el corazón esa tan grande humildad? ¿Cómo no te rompe: las entrañas esa tan grande mansedumbre? ¿Es posible que tú hayas ordenado de vender este mansísimo Cordero? ¿Es posible que no te hayas ahora compungido con este ejemplo? ¡Oh blancas y hermosas manos!, ¿cómo podéis
tocar pies tan sucios y abominables? ¡Oh purísimas manos!, cómo no tenéis asco de lavar los pies enlodados en los caminos y tratos de vuestra sangre? ¡Oh apóstoles bienaventurados!, cómo no tembláis viendo esa tan grande humildad? Pedro, ¿qué haces; por ventura, consentirás que el Señor de la Majestad te lave los pies? Maravillado y atónito San Pedro, como viese al Señor arrodillado delante de sí, comenzó a decir (Io.13,6): ¿Tú, Señor, me lavas a mí los pies? ¿No eres tú Hijo de Dios vivo? ¿No eres tú el Creador del mundo, la hermosura del cielo, paraíso de los ángeles, el remedio de los hombres, el resplandor de la gloria del Padre, la fuente de la sabiduría de Dios en las alturas? ¿Pues Tú me quieres a mí lavar los pies? ¿Tú, Señor de tanta majestad y gloria, quieres entender en oficio de tan gran bajeza? Considera también cómo, en acabando de lavar los pies, los limpia con aquel sagrado lienzo que estaba ceñido y sube más arriba con los ojos del ánima, y verás allí representado el Misterio de nuestra Redención. Mira cómo aquel lienzo recogió en sí toda la inmundicia de los pies sucios, y así ellos quedaron limpios y el lienzo quedaría todo manchado y sucio después de hecho este oficio. ¿Qué cosa más sucia que el hombre concebido en pecado, y qué cosa más limpia y más hermosa que Cristo concebido de Espíritu Santo? Blanco y colorado es mi Amado, dice la Esposa (Cant.5,10), y escogido entre millares. Pues este tan hermoso y tan limpio quiso recibir en sí todas las manchas y fealdades de nuestras ánimas, y dejándolas limpias y libres de ellas, Él quedó (como lo ves) en la Cruz, amancillado y afeado con ellas. Después de esto, considera aquellas palabras con que dio fin el Salvador a esta historia, diciendo (Io.13,15): Ejemplo os he dado, para que como Yo lo hice, así vosotros lo hagáis. Las cuales palabras no sólo se han de referir a este paso y ejemplo de humildad, sino también a todas las obras y vida de Cristo, porque ella es un perfectísimo dechado de todas las virtudes, especialmente de la que en este lugar se nos representa.
De la institución del Santísimo Sacramento
Para entender algo de este misterio, has de presuponer que ninguna lengua criada puede declarar la grandeza del amor que Cristo tiene a su Esposa la Iglesia; y, por consiguiente, a cada una de las ánimas que están en gracia, porque cada una de ellas es también esposa suya. Pues queriendo este Esposo dulcísimo partirse de esta vida y ausentarse de su Esposa la Iglesia (porque esta ausencia no le fuese causa de olvido), dejóle por memorial este Santísimo Sacramento (en que se quedaba Él mismo), no queriendo que entre Él y ella hubiese otra prenda que despertarse su memoria, sino sólo Él. Quería también el Esposo en esta ausencia tan larga dejar a su Esposa compañía, porque no se quedase sola; y dejóle la de Éste Sacramento, donde se queda Él mismo, que era la mejor compañía que le podía dejar. Quería también entonces ir a padecer muerte por la Esposa y redimirla, y enriquecerla con el precio de su sangre. Y porque ella pudiese (cuando quisiese) gozar de este tesoro, dejóle las llaves de él en este Sacramento; porque (como dice San Crisóstomo) todas las veces que nos llegamos a él, debemos pensar que llegamos a poner la boca en el costado de Cristo, y bebemos de aquella preciosa Sangre, y nos hacemos participantes de Él. Deseaba, otrosí, este celestial Esposo, ser amado de su Esposa con grande amor y para esto ordenó este misterioso bocado con tales palabras consagrado que quien dignamente lo recibe, luego es tocado y herido de este amor. Quería también asegurarla, y darle prendas de aquella bienaventurada herencia de gloria, para que con la esperanza de este bien pasase alegremente por todos los otros trabajos y asperezas de esta vida. Pues para que la Esposa tuviese cierta y segura la esperanza de este bien, dejóle acá en prendas este inefable tesoro que vale tanto como todo lo que allá se espera, para que no desconfiase, que se le dará Dios en la gloria, donde vivirá en espíritu, pues no se le negó en este valle de lágrimas, donde vive en carne. Quería también a la hora de su muerte hacer testamento y dejar a la Esposa alguna manda señalada para su remedio, y dejóle ésta, que era la más preciosa y provechosa que le pudiera dejar, pues en ella se deja a Dios. Quería, finalmente dejar a nuestras ánimas suficiente provisión y mantenimiento con que viviesen, porque no tiene menor necesidad el ánima de su propio mantenimiento para vivir vida espiritual, que el cuerpo del suyo para la vida corporal. Pues para esto ordenó este tan sabio Médico (el cual también tenía tomados los pulsos de nuestra flaqueza) este Sacramento, y por eso lo ordena en especie de mantenimiento, para que la misma especie en que lo instituyó nos declarase el efecto que obraba, y la necesidad que nuestras ánimas de él tenían, no menor que la que los cuerpos tienen de su propio manjar.
CAPÍTULO IV.2. EL MARTES
Este día pensarás en la Oración del Huerto, y en la Pasión del Salvador, y en la entrada y afrentas de la casa de Anás. Considera, pues, primeramente cómo acabada aquella misteriosa Cena, se fue -el Señor con sus discípulos al monte Olivete a hacer oración antes que entrase en la batalla de su pasión, para enseñarnos cómo en todos los trabajos y tentaciones de esta vida hemos siempre de recurrir a la oración como a una sagrada áncora, por cuya virtud o nos será quitada la carga de la tribulación, o se nos darán fuerzas para llevarla, que es otra gracia mayor. Para compañía de este camino tomó consigo aquellos tres amados discípulos, San Pedro, Santiago y San Juan (Mt.17), los cuales habían sido testigos de su gloriosa Transfiguración, para que ellos mismos viesen cuán diferente figura tomaba ahora por amor de los hombres el que tan glorioso se les había mostrado en aquella visión. Y porque entendiesen que no eran menores los trabajos interiores de su ánima que los que por de fuera comenzaba a descubrir, díjoles aquellas tan dolorosas palabras: Triste está mi ánima hasta la muerte. Esperadme aquí, y velad conmigo (Mt.26,37). Acabadas estas palabras, apartóse el Señor de los discípulos cuanto un tiro de piedra, y, postrado en tierra con grandísima reverencia, comenzó su oración diciendo: Padre, si es posible, traspasa de Mí este cáliz: mas no se haga como Yo lo quiero, sino como Tú (Mt.17,39). Y hecha esta oración tres veces, a la tercera fue puesto en tan grande agonía, que comenzó a sudar gotas de sangre, que iban por todo su sagrado Cuerpo hilo a hilo hasta caer en tierra. Considera, pues, al Señor en este paso tan doloroso, y mira cómo representándosele allí todos los tormentos que había de padecer, aprendiendo perfectísimamente tan crueles dolores como se aparejaban para el más delicado de los cuerpos, y poniéndosele delante todos los pecados del mundo (por los cuales padecía) y el desagradecimiento de tantas ánimas, que no habían de reconocer este beneficio, ni aprovecharse de tan grande y costoso remedio fue su ánima en tanta manera angustiada, y sus sentidos y carne delicadísima tan turbados, que todas las fuerzas y elementos de su cuerpo se destemplaron, y la carne bendita se abrió por todas partes y dio lugar a la sangre que manase por toda ella en tanta abundancia que corriese hasta la tierra. Y si la carne, que de sola recudida padecía esos dolores, tal estaba, ¿qué tal estaría el ánima que derechamente los padecía? Mira después cómo, acabada la oración, llegó aquel falso amigo con aquella infernal compañía, renunciado ya el oficio del Apostolado y hecho adalid y capitán del ejército de Satanás. Mira cuán sin vergüenza se adelantó primero que todos, y llegando al buen Maestro, lo vendió con beso de falsa paz. En aquella hora dijo el Señor a los que le venían a prender (Mt.17,39): Así como a ladrón salisteis a Mí con espadas y lanzas; y habiendo yo estado con vosotros cada día en el Templo, no extendisteis las manos en Mí; mas ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas. ¿Qué cosa de mayor espanto que ver al Hijo de Dios tomar imagen, no solamente de pecador, sino también de condenado? (Lc.22,53): Ésta es, dice Él, vuestra hora y el poder de las tinieblas. De las cuales palabras se saca que por aquella hora fue entregado aquel inocentísimo Cordero en poder de los príncipes de las tinieblas, que son los demonios, para que por medio de sus ministros ejecutasen en él todos los tormentos y crueldades que quisiesen. Piensa, pues, ahora tú hasta dónde se abajó aquella Alteza divina por ti, pues llegó al postrero de todos los males, que es a ser entregado en poder de los demonios. Y porque la pena que tus pecados merecían era ésta, Él se quiso poner a esta pena por que tú quedases libre de ella. Dichas estas palabras arremetió luego toda aquella manada de lobos hambrientos con aquel manso Cordero, y unos lo arrebatan por una parte, otros por otra, cada uno como podía.
¡Oh, cuán inhumanamente le tratarían, cuántas descortesías le dirían, cuántos golpes y estirones le darían, qué de gritos y voces alzarían, como suelen hacer los vencedores cuando se ven ya con la presa! Toman aquellas santas manos, que poco antes habían obrado tantas maravillas, y átanlas muy fuertemente con unos lazos corredizos, hasta desollarle los cueros de los brazos y hasta hacerle reventar la sangre, y así lo llevan atado por las calles públicas, con grande ignominia. Míralo muy bien cuál va por este camino desamparado de" sus discípulos, acompañado de sus enemigos, el paso corrido, el huelgo apresurado, la color mudada y el rostro ya encendido y sonrosado con la prisa del caminar. Y contempla en tan mal tratamiento de su Persona tanta mesura en su rostro, tanta gravedad en sus ojos y aquel semblante divino que en medio de todas las descortesías del mundo nunca pudo ser oscurecido. Luego puedes ir con el Señor a la casa de Anás, y mira cómo allí, respondiendo el Señor cortésmente a la pregunta que el Pontífice le hizo sobre sus discípulos y doctrina, uno de aquellos malvados, que presentes estaban, dio una gran bofetada en su rostro, diciendo (Io.18,22): ¿Así has de responder al Pontífice? A cual el Salvador, benignamente, respondió: Si mal hablé, muéstrame en qué, y si bien, ¿por qué me hieres? Mira, pues aquí, oh ánima mía, no solamente la mansedumbre de esta respuesta, sino también aquel divino rostro señalado y colorado con la fuerza del golpe, y aquella muestra de ojos tan serenos y tan sin turbación en aquella afrenta y aquella ánima santísima en lo interior tan humilde y tan aparejada para volver la otra mejilla, si el verdugo lo demandara.
CAPÍTULO IV.3. EL MIÉRCOLES
Este día pensarás en la presentación del Señor ante el Pontífice Caifás, y en los trabajos de aquella noche, y en la negación de San Pedro, y azotes a la columna.
Primeramente considera cómo de la primera casa de Anás llevan al Señor a la del Pontífice Caifás, donde será razón que lo vayas acompañando, y ahí verás eclipsado el sol de justicia y escupido aquel divino rostro en que desean mirar los ángeles. Porque como el Salvador, siendo conjurado por el nombre del Padre que dijese quién era, respondiese a esta pregunta lo que convenía, aquellos que tan indignos eran de tan alta respuesta, cegándose con el resplandor de tan grande luz volviéronse contra él como perros rabiosos y allí descargaron todas sus iras y rabias. Allí todos a porfía le dan bofetones y pescozones; allí le escupen con sus infernales bocas en aquel divino rostro; allí le cubren los ojos con un paño, dándole bofetadas en la cara, y juegan con él, diciendo (Mt.26,68; Lc.22,64); Adivina quién te dio. ¡Oh maravillosa humildad y paciencia del Hijo de Dios! ¡Oh hermosura de los ángeles! ¿Rostro era ése para escupir en él? Al rincón más despreciado suelen volver los hombres la cara cuando quieren escupir, ¿y en todo ese palacio no se halló otro lugar más despreciado que tu rostro para escupir en él? ¿Cómo no te humillas con este ejemplo, tierra y ceniza? Después de esto, considera los trabajos que el Salvador pasó toda aquella noche dolorosa, porque los soldados que lo guardaban escarnecían de El (como dice San Lucas) y tomaban por medio para vencer al sueño de la noche estar burlando y jugando con el Señor de la Majestad. Mira, pues, oh ánima mía, cómo tu dulcísimo Esposo está puesto como blanco a las saetas de tantos golpes y bofetadas como allí le daban. ¡Oh noche cruel! ¡Oh noche desasosegada, en la cual, oh mi buen Jesús, no dormías, ni dormían los que tenían por descanso atormentarse! La noche fue ordenada para que en ella todas las criaturas tomasen reposo, y los sentidos y miembros cansados de los trabajos del día descansasen, y ésta toman ahora los malos para atormentar todos tus miembros y sentidos, hiriendo tu cuerpo, afligiendo tu ánima, atando tus manos, abofeteando tu cara, escupiendo tu rostro, atormentando tus oídos, porque en el tiempo en que todos los miembros suelen descansar, todos ellos en Ti penasen y trabajasen. ¡Qué maitines estos tan diferentes de los que en aquella hora te cantarían los coros de los ángeles en el cielo! Allá dicen Santo, Santo; acá dicen muera, muera: crucifícalo, crucifícalo. ¡Oh ángeles del paraíso, que las unas y otras voces oís!: ¿qué sentíais viendo tan mal tratado en la tierra Aquel a quien vosotros con tanta reverencia tratáis en el cielo? ¿Qué sentíais viendo que Dios tales cosas padecía por los mismos que tales cosas hacían? ¿Quién jamás oyó tal manera de caridad, que padezca uno muerte por librar de la muerte al mismo que se la da? Crecieron sobre esto los trabajos de aquella noche dolorosa con la negación de San Pedro, aquel tan familiar amigo, aquel escogido para ver la gloria de la Transfiguración, aquel entre todos honrado con el principado de la Iglesia; ese primero que todos, no una, sino tres veces, en presencia del mismo Señor, jura y perjura que no le conoce, ni sabe quién es. Oh Pedro, ¿tan mal hombre es ese que ahí está que por tan gran vergüenza tienes aun haberlo conocido? Mira que eso es condenarle tú primero que los Pontífices, pues das a entender que Él sea persona tal, que tú mismo te deshonras de conocerlo. ¿Pues qué mayor injuria puede ser que ésa? (Lc.22,61): Volvióse entonces el Salvador, y miró a Pedro; se le van los ojos tras aquella oveja que se le había perdido. ¡Oh vista de maravillosa virtud! ¡Oh vista callada, más grandemente significativa! Bien entendió Pedro el lenguaje, y las voces de aquella vista, pues las del gallo no bastaron para despertarlo y éstas sí. Mas no solamente hablan, sino también obran los ojos de Cristo, y las lágrimas de Pedro lo declaran, las cuales no manaron tanto de los ojos de Pedro, cuanto de los ojos de Cristo.
Después de todas estas injurias considera, los azotes que el Salvador padeció a la columna; porque el juez, visto que no podía aplacar la furia de aquellas infernales fieras, determinó hacer en Él un tan famoso castigo que bastase para satisfacer la rabia de aquellos tan crueles corazones, para que, contentos con esto, dejasen de pedirle la muerte. Entra, pues, ahora ánima mía, con el espíritu, en el Pretorio de Pilatos, y lleva contigo las lágrimas aparejadas, que serán bien menester para lo que allí verás y oirás. Mira cómo aquellos crueles y viles carniceros desnudan al Salvador de sus vestiduras con tanta inhumanidad y cómo Él se deja desnudar de ellos con tanta humildad, sin abrir la boca ni responder palabra a tantas descortesías como allí le herían. Mira cómo luego atan aquel santo cuerpo a una columna para que así lo pudiesen herir a su placer donde y como ellos más, quisiesen. Mira cuán solo estaba el Señor de los Ángeles entre tan crueles verdugos, sin tener de su parte ni padrinos, ni valedores que hiciesen por Él, ni aun siquiera ojos que se compadeciesen de Él. Mira cómo luego comienzan con grandísima crueldad a descargar sus látigos y disciplinas sobre aquellas delicadísimas carnes, y cómo se añaden azotes sobre azotes, llagas sobre llagas y heridas sobre heridas. Allí verías luego ceñirse aquel Sacratísimo Cuerpo de cardenales, rasgarse los cueros, reventar la sangre y correr a hilos por todas partes. Mas, sobre todo esto, ¡qué sería ver aquella tan grande llaga, que en medio de las espaldas estaría abierta, adonde principalmente caían todos los golpes! Considera luego, acabados los azotes, cómo el Señor se cubriría, y cómo andaría por todo aquel Pretorio buscando sus vestiduras en presencia de aquellos crueles carniceros, sin que nadie le sirviese, ni ayudase, ni proveyese de ningún lavatorio, ni refrigerio de los que se suelen dar a los que así quedan llagados. Todas estas son cosas dignas de grande sentimiento, agradecimiento y consideración.
CAPÍTULO IV.4. EL JUEVES
Este día se ha de pensar en la Coronación de espinas y Ecce-Homo, y cómo el Salvador llevó la Cruz a cuestas. A la consideración de estos pasos tan dolorosos nos convida la Esposa en el libro de los Cantares, por estas palabras (Cant.3,11): Salid, hijas de Sión, y mirad al rey Salomón con la corona que le coronó su madre en el día de su desposorio, y en el día de la alegría de su corazón. Oh ánima mía, ¡qué haces! Oh corazón mío, ¡qué piensas! Lengua mía, ¡cómo has enmudecido! Oh muy dulcísimo Salvador mío, cuando yo abro los ojos y miro este retablo tan doloroso que aquí se me pone delante, el corazón se me parte de dolor. ¿Pues, cómo, Señor, no bastaban ya los azotes pasados, y la muerte venidera, y tanta sangre derramada, sino que por fuerza habían de sacar las espinas la sangre de la cabeza a quien los azotes perdonaron? Pues para que sientas algo, ánima mía, de este paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua de este Señor, y la gran excelencia de sus virtudes, y luego vuelve a mirar de la manera que aquí está. Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad, y aquel aspecto suyo de tanta veneración. Y después que así le hubieres mirado, y deleitado de ver una tan acabada figura, vuelve los ojos a mirarlo tal cual aquí lo ves, cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por cetro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, aquellos ojos mortales, aquel rostro difunto y aquella figura toda borrada con la sangre y afeada por las salivas, que por todo el rostro estaban tendidas. Míralo todo de dentro y fuera, el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno de llagas, desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido de los soldados, despreciado de los pontífices, desechado del rey inicuo, acusado injustamente y desamparado de todo favor humano. Y no pienses esto como cosa ya pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. Ponte tú mismo en el lugar del que padece, y mira lo que sentirías si en una parte tan sensible como es la cabeza te hincasen muchas y muy agudas espinas que penetrasen hasta los huesos; ¿y qué digo espinas?, una sola punzada de un alfiler que fuese apenas lo podrías sufrir. ¿Pues qué sentiría aquella delicadísima cabeza con este linaje de tormentos? Acabada la coronación y escarnios del Salvador, tomólo el juez por la mano, así como estaba tan mal tratado, y sacándole a vista del pueblo furioso, díjoles; Ecce Homo. Como si dijera: Si por envidia le procurabais la muerte, lo veis aquí tal que no está para tenerle envidia, sino lástima. Temíais no se hiciese Rey, lo veis aquí tan desfigurado, que apenas parece hombre. De estas manos atadas, ¿qué os teméis? A este hombre azotado, ¿qué más le demandáis? Por aquí puedes entender, ánima mía, qué tal saldría entonces el Salvador, pues el juez creyó que bastaba la figura que allí traía para quebrantar el corazón de tales enemigos. En lo cual puedes bien entender cuán mal caso sea no tener un cristiano compasión de los dolores de Cristo, pues ellos eran tales, que bastaban (según el juez creyó) para ablandar unos tan fieros corazones.
Pues como Pilatos viese que no bastaban las justicias que se habían hecho en aquel santísimo Cordero para amansar el furor de sus enemigos, entró en el Pretorio, y asentóse en el tribunal para dar final sentencia en aquella causa. Ya estaba a las puertas aparejada la Cruz, ya asomaba por lo alto aquella temerosa bandera, amenazando a la cabeza del Salvador. Dada, pues, ya, y promulgada la sentencia cruel, añaden los enemigos una crueldad a otra, que fue cargar sobre aquellas espaldas, tan molidas y despedazadas con los azotes pasados, el madero de la Cruz. No rehusó, con todo esto, el piadoso Señor esta carga, en la cual iban todos nuestros pecados, sino antes la abrazó con suma caridad y obediencia por nuestro amor.
Camina, pues, el inocente Isaac al lugar del sacrificio con aquella carga tan pesada sobre sus hombros tan flacos, siguiéndole mucha gente y muchas piadosas mujeres, que con sus lágrimas le acompañaban. ¿Quién no había de derramar lágrimas viendo al Rey de los ángeles caminar paso a paso con aquella carga tan pesada, temblándole las rodillas, inclinando el cuerpo, los ojos mesurados, el rostro sangriento con aquella guirnalda en la cabeza y con aquellos tan vergonzosos clamores y pregones que daban contra Él? Entre tanto, ánima mía, aparta un poco los ojos de este cruel espectáculo, y con pasos apresurados, con aquejados gemidos, con ojos llorosos, camina para el palacio de la Virgen, y cuando a ella llegares, derribado ante sus pies, comienza a decirle con dolorosa voz: ¡Oh Señora de los ángeles, Reina del cielo, puerta del paraíso, abogada del mundo, refugio de los pecadores, salud de los justos, alegría de los santos, maestra de las virtudes, espejo de la limpieza, título de castidad, dechado de paciencia y suma de toda perfección! Ay de mí, Señora mía, ¡para qué se ha aguardado mi vista para esta hora! z Cómo puedo yo vivir habiendo visto con mis ojos lo que vi? ¿Para qué son más palabras? Dejo a tu unigénito Hijo y mi Señor en manos de mis amigos, con una Cruz a cuestas para ser en ella ajusticiado. ¿Qué sentido puede aquí alcanzar hasta dónde llegó este dolor a la Virgen? Desfalleció aquí su ánima, y cubriósele la cara y todos sus virginales miembros de un sudor de muerte, que bastara para acabarle la vida, si la dispensación divina no la guardara para mayor trabajo, y también para mayor corona.
Camina, pues, la Virgen en busca del Hijo, dándole el deseo de ver las fuerzas que el dolor le quitaba. Oye desde lejos el ruido de las armas, y el tropel de las gentes, y el clamor de los pregones con que lo iban pregonando. Ve luego resplandecer los hierros de las lanzas y alabardas que asomaban por lo alto; allá en el camino las gotas y el rastro de la sangre, que bastaban ya para mostrarle los pasos del Hijo y guiarla sin otra guía. Acércase más y más a su amado Hijo y tiende sus ojos oscurecidos con el dolor y sombra de la muerte, para ver (si pudiese) al que tanto amaba su ánima. i Oh amor y temor del corazón de María! Por una parte deseaba verlo, y por otra rehusaba de ver tan lastimera figura. Finalmente, llega ya donde lo pudiese ver, míranse aquellas dos lumbreras del cielo una a otra, y atraviésanse los corazones con los ojos y hieren con su vista sus ánimas lastimadas. Las lenguas estaban enmudecidas, mas el corazón de la Madre hablaba, y el Hijo dulcísimo le decía: ¿Para qué viniste aquí, paloma mía, querida mía y Madre mía? Tu dolor acrecienta el mío, y tus tormentos atormentan a mí. Vuélvete, Madre mía, vaiélvete a tu posada, que no pertenece a tu vergüenza y pureza virginal compañía de homicidas y de ladrones. Estas y otras más lastimeras palabras se hablarían en aquellos piadosos corazones, y de esta manera se anduvo aquel trabajoso camino hasta el lugar de la Cruz.
CAPÍTULO IV.5. EL VIERNES
Este día se ha de contemplar el Misterio de la Cruz y las siete palabras que el Señor habló. Despierta, pues, ahora, ánima mía, y comienza a pensar en el Misterio de la santa Cruz, por cuyo fruto se reparó el daño de aquel venenoso fruto del árbol vedado. Mira primeramente cómo, llegado ya el Salvador a este lugar, aquellos perversos enemigos (porque fuese más vergonzosa su muerte) lo desnudan de todas sus vestiduras hasta la túnica interior, que era toda tejida de alto a bajo, sin costura alguna. Mira, pues, aquí, con cuánta mansedumbre se deja desollar aquel inocentísimo Cordero sin abrir su boca, ni hablar palabra contra los que así lo trataban. Antes de muy buena voluntad consentía ser despojado de sus vestiduras, y quedar a la vergüenza desnudo, porque con ellas se cubriese mejor que con las hojas de higuera la desnudez en que por el pecado caímos.
Dicen algunos Doctores que, para desnudar al Señor esta túnica, le quitaron con grande crueldad la corona de espinas que tenía en la cabeza y, después de ya desnudo, se la volvieron a poner, y ahincarle otra vez las espinas por el cerebro, que sería cosa de grandísimo dolor. Y es de creer, cierto, que usaran de esta crueldad los que de otras muchas y muy extrañas usaron con El en todo el proceso de su Pasión, mayormente diciendo el Evangelista que hicieron con Él todo lo que quisieron. Y como la túnica estaba pegada a las llagas de los azotes, y la sangre estaba ya helada y abrazada con la misma vestidura, al tiempo que se la desnudaron (como eran tan ajenos de piedad aquellos malvados), despegáronsela de golpe y con tanta fuerza, que le desollaron y renovaron todas las llagas de los azotes, de tal manera, que el santo Cuerpo quedó por todas partes abierto y como descortezado, y hecho todo una grande llaga, que por todas partes manaba sangre. Considera, pues, aquí, ánima mía, la alteza ae la divina bondad y misericordia que en este Misterio tan claramente resplandece; mira cómo Aquel que viste los cielos de nubes y los campos de flores y hermosura, es aquí despojado de todas su vestiduras. Considera el frío que padecería aquel santo Cuerpo, estando como estaba despedazado y desnudo, no sólo de sus vestiduras, sino también de los cueros de la piel, y con tantas puertas de llagas abiertas por todo él. Y si estando San Pedro vestido y calzado la noche antes padecía frío, ¿cuánto mayor lo padecería aquel delicadísimo Cuerpo estando tan llagado y desnudo?
Después de esto considera cómo el Señor fue enclavado en la Cruz, y el dolor que padecería al tiempo que aquellos clavos gruesos y esquinados entraban por las más sensibles y más delicadas partes del más delicado de todos los cuerpos. Y mira también lo que la Virgen sentiría cuando viese con sus ojos y oyese con sus oídos los crueles y duros golpes que sobre aquellos miembros divinales tan a menudo caían, porque verdaderamente aquellas martilladas y clavos al Hijo pasaban las manos, mas a la Madre herían el corazón. Mira cómo luego levantaron la Cruz en alto y la fueron a hincar en un hoyo que para esto tenían hecho, y cómo (según eran crueles los ministros) al tiempo de asentar, la dejaron caer de golpe, y así se estremecería todo aquel santo Cuerpo en el aire y se rasgarían más los agujeros de los clavos, que sería cosa de intolerable dolor. Pues, oh Salvador y Redentor mío, ¿qué corazón habrá tan de piedra que no se parta de dolor (pues en este día se partieron las piedras) considerando lo que padeces en esta cruz? Cercádote han, Señor, dolores de muerte, y envestido han sobre Ti todos los vientos y olas de la mar. Atollado has en el profundo de los abismos, y no hallas sobre qué estribar. El Padre te ha desamparado, ¿qué esperas, Señor, de los hombres? Los enemigos te dan grita, los amigos te quiebran el corazón, tu ánima está afligida, y no admites consuelo por mi amor. Duros fueron, cierto, mis pecados, y tu penitencia lo declara. Véote, Rey mío, cosido con un madero; no hay quien sostenga tu cuerpo sino tres garfios de hierro; de ellos cuelga tu sagrada carne, sin tener otro refrigerio. Cuando cargas el cuerpo sobre los pies, desgárranse las heridas de los pies con los clavos que tienen atravesados; cuando las cargas sobre las manos, desgárranse las heridas de las manos con el peso del cuerpo. Pues la santa cabeza, atormentada y enflaquecida con la corona de espinas, ¿qué almohada la sostendría?
¡Oh cuán bien empleados fueron allí vuestros brazos, serenísima Virgen, para este oficio, mas no servirán ahora allí los vuestros, sino los de la Cruz! Sobre ellos se reclinará la sagrada cabeza cuando quisiere descansar, y el refrigerio que de ello recibirá será hincarse más las espinas por el cerebro. Crecieron los dolores del Hijo con la presencia de la Madre, con los cuales no menos estaba su corazón sacrificado de dentro, que el sagrado Cuerpo lo estaba de fuera. Dos cruces hay para Ti, ¡oh buen jesús!, en este día: una para el cuerpo y otra para el ánima; la una es de pasión, la otra de compasión; la una traspasa el Cuerpo con clavos de hierro, y la otra tu ánima santísima con clavos de dolor. ¿Quién podría, oh buen jesús, declarar lo que sentías cuando declarabas las angustias de aquella ánima santísima, la cual tan de cierto sabías estar contigo crucificada en la Cruz? ¿Cuando veías aquel piadoso corazón traspasado y atravesado con cuchillo de dolor, cuando tendías los ojos sangrientos y mirabas aquel divino rostro cubierto de amarillez de muerte? ¿Y aquellas angustias de su ánimo sin muerte, ya más que muerto? ¿Y aquellos ríos de lágrimas, que de sus purísimos ojos salían, y oías los gemidos, que se arrancaban de aquel sagrado pecho exprimidos con peso de tan gran dolor? Después de esto, puedes considerar aquellas siete palabras que el Señor habló en la Cruz.
De las cuales la primera fue (Lc.23,34): Padre, perdona a éstos, que no saben lo que hacen. La segunda al Ladrón (Lc.23,43): Hoy serás conmigo en el Paraíso. La tercera a su Madre Santísima (Io.19,26): Mujer, cata ahí a tu hijo. La cuarta (Io.19,28): Sed he. La quinta (Mt.27,46): Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste? La sexta (Io.19,30): Acabado es. La séptima (Lc.23,46): Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Mira, pues, oh ánima mía, con cuánta caridad en estas palabras encomendó sus enemigos al Padre; con cuánta misericordia recibió al Ladrón que le confesaba; con qué entrañas encomendó a la piadosa Madre el amado discípulo; con cuánta sed y ardor mostró que deseaba la salud de los hombres; con cuán dolorosa voz derramó su oración, y pronunció su tribulación ante el acatamiento divino; cómo llevó hasta el cabo tan perfectamente la obediencia del Padre, y cómo, finalmente, le encomendó su espíritu y se resignó todo en sus benditísimas manos. Por donde parece como en cada una de estas palabras está encerrado un documento de virtud. En la primera se nos encomienda la caridad para con los enemigos. En la segunda, la misericordia para con los pecadores. En la tercera, la piedad para con los padres. En la cuarta, el deseo de la salud de los prójimos. En la quinta, la oración de las tribulaciones y desamparos de Dios. En la sexta, la virtud de la obediencia y perseverancia. Y en la séptima, la perfecta resignación en la mano de Dios, que es la suma de toda nuestra
perfección.
CAPÍTULO IV.6. EL SÁBADO
Este día se ha de contemplar la lanzada que se dio al Salvador y el descendimiento de la Cruz, con el llanto de Nuestra Señora y oficio de la sepultura. Considera, pues, cómo habiendo ya expirado el Salvador en la Cruz, y cumplídose el deseo de aquellos crueles enemigos, que tanto deseaban verlo muerto, aun después de esto no se apagó la llama de su furor, porque con todo esto se quisieron más vengar y encarnizar en aquellas Santas Reliquias que quedaron, partiendo y echando suertes sobre sus vestiduras y rasgando su sagrado pecho con una lanza cruel. ¡ Oh crueles ministros ¡Oh corazones de hierro, y tan poco os parece lo que ha padecido el cuerpo vivo que no le queréis perdonar aun después de muerto! ¿Qué rabia de enemistad hay tan grande que no se aplaque cuando ve al enemigo muerto delante de sí? ¡Alzad un poco esos crueles ojos, y mirad aquella cara mortal, aquellos ojos difuntos, aquel caimiento de rostro y aquella amarillez y sombra de muerte, que aunque seáis más duros que el hierro y que el diamante y que vosotros mismos viéndolos amansaréis! Llega, pues, el ministro con la lanza en la mano, y atraviésale con gran fuerza por los pechos desnudos del Salvador. Estremecióse la Cruz en el aire con la fuerza del golpe, y salió de allí agua y sangre, con que se sanan los pecados del mundo. ¡Oh río que sales del Paraíso y riegas con tus corrientes toda la sobrehaz de la tierra! ¡Oh llaga del costado precioso, hecha más con el amor de los hombres que con el hierro de la lanza cruel! ¡Oh puerta del cielo, ventana del paraíso, lugar de refugio, torre de fortaleza, santuario de los justos, sepultura de peregrinos, nido de palomas sencillas y lecho florido de la esposa de Salomón! ¡Dios te salve, llaga del Costado precioso, que llagas los devotos corazones; herida que hieres las ánimas de los justos; rosa de inefable hermosura; rubí de precio inestimable; entrada para el corazón de Cristo, testimonio de su amor y prenda de la vida perdurable!
Después de esto considera cómo aquel mismo día en la tarde llegaron aquellos dos santos varones José y Nicodemus y, arrimadas sus escaleras a la Cruz, descendieron en brazos el Cuerpo del Salvador. Como la Virgen vio que, acabada ya la tormenta de la pasión, llegaba el sagrado Cuerpo a tierra, aparéjase Ella para darle puerto seguro en sus pechos, y recibirlo de los brazos de la Cruz en los suyos. Pide, pues, con grande humildad a aquella noble gente, que pues no se había despedido de su Hijo, ni recibido de Él los postreros abrazos en la Cruz al tiempo de su partida que la dejen ahora llegar a Él y no quieran que por todas partes crezca su desconsuelo, si habiéndoselo quitado por un cabo los enemigos vivo, ahora los amigos se lo quiten muerto. Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh ángeles de la paz, llorad con esta Sagrada Virgen; llorad, cielos; llorad, estrellas del cielo, y todas las criaturas del mundo acompañad el llanto de María! Abrázase la Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente en sus pechos (para sólo esto le quedaban fuerzas), mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro, tíñese la cara de la sacratísima Madre con la sangre del Hijo, y riégase la del Hijo con lágrimas de la Madre.
¡Oh dulce Madre! ¿Es ése, por ventura, vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ése el que concebiste con tanta gloria y pariste con tanta alegría? ¿Pues qué se hicieron vuestros gozos pasados? ¿Dónde se fueron vuestras alegrías antiguas? ¿Dónde está aquel espejo de hermosura en que os mirábades? Lloraban todos los que presentes estaban; lloraban aquellas santas mujeres, aquellos nobles varones; lloraba el cielo y la tierra y todas las criaturas acompañaban las lágrimas de la Virgen. Lloraba otrosí el Santo Evangelista, y, abrazado con el Cuerpo de su Maestro, decía: ¡Oh buen Maestro y Señor mío!, ¿quién me enseñará ya de aquí en adelante? ¿A quién iré con mis dudas? ¿En cúyos pechos descansaré? ¿Quién me dará parte de los secretos del cielo? ¿Qué mudanza ha sido ésta tan extraña? ¿Anteanoche me tuviste en tus sagrados pechos dándome alegría de vida, y ahora te pago aquel tan grande beneficio teniéndote en los míos muerto? ¿Este es el rostro que yo vi transfigurado en el monte Tabor? ¿Ésta es aquella figura más clara que el sol de medio día? Lloraba también aquella santa pecadora, y abrazada con los pies del Salvador decía: ¡Oh lumbre de mis ojos y remedio de mi ánima!, si me viera fatigada de los pecados, ¿quién me recibirá? ¿Quién curará mis llagas? ¿Quién responderá por mí? ¿Quién me defenderá de los fariseos? ¡Oh cuán de otra manera tuve yo estos pies y los lavé cuando en ellos me recibiste! ¡Oh amado de mis entrañas, ¿quién me diese ahora que yo muriese contigo? ¡Oh vida de mi ánima!, ¿cómo puedo decir que te amo, pues estoy viva teniéndote delante de mis ojos muerto?
De esta manera lloraban y lamentaban toda aquella santa compañía, regando y lavando con lágrimas el Cuerpo sagrado. Llegaba, pues, ya la hora de la sepultura, envuelven el santo Cuerpo en una sábana limpia, atan su rostro con un sudario y, puesto encima de un lecho, caminan con Él al lugar del monumento, y allí depositan aquel precioso tesoro. El sepulcro se cubrió con una losa y el corazón de la Madre con una oscura niebla de tristeza. Allí se despide otra vez de su Hijo; allí comienza de nuevo a sentir su soledad; allí se ve ya desposeída de todo su bien; allí se le queda el corazón sepultado donde quedaba su tesoro.
CAPÍTULO IV.7. EL DOMINGO
Este día podrás pensar la descendida del Señor al limbo y el aparecimiento a nuestra Señora y a la santa Magdalena y a los discípulos. Y después el misterio de su gloriosa Ascensión. Cuando a lo primero, considera qué tan grande sería la alegría que aquellos Santos Padres del limbo recibirían este día con la visitación y presencia de su Libertador, y qué gracias y
alabanzas le darían por esta salud tan deseada y esperada. Dicen los que vuelven de las Indias Orientales en España, que tienen por bien empleado todo el trabajo de la navegación
pasada por la alegría que reciben el día que vuelven a su tierra. Pues si esto hace la navegación y destierro de un año o de dos años,¿qué haría el destierro de tres o cuatro mil anos, el (lía que recibiesen tan gran salud y viniesen a tomar puerto en la tierra de los vivientes?
Considera también la alegría que la Sacratísima Virgen recibiría este día con la visita del Hijo resucitado, pues es cierto que así como Ella fue la que más sintió los dolores de su pasión, sí fue la que más gozó de la alegría de su resurrección. Pues, ¿qué sentiría cuando viese ante sí a su Hijo vivo y glorioso, acompañado de todos aquellos Santos Padres que con El resucitaron? ¿Qué haría? ¿Qué diría? ¿Cuáles serían sus abrazos y besos y las lágrimas de sus ojos piadosos? ¿Y los deseos de irse tras Él, si le fuera concedido? Considera la alegría de aquellas santas Marías, y especialmente de aquella que perseveraba llorando par del sepulcro cuando viese al amado de su ánima, y se derribase a sus pies y hallase resucitado y vivo al que buscaba y deseaba ver siquiera muerto; y mira bien que, después de la Madre, a aquella primero apareció que más amó, más perseveró, más lloró y más solícitamente le buscó, para que así tengas por cierto que hallarás a Dios, si con estas mismas lágrimas y diligencias lo buscares. Considera de la manera que apareció a los discípulos que iban (Lc.24,13) a Emaús en hábito de peregrino, y mira cuán afable se les mostró, cuán familiarmente los acompañó, cuán dulcemente se les disimuló, y en cabo cuán amorosamente se les descubrió y los dejó con toda la miel y suavidad en los labios; sean, pues, tales tus pláticas, cuales eran las de éstos, y trata con dolor y sentimiento lo que trataban éstos (que eran los dolores y trabajos de Cristo), y ten por cierto que no te faltará su presencia y compañía, si tuvieres siempre esta memoria.
Acerca del misterio de la Ascensión considera primeramente cómo dilató el Señor esta subida a los cielos por espacio de cuarenta días, en los cuales apareció muchas veces a sus
discípulos y. los enseñaba y platicaba con ellos del Reino de Dios (Act.1,3). De manera que no quiso subir a los cielos, ni apartarse de ellos, hasta que los dejó tales que pudiesen con el espíritu subir al cielo con Él. Donde verás, que a aquellos desampara muchas veces la presencia corporal de Cristo (esto es, la consolación sensible de la devoción), que pueden ya con el espíritu volar a lo alto y estar más seguros del peligro. En lo cual maravillosamente resplandece la providencia de Dios y la manera que tiene en tratar a los suyos en diversos tiempos: cómo regala los flacos y ejercita los fuertes; da leche a los pequeñuelos y desteta a los grandes; consuela los unos y prueba los otros, y así trata a cada uno según el grado de su aprovechamiento. Por donde ni el regalado tiene por qué presumir, pues el regalo es argumento de flaqueza; ni el desconsolado por qué desmayar, pues esto es muchas veces indicio de fortaleza. En presencia de los discípulos, y viéndolo ellos (Act.1,3), subió al cielo, porque ellos habían de ser testigos de estos misterios, y ninguno es mejor testigo de las obras de Dios que el que las sabe por experiencia. Si quieres saber de veras cuán bueno es Dios, cuán dulce y cuán suave para con los suyos, cuánta sea la virtud y eficacia de su gracia, de su amor, de su providencia y de sus consolaciones, pregúntalo a los que lo han probado; que éstos te darán de ello suficientísimo testimonio. Quiso también que le viesen subir a los cielos, para que le siguiesen con los ojos y con el espíritu, para que sintiesen su partida, para que les hiciese soledad su ausencia, porque éste era el más conveniente aparejo para recibir su gracia. Pidió Elíseo a Elías su espíritu, y respondióle el buen Maestro (Reg.2,10): Si vieres cuándo me parto de ti, será lo que pediste. Pues aquellos serán herederos del Espíritu de Cristo, a quien el amor hiciere sentir la partida de Cristo, los que sintieren su ausencia y quedaren en este destierro suspirando siempre por su presencia. Así lo sentía aquel santo varón que decía: Fuiste consolador mío, y no te despediste de mí; yendo por tu camino bendijiste los tuyos, y no lo vi. Los ángeles prometieron volverías, y no lo oí, etc. Pues, ¿cuál sería la soledad, el sentimiento, las voces y las lágrimas de la sacratísima Virgen, del amado discípulo y de la santa Magdalena y de todos los Apóstoles, cuando viesen írseles y desaparecer de sus ojos aquel que tan robados tenía sus corazones? Y con todo esto, se dice que volvieron a Jerusalén con grande gozo por lo mucho que le amaban. Porque el mismo amor que les hacía sentir tanto su partida, por otra parte les hacía gozarse de su gloria, porque el verdadero amor no se busca a sí, sino al que ama.
Resta considerar con cuánta gloria, con qué alegría y con qué voces y alabanzas sería recibido aquel noble triunfador en la ciudad soberana, cuál sería la fiesta y el recibimiento que le harían, qué sería ver ayuntados en uno hombres y ángeles y todos a una caminar a aquella noble ciudad, y poblar aquellas sillas desiertas de tantos años, y subir sobre todos aquella sacratísima humanidad, y asentarse a la diestra del Padre. Todo es mucho de considerar para que se vea cuán bien empleados son los trabajos por amor de Dios, y cómo el que se humilló y padeció más que todas las criaturas es aquí engrandecido y levantado sobre todas ellas, para que por aquí entiendan los amadores de la verdadera gloria el camino que han de llevar para alcanzarla, que es descender para subir y ponerse debajo de todos para ser levantados sobre todos.

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