sábado, 5 de mayo de 2012

San Doroteo de Gaza 3

108. Hay tres estados para el hombre: el que ejerce la pasión, el que la somete y el que la desarraiga. Ejercer la pasión es realizar sus actos y fomentarla. Someterla es no practicarla ni suprimirla, sino ponerse un motivo e ir adelante, guardándola en el corazón. Desarraigarla, por fin, es luchar y hacer los actos contrarios. Estos tres estados tienen una amplia aplicación. Pongamos un ejemplo. Decidme: ¿Qué pasión queréis que examinemos? ¿Queréis que hablemos del orgullo? ¿De la fornicación? O más bien, ¿queréis que hablemos de la vanagloria, ya que con frecuencia nos vence? Es por vanagloria que uno no puede soportar una palabra de su hermano. Una sola palabra que oiga, ya está turbado. Y responde cinco o incluso diez. Disputa, siembra el desorden, y, terminada la querella, continúa a pensar mal contra el hermano que le dijo aquella palabra. Le guarda rencor y lamenta no haberle dicho más de lo que le ha dicho. Prepara palabras todavía peores por echárselas en cara. No cesa de pensar: "¿Por qué no le dije esto? Tengo todavía tal cosa que responderle". Y no sale de su furor. Ése es el primer estado, el mal hecho costumbre. ¡Que Dios nos preserve de él! Pues tal disposición está ciertamente destinada al castigo, dado que todo pecado realizado merece el infierno. Aunque quiera convertirse, el que está en tal estado no logrará dominar él solo la pasión, si no es ayudado por los santos, conforme a las palabras de los Padres. Por ello no ceso de decíroslo: apresuraos a vencer las pasiones antes de que se hagan costumbre. Otro, turbado por una palabra que oyó, responde también cinco o diez, se aflige por no haber añadido otras, tres veces peores, siente tristeza y guarda rencor. Pero unos días después se arrepiente. Uno deja pasar una semana antes de arrepentirse, otro un solo día. Otro se irrita, disputa, se turba y perturba a los demás, y luego se arrepiente inmediatamente. Ved cuanta variedad de estados, y, sin embargo, todos proceden del infierno, en cuanto que llevan consigo la actividad de una pasión.
109. Hablemos ahora de quienes dominan la pasión. He ahí un hermano que oye una palabra y se aflige interiormente, pero no se entristece por el ultraje recibido, sino por no haberlo soportado. Ése es el estado de quienes luchan, de quienes se esfuerzan por dominar la pasión. Otro hermano combate con dificultad, y termina por sucumbir con el peso de la pasión. Otro no quiere responder mal, pero es llevado de la costumbre. Otro lucha por abstenerse de toda mala palabra, pero se entristece de ser maltratado: pero condena su propia tristeza y hace penitencia por ello. En fin, otro no se aflige por ser ultrajado, pero tampoco se alegra. Todos estos, como veis, dominan la pasión. Hay dos, sin embargo, que se distinguen de los demás, a saber el que es vencido en el combate y el que es arrastrado por la costumbre, porque ambos corren el riesgo de quienes ejercen la pasión. Los he puesto entre quienes tratan de vencerla, porque tal es su intención. No quieren ejercer la pasión, sino que prueban tristeza y luchan. Los Padres dijeron que todo lo que el alma rehúsa, es de corta duración (Poemen 93). Esos hermanos deben examinar si no entretienen, a falta de la pasión misma, una de las causas de la pasión, y si no es por eso por lo que son vencidos o arrastrados. Algunos luchan, diciendo que es para someter la pasión, pero lo hacen por instigación de otra pasión. Por ejemplo, un hermano guarda el silencio por vanagloria; otro, lo hace por respeto humano, o por otra pasión diferente. Esto es curar el mal con el mal. El abad Poemen dice que de ninguna manera la iniquidad destruye la iniquidad. Esos hermanos son de los que ejercen la pasión, aunque sean juguete de la ilusión.
110. Debemos hablar, en fin, de quienes desarraigan la pasión. He ahí un hermano que se alegra de ser maltratado, pero es por la recompensa que tendrá por ello. Ése es de lo que desarraigan la pasión, pero no sabiamente. Otro se alegra también de haber sido ultrajado y está convencido de que el ultraje lo merecía porque él había dado motivo a ello. Éste desarraiga la pasión sabiamente, porque ser maltratado y atribuirse a sí la causa de ello, tomar como merecidos los ultrajes recibidos, es obra de sabiduría. Quien dice a Dios en su oración: "Señor, concédeme la humildad", debe saber que pide a Dios que le envíe alguien que le maltrate. Y al ser maltratado, debe maltratarse a sí mismo y despreciarse en su corazón, para humillarse interiormente, mientras que le humillan exteriormente. En fin, hay quienes, no sólo se alegran del ultraje y se juzgan que lo merecen, sino incluso se afligen de la turbación de quien les ultraja. ¡Que Dios nos conceda un tal estado!
111. Ved lo extenso de estos tres estados. Lo repito: que cada uno de nosotros examine en que estado se encuentra. ¿Ejerce la pasión y la entretiene a sabiendas? O bien, ¿sin obrar voluntariamente, no la ejerce vencido o arrastrado por la costumbre? Y luego, ¿se aflige por ello? ¿Hace penitencia? ¿Lucha por someter la pasión sabiamente o a impulsos de otra pasión? Dijimos ya que a veces se guarda el silencio por vanagloria, por respeto humano: sencillamente, por una consideración humana. ¿Comenzó a desarraigar la pasión? ¿Lo hace sabiamente, realizando los actos contrarios a la pasión? Que cada uno se dé cuenta en donde está, en que milla se encuentra. Además de nuestro examen cotidiano debemos examinarnos cada año, cada mes y cada semana y preguntarnos: "¿En donde me hallo ahora respecto a la pasión que me agobiaba la semana pasada?" Igualmente cada año: "He sido vencido por tal pasión el año pasado, ¿cómo voy ahora?" Hemos de preguntarnos cada vez si hemos progresado, si seguimos igual, o si hemos empeorado.
112. Denos Dios la fuerza, si no para desarraigar la pasión, al menos primeramente para no obrar según ella, sino para dominarla. Porque es verdaderamente grave obrar según la pasión y no dominarla. Voy a deciros a que se parece el que ejerce la pasión y la fomenta: semeja a un hombre que agarra con sus propias manos los tiros que recibe del enemigo y los hunde en su propio corazón. En cuanto al que trata de someter la pasión, es el que es blanco del enemigo, pero, revestido de una coraza, no es alcanzado por los tiros. El que, en fin, desarraiga la pasión, es como el que rompiese los dardos que él recibe y los enviase de retorno al corazón de su enemigo, según la palabra del Salmo: "Que su espada penetre en su corazón, y que sus arcos se hagan añicos" (Sal 36,15). Tratemos, pues, nosotros también, hermanos, si no de devolver la espada contra el corazón, al menos de no coger los tiros para hundirlos en nuestro corazón, y asimismo revistámonos de una coraza, para que no nos hieran. Protéjanos Dios en su bondad, y háganos vigilantes y guíenos por su camino. Amén.

XI. URGENCIA DE VENCER LAS PASIONES ANTES DE QUE EL ALMA NO SE HABITÚE AL MAL
113. Considerad con atención, hermanos, cómo son las cosas, y no seáis negligentes, ya que una pequeña negligencia nos lleva a grandes peligros. Acabo de visitar a un hermano que hallé convaleciente de su enfermedad. Hablando con él, me enteré de que no había tenido fiebre más que siete días. Ahora bien, hace cuarenta días ya, y no ha encontrado todavía el medio de reponerse. Veis, hermanos, la desdicha que hay en perder el equilibrio de la salud. Uno desprecia pequeños achaques e ignora que, si el cuerpo está algo enfermo, sobre todo siendo de complexión delicada, necesitará mucho trabajo y tiempo para reponerse. Este pobre hermano tuvo fiebre durante siete días, y he ahí que después de tantos días no llegó a restablecerse. Lo mismo ocurre con el alma: se comete una falta ligera, y ¿cuánto tiempo habrá que verter sangre para levantarse? Hay diversas razones para la debilidad del cuerpo: o bien los remedios no son eficaces, porque son viejos; o bien el médico no tiene experiencia y da un remedio por otro; o bien el enfermo no obedece y no observa las prescripciones. Para el alma, no es lo mismo: no podemos decir que el médico sea inexperimentado y que no dé los remedios convenientes, ya que el médico de nuestras almas es Cristo que conoce todo y que da para cada pasión el remedio apropiado, es decir sus mandamientos que conciernen la humildad contra la vanagloria, la templanza contra la sensualidad, la limosna contra la avaricia; brevemente, cada pasión tiene por remedio el mandamiento conveniente. El médico no es, pues, inexperimentado. Por otra parte, tampoco se puede decir que los remedios sean ineficaces, por haber caducado. Los mandamientos de Cristo no caducan nunca: incluso se renuevan en la medida en que se utilizan. Para la salud del alma no hay, pues, más obstáculo que su propio desorden.
114. Prestemos atención, hermanos, seamos vigilantes, mientras es tiempo. ¿Por qué ser negligentes? Hagamos el bien, para hallar auxilio en tiempo de prueba. ¿Por qué perder nuestra vida? Oímos tantas instrucciones: poco nos importa, las despreciamos. A nuestra vista nuestros hermanos parten, y no prestamos atención, sabiendo que nosotros también poco a poco nos acercamos de la muerte. Desde el comienzo de la conferencia hemos gastado dos o tres horas y nos hemos acercado de la muerte, y no nos espantamos de perder el tiempo. ¿Cómo no nos acordamos de esta palabra del anciano: "Quien pierde oro o plata, puede encontrarlos, pero el que pierde el tiempo no lo encontrará"? De hecho buscaremos, sin encontrarla, una sola hora de ese tiempo. ¿Cuántos desean oír una palabra de Dios, y no lo pueden? Y nosotros que las oímos con tanta frecuencia, las despreciamos y no salimos de nuestro letargo. Dios sabe bien que estoy admirado de la insensibilidad de nuestras almas. Podemos salvarnos y no queremos. Podemos arrancar nuestras pasiones mientras son recientes, y no nos preocupamos de ello. Las dejamos endurecer en nosotros hasta el último grado del mal. Os lo he dicho frecuentemente, una cosa es¡ desarraigar una planta que se arranca de un solo tirón, y otra cosa desarraigar un gran árbol.
115. Un gran anciano se entretenía con sus discípulos en un lugar en que había cipreses de tallas diferentes, pequeños y grandes. Dijo a uno de sus discípulos: "Arranca este ciprés". El árbol era muy pequeño, e inmediatamente, con una sola mano, el hermano lo arrancó. El anciano le mostró luego otro ciprés más grande, diciéndole: "Arranca también aquel". El hermano lo arrancó sacudiéndolo con las dos manos. Entonces el anciano le designó otro más grande, y el hermano tuvo mucho trabajo para arrancarlo. Le indicó uno todavía mayor: el hermano lo sacudió mucho y no logró quitarlo más que a fuerza de trabajo y de sudor. En fin, el anciano le indicó otro árbol todavía más grande, y esta vez el hermano, después de mucho trabajo y sudor no logró arrancarlo. "Así ocurre con las pasiones, hermanos, les dijo entonces el anciano. Cuando son pequeñas, se endurecen, y cuanto más se endurecen, tanto más trabajo exigen. Si han echado raíces profundas en nosotros, no llegaremos a deshacernos de ellas, aún esforzándonos, si no recibimos auxilio de los santos que se ocupan de nosotros, después de Dios". Ved la fuerza de las enseñanzas de los santos ancianos. El Profeta nos enseña lo mismo a este respecto, cuando dice en el Salmo: "Miserable hija de Babilonia, dichoso quien te retribuya todo lo que nos has dado. Dichoso quien agarre tus niños pequeños para hacerlos añicos contra la peña".
116. Examinemos una a una las palabras. Por "Babilonia", el Profeta comprende la confusión; la interpreta así según Babel, que es exactamente Siquén. Por "hija de Babilonia" entiende la iniquidad, porque el alma está primeramente en la confusión, y luego comete el pecado. Llama "miserable" a esa hija de Babilonia, porque el mal no tiene ser ni substancia, como os he dicho otra vez. Es nuestra negligencia quien lo hace salir del no ser, y es nuestra enmienda quien de nuevo lo hace desvanecerse en la nada. El santo Profeta prosigue, como dirigiéndose a la hija de Babilonia: "Dichoso quien te retribuya todo lo que nos has dado". Veamos lo que hemos dado, lo que hemos recibido en cambio, y lo que debemos retribuir. Hemos dado nuestra voluntad y hemos recibido en retorno el pecado. Son proclamados dichosos los que "devuelven" el pecado: devolverlo es no cometerlo más. "Dichoso, continúa el salmista, quien agarre tus niños pequeños y los haga añicos contra la peña". Esto significa: dichoso aquel que, desde el comienzo, no deja que tus retoños, es decir los malos pensamientos, crezcan en él y realicen el mal, sino que, inmediatamente, mientras que son todavía "niños pequeños" y antes de que hayan crecido y se hayan fortalecido en él, los agarra, los estrella contra la roca, que es Cristo (1 Co 10,4) y los aniquila refugiándose junto a Cristo.
117. He ahí como los ancianos y la sagrada Escritura están perfectamente de acuerdo en
proclamar dichosos quienes combaten para destruir las pasiones todavía recientes antes de experimentar su dolor y de su amargor. Esforcémonos, hermanos, cuanto podamos, para obtener misericordia. Por una pequeña pena de ahora, hallaremos un gran reposo. Los Padres han dicho cómo cada uno debía periódicamente purificar su conciencia examinando cada tarde cómo pasó el día, y cada mañana cómo pasó la noche, y haciendo penitencia ante Dios por los pecados que probablemente ha cometido. Nosotros que cometemos numerosas faltas, tenemos realmente necesidad, siendo olvidadizos como somos, de examinarnos incluso cada seis horas para conocer cómo las hemos pasado y en qué hemos pecado. Pregúntese cada uno entonces : "¿No he dicho nada que haya herido a mi hermano? Al verlo hacer alguna cosa, ¿no lo he juzgado o despreciado? ¿O no he hablado en contra de él? ¿No he murmurado del procurador, de que no me daba lo que yo le pedía? ¿No he humillado y entristecido al cocinero, haciendo notar que los manjares no estaban bien? O tal vez, ¿no he mostrado simplemente desagrado en mi interior?" Notemos que es pecado murmurar, incluso interiormente. Aún más: "Si el canonarca u otro hermano me han dicho una palabra, ¿la he soportado bien? ¿No le he contra- dicho más bien?" Es así como debemos preguntarnos al fin de cada día: cómo lo hemos pasado. Y para la noche es preciso un examen semejante: ¿Nos hemos levantado con diligencia para la vigilia? ¿No nos hemos impacientado contra el excitador o no hemos murmurado de él? Porque hay que saber que quien nos despierta para la vigilia nos presta un servicio y nos ocasiona grandes bienes: nos despierta para que podamos conversar con Dios, orar por nuestros pecados y ser esclarecidos. ¡Cuán agradecidos debemos estarle! En verdad hay que considerarlo en cierto modo como un instrumento de nuestra salvación.
118. Voy a contaros a este propósito una historia maravillosa que oí narrar acerca de un gran diorático. En la iglesia, cuando los hermanos comenzaban a salmodiar, veía a un personaje resplandeciente salir del santuario con un pequeño vaso que contenía agua bendita y una cuchara. Hundía la cuchara en el vaso y, al pasar delante de todos los hermanos, los marcaba con una cruz a cada uno. Cuando hallaba sitios vacíos, marcaba unos sí y otros no. Cuando la salmodia estaba para terminarse, el anciano lo veía de nuevo salir del santuario y volver a hacer lo mismo. Un día, le retuvo, y, echándose a sus pies, le suplicó que le explicase lo que hacía y quien era. "Soy un ángel de Dios, le dijo el personaje resplandeciente, y he recibido la misión de marcar tanto los que están en la iglesia al comienzo de la salmodia como los que permanecen hasta el fin, por razón de su fervor, su celo y su buena voluntad. ­Pero, ¿por qué marcáis los sitios de algunos ausentes?" preguntó el anciano. Y el santo ángel le respondió : "Todos los hermanos celosos y de buena voluntad, que están ausentes por grave enfermedad y con el asentimiento de los Padres, o que están ocupados con alguna obediencia, reciben también la marca, porque de corazón se hallan con los que salmodian. Solamente los que podrían estar allí y están ausentes por negligencia, tengo orden de no marcarlos, porque se hacen indignos". Veis el beneficio que el excitador proporciona al hermano al que despierta para el oficio conventual. Esforzaos, pues, hermanos, para no estar jamás privados de la marca del ángel. Si un hermano se distrae y otro le recuerda su deber, él no debe irritarse, sino, atento al bien que se le hace, dar gracias al hermano sea quien sea.
119. Cuando estaba en el monasterio (del abad Seridos), el abad, por consejo de los ancianos, me dio el cargo de hospedero. Me hallaba convaleciente de una grave enfermedad. Los huéspedes venían y yo velaba la tarde con ellos. Luego llegaba el turno de los camelleros: yo debía proveer a sus necesidades. Y, con frecuencia, después de haberme acostado, se presentaban nuevas necesidades que me obligaban a levantarme. Durante este tiempo, llegaba la hora de la vigilia. Yo no había apenas dormido, y el canonarca venía a despertarme. Me encontraba destrozado y hecho añicos por razón del trabajo o de la enfermedad, ya que tenía todavía accesos de fiebre. Agobiado de sueño, le respondía: "Bien, Padre. ¡Gracias por tu caridad, que Dios te lo pague ! A tus órdenes, ya voy, Padre". Pero tan pronto como él se iba, yo caía rendido de sueño y me afligía mucho levantarme con retraso para la vigilia. Como no era oportuno que el canonarca quedase constantemente a mi lado, acudí a dos hermanos, pidiéndoles a uno que me despertase y al otro que no me dejase cabecear durante la vigilia. Y creedme, hermanos, los consideraba como salvadores míos, y tenía casi veneración por ellos. Tales deben ser los sentimientos que debéis tener también vosotros respecto a quienes os despiertan para el oficio conventual y para cualquier otra obra buena.
120. Decíamos que uno debe examinarse cómo pasó el día y la noche. ¿Hemos estado atentos a la salmodia y a la oración? ¿Nos hemos dejado cautivar por pensamientos nacidos de la pasión? ¿Hemos escuchado bien las lecturas divinas? ¿No hemos abandonado la salmodia, yéndonos de la iglesia por ligereza de espíritu? Si uno se examina así cada día, procurando arrepentirse de sus faltas y enmendarse, disminuirán los pecados: por ejemplo ocho en vez de nueve. De esta manera, progresando poco a poco con la ayuda de Dios, se impedirá a las pasiones endurecerse. Es un gran peligro caer en la costumbre de una pasión. Quien llegue ahí, lo repito, aunque lo desee, no es capaz él solo de dominar la pasión, a no ser que reciba la ayuda de algunos santos.
121. ¿Queréis que os hable de un hermano que tenía la costumbre de una pasión? Escuchad su lamentable historia. Cuando yo estaba en el monasterio, a los hermanos, no sé por qué, les gustaba manifestarme sus pensamientos con sencillez. Se decía incluso que el abad, por consejo de los ancianos, me había encargado de escucharlos. Un día, pues, un hermano viene a decirme: "Perdóname, Padre, y ora por mí, porque robo para comer. ­¿Por qué?, le pregunté, ¿tienes hambre? ­Sí, no tengo bastante a la mesa con los hermanos y no puedo pedirlo. ­¿Por qué no vas a decírselo al abad? ­ Tengo vergüenza. ­¿Quieres que vaya yo a decírselo? ­Como quieras, Padre". Fui, pues, a hablar al abad y me dijo : "Por caridad, cuídalo lo mejor que puedas". Me en- cargué de él y le dije al procurador : "Ten la bondad de dar a este hermano todo lo que desee, a cualquier hora que venga a verte y no le rehúses nada. ­De acuerdo", me respondió el procurador. El hermano fue a él algunos días, y luego vino a decirme: "Perdóname, Padre: he comenzado de nuevo a robar. ­¿Por qué? le pregunté. ¿El procurador no te da lo que quieres? ­Si, ¡perdón ! me da cuanto quiero, pero tengo vergüenza delante de él. ­¿Tienes también vergüenza para conmigo? ­ No. ­Entonces, cuando tengas gana de algo, ven que te lo daré, pero no robes más". Yo me ocupaba entonces de la enfermería. El hermano venía a verme y yo le daba todo lo que quería. Pero, unos días más tarde, volvió a robar. Vino afligido a decírmelo: "Yo robo todavía. ­¿Por qué, hermano? le dije. ¿Es que no te doy todo lo que quieres? ­Sí. ­¿Tendrías vergüenza de recibir algo de mí? ­No. ­Entonces, ¿por qué robas? ­Perdóname, pero no sé por qué. Robo, así, sencillamente. ­En serio, dime, ¿qué haces de lo que robas? ­Lo doy al asno". Y se descubrió que aquel hermano robaba habas, dátiles, higos, cebollas, brevemente, todo lo que encontraba. Lo ocultaba bajo el jergón, o en otra parte. Finalmente, no sabiendo qué hacer, al ver que todo se estropeaba, lo tiraba o lo daba a las bestias.
122. Veis lo que es tener una pasión hecha costumbre. ¿Qué desgracia, qué miseria no es eso? Aquel hermano sabía que aquello estaba mal, sabía que obraba mal, estaba desolado por ello, lloraba, y, sin embargo, el desgraciado era arrastrado por la mala costumbre que había adquirido por su negligencia. Como lo dijo bien el abad Nisteros: "El que es arrastrado por una pasión, se hace esclavo de la pasión". Que Dios, en su bondad, nos arranque de las malas costumbres para que no tenga que decirnos: "¿Para qué sirve mi sangre, abajarme hasta la muerte?" (Sal 29,10). Os he dicho ya cómo se cae en una costumbre. No se llama colérico al que se irrita una vez, ni impúdico al que comete una sola impureza, como tampoco se dirá caritativo al que una sola vez da una limosna. La virtud y el vicio practicados de una manera proseguida engendran una costumbre en el alma y esta costumbre produce luego el castigo o el descanso del alma. Hemos ya dicho otra vez cómo la virtud proporciona el descanso al alma y cómo el vicio la castiga. La virtud es natural y está en nosotros. "Sus gérmenes son indestructibles". Os decía que habituarse a la virtud por la práctica del bien, es recobrar el estado propio, restablecer la salud, como se recobra la vista normal después de una enfermedad de los ojos, o la salud personal y natural después de cualquier otra enfermedad. Para el vicio no es lo mismo. Con la práctica del mal, adquirimos una costumbre extraña y contra nuestra naturaleza, contraemos una suerte de enfermedad crónica, y no podremos recobrar la salud sin un auxilio abundante, sin muchas oraciones y lágrimas capaces de excitar en favor nuestro la misericordia de Cristo. Es lo que constatamos respecto al cuerpo. Algunos alimentos, por ejemplo, producen un humor melancólico, como la col, las lentejas, etc... Sin embargo, por comer una o dos veces col, lentejas u otra cosa semejante, no basta para producir el humor melancólico; pero si se toman continuamente, hacen abundar el humor, provocan en el sujeto fiebres ardientes y le aportan mil otros inconvenientes. Lo mismo ocurre con el alma: si se persevera en el pecado, nace en el alma una costumbre viciosa, y esa costumbre le servirá de castigo.
123. Es preciso que sepáis lo siguiente: ocurre que un alma tiene inclinación por una pasión. Si se deja ir solamente una vez a realizar el acto, corre el riesgo de caer luego inmediatamente en la costumbre de aquella pasión. Lo mismo ocurre con el cuerpo. Si uno es de temperamento melancólico a continuación de su negligencia pasada, un solo alimento de esa naturaleza podrá excitarle tal vez e inflamar al punto en él el humor. Hay que tener mucha vigilancia, celo y temor para no caer en una mala costumbre. Creedme, hermanos: el que tiene, aunque sólo sea una pasión hecha ya costumbre, está destinado al castigo. Puede llegar a hacer diez buenas acciones por una sola mala según su pasión; esta única acción, que proviene de la costumbre viciosa, supera a las diez buenas. Como si un águila se hubiera liberado enteramente de la red, dejando solamente su garra prendida en ella: por esa ligadura insignificante, toda su fuerza se encuentra aniquilada. Bien puede estar completamente fuera de la red, si una sola garra queda presa ¿no está todavía presa en la red? Y el cazador ¿no podrá matarla cuando quiera? Lo mismo ocurre con el alma: si tiene una sola pasión hecha ya costumbre, el enemigo la derrumba cuando bien le parezca: la tiene en su poder gracias a esa pasión. Por eso no ceso de decíroslo, no dejéis que una pasión cree en vosotros una costumbre. Luchemos más bien pidiendo a Dios, día y noche, que no nos deje caer en la tentación. Si somos vencidos, pues somos hombres, y si resbalamos en el pecado, apresurémonos a levantarnos al punto. Hagamos penitencia. Lloremos ante la divina bondad. Velemos, combatamos, y Dios, viendo nuestra buena voluntad, nuestra humildad y nuestra contrición nos alargará la mano y tendrá misericordia de nosotros. Amén.

XII. EL TEMOR DEL CASTIGO FUTURO Y LA NECESIDAD, PARA QUIEN QUIERE SALVARSE, DE NO PERDER EL INTERÉS POR LA PROPIA SALVACIÓN
124. Mientras yo sufría dolores en los pies, y por ello estaba enfermo, habiendo venido her- manos a verme, me preguntaron por la causa del mal; era, según creo, con una doble finalidad: primero, para confortarme y distraerme un poco de mi sufrimiento, y además para darme ocasión de decirles alguna palabra edificante. Pero como el dolor no me permitía entonces responderos como yo quisiera, es menester que me oigáis ahora. ¿No resulta agradable hablar de la aflicción, una vez que ella pasó? En el mar también, mientras se enfurece la tempestad, todos en la nave están angustiados; pero, apaciguada la tempestad, es con alegría como hablan todos de lo que pasó. Hermanos, como os lo digo sin cesar, es bueno atribuir todo a Dios y decir que nada se hace sin él. Dios sabe perfectamente que tal cosa es buena y útil, y por ello la produce, aunque ella tenga también otra causa. Por ejemplo, yo podría decir que había comido con los huéspedes, que me había esforzado un poco por contentarlos, que mi estómago se había agravado y se me había producido un flujo en el pie, que había provocado el reuma, y podría encontrar todavía otras razones: ellas no faltan para quien las quiere. Pero he aquí lo que es más exacto y más provechoso al decirlo: aquello sucedió porque Dios sabía que era útil a mi alma. Porque no hay nada que Dios haga, que no sea bueno. Todo lo que él hace, es bueno y muy bueno. Por tanto no hay razón para inquietarse por lo que sucede, sino, como he dicho, atribuirlo todo a la Providencia de Dios, y permanecer en paz.
125. Algunos están tan abrumados por las aflicciones que les sobrevienen, que renuncian a la vida misma y encuentran agradable morir para ser liberados de ellas. Eso es prueba de cobardía y de mucha ignorancia, porque ellos no saben el temible destino que espera a su alma después de partir del cuerpo. Hermanos, estamos en este mundo por un gran favor de la divina bondad. E, ignorando las cosas del más allá, sentimos agobiantes las de la tierra. Y sin embargo, no es así. ¿No sabéis lo que dice el Geronticón? "Mi alma desea la muerte", decía un hermano muy probado a un anciano. ­"Es que ella huye de la prueba, le respondió él, e ignora que el sufrimiento futuro es mucho más terrible". Otro hermano preguntó a un anciano: "¿Por qué siento enojo cuando guardo la celda?" ­"Es porque no has todavía contemplado la dicha esperada, respondió el anciano, ni tampoco el castigo futuro. Si los considerases atentamente, aunque tu celda estuviese llena de gusanos y estuvieses hundido en ellos hasta el cuello, tú permanecerías allí sin desagrado". Pero nosotros, querríamos salvarnos durmiendo, y por eso nos descorazonamos en las pruebas, cuando deberíamos más bien dar gracias a Dios y juzgarnos dichosos por haber sufrido un poquitín aquí en la tierra, para hallar algún descanso en el más allá.
126. Envagro comparaba al hombre lleno de pasiones que suplica a Dios que apresure su muerte, al enfermo que pidiera a un obrero romper, lo más pronto posible, la cama donde él sufre. Gracias a su cuerpo el alma está distraída y aliviada de sus pasiones: come, bebe, duerme, se entretiene y se divierte con sus amigos. Pero cuando sale de su cuerpo, hela ahí sola con sus pasiones, que vienen a ser su perpetuo castigo. Completamente ocupada en eso, consumida por su inoportunidad, despedazada, de modo que no es capaz siquiera de acordarse de Dios. Ahora bien, es el recuerdo de Dios el que consuela al alma, como dice el Salmo: "Me acordé de Dios y me llené de alegría" (Sal 76,4). Pero las pasiones no le permiten ni siquiera ese recuerdo. ¿Queréis un ejemplo para comprender lo que quiero decir? Venga uno de vosotros y, encerrado en una celda oscura, pase solamente allí tres días sin comer, sin beber, sin dormir, sin ver a nadie, sin salmodiar, sin orar, sin acordarse nunca de Dios; y verá lo que le harán las pasiones. Y esto, cuando se está todavía en la tierra. ¡Cuánto más tendrá que sufrir cuando el alma, una vez salida del cuerpo, estará entregada y abandonada sola a sus pasiones!
127. ¿Cuánto sufrirá por su parte la desgraciada? Podéis de alguna manera representaros ese tormento según los sufrimientos terrenos. Cuando alguien tiene fiebre, ¿qué es lo que le arde? ¿Qué fuego, qué combustible produce ese calor ardiente? Y si se tiene un cuerpo melancólico, mal equilibrado, debido a ese desequilibrio ¿no le arde, le perturba sin cesar y atormenta su vida? Igualmente el alma presa de la pasión no cesa de estar torturada, la desdichada, por su propia costumbre viciosa; tiene el amargo recuerdo y la penosa compañía de las pasiones que la abrasan siempre y la consumen. Además, ¿quién podrá, hermanos, describir aquellos lugares terribles, los cuerpos que torturan a las almas a las que están asociados en un tal sufrimiento, sin perecer jamás, aquel fuego indescriptible, las tinieblas, las potencias vengativas que son inexorables, y los otros mil suplicios de que hablan aquí y allá las divinas Escrituras, todos ellos adaptados a las acciones y pensamientos perversos de las almas? Como los santos alcanzan lugares de luz y gozan en medio de los ángeles de una dicha proporcionada al bien que han hecho, así los pecadores son recibidos en lugares tenebrosos, horribles y espantables, como dicen los santos. ¿Qué hay más terrible y más lamentable que los lugares adonde son enviados los demonios? ¿Qué hay más amargo que el castigo al que están condenados? Y, con todo, los pecadores son castigados con los demonios, como se ha dicho: "Id lejos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles".
128. Lo más espantoso es lo que dice san Juan Crisóstomo: "Aunque no hubiera un río de fuego que fluye, ni ángeles que exciten el terror, por el solo hecho de que, entre los hombres, unos son llamados a la gloria y al triunfo, y los otros echados fuera vergonzosamente e impedi- dos así de ver la gloria de Dios, la pena de esta humillación y de este deshonor, el dolor por ser excluidos de tan grandes bienes, ¿no serían más amargos que todo el fuego?" Porque entonces el mismo reproche de la conciencia y el recuerdo de las acciones pasadas, como hemos dicho antes, son peores que millares de indecibles tormentos. Según los Padres las almas se acuerdan de todas las cosas de la tierra: palabras, acciones, pensamientos, no pueden olvidarse de nada. Lo que dice el Salmista: "En aquel día se desvanecerán todos sus pensamientos" (Sal 145,4), se refiere a los pensamientos de este mundo, por ejemplo los que tienen por objeto las construcciones, las propiedades, los parientes, los hijos, y todo el comercio. Eso se desvanece cuando el alma sale del cuerpo; no guarda de eso recuerdo alguno ni se preocupa más de ello. Pero lo que ella hizo por virtud o por pasión, permanece en su memoria y nada se pierde. Si se ha prestado servicio a alguien o si uno fue ayudado, uno se acordará perpetuamente de aquel a quien ha ayudado y de aquel de quien recibió ayuda. Igualmente, el alma guardará siempre el recuerdo de quien le ha hecho mal y de aquel a quien ella hizo mal. Lo repito, nada de lo que ha hecho en este mundo, perece; el alma se acordará de todo después de que haya abandonado el cuerpo: incluso su conocimiento será más penetrante y más lúcido, estando liberada del cuerpo terrestre.
129. Hablábamos un día de esto con un anciano y él decía: "El alma salida del cuerpo se acuerda de la pasión que ella ejerció; también se acuerda del pecado y de la persona con quien lo cometió. ­Pero, le hice notar, ¿quizá no sea así? El alma debe guardar la costumbre causada por la realización del pecado, y es de esa costumbre de la que ella se acordará". Permanecimos largo tiempo discutiendo sobre este punto, buscando la luz. El anciano no se dejaba persuadir y decía que el alma se acordaba de la forma del pecado, del lugar en donde se cometió, e incluso de la persona del cómplice. En tal caso, nuestra suerte final sería todavía más desgraciada, si no prestamos atención a nosotros mismos. Por ello no ceso de exhortaros para que cultivéis con esmero los buenos pensamientos, para hallarlos en el más allá. Porque lo que tenemos aquí en la tierra, irá con nosotros y lo guardaremos allá arriba. Tengamos cuidado por escapar de tanta desdicha, hermanos, pongamos en esto nuestro celo, y Dios tendrá misericordia. Porque él es, como dice el Salmo: "la esperanza de todos los que están en los confines de la tierra y de quienes se hallan en el lejano mar" (Sal 64,6). Los que están en los confines de la tierra son los hombres completamente hundidos en el pecado; los que están en el lejano mar, son los que viven en la más profunda ignorancia. Y sin embargo, Cristo es su esperanza.
130. No es menester más que un poco de trabajo. Trabajemos para obtener misericordia. Cuanto más se descuida un campo dejado en barbecho, tanto más se cubre de espinas y de cardos; y cuando se va a limpiar, cuanto más lleno esté de espinas, más sangre correrá de las manos de quien quiere arrancar las malas hierbas que su negligencia dejó brotar. Necesariamente se recoge lo que se ha sembrado. Quien desea limpiar su campo, debe ante todo desarraigar con cuidado todas las malas hierbas. Si no arrancase todas sus raíces y se limitase a cortar los tallos, brotarían de nuevo. Por tanto, como dije, debe arrancar incluso las raíces; luego, en el campo, limpio así de malas hierbas y de espinas, arará con cuidado la tierra, desmenuzará los terrones, marcará los surcos, y cuando haya puesto de nuevo su campo en buen estado, deberá al fin sembrar una buena semilla. Ya que si después de todo ese gran trabajo, dejase el terreno sin sembrar, las malas hierbas volverían a nacer, y, al encontrar el suelo fresco y bien preparado, echarían raíces profundas y vendrían a ser aún más fuertes y más numerosas.
131. Lo mismo ocurre con el alma. Ante todo hay que suprimir las inclinaciones inveteradas y las malas costumbres, porque nada hay peor que una mala costumbre. San Basilio dice: "No es asunto fácil hacerse dueño de ella, porque una costumbre consolidada con una prolongada práctica, viene a ser de ordinario fuerte como la naturaleza". Es preciso luchar, lo repito, contra las malas costumbres y contra las pasiones, pero también contra sus causas, que son sus raíces. Porque si no se arrancan las raíces, necesariamente las espinas volverán a brotar. Algunas pasiones no pueden nada, suprimidas sus causas. Por ejemplo, la envidia por sí misma no es nada, pero tiene muchas causas, entre las cuales una es el amor de la gloria. Porque se desea el honor, se tiene envidia a quien recibe más honra o estima. Igualmente, la cólera tiene otras causas, en especial el amor del placer. Envagro lo recordaba cuando refería esta palabra de un santo: "Si suprimo los placeres, es para quitar todo pretexto de cólera". Todos los Padres, por lo demás, enseñan que cada pasión viene o del amor de la gloria, o del amor del dinero, o del amor del placer, como os he dicho en otras circunstancias.
132. Hay, pues, que suprimir no sólo las pasiones, sino también sus causas, y reformar la conducta con la penitencia y las lágrima. Entonces se comenzará a sembrar la buena semilla, es decir las buenas obras. Acordaos de lo que hemos dicho del campo: si, después de haberlo limpiado y preparado, no se siembra una buena semilla, las hierbas vuelven y, al encontrar una buena tierra recientemente trabajada, echan raíces más profundas. Lo mismo sucede al hombre. Si después de haber reformado su conducta y hecho penitencia por sus obras pasadas, no se preocupa de realizar acciones buenas y adquirir virtudes, le sucede lo que dijo el Señor en el Evangelio: "Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, yerra por lugares áridos en busca de reposo. No encontrándolo, se dice: «Voy a volver a mi casa, de donde salí». Al llegar, la encuentra desocupada, es decir sin virtud alguna, barrida y en orden. Entonces, va a tomar siete espíritus peores que él. Ellos vienen y se instalan allí. Y el estado final de ese hombre es peor que el primero".
133. Es imposible que el alma permanezca en el mismo estado: o se hace mejor, o peor. Por eso el que quiere salvarse, no sólo debe evitar el mal, sino también hacer el bien, como dice el Salmista: "Apártate del mal y haz el bien" (Sal 36,27). No dice solamente: "Apártate del mal", sino también: "Haz el bien". Por ejemplo, ¿alguno estaba acostumbrado a cometer injusticias? No las cometa en adelante, pero además obre la justicia. ¿Era un libertino? Ponga fin a sus desórdenes, y practique además la templanza. ¿Era colérico? Que no se irrite más, y asimismo adquiera la mansedumbre. ¿Era orgulloso? Cese de ensalzarse, y además humíllese. Ése es el sentido de la palabra: "Apártate del mal y haz el bien". Cada pasión tiene una virtud que le es contraria. Contra el orgullo, la humildad; contra el amor al dinero, la limosna; contra la lujuria, la templanza; contra el desánimo, la paciencia; contra la ira, la mansedumbre; contra el odio, la caridad. En resumen, cada pasión tiene su virtud contraria, como decimos.
134. Os he dicho a menudo estas cosas. Hemos desechado las virtudes e introducido en su lugar las pasiones. De igual modo debemos esforzarnos no sólo por rechazar las pasiones, sino también por introducir de nuevo las virtudes y restablecerlas en su propio lugar. Por naturaleza poseemos las virtudes, que Dios nos ha dado. Al crear al hombre, Dios se las dio, según la palabra: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". "A nuestra imagen", porque Dios creó el alma inmortal y libre; "a nuestra semejanza", es decir, conforme a la virtud. Está escrito: "Sed misericordiosos, pues yo soy misericordioso"; "sed santos, porque yo soy santo". El Apóstol dice: "Sed buenos los unos con los otros". El Salmista dice también: "El Señor es bueno para quienes esperan en él", y muchas otras expresiones similares. He ahí en qué consiste la semejanza. Al darnos la naturaleza, Dios nos dio las virtudes. Y las pasiones no nos son naturales: no tienen ser, ni substancia, y semejan a las tinieblas que no subsisten por ellas mismas, sino que son una pasión de la atmósfera, como dice san Basilio, pues no existen más que por la privación de la luz. Al alejarse de las virtudes por el amor del placer, el alma provocó el nacimiento de las pasiones, y luego las robusteció en ella.
135. Como lo he dicho a propósito del campo, después del buen trabajo, debemos sembrar inmediatamente la buena semilla, para que produzca fruto. Por otra parte, el agricultor que siembra su campo, al ir echando la semilla, debe cubrirla y hundirla en la tierra, si no, las aves vendrían a comerla y se perdería. Después de enterrarla, tendrá que esperar de la misericordia de Dios la lluvia y el desarrollo de los granos. Pues puede haberse dado mil trabajos para limpiar, arar la tierra y sembrar, si Dios no hace llover sobre la semilla, toda la faena resulta vana. Es así como debemos obrar. Si realizamos algún bien, cubrámoslo con la humildad y arrojemos en Dios nuestra debilidad, suplicándole que mire nuestros esfuerzos, ya que de otra suerte serían inútiles.
136. Ocurre también que después de haber regado y hecho germinar la semilla, la lluvia no vuelve en el tiempo deseado; el germen entonces se seca y muere. Porque el grano germinado, como la semilla, tiene necesidad de lluvia, de un tiempo a otro, para crecer. De donde no se puede estar sin alguna inquietud. Incluso sucede a veces que, después de haberse desarrollado el grano y haberse formado la espiga, las langostas, el granizo u otra plaga destruye la cosecha. Lo mismo ocurre para el alma. Habiendo trabajado para purificarse de todas las pasiones y habiéndose aplicado para adquirir todas las virtudes, debe contar con la misericordia y la protección de Dios, no sea que, abandonada, perezca. Hemos dicho que la semilla, incluso después de haber germinado, crecido y formado el fruto, se seca y perece, si no vuelve a llover de tiempo en tiempo. Lo mismo ocurre para el hombre. Si, después de todo lo que él hizo, Dios le quita un
momento su protección y lo abandona, él se pierde. Y este abandono se produce cuando el hombre obra contra su estado: por ejemplo, si, siendo piadoso, se deja llevar de la negligencia, o si, siendo humilde, se enorgullece. Dios no abandona tanto al negligente en su negligencia y al orgulloso en su orgullo, como a quienes caen en la negligencia o el orgullo, habiendo sido piadosos o humildes. Eso es pecar contra su estado y de ahí viene el abandono de parte de Dios. Por eso san Basilio juzga diferentemente la falta del que es piadoso y la falta del negligente.
137. Después de haberse guardado de estos peligros, uno debe velar todavía, si hace algún bien, a no hacerlo por vanagloria, por deseo de agradar a los hombres o por otro motivo humano, para no perder completamente ese pequeño bien, como decíamos a propósito de las langostas, del granizo o de las otras plagas. El agricultor ni siquiera puede estar sin inquietud cuando la mies en el campo no sufrió ningún daño y fue preservada hasta la cosecha. Ya que puede suceder, después de haber bregado y cosechado su campo, que un malvado viene por odio a quemar la cosecha y destruirla completamente, reduciendo a nada toda su labor. No puede, pues, estar tranquilo antes de ver el grano bien limpio y guardado en el granero. Igualmente el hombre no debe estar sin inquietud aunque haya podido escapar a todos los peligros que hemos enumerado. Ocurre, en efecto, que después de lo dicho, el diablo logra extraviarlo, sea con pretensiones de justicia, sea con el orgullo, sea inspirándole pensamientos de infidelidad o de herejía; y no sólo reduce a nada todos sus trabajos, sino que además lo aleja de Dios. Lo que no logró hacerle con la acción, se lo hace con un solo pensamiento. Puesto que un solo pensamiento puede separarnos de Dios, si lo aceptamos y aprobamos. Quien quiera de veras salvarse, no debe estar sin inquietud hasta el último suspiro. Hay que trabajar mucho y estar atento, y pedir sin cesar a Dios que nos proteja y nos salve por su bondad, para gloria de su santo nombre. Amén.

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