martes, 1 de febrero de 2011

BIENAVENTURANZAS DE LA IGLESIA

Empezamos con San Agustin: LAS OBRAS DE LA IGLESIA¡Oh, Iglesia Católica, Madre verdadera de los cristianos! Con razón no solamente predicas que hay que honrar purísima y castísimamente al mismo Dios, cuya posesión es dichosísima vida, sino que también haces de tal manera tuyo el amor y la caridad del prójimo, que en ti hallamos toda medicina potentemente eficaz para los muchos males que, por causa de los pecados, aquejan a las almas.
Tú adiestras y enseñas con ternura a los niños, con fortaleza a los jóvenes, con delicadeza a los ancianos, conforme a la edad de cada uno en su cuerpo y en su espíritu. Tú con una, estoy por decir, libre servidumbre, sometes los hijos a sus padres, y pones a los padres delante de los hijos con dominio de piedad. Tú, con vínculo de religión más fuerte y más estrecho que el de la sangre, unes a hermanos con hermanos… Tú, no sólo con vínculos de sociedad, sino también de una cierta fraternidad, ligas a ciudadanos con ciudadanos, a naciones con naciones; en una palabra, a todos los hombres, con el recuerdo de los primeros padres.
A los reyes enseñas a mirar por los pueblos; a los pueblos amonestas que obedezcan a los reyes. Enseñas con diligencia a quién se debe honor, a quién afecto, a quién respeto, a quién temor, a quién consuelo, a quién amonestación, a quién exhortación, a quién corrección, a quién represión, a quién castigo; mostrando cómo no se debe todo a todos, pero sí a todos la caridad, a ninguno la ofensa.
“De moribus Ecclesiae Catholicae”, libro I, c. 30


Bienaventurada la IGLESIA,
incomprendida y calumniada, porque –en esa indefensa aparente– se purifica
y se criba su futuro, su autenticidad, su ser profeta y su hondo espíritu.
Que nunca se canse de dibujar y presentar el rostro de Jesús.

Bienaventurada la IGLESIA,
que acompaña en el llanto a los que sufren. La Iglesia que, como madre,
no solamente consuela y llora sino que trabaja por aquellos que están
sumergidos en horas amargas.
Que la luz que la dirige sea también luz para el resto de los hombres: ¡Cristo!

Bienaventurada la IGLESIA,
que sufre por causa del Evangelio. La que, teniendo como único Salvador
a Cristo, lamenta al ver como muchos de sus hijos se apartan de su Camino,
de su Verdad, de su Vida.
Que no deje de alentar a los hombres a buscar metas más altas:
ser como Dios manda.

Bienaventurada la IGLESIA,
que lucha por una justicia distinta a la del hombre. Aquella Iglesia
que no confunde el bienestar de algunos con la dignidad y los derechos
de todos los seres humanos.
Que, una y otra vez, insista en el corazón de las personas para que
no sean vasallos sino de Dios.

Bienaventurada la IGLESIA,
que ama a corazón abierto. Aquella Iglesia que, por ser misericordiosa,
aguarda y señaliza el camino de vuelta a casa para todos aquellos
que la abandonaron.
Que jamás pierda su creatividad y sus carismas para que, el ser humano,
participe, apetezca y añore tantos bienes de los cuales Dios nos hace partícipes.

Bienaventurada la IGLESIA,
que, con sinceridad, busca y pide amar a Dios con un corazón limpio.
Esa Iglesia que, mirándose a sí misma, se siente pecadora y santa,
humana y divina.
Que siembre en la conciencia de las personas el amor a Dios
por encima de otros pequeños dioses.

Bienaventurada la IGLESIA,
que reza y trabaja por la paz y, en todos los rincones del mundo, promueve
la evangelización para que los pueblos descubran que, sin Dios, nunca habrá
paz verdadera.
Que pregone, con ilusión y con fuerza, que el Reino de Dios está llamando
a nuestra puerta.

Bienaventurada la IGLESIA,que, ante el insulto, sigue trabajando por la causa del Reino de Dios.
La Iglesia que, ante la incomprensión, no se echa atrás y sigue
presentando su mensaje de salvación.
Que siga siendo pionera, allá donde se encuentre, en la promoción de la vida,
de la dignidad y de la salvación del hombre por Jesucristo.


Y ahora para desengrasar, tomado de Giovanni Guareschi, EL PEQUEÑO MUNDO DE DON CAMILO el episodio de LA PROCESIÓN:

Todos los años, al celebrarse la feria del pueblo, se llevaba en procesión al Cristo crucificado del altar. El cortejo llegaba hasta el dique y allí se efectuaba la bendición de las aguas para que el río no hiciera locuras y se comportara decentemente.
Como en otras ocasiones parecía que también en ésta las cosas funcionarían con la acostumbrada regularidad, y Don Camilo estaba dando los últimos toques al programa de la fiesta, cuando apareció el Brusco en la rectoral.
— El secretario del comité —dijo el Brusco— me manda a hacerle saber que el comité participará en la procesión en pleno con bandera.
— Agradezco al secretario Pepón, contestó Don Camilo. Me alegraré de que todos los hombres del comité estén presentes. Sin embargo, es necesario que tengan la amabilidad de dejar la bandera en casa. No debe haber banderas políticas en cortejos sacros. Estas son las órdenes que tengo.
El Brusco se marchó y poco después llegó Pepón con la cara congestionada y los ojos fuera de las órbitas.
— ¡Somos cristianos como todos los demás!, gritó Pepón entrando en la rectoral sin pedir siquiera permiso. ¿En qué somos distintos de los otros?
— En que cuando entran en casa ajena ustedes ni se quitan el sombrero, respondió Don Camilo tranquilamente.
Pepón se quitó el sombrero con rabia.
— Ahora eres igual a los demás cristianos, dijo Don Camilo.
— ¿Por qué no podemos venir a la procesión con nuestra bandera? —gritó Pepón.— ¿Qué tiene de particular nuestra bandera? ¿Es la bandera de los ladrones y los asesinos?
— No, compañero Pepón, explicó Don Camilo mientras encendía su toscano. Es una bandera de partido y aquí se trata de un acto religioso y no político.
— ¡En ese caso tampoco deben ustedes admitir las banderas de la Acción Católica!
— ¿Por qué? La Acción Católica no es un partido político, tanto es así que yo soy su secretario. Precisamente te aconsejo que te inscribas con tus compañeros.
Pepón soltó una carcajada.
— ¡Si quiere usted salvar su alma negra, deberá inscribirse en nuestro partido!
Don Camilo abrió los brazos.
— Procedamos así, repuso sonriendo, cada cual queda donde está y amigos como antes.
— Yo y usted nunca hemos sido amigos, afirmó Pepón.
— ¿Tampoco cuando estuvimos juntos en los montes?
— ¡No! Era una simple alianza estratégica. Por el triunfo de la causa uno puede aliarse hasta con los curas.
— Bueno, dijo Don Camilo con calma. Pero si quieren venir a la procesión deben dejar la bandera en casa.
Pepón rechinó los dientes.
— ¡Si cree usted que podrá hacerse el Duce, se equivoca, reverendo! —exclamó—. ¡O con nuestra bandera o no hay procesión!
Don Camilo no se impresionó. “Se le pasará”, dijo para sí. Y en efecto, durante los tres días que precedieron al domingo de la feria, no se oyó hablar de la cuestión. Pero el domingo, una hora antes de Misa, llegó a la rectoral gente asustada. La víspera, la escuadra de Pepón había recorrido todas las casas para advertir que quien concurriese a la procesión daría a entender que no le importaba su salud.
— A mí nada me han dicho, observó Don Camilo. Por lo tanto la cosa no me preocupa.
La procesión debía realizarse al término de la Misa. Y mientras en la sacristía Don Camilo estaba vistiendo los paramentos usuales, llegó un grupo de parroquianos.
— ¿Qué se hace?, preguntaron.
— La procesión, contestó Don Camilo tranquilamente.
— Esos son muy capaces de arrojar bombas sobre el cortejo, le objetaron. Usted no debe exponer a sus feligreses a tal peligro. En nuestra opinión, la procesión debe suspenderse, avisar a la fuerza pública de la ciudad y realizarla cuando hayan llegado los carabineros en suficiente cantidad para garantizar la seguridad de la gente.
— Bien pensado, observó Don Camilo. Entre tanto se podría explicar a los mártires de la religión que obraron muy mal al comportarse como se comportaron y que en vez de ir a predicar el cristianismo cuando estaba prohibido, debieron esperar que llegasen los carabineros.
Seguidamente Don Camilo les indicó a los visitantes dónde estaba la puerta. Se marcharon rezongando. Poco más tarde entró en la iglesia un grupo de ancianos y de ancianas.
— Nosotros venimos, Don Camilo, dijeron.
— ¡Ustedes se van a su casa enseguida!, ordenó Don Camilo. Dios tomará en cuenta sus piadosas intenciones. Esta es una situación en que los ancianos, las mujeres y los niños deben permanecer en sus casas.
Delante de la iglesia había quedado un grupito de personas; pero cuando se oyeron algunos disparos de armas (era simplemente el Brusco, que con fines demostrativos le hacía hacer gárgaras a su ametrallador, disparando al aire), también el grupito se hizo humo, y Don Camilo, al asomarse a la puerta de la iglesia, vio el atrio desierto y limpio como una mesa de billar.
— ¿Y, Don Camilo, vamos?, preguntó en ese momento el Cristo del altar. Debe estar magnífico el río con este sol. Verdaderamente lo veré de buena gana.
— Sí, vamos, contestó Don Camilo. Pero fijaos que esta vez, desgraciadamente, estaré solo en la procesión. Si os basta.
— Cuando está Don Camilo ya hay de sobra, dijo sonriendo el Cristo.
Don Camilo se colocó rápidamente la bandolera de cuero con la cuja para el pie de la cruz; bajó del altar el enorme Crucifijo, lo apoyó en el soporte y suspiró:
— Con todo, podían haber hecho más liviana esta cruz.
— Dímelo a mí, repuso sonriendo el Cristo, a mí, que debí llevarla hasta la cima y no tenía tus espaldas.
Algunos minutos después Don Camilo, sosteniendo el enorme Crucifijo salía solemnemente por la puerta de la iglesia. El pueblo estaba desierto; la gente se había encerrado, corrida por el miedo, y espiaba a través de las celosías.
— Debo producir la impresión de aquellos frailes que andaban solos con la cruz negra por las calles de las ciudades despobladas por la peste, se dijo Don Camilo. Luego se puso a salmodiar con su vozarrón baritonal, que se agigantaba en el silencio. Atravesó la plaza y siguió por el medio de la calle principal, en la que también reinaban la soledad y el silencio. Un perrito salió de una calleja, y se puso a caminar quietito detrás de Don Camilo.
— ¡Fuera!, masculló Don Camilo.
— Déjalo, susurró desde lo alto el Cristo. Así Pepón no podrá decir que en la procesión no se veía siquiera un perro.
La calle torcía en el fondo, donde concluían las casas, y de allí partía el sendero que conducía al dique. Apenas dobló, Don Camilo halló de improviso la calle obstruida. Doscientos hombres la bloqueaban mudos, con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Al frente de ellos estaba Pepón, en jarras. Don Camilo hubiera querido ser un tanque. Pero no podía ser sino Don Camilo, y cuando llegó a un metro de Pepón se detuvo, sacó el enorme Crucifijo del soporte y lo alzó blandiéndolo como una clava.
— Jesús, dijo, teneos firme, que empiezo a repartir.
Pero no fue necesario porque, comprendida al vuelo la situación, los hombres retrocedieron hacia las aceras y como por encanto se abrió un surco en la masa. Solamente Pepón quedó a pie firme en medio del camino, puesto en jarras y con las piernas abiertas. Don Camilo afirmó el pie del Crucifijo en el soporte y marchó derecho hacia Pepón. Éste se hizo a un lado.
— No me aparto por usted sino por él, dijo señalando el Crucifijo.
— ¡Y entonces quítate el sombrero!, gritó Don Camilo sin mirarlo.
Pepón se quitó el sombrero y Don Camilo pasó solemnemente entre sus hombres. Cuando llegó al dique se detuvo.
— Jesús, dijo en voz alta, si en este inmundo pueblo las casas de los pocos hombres de bien pudieran flotar como el arca de Noé, yo os rogaría enviar tal crecida que arrase el dique e inunde todo el pueblo. Mas, como los pocos hombres de bien viven en casas de ladrillos iguales a las de tantos canallas, y no sería justo que los buenos debieran sufrir por las culpas de los pillos del tipo del alcalde Pepón y de toda su chusma de bandoleros sin Dios, os ruego salvar al pueblo de la inundación y concederle toda clase de prosperidades.
— Amén, murmuró la voz de Pepón detrás de Don Camilo.
— Amén, repitieron en coro los hombres de Pepón, que habían seguido al Crucifijo.
Don Camilo tomó el camino del regreso y cuando llegó al atrio y se volvió para que el Cristo diese su última bendición al río lejano, se vio delante al perrito, a Pepón, a los hombres de Pepón y a todos los habitantes del pueblo. También al boticario, que era ateo, pero que, ¡caramba!, un cura como Don Camilo, capaz de hacer simpático al Padre Eterno, no lo había encontrado nunca.

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