martes, 1 de mayo de 2012

San Doroteo de Gaza 2

IV. EL TEMOR DE DIOS
47. San Juan dice en las epístolas católicas: "El amor perfecto echa fuera el temor".¿Qué quiere significar con eso? ¿De qué amor habla y de qué temor? Porque el Profeta dice en el Salmo: "Temed al Señor, vosotros todos, sus santos" (Sal 33,10), y encontramos en las sagradas Escrituras otros mil pasajes semejantes. Si los santos que aman al Señor, le temen, ¿cómo san Juan puede decir: "El amor expulsa el temor"? Él quiere indicarnos que hay dos temores, uno inicial, el otro perfecto; el primero podría decirse propio de los principiantes en la piedad; el otro, el de los santos llegados a la perfección y a la cima del santo amor. Uno, por ejemplo, cumple la voluntad de Dios por temor del castigo: es todavía un principiante, como decíamos, no hace el bien por ese mismo bien, sino por temor de la punición. Otro cumple la voluntad de Dios porque ama a Dios y quiere con cuidado serle agradable. Éste sabe lo que es el bien, conoce lo que es el estar con Dios. He ahí el que posee el verdadero amor, "el amor perfecto", como dice san Juan, y este amor le conduce al temor perfecto. Porque él teme y guarda la voluntad de Dios, no por razón del castigo, ni por evitar la punición, sino porque habiendo gustado la dulzura de estar con Dios, como hemos dicho, teme perderle, teme estar privado de él. Este temor perfecto, nacido del amor, expulsa el temor inicial. Y por eso san Juan dice que "el amor perfecto echa fuera el temor". Pero es imposible llegar al temor perfecto, sin pasar por el temor inicial.
48. Como dice san Basilio, hay tres estados en los que podemos agradar a Dios. O bien hacemos lo que agrada a Dios por temor del castigo, y estamos en la condición de esclavos; o bien, buscando ganar un salario, cumplimos las órdenes recibidas, en vista de nuestra propia ventaja, y así nos semejamos a los mercenarios; o en fin, realizamos el bien por sí mismo, y estamos en la condición de hijos. Porque el hijo, cuando llega al uso de razón, hace la voluntad de su padre no por temor de ser castigado ni por obtener de él una recompensa, sino porque, amando a su padre, guarda para con él el afecto y el honor debidos a un padre con la convicción de que todos los bienes paternos son suyos. Éste merece oír: "No eres ya un esclavo, sino un hijo y un heredero de Dios por Cristo". Él no teme ya a Dios con el temor inicial de que hablábamos ­es evidente­, sino que le ama, como decía san Antonio: "No temo ya a Dios; le amo". Igualmente el Señor, al hablar a Abrahán después de que éste le ofreció su hijo: "Ahora, sé que temes a Dios", quería referirse al temor perfecto nacido del amor. Si no, ¿cómo habría podido decirle: "Ahora sé..."? Abrahán ­que él me perdone­ había hecho tantas cosas, había obedecido a Dios, había dejado todos sus bienes, se había establecido en un país extranjero, en medio de un pueblo idólatra, donde no había signo alguno de culto divino. Sobre todo, había superado la terrible prueba del sacrificio de su hijo. Y después de todo esto, el Señor le dice: "Ahora sé que temes a Dios". Es claro que él hablaba del temor perfecto, el propio de los santos. Ya que éstos hacen la voluntad de Dios, no ya por temor de un castigo o por obtener una recompensa, sino por amor, como hemos dicho muchas veces, temiendo hacer algo contra la voluntad de aquel a quien aman. Por eso san Juan dice: "El amor echa fuera el temor". Los santos no obran por temor, sino que temen por amor.
49. Ése es el temor perfecto, pero es imposible llegar a él, lo repito, sin haber tenido de antemano el temor inicial. Pues se ha dicho: "El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor"; y también: "El comienzo y el fin es el temor de Dios" (Pr 1,7; 9,10; 22,4). La Escritura llama "comienzo" al temor inicial, al cual sigue el temor perfecto, propio de los santos. El temor inicial es el nuestro. Como un esmalte (en el metal), él guarda al alma de todo mal, según lo que está escrito: "Por el temor del Señor, todo hombre se aparta del mal" (Pr 15,27). El que se aparta del mal por temor del castigo, como el esclavo que teme a su amo, llega progresivamente a hacer el bien y comienza poco a poco a esperar una retribución por sus buenas obras, como el mercenario. Y si prosigue a huir del mal por temor, como el esclavo, y a hacer el bien con la esperanza de una ganancia como un mercenario, y persevera así en la virtud, con el auxilio de Dios, uniéndose paulatinamente a él, termina por gustar el bien verdadero, y tener una cierta experiencia de él, y no quiere ya separarse de él. ¿Quién podrá en adelante, como dice el Apóstol, separarle del amor de Cristo? Entonces alcanza la perfección del hijo, ama el bien por sí mismo y teme porque ama. Ése es el temor grande y perfecto.
50. Para enseñarnos la diferencia de los temores, el Profeta decía: "Venid, hijos, escuchadme: os enseñaré el temor del Señor". Prestad atención a cada palabra del Profeta, y ved cómo cada una tiene su significado. Ante todo dice: "Venid a mí", para invitarnos a la virtud. Luego añade: "Hijos"; los santos llaman "hijos" a los que su palabra hace pasar del vicio a la virtud; así el Apóstol cuando dice: "Hijitos míos, por quien soporto de nuevo los dolores del parto hasta que Cristo se forme en vosotros". Luego, después de habernos llamado e invitado a esta trasformación, el Profeta nos dice: "Os enseñaré el temor del Señor". Ved la seguridad del santo. Nosotros, cuando queremos decir una palabra buena, comenzamos siempre por preguntar: "¿Queréis que conversemos un poco y que hablemos del temor de Dios o de otra virtud?" El santo no habla así, sino que dice con seguridad: "Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor. ¿Quién ama la vida y desea conocer días dichosos?" Y enseña diciendo: "Guarda tu lengua del mal y tus labios de las palabras engañosas". Ved, es siempre el temor de Dios el que impide realizar el mal. "Guardar la lengua del mal", consiste en no herir en manera alguna la conciencia del prójimo, ni criticarle, ni irritarle. "Guardar los labios de palabras engañosas", consiste en no engañar al prójimo. El Profeta prosigue: "Apártate del mal". Después de haber hablado primero de faltas particulares, la crítica, el engaño, ahora habla del vicio en general: "Apártate del mal", es decir, huye absolutamente de todo mal, apártate de todo lo que lleva al pecado. Y no se detiene ahí, sino que añade: "Y haz el bien". Sucede, en efecto, que uno no hace el mal, ni tampoco el bien. Uno puede no ser injusto, sin ejercitar la misericordia, o puede no odiar sin por eso amar. Por ello el Profeta tuvo razón al decir: "Apártate del mal y haz el bien". Ved, el Profeta nos muestra esta sucesión de los tres estados de que hablamos: por el temor de Dios, lleva el alma a que se aparte del mal, y la impulsa así a elevarse hasta el bien. Porque, desde el momento en que se llega a no cometer ya el mal y a alejarse de él, naturalmente se hace el bien, siguiendo a los santos. A estas palabras el Profeta añade muy justamente: "Busca la paz y ve tras ella". No dice solamente: "busca", sino "ve tras ella" corriendo, para apoderarte de ella.
51. Prestad mucha atención a esa palabra y ved la precisión del santo. Cuando alguien llega a apartarse del mal y se esfuerza, con la ayuda de Dios, a hacer el bien, inmediatamente se abaten sobre él los ataques del enemigo. Él lucha, se fatiga, está abrumado: no sólo teme volver al mal, como decíamos del esclavo, sino que espera también la retribución del bien como un mercenario. En los ataques y contraataques de este pugilato con el enemigo él hace el bien, sin embargo, con muchos sufrimientos y tormentos. Pero cuando llega el auxilio de Dios y comienza a habituarse al bien, entonces entrevé el reposo y gusta progresivamente de la paz, y se da cuenta de lo que es la tribulación de la guerra y lo que es la alegría y la felicidad de la paz. En fin, busca esta paz, se apresura, corre en pos de ella para alcanzarla, para poseerla en plenitud y hacerla morar en él. ¿Hay dicha más grande que la del alma llegada a este punto? Ella se halla en la condición de hijo, como hemos dicho con frecuencia. Sí, ciertamente, "dichosos quienes obran la paz, porque serán llamados hijos de Dios". ¿Quién podría decir de esta alma que obra todavía el bien por otro motivo más que el goce del bien mismo? ¿Quién conoce esa alegría, sino quien la ha experimentado? Entonces, ése descubre también el temor perfecto, del que hemos hablado muchas veces. Henos instruidos acerca del temor perfecto de los santos, y acerca del temor inicial, el nuestro; conocemos aquello de lo que nos hace huir el temor de Dios y adonde nos conduce. Ahora hemos de aprender cómo alcanzar el temor de Dios y hemos de hablar también de lo que nos aleja de él.
52. Los Padres dijeron que uno adquiere el temor de Dios acordándose de la muerte y de los castigos, examinando cada tarde cómo se pasó la jornada y cada mañana cómo se pasó la noche, guardándose de la "paresia" y juntándose a alguien que teme a Dios. Se cuenta que un hermano preguntó a un anciano: "Padre, ¿qué debo hacer para temer a Dios?" El anciano le respondió: "Vete, júntate a un hombre temeroso de Dios, y por ese mismo hecho de que él teme a Dios, te enseñará a temer a Dios, a ti también". Al contrario, alejamos de nosotros el temor de Dios al hacer lo opuesto de lo dicho, al no pensar en la muerte ni en los castigos, al no prestar atención a nosotros mismos, al no examinar nuestra conducta, al vivir de cualquier manera y al frecuentar cualquier persona, y, sobre todo, al abandonarnos a la parrhesia, que es lo peor de todo y la ruina completa. ¿Qué cosa expulsa del alma el temor de Dios como la parrhesia? Por eso el abad Agatón, preguntado sobre la parrhesia, decía que se parece a un gran viento ardiente que, cuando se levanta, hace huir a todo el mundo delante de él y destruye totalmente los frutos de los árboles. ¿Veis, hermanos respetables, el poder de una pasión? ¿Veis su furor? Y a esta segunda pregunta: La parrhesia, ¿es tan maligna?, el abad Agatón respondió: No hay pasión peor que la parrhesia, porque es la madre de todas las pasiones. El anciano dijo muy bien y con mucha sagacidad que la parrhesia es la madre de todas las pasiones, ya que ella expulsa del alma el temor de Dios. Si es siempre por el temor de Dios que nos apartamos del mal, necesariamente donde no lo hay, se encuentran todas las pasiones. ¡Que Dios preserve nuestras almas de esa pasión fatal de la parrhesia!
53. La parrhesia es, por lo demás, multiforme: se manifiesta de palabra, con el tacto y con la mirada. La parrhesia impulsa a tener discursos vanidosos, a hablar de cosas mundanas, a dar bromas o provocar risas inconvenientes. También la parrhesia hace tocar a alguien sin necesidad, poner la mano sobre un hermano para divertirse, empujarle, cogerle algo, mirarlo inmodestamente. Todo eso es obra de la parrhesia, todo proviene de que no se tiene en el alma el temor del Señor, y de ahí se llega poco a poco a un desprecio completo. Por eso, cuando proclamaba los mandamientos de la Ley, Dios decía: "Haced respetuosos a los hijos de Israel". Si no hay respeto no se puede ni siquiera honrar a Dios, ni obedecer una sola vez a un mandamiento, sea cual sea. Así no hay nada tan temible como la parrhesia. Es la madre de todas las pasiones, ya que excluye el respeto, expulsa el temor de Dios y engendra el desprecio. Si tenéis la parrhesia entre vosotros, os afrontáis los unos con los otros, habláis mal los unos de los otros y os herís mutuamente. Si uno percibe algo que no está bien, va a hablar de eso y echarlo en el corazón de un hermano. Y no sólo se daña a sí mismo, sino que daña también a su hermano inoculando en su corazón un veneno pernicioso. Incluso puede ocurrir que este hermano se estaba dedicando con su espíritu a la oración o a alguna otra obra buena: sobreviene el otro y le ofrece un sujeto de charlatanería: no sólo impide su provecho, sino que le pone en tentación. Y nada hay más grave y más funesto que hacer daño a su prójimo al mismo tiempo que a sí mismo.
54. Tengamos, pues, respeto, hermanos, temamos el perjudicarnos a nosotros mismos y a los demás, honrémonos mutuamente y tengamos cuidado de no escudriñarnos los unos a los otros, ya que también eso es una forma de parrhesia, según un anciano. Si alguno ve a su hermano cometer una falta, guárdese de menospreciarle o de dejarle perecer con su silencio, o también de abrumarle con reproches y de hablar contra él. Con compasión y temor de Dios refiera la cosa a quien puede corregirle, o bien diríjase al hermano y dígale con caridad y humildad: "Perdón, hermano mío, aunque soy negligente, me parece que esto quizás no lo hacemos bien". Si él no escucha, se lo dirá a otro que pudiera tener la confianza de aquel hermano, o bien se dirigirá a su prepósito o al abad, según la gravedad de la falta, y no se inquiete más por aquello. Pero, como hemos dicho, hable proponiéndose, como finalidad, la enmienda de su hermano, evitando los chismes, el denigrarlo, el desprecio, sin quererle darle una lección por así decir, sin condenarle, sin fingir tampoco que se obra por su bien, cuando interiormente se está animado de alguna de las disposiciones que acabo de decir. Porque, si habla a su abad y no lo hace buscando la enmienda de su prójimo ni porque él se escandalizó, es un pecado, es una murmuración. Examine su corazón y si se halla movido de la pasión, cállese. Si ve claramente que es por compasión y por utilidad que desea hablar, pero, con todo un pensamiento apasionado le asedia interiormente, ábrase humildemente al abad, diciéndole el asunto y el de su hermano en estos términos: "Mi conciencia me testimonia que es por el bien que deseo hablar, pero siento que se mezcla interiormente un pensamiento turbio. ¿Se debe a que yo haya tenido alguna vez algo contra este hermano? No lo sé. ¿Se trata de una imaginación engañosa que quiere impedirme hablar o procurar su enmienda? Tampoco lo sé". El abad le dirá si él debe hablar o no. Sucede también que uno habla no por utilidad de su hermano, ni porque se encuentre él escandalizado, ni porque esté impulsado por el rencor, sino simplemente por charlar. Ahora bien, ¿qué utilidad tienen esas palabras vanas? Con frecuencia incluso el hermano se entera de que han hablado de él, y se perturba. De todo eso no sale más que aflicción y aumento del mal. En cambio, cuando se habla por utilidad, como hemos dicho, y sólo por eso, Dios no permite que de ahí nazca la turbación ni que se produzca aflicción o daño.
55. Tened también cuidado, como decíamos, de guardar la lengua. Que nadie hable maliciosamente a su prójimo ni le hiera de palabra, por obra, con su actitud o de cualquier otra manera. No seáis tampoco quisquillosos. Si uno de vosotros oye a su hermano una palabra, no se moleste al punto, no responda maliciosamente ni quede molestado contra él. Esto no conviene a luchadores, ni conviene a personas que quieren salvarse. Tened temor del Señor, y juntamente respeto. Cuando os encontréis, incline cada uno la cabeza ante su hermano, como hemos dicho, humíllese cada cual ante Dios y ante su hermano, y niegue por él su voluntad. Ciertamente está bien hacer esto, abajarse ante su hermano, y pre- venirle honrándolo. El que se abaja, saca más provecho que el otro. Por mi parte, ignoro si hice algún bien, pero, si alguna vez fui respetado, sé que lo fui porque nunca me preferí a mi hermano y siempre lo hice pasar delante de mí.
56. Estando yo todavía con el abad Seridos, el hermano encargado del servicio del anciano abad Juan, compañero del abad Barsanufo, cayó enfermo. El abad me envió a servir al anciano. Yo besaba ya exteriormente la puerta de su celda, como se adora la Cruz venerable; ¡cuánto más amorosamente abracé su servicio! ¡Quién no hubiera deseado ser admitido junto a un tal santo! Sus palabras eran admirables. Cada día, cuando yo había acabado de servirle y que le hacía una metania para despedirme, me decía siempre alguna cosa. Tenía cuatro sentencias, y cada tarde, como dije, cuando yo estaba a punto de retirarme, él me decía siempre una, y se expresaba así: "Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! ­porque antes de cada sentencia tenía la costumbre de decir estas palabras­. Los Padres han dicho: Respetar la conciencia del prójimo engendra la humildad". Otra tarde me decía: "Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! Los Padres han dicho: No he preferido nunca mi voluntad a la de mi hermano". Otra vez: "Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! Huye de todo lo que es del hombre y te salvarás". En fin: "Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! Llevad las cargas los unos de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo". El anciano me daba siempre una de las cuatro sentencias, cuando me retiraba por la tarde, como se da a alguien un viático. Y así miraba yo esas sentencias como un salvoconducto para toda mi vida. Sin embargo, a pesar de la confianza que yo tenía respecto al santo y el contento que sentía al estar a su servicio, con sólo presentir que un hermano estaba apenado porque quería él servirle, yo me iba a encontrar al abad y le hacía esta petición: Este servicio convendría mejor a tal hermano, si vuestra Reverencia lo encuentra bien. Pero ni él ni el anciano lo consintieron. Yo había hecho todo lo que se hallaba en mi poder para que el hermano me fuera preferido. Durante nueve años que pasé allí, no he dicho a nadie, que me acuerde, una palabra desagradable; sin embargo, yo tenía una carga, y digo esto para que no vaya a alegarse que yo no la tenía.
57. Y, creedme, me doy cuenta bien de lo que hizo un hermano que me siguió desde la enfermería hasta la iglesia injuriándome. Iba delante de él y no le respondí ni una palabra. Cuando el abad lo supo ­no sé por quién­, y quiso castigar al hermano, me puse largo tiempo a sus pies, suplicándole: "No, por Dios, la falta es mía; ¿en qué es culpable ese hermano?" También otro, para probarme o por error, Dios lo sabe, durante un cierto tiempo orinaba durante la noche junto a mi cabeza de modo que mi cama quedaba inundada. Asimismo, otros hermanos venían a sacudir sus esteras delante de mi celda y yo veía una gran cantidad de chinches entrar en mi aposento y no llegaba a matarlas: eran innumerables dado el calor. Cuando me iba a acostar, se reunían todas sobre mí, dada mi extrema fatiga llegaba a dormir, pero, al despertarme, encontraba mi cuerpo devorado. Sin embargo, jamás dije a uno de los hermanos: ¡No hagas eso! o: ¿Por qué haces así? Y no recuerdo haber dicho jamás una palabra que pudiese herir o afligir a alguien. Aprended, vosotros también, a "llevar los unos las cargas de los otros", aprended a respetaros mutuamente. Y si uno de vosotros oye una palabra desagradable o si algo le contraría, no pierda los ánimos inmediatamente, ni se irrite al punto; que no se encuentre al momento del combate y delante de la ocasión de aprovechar, con un corazón acobardado, negligente, sin vigor, incapaz de soportar la menor molestia, como un melón que basta una pequeña piedrecilla para herirlo y hacerlo pudrir. Tened más bien un corazón valeroso, tened paciencia y que vuestra caridad mutua supere todos los acontecimientos.
58. Si uno de vosotros tiene un cargo o si ha pedido algo sea al hortelano o al procurador, o al cocinero o a cualquier otro hermano encargado de un servicio, esforzaos ante todo, tanto el que pide como el que responde, por guardar la calma, sin dejaros llevar a la perturbación, a la antipatía, a la pasión ni a voluntad propia alguna o a una pretensión de justicia, que os alejase del mandamiento de Dios. Sea cual fuere el asunto, pequeño o grande, mejor sería despreciarlo o abandonarlo. Cierto, la indiferencia es mala, pero, por lo demás no debe preferirse ninguna cosa a la tranquilidad, de modo que dañe eventualmente el alma perturbándola. Por tanto, en cualquier asunto en que os encontraréis, incluso muy urgente y grave, no quiero que obréis con tensión o turbación, sino completamente convencidos de que toda obra que realicéis, grande o pequeña, no es más que la octava parte de lo que buscamos, mientras la calma, aunque por aquello haya faltas en el servicio, es la mitad o las cuatro octavas partes de la finalidad que buscamos. Ved la diferencia.
59. Cuando hacéis una cosa y la queréis perfecta y acabada, poned vuestro celo por hacerla, lo cual es, como dije, la octava parte, y guardad intacta vuestra calma, lo cual equivale a la mitad o a las cuatro octavas partes. Si uno se ve obligado a apartarse de lo mandado, y dañarse a sí mismo o dañar a los demás para cumplir con su cargo, no es bueno perder la mitad para salvaguardar la octava parte. Si veis que alguien obra de esa manera, ése no cumple su servicio sabiamente. Por vanagloria o deseo de agradar, pasa su tiempo a discutir, a atormentarse y a atormentar al prójimo, para oír luego que nadie pudo hacer mejor que él. ¡Oh! ¡La gran virtud! No, no se trata de una victoria, hermanos; es una derrota, es un desastre. He aquí lo que os digo: Si uno de vosotros, enviado por mí a cualquier asunto, ve que le sobreviene la turbación o un daño cualquiera, párese al punto. No os hagáis nunca daño a vosotros mismos o al prójimo. Abandónese el asunto y no se haga, y no os perturbéis los unos a los otros. De lo contrario, perderíais la mitad, como dije, para realizar una octava parte, lo cual no es razonable evidentemente.
60. Si os he dicho esto, no es para que, perdiendo los ánimos al punto, renunciéis a los asun- tos o que seáis negligentes y abandonéis inmediatamente las cosas, pisoteando vuestra conciencia con el deseo de libraros de toda preocupación. Todavía menos es para que rehuséis obedecer, diciendo cada uno: "Yo no puedo hacer eso, me haría daño. Eso no me conviene". Con tal actitud, no asumiríais nunca un servicio y no podríais cumplir los mandamientos de Dios. Al contrario, poned todo vuestro empeño por cumplir cada cual vuestro servicio con caridad, sometiéndoos humildemente los unos a los otros, honrándoos y estimulándoos mutuamente. Nada hay tan poderoso como la humildad. Si uno de vosotros ve en un momento a su hermano en la dificultad o se ve él mismo, deteneos, ceded el uno al otro y no esperéis a que se produzca el mal. Porque, como he dicho mil veces, es preferible que el asunto no se realice a vuestro gusto y se haga según se pueda, no por obstinación ni por pretendidas razones, aunque os pareciere razonable turbaros y afligiros mutuamente, y perder así la mitad. El daño será entonces muy diferente. Sucede con frecuencia, por lo demás, que se pierde también la octava parte, sin hacer nada en absoluto. Ésas son las obras de quienes actúan con un mal celo. Es cierto seguramente que todas nuestras obras las realizamos para sacar de ellas algún provecho. Ahora bien, ¿qué provecho podemos sacar si no nos humillamos los unos ante los otros? Hallamos, al contrario, la turbación y nos afligimos mutuamente. Ya sabéis lo que se dice en el Geronticón: "Del prójimo viene la vida y la muerte". Meditad sin cesar estos consejos en vuestros corazones, hermanos. Estudiad las palabras de los santos ancianos. Esforzaos, en el amor y el temor de Dios, por buscar vuestro provecho y el de los demás. Así podréis aprovecharos de todos los acontecimientos y progresaréis con el auxilio de Dios. Que nuestro Dios en su bondad nos recompense con su temor, como se ha dicho: "Teme a Dios y guarda sus mandamientos: ése es el deber de todo hombre" (Ecc 12,13).

V. NO DEBE SEGUIRSE EL PROPIO JUICIO
61. Se dice en los Proverbios: "Quienes no tienen guía, caen como hojas. La salvación se encuentra en la abundancia de consejos" (Pr 11,14). Considerad, hermanos, el sentido de estas palabras, y ved lo que nos enseña la sagrada Escritura. Nos pone en guarda contra la confianza en nosotros mismos y contra la ilusión de creernos prudentes y capaces de dirigirnos nosotros mismos. Tenemos necesidad de ayuda, necesitamos de guías además de Dios. Nada hay tan miserable ni tan vulnerable como quienes no tienen a nadie para conducirles por los caminos de Dios. ¿Qué dice la Escritura? "Quienes no tienen guía caen como hojas". La hoja, cuando nace, es siempre verde, vigorosa y hermosa; luego se seca poco a poco, cae, y al fin se la pisotea sin prestar atención. Así es el hombre que no tiene guía. Al comienzo no deja de tener fervor por el ayuno, las vigilias, la soledad, la obediencia, y las demás obras buenas. Luego, al apagarse ese fervor paulatinamente por no tener guía para alimentarlo e inflamarlo, él se seca insensiblemente, cae, y acaba en las manos de sus enemigos, que hacen de él lo que quieren. Al contrario, de quienes manifiestan sus pensamientos y hacen todo tomando consejo, la Escritura dice: "La salvación se encuentra en la abundancia de consejo". Por "abundancia de consejo" no quiere decir que hay que consultar a todo el mundo, sino consultar para todo claramente a aquél en quien se debe tener plena confianza; no se deben callar unas cosas y decir otras, sino manifestar todo y pedir consejo para todo. Para quien obra así, verdaderamente "la salvación se halla en la abundancia de consejo".
62. Si uno no revela todo lo que hay en él, sobre todo si él acaba de dejar una vida y costumbres malsanas, el diablo descubrirá en él una voluntad propia o una pretensión de justicia que le permitirán derribarlo. Cuando el diablo ve a alguien decidido a no pecar, no es tonto en su maldad, para sugerirle al punto faltas manifiestas. No le dirá: "Vete a fornicar", ni "vete a robar". Sabe que no queremos esas cosas y no desea hablarnos de lo que nosotros no queremos. Pero he ahí que nos halla en posesión de una sola voluntad propia o de una pretensión de justicia, y ahí nos propone bellas razones. Por eso se ha escrito también: "El Maligno hace el mal, cuando se junta con una pretensión de justicia", es decir cuando se asocia con nuestra pretendida justicia. Porque entonces es más fuerte y puede obrar y dañar más. Cada vez que nos apegamos obstinadamente a nuestra voluntad propia y que nos confiamos a nuestras pretensiones de justicia, pensando que obramos muy bien, en realidad nos tendemos trampas a nosotros mismos, y no nos damos cuenta de que caminamos a nuestra ruina. ¿Cómo podríamos conocer la voluntad de Dios o buscarla verdaderamente, si ponemos en nosotros mismos la confianza y nos agarramos tenazmente a nuestra propia voluntad?
63. Esto hacía decir al abad Poemen que la voluntad es un muro de bronce entre el hombre y Dios. Considerad el sentido de esta palabra. Él añadía: "Es una roca de rechazo", en tanto que se opone y obstaculiza la voluntad de Dios. Si un hombre renuncia a eso, puede decir él también: "Con mi Dios pasaré el muro. Mi Dios, cuyo camino es irreprochable" (Sal 17,30-31). ¡Qué palabras admirables! En verdad, cuando se ha renunciado a la voluntad propia, entonces se ve sin reproche el camino de Dios. Pero si uno la sigue, no puede percibir que el camino de Dios es irreprochable. Recibe uno un aviso, e inmediatamente recrimina, se torna con desprecio, se rebela. En verdad, ¿cómo el que está apegado a su propia voluntad, podría escuchar a alguien y seguir el menor consejo? El abad Poemen habla luego de la pretensión de justicia: "Si la pretensión de justicia presta su apoyo a la voluntad, es un mal para el hombre". ¡Oh! ¡Qué lógica en las palabras de los santos! En realidad es una muerte la unión de la pretensión de justicia con la voluntad, es un gran peligro, un gran daño. La ruina es completa para el desgraciado (que se deja engañar). ¿Quién podría persuadirle que otro conoce mejor que él lo que le conviene? Él se entrega totalmente a su propio pensamiento, y, al fin, el enemigo le derriba como quiere. Por eso está escrito: "El Maligno daña cuando se junta una pretensión de justicia; y detesta la palabra de seguridad" (Pr 11,15).
64. Se ha dicho que "detesta la palabra de seguridad", porque, no sólo tiene horror a la seguridad, sino que no puede ni siquiera oír la voz y detesta su palabra, es decir el hecho mismo de hablar para su seguridad. Me explico. El que preguntó acerca de la utilidad (de lo que quiere hacer), no ha hecho todavía nada, y el enemigo, antes mismo de saber si observará o no lo que se le responderá, siente odio por el mero hecho de preguntar y escuchar un consejo útil. Tiene horror al sonido y al ruido de tales palabras; huye de ellas. ¿Por qué? Porque sabe que su maquinación será descubierta por el solo hecho de preguntar y de hablar sobre la utilidad (de la cosa). No detesta ni teme nada tanto como ser reconocido, porque entonces no encuentra ya medio de tender trampas a su gusto. Póngase el alma en seguridad revelando todo y oyendo decir de alguien competente: "Haz esto, y no hagas aquello; esta cosa es buena, la otra es mala; esto es pretensión de justicia, aquello es voluntad propia"; y también: "Éste no es el momento de hacer eso"; y otra vez: "Ahora es el momento". Entonces el diablo no hallará motivo para hacerle daño, ni cómo hacerla caer, porque está constantemente guiada y protegida por todas partes. En ella se realiza que "la salvación se halla en la abundancia de consejo". Esto no lo quiere el Maligno, sino que lo detesta. Lo que él quiere es hacer el mal, y se regocija más bien en quienes no tienen guía. ¿Por qué? Porque ellos "caen como hojas".
65. Ved: el Maligno amaba al hermano del que decía al abad Macario: "Tengo un hermano que gira como una veleta, tan pronto como me percibe". Él ama a esos monjes, encuentra siempre su placer en quienes no son guiados y no se abandonan a alguien que puede, después de Dios, auxiliarlos y darles la mano. El demonio, al que vio el santo un día llevar todas sus drogas en frascos, ¿no fue a todos los hermanos? ¿No las presentó a todos? Pero cada uno de ellos, viendo el engaño, corrió a revelar sus pensamientos y halló auxilio en el momento de la tentación, de modo que el Maligno no pudo hacerles nada. No halló más que al desgraciado hermano que se confiaba en sí mismo y que no recibía auxilio de nadie. Se burló de él y se retiró dándole las gracias y maldiciendo a los demás. Cuando hubo contado esto a san Macario con el nombre del hermano, el santo corrió a éste y encontró la causa de su caída. Se dio cuenta de que el hermano no quería confesar su falta y no tenía la costumbre de abrirse. Por eso el enemigo le hacía cambiar de parecer a su gusto. El santo le preguntó: "¿Cómo vas tú, hermano?" ­Bien, gracias a tus oraciones. ­¿No te hacen guerra los pensamientos? ­Por el momento voy bien". Y no quiso confesar nada hasta que el santo logró hábilmente hacerle decir por fin lo que tenía en el corazón. Entonces, le fortaleció con la palabra de Dios y se volvió de allí. El enemigo tornó según su costumbre con el deseo de hacerle caer, pero fue desconcertado porque le halló sólidamente firme y no logró engañarlo. Así partió sin haber hecho nada. Partió, humillado por aquel hermano. Por eso cuando el santo preguntó después al diablo: "¿Cómo va el hermano, tu amigo?", él no lo trató ya de amigo, sino de enemigo, y lo maldijo, diciendo: "Él también se apartó de mí y no me escucha ya; se hizo el más huraño de todos".
66. Veis por qué el enemigo "detesta la palabra de seguridad": él busca constantemente nuestra ruina. Veis por qué ama a los que tienen confianza en sí mismos: éstos colaboran con el diablo, poniéndose a sí mismos engaños. Por mi parte, no conozco caída alguna de un monje que no haya sido causada por la confianza en sí mismo. Algunos dicen: éste cae por esto, o por aquello. Yo, lo repito, no conozco caída que fuera causada por una razón distinta de la dicha. ¿Ves caer a alguien? Estate seguro de que se dirigió él mismo. Nada hay más grave que dirigirse a sí mismo, nada más fatal. Gracias a la protección de Dios, siempre temí ese peligro. Cuando estaba en el monasterio (del abad Seridos) confiaba todo al anciano, el abad Juan, y nunca consentí en hacer cosa alguna sin su aprobación. A veces mi pensamiento me decía: "El anciano, ¿no te va a decir tal cosa? ¿Por qué querer importunarle?" Y yo replicaba: "¡Te condeno a ti y a tu discernimiento, a tu inteligencia, a tu prudencia y a tu ciencia! Lo que tú sabes, lo sabes por los demonios". Iba, pues, a preguntar al abad Juan y sucedía a veces que su respuesta era precisamente la que yo había previsto. Entonces mi pensamiento me decía: "¿Lo ves? Eso es lo que te había dicho. ¿No has molestado inútilmente al anciano?" Y yo respondía: "Sí, ahora está bien; ahora eso viene del Espíritu Santo. Lo que es tuyo, eso es malo, viene de los demonios, viene producido por la pasión". Así nunca me permitía seguir mi pensamiento sin tomar consejo. Y, creedme, hermanos, yo tenía un gran descanso, una gran despreocupación, a tal punto que me inquieté, como creo habéroslo dicho en otra ocasión, porque yo sabía que "es por muchas tribulaciones que nos es preciso entrar en el Reino de Dios"; y ¡yo me veía sin tribulación alguna! Estaba temeroso y angustiado no sabiendo la causa de tal reposo, hasta que el anciano me hubo esclarecido al decirme: "No te preocupes. Quien se entrega a la obediencia de los Padres, posee ese reposo y esa despreocupación".
67. Vosotros también, hermanos, poned cuidado en preguntar y en no dirigiros vosotros mismos. Ved qué despreocupación, qué alegría, qué reposo se halla en eso. Pero ya que os he dicho que no era nunca probado, escuchad también a este respecto lo que me sucedió un día. Estando todavía en el monasterio (del abad Seridos), fui una vez asaltado de una tristeza inmensa e intolerable. Estaba abatido y en una angustia tal que estaba a punto de morir. Este tormento era un engaño del demonio y una prueba semejante procede de su envidia; es muy penosa, pero de corta duración; pesada, tenebrosa, sin consolación ni reposo, con la angustia por todas partes y la opresión. Pero la gracia de Dios llega pronto al alma, si no, nadie podría soportar. Estando, pues, presa de esta prueba y de esta angustia, me encontraba un día en el atrio del monasterio, descorazonado, suplicando a Dios que viniese en mi auxilio. De repente, echando una mirada al interior de la iglesia, vi penetrar en el santuario a alguien que tenía el aspecto de un obispo, y que llevaba una vestimenta de armiño. Nunca me acercaba a un extraño sin necesidad o sin una orden. Con todo, algo me atrajo, y avancé tras sus pisadas. Mucho tiempo permaneció de pie, las manos tendidas hacia el cielo. Yo estaba detrás de él y oraba con mucho temor, porque su vista me llenaba de espanto. Cuando cesó de orar, se volvió y vino hacia mí. A medida que él se acercaba, yo sentía alejarse mi tristeza y mi miedo. Detenido ante mí, extendió su mano hasta tocar mi pecho y lo golpeó con sus dedos diciendo: "No cesé de aguardar al Señor. Él se inclinó hacia mí, escuchó mi oración, me retiró de la fosa de perdición y del fango del lodazal: estableció mis pies sobre roca y confirmó mis pasos. Puso en mi boca un cántico nuevo, una alabanza a nuestro Dios" (Sal 39,2-4). Tres veces repitió estos versos golpeándome el pecho. Luego se fue. Inmediatamente mi corazón se llenó de luz, de alegría, de consolación, de dulzura: no era el mismo hombre. Salí corriendo en su búsqueda, pero no lo hallé; había desaparecido. Desde aquella hora, por la misericordia divina, no me acuerdo de haber sido atormentado de tristeza o de temor. El Señor me protegió hasta ahora, gracias a las oraciones de los santos ancianos.
68. Os he contado esto, hermanos, para mostraros el reposo y la despreocupación de que gozan con toda seguridad los que no ponen su confianza en sí mismos, sino que encomiendan todo lo que les concierne a Dios y a los que, después de Dios, le pueden guiar. Aprended, pues, vosotros también, hermanos míos, a preguntar, aprended a no fiaros de vosotros mismos. Esto es bueno, es humildad, descanso, alegría. ¿Para qué atormentarse en vano? No es posible salvarse de otra manera. Pero quizás alguno se dice, ¿que debe hacer aquel que no tiene a nadie a quien pedir consejo? De hecho si uno busca verdaderamente con todo su corazón la voluntad de Dios, Dios no lo abandonará nunca, sino que le guiará en todo según su voluntad. Sí, realmente, si uno dirige su corazón hacia la voluntad divina, Dios esclarecerá, si es preciso, un niño para hacérsela conocer. Si uno, al contrario, no busca sinceramente la voluntad de Dios y va consultar a un profeta, Dios pondrá en el corazón del profeta una respuesta conforme a la perversidad de su corazón, según la palabra de la Escritura: "Si un profeta habla y se equivoca, soy yo, el Señor, que lo hice equivocarse" (Ez 14,9). Por eso debemos, con todo nuestro empeño, dirigirnos según la voluntad de Dios y no confiar en nuestro propio corazón. Si una cosa es buena y oímos a un santo decir que es buena, debemos tenerla por tal, sin creer por ello que la hacemos bien y que sepamos como debe hacerse. Después de esto, no debemos quedarnos sin inquietud, sino esperar el juicio de Dios, como el santo abad Agatón al que le preguntaban: "Padre, ¿temes también tú?". Y él respondió: "He hecho al menos lo que pude, pero no sé si mis obras han agradado a Dios. Ya que uno es el juicio de Dios, y otro el de los hombres". Que Dios nos proteja contra el peligro de dirigirnos a nosotros mismos y que nos conceda mantenernos firmes en el camino de nuestros Padres.

VI. NO SE DEBE JUZGAR AL PRÓJIMO
69. Hermanos, si guardamos en la memoria los dichos de los santos ancianos y los meditamos sin cesar, difícil será que pequemos o que seamos negligentes. Si, como ellos dicen, no despre- ciamos lo que es pequeño y que nos parece insignificante, no caeremos en faltas graves. Os lo repito siempre. Por cosas ligeras, como decir, por ejemplo: "¿Qué es esto? ¿Qué es aquello?", nace una mala costumbre en el alma, y se comienza a despreciar incluso las cosas importantes. ¿Veis qué grave es el pecado que se comete al juzgar al prójimo? ¿Qué hay de más grave? ¿Hay algo que Dios deteste tanto y de lo que él se aparte con tanto horror? Los Padres lo han dicho: "Nada es peor que juzgar". Y, sin embargo, es por estas cosas que se dicen ser de poca importancia, que se llega a un mal tan grande. Se admite una ligera sospecha contra el prójimo, se
piensa: ¿Qué importa si escucho lo que dice tal hermano? ¿Qué importa si digo solamente esta palabra yo también? ¿Qué importa si miro lo que va a hacer aquel hermano o aquel extraño? Y el espíritu comienza a olvidar sus propios pecados y a ocuparse del prójimo. De ahí vienen los juicios, murmuraciones y desprecios, y finalmente se cae en las faltas que se condenaban. Cuando uno es negligente respecto a sus propias miserias, cuando uno no llora su propia muerte, según la expresión de los Padres, no puede absolutamente corregirse, sino que se ocupa constantemente del prójimo. Ahora bien, nada irrita tanto a Dios, nada despoja al hombre y le conduce al abandono, como el hecho de murmurar del prójimo, de juzgarlo y de despreciarlo.
70. Murmurar, juzgar y despreciar son cosas diferentes. Murmurar es decir de alguien: aquel ha mentido, o: se encolerizó, o: fornicó, u otra cosa semejante. Se ha murmurado de él, es decir, se ha hablado contra él, se ha revelado su pecado, a impulsos de la pasión. Juzgar es decir: aquel es un mentiroso, colérico, fornicario. He ahí que se juzga la misma disposición de su alma y se aplica a su vida entera, diciendo que él es así, y se le juzga como tal. Esto es grave. Porque una cosa es decir: se encolerizó, y otra cosa: es colérico, pronunciándose así sobre toda su vida. Juzgar sobrepasa en gravedad a todos los pecados, de modo que Cristo mismo dijo: "Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para quitar la paja del ojo de tu hermano". La falta del prójimo la comparó a una paja y el juicio a una viga, pues el juzgar es muy grave, más grave quizás que cometer cualquier otro pecado. El fariseo que oraba y daba gracias a Dios por sus buenas acciones, no mentía, sino que decía la verdad; no fue condenado por eso. En realidad debemos dar gracias a Dios por el bien que él nos concede realizar, ya que es con su ayuda y su auxilio. Así no fue condenado por haber dicho: "No soy como los demás hombres"; no. Fue condenado cuando, vuelto hacia el publicano, añadió: "Ni como ese publicano". Fue entonces cuando fue gravemente culpable, porque juzgaba la persona misma del publicano, las mismas disposiciones de su alma, en una palabra su vida entera. Por eso el publicano partió de allí justificado y no él.
71. No hay nada más grave, nada más dañoso, y lo digo con frecuencia, que juzgar o despreciar al prójimo. ¿Por qué, más bien, no nos juzgamos nosotros mismos que nos conocemos mejor y que hemos de dar cuenta a Dios de lo que hicimos? ¿Por qué usurpar el juicio a Dios? ¿Qué tenemos que exigir de una criatura suya? ¿No deberíamos temblar al oír lo que le sucedió al anciano que, al enterarse de que un hermano había caído en la fornicación, había dicho de él: "¡Oh!, qué mal obró"? ¿No conocéis la terrible historia que narra respecto de él el Geronticón? Un ángel santo condujo delante de él al alma del culpable y le dijo: "El que has juzgado ha muerto. ¿A dónde quieres que lo lleve, al reino o al suplicio?" ¿Hay algo más terrible que una tal responsabilidad? Porque las palabras del ángel al anciano, ¿qué quieren decir sino esto?: Ya que tú eres el juez de los justos y los pecadores, dame tus órdenes respecto de esta pobre alma. ¿La absuelves? ¿Quieres castigarla? Por ello el santo anciano, confundido, pasó todo el resto de su vida gimiendo, con lágrimas y mil penalidades, suplicando a Dios que le perdonase aquel pecado. Y esto, después de haberse postrado a los pies del ángel y haber sido perdonado por él. Ya que la palabra del ángel: "He aquí que Dios te mostró cuán grave es juzgar, no lo hagas más", significaba ciertamente el perdón. Con todo, el alma del anciano no quiso ser consolada de su amargura hasta la muerte.
72. ¿Por qué querer nosotros también exigir algo del prójimo? ¿Por qué querer cargarnos con la carga de otro? Hermanos, ya tenemos de que ocuparnos. Que cada cual piense en sí mismo y en sus propias miserias. El justificar y el condenar pertenece sólo a Dios. Es él quien conoce el estado de cada uno, sus fuerzas, su comportamiento, sus dones, su temperamento, sus particularidades, y él juzga teniendo presentes todos estos elementos que él solo conoce. Dios juzga diferentemente a un obispo y a un príncipe, a un higumene y a un discípulo, a un anciano y a un joven, a un enfermo y a un sano. Y, ¿quién puede conocer esos juicios sino el que solo ha hecho todo, lo formó todo y lo sabe todo?
73. Recuerdo haber oído narrar este hecho: un navío cargado de esclavos echó ancla en una ciudad en que vivía una piadosa virgen muy atenta a su salvación. Ella se alegró cuando se enteró de la llegada del navío, porque deseaba comprarse una esclavita. "La educaré, pensaba ella, conforme a mis deseos, de modo que ignore totalmente la malicia del mundo". Preguntó al patrón del navío y él tenía justamente dos niñas que respondían a su deseo. Inmediatamente, gozosa, pagó el precio y tomó a una de las niñas en su casa. El patrón del navío había apenas dejado la piadosa mujer y dado unos pasos cuando una miserable comediante le encontró y, viendo la otra niña que le acompañaba, deseó comprarla. Discutido el precio, pagó y se fue, llevándose la niña. Ved el misterio de Dios, ved su juicio. ¿Quién podría explicarlo? La piadosa virgen tomó la niña, la educó en el temor de Dios, la formó en toda clase de buenas obras, le mostró cuanto se refiere a la vida monástica, y en una palabra le enseñó todo el buen olor de los santos mandamientos de Dios. La comediante, al contrario, tomó a la pobre desgraciada para hacerla un instrumento del diablo. ¿Qué otra cosa podía enseñarle ella, aquella malvada, más que la ruina del alma? ¿Qué podríamos decir de esta terrible diferencia? Las dos eran niñas, las dos fueron llevadas para ser vendidas sin saber ellas adonde irían. Y he aquí que una de ellas se encontró entre las manos de Dios, y la otra cayó en las del diablo. ¿Puede decirse que Dios exigirá lo mismo a una y a otra? ¿Cómo podría ser así? Y si las dos caen en la fornicación o en otro pecado, aunque la falta sea idéntica, ¿podrá decirse que incurrirán en el mismo juicio? ¿Cómo admitir eso? Una fue instruida sobre el juicio y sobre el Reino de Dios, aplicándose día y noche a las palabras divinas, mientras que la otra desgraciada no vio ni oyó nada bueno, sino, al contrario, todas las perversidades del diablo. ¿Sería posible que sean ambas juzgadas con el mismo rigor?
74. El hombre no puede conocer los juicios de Dios. Dios es el único que comprende y que puede juzgar la conducta de cada uno según su ciencia exclusiva. En realidad, acontece que un hermano hace con sencillez de corazón una acción que agrada a Dios más que toda tu vida, y tú, ¿te constituyes su juez y hieres así su alma? Y si llega a sucumbir, ¿cómo sabrías tú todos los combates que él ha librado y cuántas veces derramó sangre antes de obrar el mal? Quizá su falta es contada ante Dios como una obra de justicia, ya que Dios ve la pena y el tormento que él soportó antes, tiene piedad de él y le perdona. Dios tiene piedad de él y ¡tú lo condenas para la ruina de tu alma! Y, ¿cómo podrías tú conocer todas las lágrimas que él ha derramado por su falta en presencia de Dios? Tú has visto el pecado, pero no conoces el arrepentimiento. A veces no sólo juzgamos, sino que incluso despreciamos. Como he dicho ya, una cosa es juzgar y otra despreciar. Hay desprecio cuando, no contento de juzgar al prójimo, uno lo detesta, tiene horror de él como de una cosa abominable, lo cual es peor y mucho más funesto.
75. Quienes quieren salvarse, no se ocupan jamás de los defectos del prójimo, sino siempre de los suyos propios, y de este modo progresan. Así era el monje que, al ver pecar a su herma- no, decía gimiendo: "¡Ay de mí! Hoy él; seguramente mañana yo". Ved la prudencia. Ved la presencia de ánimo. ¿Cómo encontró tan pronto el medio para no juzgar a su hermano? Al decir: "Seguramente mañana yo", se inspiró en el temor y la inquietud por el pecado que esperaba cometer, y evitó así juzgar al prójimo. Y no contento con eso, se abajó por debajo de su hermano, añadiendo: "Él, hace penitencia por su falta, y yo ciertamente no hago penitencia, ni llegaré
a hacerla en verdad, porque no tengo fuerza para hacerla". Mirad la luz de esta alma divina. No sólo pudo abstenerse de juzgar al prójimo, sino que se consideró inferior a él. Y nosotros, siendo tan miserables, juzgamos a tontas y a locas, tenemos aversión y desprecio, cada vez que vemos, oímos o sospechamos cualquier cosa. Lo peor es que, no contentos con el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos, nos apresuramos a decir al primer hermano que encontramos: "Sucedió esto o lo otro", y le hacemos daño a él también, inoculando el pecado en su corazón. No tememos al que dijo: "¡Ay de aquel que hace beber a su prójimo una bebida manchada!" (Hb 2,15) Y hacemos la obra de los demonios y no nos preocupamos por ello. Porque ¿qué puede hacer un demonio sino perturbar y dañar? He ahí que colaboramos con los demonios para nuestra ruina y la del prójimo. El que perjudica a un alma trabaja con los demonios y los ayuda, como quien hace el bien trabaja con los santos ángeles.
76. ¿De dónde nos viene esa desdicha, sino de nuestra falta de caridad? Si tuviéramos la caridad acompañada de la compasión y de la pena, no prestaríamos atención a los defectos del prójimo, conforme a la palabra: "La caridad cubre una multitud de pecados" (1 P 4,8). Y: "La caridad no se detiene en el mal, excusa todo", etc... Si tuviéramos caridad, esa caridad cubriría toda falta, y seríamos como los santos cuando ven los defectos de los demás. Los santos, ¿están ciegos para no ver los pecados? ¿Quién detesta tanto el pecado como los santos? Y sin embargo, no detestan al pecador, ni le juzgan ni huyen de él. Al contrario, se compadecen, lo exhortan, lo consuelan, lo cuidan, como un miembro enfermo: hacen todo por salvarlo. Ved los pescadores: cuando, echado el anzuelo al mar, han apresado un pez grande y lo sienten agitarse y batirse, no lo sacan inmediatamente con grandes esfuerzos, porque el hilo rompería y todo se perdería. Le sueltan el hilo con destreza y lo dejan ir adonde quiera. Cuando se dan cuenta de que está agotado y que su ardor se calmó, comienzan a tirar poco a poco. Igualmente los santos con la paciencia y la caridad atraen al hermano, en lugar de rechazarlo lejos de ellos con asco. Cuando una madre tiene un hijo deforme, no lo mira con horror, sino que gustosa lo arregla y hace lo posible por hacerlo gracioso. Es así como los santos protegen siempre al pecador, lo disponen y se encargan de él para corregirlo en el momento oportuno, para impedirle que dañe a otros, y también para progresar ellos mismos en la caridad de Cristo. ¿Qué hizo san Amonas cuando los hermanos, escandalizados, vinieron a decirle: "Ven a ver, abad, hay una mujer en la celda del hermano tal"? ¡Qué misericordia, qué caridad testimonió aquella santa alma! Sabiendo que el hermano había ocultado a la mujer bajo un tonel, se sentó encima y ordenó a los demás buscar en toda la celda. Como no la encontraban, les dijo: "Dios os perdone", y, avergonzándolos, les ayudó a no creer fácilmente nunca más en el mal contra el prójimo. En cuanto al culpable, lo sanó, no sólo protegiéndolo ante Dios, sino también corrigiéndolo, tan pronto como encontró el momento favorable. Ya que, después de haber despedido a todos, le cogió solamente la mano y le dijo: "Ten cuidado de ti mismo, hermano". Inmediatamente el hermano fue transido de dolor y compunción. Al punto obraron en su alma la bondad y la compasión del anciano.
77. Adquiramos, nosotros también, la caridad, adquiramos la misericordia para con el prójimo, y guardémonos de la terrible murmuración, del juicio y del desprecio. Auxiliémonos los unos a los otros, como a miembros nuestros. Si uno está herido en la mano, en el pie o en otra
parte, ¿tiene asco de sí mismo? ¿Corta el miembro enfermo, aunque esté maloliente? ¿No trata más bien de lavarlo, limpiarlo, y ponerle pomadas y vendas, ungirlo con aceite santo, orar y hacer orar a los santos por él, como dice el abad Zósimo? En resumen, no abandona su miembro, no detesta su mal olor, sino que hace todo por curarlo. Así debemos compadecernos los unos de los otros, ayudarnos mutuamente por nosotros mismos o por otros más hábiles, hacer todo lo posible en pensamiento y en obra para auxiliarnos a nosotros mismos y los unos a los otros. Porque "somos miembros los unos de los otros", dice el Apóstol. Ahora bien, si formamos un solo cuerpo, y si somos, cada cual por su parte, miembros los unos de los otros, cuando un miembro sufre, todos los miembros sufren con él. A vuestro parecer, ¿qué son los monasterios? ¿No son como un solo cuerpo con muchos miembros? Los que gobiernan son la cabeza; los que vigilan y corrigen son los ojos; los que prestan servicio con la palabra, son la boca; los oídos son los que obedecen; las manos, los que trabajan; los pies, los que hacen las comisiones y aseguran los servicios. ¿Eres la cabeza? Gobierna. ¿Eres ojo? Estate atento y observa. ¿Eres boca? Habla útilmente. ¿Eres oído? Obedece. ¿Eres mano? Trabaja. ¿Eres pie? Cumple tu servicio. Que cada uno, según lo que él puede, trabaje en favor del cuerpo. Estar prontos siempre a ayudaros los unos a los otros, sea instruyendo o sembrando la palabra de Dios en el corazón de vuestro hermano, sea consolándole en el tiempo de prueba, sea echándole una mano y ayudándole en el trabajo. En una palabra, cada uno según sus posibilidades, como he dicho, procurad estar unidos los unos con los otros. Cuanto más unido se está al prójimo, más unido se está a Dios.
78. Para que comprendáis el sentido de esta palabra, voy a daros una imagen sacada de los Padres: suponed un círculo trazado en la tierra, es decir una línea redonda hecha con un compás y un centro. Precisamente se llama centro el punto de en medio del círculo. Prestad atención a lo que os digo. Imaginad que este círculo es el mundo; el centro es Dios; y los rayos son los diferentes caminos o maneras de vivir los hombres. Cuando los santos, deseando acercarse de Dios, avanzan hacia el centro del círculo, en la medida en que penetran en el interior, se acercan los unos de los otros al mismo tiempo que de Dios. Cuanto más se acercan de Dios, tanto más se acercan los unos de los otros; y cuanto más se acercan unos de los otros, tanto más se acercan de Dios. Y comprendéis que es lo mismo en sentido inverso, cuando uno se aparta de Dios para retirarse hacia lo exterior: es evidente entonces que, cuanto más se alejan de Dios, tanto más se alejan los unos de los otros, y cuanto más se alejan los unos de los otros, tanto más se alejan de Dios. Ésa es la naturaleza de la caridad. En la medida en que estamos al exterior y que no amamos a Dios, en esa misma medida está cada uno alejado respecto del prójimo. Y si amamos a Dios, tanto como nos acerquemos a Dios amándole, otro tanto nos unimos al prójimo por la caridad, y cuanto estemos unidos al prójimo, otro tanto lo estamos a Dios. Que Dios nos haga dignos de comprender lo que nos es provechoso y de realizarlo. Porque cuanto más cuidado pongamos en cumplir con esmero lo que entendemos, tanto más Dios nos dará su luz y nos mostrará su voluntad.

VII. CENSURARSE A SÍ MISMO
79. Hermanos, tratemos de saber por qué ocurre que a veces se oye una palabra desagradable y uno la deja pasar sin turbarse, como si no la hubiera oído, y otras veces uno se perturba inmediatamente. ¿Cuál es la razón de esa diferencia? ¿Hay una o varias razones? Por mi parte, veo muchas, pero una sola causa, por así decir, todas las demás. Me explico. He ahí un hermano que acaba de orar y de hacer una buena meditación; se encuentra, como se dice, en buena forma. Él soporta a su hermano y pasa adelante sin turbarse. He ahí otro que tiene afecto a un hermano, y por eso soporta tranquilamente cuanto le hace ese hermano. Sucede también que tal otro desprecia al que quiere molestarle, desechando cuanto procede de él, no prestándole ni siquiera atención, como si no existiese, no teniéndolo en cuenta ni a él, ni lo que dice ni lo que hace.
80. Voy a contaros una cosa digna de admiración. Había en el monasterio, antes de que yo lo dejase, un hermano que yo no lo veía jamás turbado ni enfadado contra nadie y, sin embargo, yo veía que muchos de los hermanos lo maltrataban y lo ultrajaban de diversas maneras. Aquel joven monje soportaba lo que cada cual le hacía, como si no hubiese absolutamente nadie que le molestase. Yo no cesaba de admirarme de su excesiva paciencia y deseaba saber cómo había adquirido aquella virtud. Lo tomé un día aparte, y haciéndole una metania le invité a que me dijera qué pensamiento guardaba siempre en su corazón, en medio de los ultrajes y de todas las penalidades que le hacían sufrir, para mostrar tal paciencia. Me respondió simplemente y sin ambages: "Tengo la costumbre de permanecer, respecto de quienes me hacen todas las injurias, como los perritos respecto de sus amos". A estas palabras, bajé la cabeza y me dije a mí mismo: "Este hermano encontró el camino". Después de haberme signado, lo dejé, pidiendo a Dios que nos proteja a los dos.
81. Decía que a veces es por desprecio que uno no se perturba: y eso es manifiestamente un desastre. Pero turbarse contra un hermano que nos molesta, puede proceder sea de una mala disposición del momento, sea de la aversión que uno siente por ese hermano. Hay todavía otras diversas razones que se pueden alegar. Pero la causa de la turbación, si la buscamos con cuidado, es siempre el hecho de no acusarnos a nosotros mismos. De ahí procede que estamos agobiados y que no encontramos nunca reposo. No es de admirar que todos los santos digan existe otro camino más que ése. Vemos bien que nadie ha hallado el reposo siguiendo otro camino perfectamente recto, ¡sin querer jamás acusarnos a nosotros mismos! En verdad, aunque se hubiesen realizado mil obras buenas, si no se sigue ese camino, uno no cesará jamás de hacer sufrir y de sufrir él mismo, perdiendo así todo su trabajo. Al contrario, ¡de qué alegría y de qué reposo goza, por todas partes adonde él va, el que se acusa a sí mismo, como dijo el abad Poemen (Poemen 95)! Si le sobreviene un ultraje o una penalidad, se estima de antemano digno de aquello y nunca se turba. ¿Hay un estado que esté más exento de preocupaciones?
82. Pero se dirá: si un hermano me atormenta y, al examinarme, constato que no le he dado motivo para ello, ¿cómo podré acusarme a mí mismo? De hecho, si uno se examina con temor de Dios, percibirá que dio ciertamente motivo en el caso presente, que es muy probable que molestó al hermano otra vez, por la misma causa o por otra, o bien todavía que él molestó a otro hermano y por eso, y con frecuencia por un pecado diferente, él merece el sufrimiento. Así, como he dicho, si se examina con temor de Dios y si escruta con cuidado su conciencia, se encontrará de todos modos responsable. Sucede también que un hermano, creyéndose estar en paz y tranquilidad, se perturba, sin embargo, por una palabra molesta que acaba de decir otro hermano, y juzga que tiene razón al decirse a sí mismo: "Si este hermano no hubiera venido a hablarme y turbarme, no hubiera pecado". Esto es una ilusión, es un falso razonamiento. El que le ha dicho la palabra, ¿puso en él la pasión? Sencillamente le ha revelado la pasión que moraba en él, para que él se arrepienta, si quiere. Ese hermano semejaba a un pan de buen trigo, exteriormente hermoso de aspecto, pero que, una vez partido, dejaría ver su podredumbre. Se creía en paz, pero tenía en sí una pasión que él ignoraba. Una sola palabra de su hermano mostró claramente la podredumbre oculta en su corazón. Si quiere obtener misericordia, arrepiéntase, purifíquese, progrese, y verá que debe más bien dar gracias a su hermano por haber sido para él causa de un tal provecho.
83. Porque las pruebas no le agobiarán luego tanto. Cuanto más progrese, tanto más le parecerán ligeras. En efecto, en la medida en que crece el alma, se hace más fuerte y capaz de soportar cuando le ocurra. Sucede como con una acémila: si es robusta, lleva fácilmente la pesada carga que le han puesto. Si tropieza, se levanta inmediatamente; apenas si se resiente. Pero si es débil, le abruma cualquier carga, y si cae, le es preciso mucha ayuda para levantarse. Así ocurre con el alma. Se debilita cada vez que peca, porque el pecado agota y corrompe al pecador. Le sobreviene un nada, y ya está agobiado. Al contrario, si uno avanza en la virtud, lo que antes le abrumaba, le resulta progresivamente más ligero. Por eso nos es una gran ventaja, una causa abundante de reposo y de progreso, hacernos responsables nosotros mismos y nadie más, de lo que nos sucede, sobre todo teniendo en cuenta que nada puede sobrevenirnos sin la Providencia de Dios.
84. Pero dirá alguno: ¿Cómo no atormentarme si tengo necesidad de una cosa y no la recibo? Pues me encuentro apremiado por la necesidad. Incluso entonces no hay lugar para acusar a otro ni para incomodarse con nadie. Si uno tiene necesidad realmente de una cosa, como él dice, y no la recibe, debe decirse: "Cristo sabe mejor que yo, lo que debo obtener, y él tiene las veces para mí de esa cosa o de ese alimento". Los hijos de Israel comieron el maná en el desierto durante cuarenta años, y aunque fuese de una sola calidad, el maná se hacía para cada uno tal como él la deseaba: salado, para quien lo deseaba salado; dulce para quien lo deseaba dulce; conformándose, en una palabra, al temperamento de cada uno (Sb 16,21). Si uno tiene necesidad de un huevo y no recibe más que legumbres, que él diga en su pensamiento: "Si el huevo me fuese útil, Dios me lo habría ciertamente dado. Por otra parte, es posible que estas legumbres sean para mí como un huevo". Y confío en Dios, que esto le será contado como un martirio. Porque si es digno de ser escuchado, Dios determinará el corazón de los sarracenos para que ejerzan la misericordia para con él según sus necesidades. Pero si él no es digno o aquello no le es útil, no obtendrá satisfacción, aunque se hiciera un cielo nuevo y una tierra nueva. Es verdad que a veces uno encuentra más de lo que necesita y a veces menos. Puesto que Dios en su misericordia proporciona a cada uno lo que le es necesario, con su palabra suple la cosa de que él tiene necesidad y le enseña la paciencia. Así, en todo debemos mirar a lo alto, recibamos bien o mal, y dar gracias por cuanto sobreviene, sin nunca cesar de acusarnos nosotros mismos y decir con los Padres: "Si nos sucede un bien, es por disposición de Dios; si nos sucede un mal, es a causa de nuestros pecados". Sí, verdaderamente todas nuestras penalidades proceden de nuestros pecados. Los santos, cuando sufren, sufren por el nombre de Dios o por la manifestación de su virtud en provecho de muchos, o para aumento de la recompensa que les vendrá de Dios. Pero, ¿cómo nosotros, miserables, podríamos decir otro tanto? Cada día pecamos y seguimos nuestras pasiones; hemos dejado el camino recto que los Padres indicaron y que consiste en acusarse a sí mismo, para seguir el camino tortuoso en que se acusa al prójimo. Cada uno de nosotros, en toda circunstancia, se apresura a echar la culpa a su hermano y a imputarle la carga. Cada uno vive negligentemente, sin preocuparse de nada, y pedimos cuentas de los mandamientos al prójimo.
85. Dos hermanos, enfadados el uno contra el otro, vinieron un día a encontrarme. El de mayor edad decía del más joven: "Cuando le doy una orden, él se molesta y yo también, porque pienso que si tuviese confianza y caridad para conmigo, recibiría gustoso lo que le dije". Y el más joven decía a su vez: "Que tu Reverencia me perdone: sin duda él no me habla con el temor de Dios, sino con el deseo de mandarme y, por eso, pienso que mi corazón no tiene confianza, según la palabra de los Padres (Poemen 80)." Notad cómo estos dos hermanos se acusaban recíprocamente, sin que ni el uno ni el otro se acusase a sí mismo. Otros dos hermanos, irritados el uno contra el otro, se hacían una metania, pero permanecían desconfiados. El primero decía: "No es de buen corazón que él me ha hecho la metania; por eso no tuve confianza, según la palabra de los Padres". El otro decía: "Él no tenía para conmigo ninguna disposición de caridad, antes de que yo hiciese mis excusas: así no tuve confianza, yo tampoco". Qué ilusión, respetables hermanos. ¿Veis la perversión del espíritu? Dios sabe cómo me espanté al ver que tomamos incluso las palabras de los Padres para defender nuestras malas voluntades y perder nuestras almas. Cada uno debía censurarse a sí mismo. El uno debía decir: "No es de buen corazón que hice la metania a mi hermano. Por eso Dios no le dio la confianza". Y el otro: "Yo no tenía disposición alguna de caridad respecto de él antes de la metania. Por eso Dios no le dio la confianza". Sería necesario que los dos primeros hiciesen otro tanto. El uno debería decir: "Yo hablo con suficiencia; por eso Dios no da confianza a mi hermano". Y el otro: "Mi hermano me da órdenes con humildad y caridad, pero yo soy indócil y no tengo el temor de Dios". De hecho, ninguno de ellos encontró el camino y no se censuró a sí mismo. Cada uno, al contrario, culpó a su prójimo.
86. Ved que de esta manera no logramos progresar, ni a ser al menos útiles, y pasamos todo nuestro tiempo a corrompernos con los pensamientos que tenemos los unos contra los otros, y a atormentarnos a nosotros mismos. Cada cual se justifica, cada uno se descuida, como he dicho, sin observar nada, y pedimos cuentas al prójimo sobre los mandamientos. Por eso no nos habituamos al bien: basta que recibamos un poco de luz, para que pidamos cuentas inmediatamente al prójimo, y lo censuremos diciendo: "Debería hacer esto, y ¿por qué no lo hizo así?" ¿Por qué no pedirnos más bien cuentas a nosotros mismos sobre los mandamientos y censurarnos por no haberlos observado? ¿Dónde se halla el santo anciano a quien se preguntaba: "Qué consideras ser lo más grande en este camino, Padre"? Habiendo respondido: "Censurarse a sí mismo en todo", fue alabado por quien le había preguntado, y él añadió: "No hay más camino que ése". Igualmente el abad Poemen decía gimiendo: "Todas las virtudes entraron en esta casa salvo una, y sin ella es difícil mantenerse en pie". Como se le preguntase cuál era esa virtud, respondió: "Censurarse a sí mismo". San Antonio decía también que lo más importante para el hombre era echarse a sí mismo la culpa ante Dios, y esperar la tentación hasta el último aliento (Antonio, 4; Poemen, 125). Por todas partes encontramos que los Padres, observando esa regla y atribuyendo todo a Dios, incluso las cosas pequeñas, encontraron el reposo.
87. Así se comportó el santo anciano que estaba enfermo y cuyo discípulo echó en la comida en lugar de miel aceite de linaza, el cual es muy nocivo (Apof Nau 151). El anciano, sin embargo, no dijo nada, comió en silencio una primera y una segunda porción, como necesitaba, sin censurar a su hermano interiormente diciendo que había obrado por desprecio, sin decir tampoco una sola palabra que pudiera entristecerle. Cuando el hermano se dio cuenta de lo que había hecho, comenzó a afligirse y a decir: "Te he dado muerte, abad, y eres tú quien, con tu silencio, me ha hecho cometer este pecado". Con dulzura el anciano respondió: "No te aflijas, hijo mío; si Dios hubiese querido que yo comiese miel, tú me hubieras puesto miel". Y así, atribuyó aquello al punto a Dios. Pero, buen anciano, ¿qué tiene que ver Dios con ese asunto? El hermano se engañó y tu dices: "Si Dios hubiese querido..." ¿Cuál es la relación? "Sí, dijo el anciano, si Dios hubiese querido que yo comiese miel, el hermano hubiera puesto miel". Estaba tan enfermo, habiendo pasado tantos días sin poder tomar alimento, y con todo, no se enfadó contra el hermano, sino que, atribuyendo aquello a Dios, permaneció en paz. El anciano habló bien, porque sabía que, si Dios hubiese querido que él comiese miel, hubiese trasformado en miel incluso aquel aceite infecto.
88. En cuanto a nosotros, hermanos, en toda ocasión nos echamos sobre el prójimo, abrumándole de reproches y acusándole de despreciar y de obrar contra su conciencia. ¿Oímos una palabra? Inmediatamente nos volvemos de la mala parte y decimos: "Si no quisiera herirme, no lo habría dicho". Dónde está el santo que decía a propósito de Semeí: "Dejadle maldecir, ya que el Señor le ha dicho que maldiga a David" (2 S 16,10). ¿Mandaba Dios a un asesino maldecir a un profeta? ¿Cómo iba a decírselo Dios? Pero en su sabiduría, el profeta sabía bien que nada atrae tanto la misericordia de Dios sobre el alma como las tentaciones, sobre todo las que sobrevienen en tiempo de agobio y de persecución. Por eso respondió: "Dejad que maldiga a David, porque el Señor se lo ha dicho". Y ¿por qué motivo?: "Quizás el Señor mirará mi humillación y cambiará para mí la maldición en bien". Ved cómo obraba el profeta con sabiduría. Se enfadó contra quienes querían castigar a Semeí que le maldecía: "¿Qué tenéis que ver vosotros conmigo, hijos de Saruyá?, decía él, dejadle maldecir, ya que el Señor se lo ha dicho". Nosotros nos guardamos bien de decir respecto a nuestro hermano: "El Señor se lo ha dicho". Apenas hemos oído una palabra suya, reaccionamos como el perro al que se tira una piedra: deja al que se la tiró y va a morder la piedra. Así hacemos: abandonamos a Dios que permitió que nos asalten las pruebas para purificación de nuestros pecados, y corremos contra el prójimo: "¿Por qué me ha dicho eso? ¿Por qué me ha hecho aquello?" Cuando hubiéramos podido sacar gran provecho de esas contrariedades, nos ponemos tropiezos, no reconociendo que todo llega por la Providencia de Dios según lo que conviene a cada uno. ¡Que Dios nos dé la inteligencia por las oraciones de los santos! Amén.

VIII. SOBRE EL RENCOR
89. Envagro dijo: "Encolerizarse y contristar a alguien son cosas impropias de los monjes". Y también: "Quien ha triunfado de la cólera, ha triunfado de los demonios. En cambio, el que es presa de esa pasión está en absoluta oposición a la vida monástica"... etc. ¿Qué hay que decir, pues, de nosotros que, sin limitarnos a la irritación y la cólera, llegamos a veces al rencor? ¿Qué hemos de hacer sino llorar nuestro estado tan lastimoso e indigno del hombre? Seamos vigilantes, hermanos, cooperemos con Dios, para preservarnos del amargor de esta funesta pasión. A veces uno hace una metania de perdón a su hermano por la turbación o la molestia que debió producirse entre ellos, pero aún después de esa metania permanece enfadado y conserva pensamientos contra su hermano. Él debe dar importancia a esos pensamientos, y rechazarlos inmediatamente. Eso es el rencor, y para no ponerse en peligro deteniéndose en él, es preciso, como dije, mucha vigilancia: es necesaria la metania de perdón y es menester el combate. Al hacer la metania de perdón simplemente para cumplir con el precepto, se ha curado de la cólera por el momento, pero no se ha luchado todavía contra el rencor: se conserva el mal humor contra su hermano. Una cosa es el rencor, otra la cólera, otra la irritación y otra la desavenencia.
90. Os doy un ejemplo que os lo hará comprender. Alguien enciende un fuego. Al principio no obtiene más que un pequeño carbón. Eso representa la palabra del hermano que os ofende. Ved, no es más que un pequeño carbón, porque ¿qué es una simple palabra de vuestro hermano? Si lo soportáis, extinguís el carbón. Si al contrario os detenéis a pensar: "¿Por qué de dijo eso? Yo puedo responderle. Si no quisiera ofenderme, no me habría hablado así. Que él sepa que yo también puedo hacerle daño". Como el que enciende el fuego, vosotros estáis echando allí ramillas o cualquier cosa y producís humo, que es la turbación. La turbación no es más que el movimiento, la afluencia de pensamientos que excita y conmueve el corazón. Y esa exaltación, llamada también tolmeria, impulsa a vengarse del ofensor. Como dijo el abad Marcos, "la malicia entretenida en los pensamientos conmueve el corazón; pero, disipada con la oración y la esperanza, perece". Soportando una simple palabra de vuestro hermano, podíais, como os decía, extinguir el pequeño carbón, antes de que apareciese la turbación. Pero incluso la turbación podéis todavía calmarla fácilmente, cuando acaba de producirse, con el silencio, con la oración, con una mera metania que brota del corazón. Si, al contrario, continuáis a producir humo, es decir a conmover y a excitar vuestro corazón pensando: "¿Por qué me dijo aquello? ¡Yo también puedo hablarle a él!", la afluencia y la fricción de los pensamientos, podría decirse, trabajando y calentando el corazón, provocan la llama de la irritación. Ésta, según san Basilio, es solamente la ebullición de la sangre en torno al corazón. Eso es la irritación, llamada también oxucholia. Si queréis, podéis aún extinguirla, antes de que se trasforme en cólera. Pero si continuáis a turbaros y a perturbar a los demás, hacéis como el que echa trozos de madera a la hoguera y activa el fuego: se hacen brasas. Es la cólera.
91. Sucede lo que decía el abad Zósimo cuando le pidieron que explicase esta sentencia: "Donde no hay irritación, no hay combate". Si al comienzo de la turbación, tan pronto como aparece el humo y las chispas, uno se adelanta y se acusa a sí mismo y hace una metania, antes de que se eleve la llama de la irritación, uno queda en paz. Pero si, provocada la irritación, uno no se calma y persiste en la turbación y la exaltación, se parece al que echa madera al fuego y continúa a alimentarlo hasta que se convierte en relucientes brasas. Como las brasas, hechas carbón y puestas de lado, subsisten años y años sin pudrirse, aunque se le eche agua encima, así la cólera que se prolonga, se convierte en rencor; y desde ese momento uno no se hallará libre hasta verter su sangre. Os he dicho la diferencia (de los cuatro grados): comprendedla bien. Ahora sabéis lo que es la primera turbación, lo que es la irritación, lo que es la cólera y lo que es el rencor. ¿Veis cómo una sola palabra llega a producir un mal tan grande? Si desde el comienzo se hubiese uno censurado a sí mismo, si se hubiese soportado pacientemente la palabra del hermano, sin quererse vengar, ni responder dos o incluso cinco palabras por una sola, y responder al mal con el mal, se podrían evitar todos esos males. Por eso no ceso de recomendároslo, extirpad vuestras pasiones mientras son jóvenes, antes de que se endurezcan en vosotros y que no tengáis que sufrir. Pues una cosa es arrancar una pequeña planta y otra desarraigar un gran árbol.
92. Nada me extraña tanto como nuestra ignorancia de lo que cantamos. Cada día, en la salmodia, nos cargamos de maldiciones, y no nos damos cuenta de ello. ¿No deberíamos saber lo que salmodiamos? Decimos siempre: "Si hice mal a los que lo han hecho, caiga aniquilado ante mis enemigos" (Sal 7,5). "Caiga": ¿que significa? Mientras se está de pie, se tiene la fuerza para oponerse al adversario; se dan golpes, se reciben, se gana, se pierde: se está siempre de pie. Al contrario, si se cae, ¿cómo por tierra puede lucharse todavía contra nuestros adversarios? Y deseamos no simplemente caer delante de nuestros enemigos, sino caer aniquilados. ¿Qué significa "caer aniquilado" delante de sus enemigos? Hemos dicho que "caer" significa que se carece de la fuerza para resistir y se permanece tendido por tierra. "Caer aniquilado" es carecer de la más mínima virtud que permitiría levantarse. El que se levanta puede todavía restablecerse y volver luego al combate. Luego decimos: "Que el enemigo persiga y aprese mi alma" (Sal 7,6): no sólo que la persiga, sino que la aprese, es decir que caigamos entre sus manos, que le seamos esclavizados en todo y que él nos venza en toda ocasión, si hacemos mal a quienes nos lo han hecho a nosotros. Sin detenernos en eso, añadimos: "¡Que pisotee por tierra nuestra vida!" ¿Qué significa "nuestra vida"? Son nuestras virtudes, y pedir que nuestra vida sea pisoteada por tierra, es desear hacerse terrenal y tener nuestro pensamiento fijado en lo terreno. "¡Y que él reduzca a polvo mi gloria!" (Sal 7,6) ¿Qué significa "nuestra gloria" más que el conocimiento engendrado en el alma por la observancia de los santos mandamientos? Deseamos, pues, que el enemigo haga de nuestra gloria "nuestra vergüenza", como dice el Apóstol (Flp 3,19), que la reduzca a polvo, que haga terrestres nuestra vida y nuestra gloria, de manera que no tengamos ya pensamientos acerca de Dios, sino solamente sensibles y carnales, como aquellos de los que Dios decía: "Mi espíritu no permanecerá con los hombres, porque son carne" (Gn 6,3). He ahí todas las maldiciones con que nos cargamos al salmodiar, si respondemos mal por mal, y ¿qué mal no respondemos? Nos importa poco y no nos preocupamos por ello.
93. Se puede responder mal por mal no sólo por obra, sino también de palabra o con una actitud. Parece que no responde al mal con su obrar, el que responde de palabra o incluso con una actitud. Sucede que con una simple actitud, un gesto o una mirada se perturba a un hermano. Se puede muy bien herir a su hermano con una mirada o un gesto: eso es, pues, también responder mal por mal. Otro tiene cuidado por no responder el mal ni por obra, ni de palabra, ni con una actitud o un gesto, pero en su corazón tiene tristeza para con su hermano y está enfadado con él. Ved toda la diversidad de estados. Otro no tiene ni siquiera tristeza respecto a su hermano, pero si oye decir que alguien le ha hecho mal, o ha murmurado de él o lo ha injuriado, se alegra siempre al saberlo: igualmente ése resulta que responde mal por mal en su corazón. Otro todavía no guarda ninguna malicia, ni se alegra al oír injuriar al que le hizo mal, incluso se aflige si él sufre; sin embargo, no le agrada que aquel hermano sea dichoso, se entristece de verlo honrado o satisfecho. Ahí está todavía una forma de rencor, aunque más ligera. Al contrario, debe uno alegrarse de la dicha de su hermano, debe uno hacer lo posible por prestarle servicio y aplicarse en toda circunstancia a honrarle y contentarle.
94. Decíamos al comienzo de esta conferencia que un hermano puede guardar tristeza contra otro, incluso después de haber hecho una metania, y explicábamos que, por la metania había curado la cólera, pero no había combatido el rencor. He aquí otro, que recibiendo una ofensa de alguien, hace inmediatamente las paces con él con una metania y palabras de reconciliación y no guarda resentimiento alguno en su corazón contra el autor de la ofensa. Pero si éste le dice más tarde una cosa desagradable, entonces se acuerda de lo pasado en su espíritu y se turba a la vez por las injurias pasadas y por las nuevas. Ése se semeja a un hombre que tiene una herida y se pone un emplasto: gracias a éste la herida curó bien y cicatrizó, pero el lugar queda más sensible: se desuella más fácilmente que el resto del cuerpo si recibe una pedrada, y comienza inmediatamente a sangrar. Tal es el estado del hermano del que hablamos: tenía una herida y puso un emplasto, la metania. Como aquel del que hablábamos en primer lugar, curó bien la herida, es decir la cólera; comenzó también a curar el rencor cuidando de no guardar ningún resentimiento en su corazón, lo cual corresponde a la cicatrización de la llaga. Pero no ha borrado totalmente la huella, guarda algo de rencor, es decir la cicatriz, por la que la herida se vuelve a abrir fácilmente del todo al primer golpe. Ése debe esforzarse por hacer desaparecer completamente la cicatriz, de modo que vuelva a crecer el pelo, que no quede allí deformidad alguna y que no puede en absoluto percibirse que hubo allí una herida. ¿Cómo podrá hacerlo? Orando con todo su corazón por el que le molestó, diciendo: ¡Oh Dios!, socorre a mi hermano y a mí por sus oraciones". Así, por una parte ora por su hermano, y eso es un testimonio de compasión y de caridad; por otra parte, se humilla pidiendo el auxilio mediante las oraciones de aquel hermano. Donde se hallan compasión, caridad y humildad, ¿cómo podría prevalecer la cólera, el rencor o cualquier otra pasión? Lo dijo el abad Zósimo: "Aunque el diablo con todos sus demonios ponga en juego todas las maquinaciones de su maldad, todos sus artificios son vanos y aniquilados mediante la humildad del mandamiento de Cristo". Y otro anciano dijo: "Quien ora por sus enemigos, no conocerá el rencor".
95. Poned en práctica y comprended bien las enseñanzas que recibís. Porque si no las practicáis, la palabra no puede hacéroslas captar. ¿Qué hombre, que quiera aprender un arte, se contenta con que le hablen de ella? Ciertamente comenzará primero por tratar de hacer, deshacer, volver a hacer, destruir, y así, mediante un trabajo perseverante aprenderá poco a poco el arte con la ayuda de Dios que ve su buena voluntad y su esfuerzo. Y nosotros ¿querríamos adquirir "el arte de las artes" por sola la palabra, sin practicarla? ¿Cómo iba a ser eso posible? Velemos, pues, sobre nosotros mismos, hermanos, y trabajemos con celo, mientras lo podemos todavía. Que Dios nos conceda recordar las palabras que oímos, y guardarlas, para que el día del juicio no sean nuestra condenación.

IX. SOBRE LA MENTIRA
96. Hermanos, quiero recordaros algunas pequeñas cosas acerca de la mentira. Porque no veo que sois cuidadosos en manera alguna de vuestra lengua, y esto acarrea fácilmente numerosas faltas. Hermanos míos, comprended bien que se adquieren costumbres en todo, para el bien como para el mal, y no ceso de decíroslo. Nos es precisa mucha vigilancia para no dejarnos sorprender por la mentira. Ningún mentiroso está unido a Dios; la mentira es extraña a Dios. Está escrito: "La mentira viene del Maligno". Y: "Él es mentiroso y padre de la mentira". Así el diablo es llamado padre de la mentira. En cambio, Dios es la Verdad, porque él mismo dice: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Ved de quien os apartáis y a quien os juntáis con la mentira, ciertamente al Maligno. Si queremos salvarnos realmente, debemos amar con todas nuestras fuerzas y todo el ardor la verdad y guardarnos de la mentira, para no alejarnos de la verdad y de la vida.
97. Hay tres maneras diferentes de mentir: con el pensamiento, con la palabra y con la vida misma. Miente con el pensamiento, el que presta atención a la sospecha. Si ve a alguien hablando con su hermano, él piensa: "Hablan de mí". Cesan de hablar. Y él sospecha todavía que es a causa de él. Si alguien dice una palabra, sospecha que lo hace para molestarle. Brevemente: por cualquier razón, sospecha del prójimo y dice: "A causa de mí él hace esto, o dice aquello; es por tal razón que hizo lo otro". Ése es el que miente con el pensamiento: no dice nada según la verdad, sino todo por conjeturas. De ahí las curiosidades indiscretas, las murmuraciones, la costumbre de ponerse a escuchar, de discutir, de juzgar. Sucede por lo demás que alguien se forma sospechas y que los sucesos manifiestan la verdad; por eso, alegando su voluntad de enmendarse, no cesa de cuestionar en torno suyo, diciendo: "Cuando se habla contra mí, me doy cuenta de la falta que se me reprocha y me corrijo". Pero el principio mismo de tal conducta es del Maligno. Fue por la mentira que comenzó: en su ignorancia hizo la conjetura de lo que no sabía. ¿Cómo un árbol malo podría producir frutos buenos? Si quiere verdaderamente corregirse, no se turbe cuando un hermano le dice: "No hagas eso", o: "¿Por qué has hecho aquello?" Haga una metania dándole gracias. Entonces se enmendará. Y si Dios ve que ésa es ciertamente su voluntad, no le dejará extraviarse, sino que le enviará ciertamente quien deba corregirle. En cuanto a decir: "Es para mi enmienda que me fío de mis sospechas", y ponerse luego a espiar y a inquirir por todas partes en torno suyo, es una falsa justificación inspirada por el diablo que quiere engañarnos.
98. Cuando me encontraba en el monasterio (del abad Seridos), estaba tentado a juzgar del estado de cada uno según su manera de andar exterior. Y me sucedió la siguiente aventura: Una vez, ante mí, pasó una mujer, llevando un cántaro de agua; me dejé sorprender, no sé cómo, y la miré en los ojos. Inmediatamente me vino la idea de que era una mujer de mala vida. Con este pensamiento fui muy turbado y me abrí al anciano, el abad Juan: "Maestro, dije, si a pesar mío, al ver las maneras de una persona, mi espíritu deduce su estado, ¿qué debo hacer? ­Eh, respondió el anciano. ¿No sucede que alguien tiene un defecto natural y lucha por corregirlo? Por tanto, no es posible conocer su estado por ese defecto. No te fíes jamás de las sospechas, porque una regla torcida hace torcido incluso lo que es recto. Las sospechas son engañosas y nocivas". Desde entonces, si mi pensamiento me decía del sol: es el sol; y de las tinieblas: son las tinieblas, yo no me fiaba. Nada más grave que las sospechas. Son tan perjudiciales que a la larga llegan a persuadirnos y a hacernos creer con evidencia que vemos las cosas que no hay ni existieron nunca.
99. Voy a referiros a este respecto un hecho admirable del que fui testigo cuando estaba toda- vía en el monasterio. Había allí un hermano muy dado a ese vicio. Se fiaba tanto de sus sospechas que tenía cada vez la convicción de que las cosas eran exactamente como su espíritu las imaginaba y no admitía que no fuese así. Al crecer el mal con el tiempo, los demonios lograron extraviarle completamente. Un día que había entrado en el huerto para observar lo que allí pasaba (él no cesaba de espiar y de ponerse a escuchar), creyó ver que un hermano volaba higos y los comía. Era un viernes, un poco antes de la segunda hora. Estando persuadido de que había realmente visto aquello, se ocultó, digamos, y salió sin decir nada. Luego, a la hora de la sinaxis, espió todavía para ver lo que haría, respecto a la comunión, el hermano que había robado y comido los higos. Viendo que se lavaba las manos para ir a comulgar, corrió a decir al abad: "Mira al hermano tal, va a recibir la santa comunión con los hermanos. Impídele que se la den, porque esta mañana le he visto robar higos en el huerto y comerlos". El hermano avanzaba entonces hacia la sagrada Eucaristía con mucha compunción, porque era de los más fervientes. El abad lo vio y lo llamó antes de que se acercase al sacerdote que distribuía la comunión. Lo llamó aparte y le preguntó: "Dime, hermano, ¿qué has hecho hoy? ­¿Dónde, Maestro?, respondió extrañado el hermano. ­"En el huerto adonde fuiste esta mañana, repuso el abad. ¿Qué hacías allí?" Estupefacto el hermano respondió: "Maestro, no he visto el huerto hoy, ni siquiera estaba en el monasterio esta mañana. Heme aquí de vuelta inmediatamente después del fin de la vigilia nocturna: el ecónomo me envió a tal sitio a hacer una comisión". Se trataba de un trayecto de varias millas, y no había vuelto más que a la hora de la sinaxis. El abad llamó al ecónomo y le dijo: "¿A dónde has enviado el hermano?" El ecónomo respondió como el hermano, que lo había enviado a tal aldea. Luego hizo una metania, diciendo: "Perdóname, Padre, tú te reposabas después de la vigilia, y por eso no lo he enviado a pedirte la permisión". Plenamente convencido, el abad los envió a comulgar con su bendición. Luego llamó al que había tenido las sospechas, le riñó y le prohibió la sagrada Comunión. Además, convocó a todos los hermanos después de la sinaxis, les contó llorando lo que había pasado, y delante de todos reprobó al hermano culpable, buscando con ello una triple finalidad: confundir al diablo y denunciarlo como sembrador de sospechas, procurar al hermano el perdón de su falta con aquella humillación y el auxilio de Dios para el futuro, y, en fin, hacer que los demás fuesen más atentos a no prestar atención a las sospechas. En la larga amonestación que nos dirigió a este respecto a nosotros y al hermano, dijo que nada era tan nocivo como las sospechas y nos dio como prueba lo que acababa de suceder.
100. Bajo diversas formas, otras cosas semejantes fueron dichas por los Padres para ponernos en guardia ante el peligro de las sospechas. Esmerémonos, pues, hermanos, con todas nuestras fuerzas, y no nos fiemos de nuestras sospechas. Nada aleja tanto al hombre de la atención por sus propios pecados, haciéndole ocuparse constantemente de lo que no le atañe. No se saca ningún bien de ahí, sino mil turbaciones, mil penalidades, y el hombre no tiene nunca sosiego para adquirir el temor de Dios. Cuando nuestra maldad siembre en nosotros sospechas, trasformémoslas al punto en pensamientos buenos, y no nos harán mal alguno. Porque las sospechas están llenas de malicia y no dejan el alma en paz. He ahí lo que es la mentira de pensamiento.
101. El mentiroso de palabra es, por ejemplo, el que tarda en levantarse para la vigilia y que, en vez de decir: "Perdóname, he sido perezoso para levantarme", dice: "Tenía fiebre y vértigo, no podía ponerme de pie, estaba sin fuerza". Pronuncia diez palabras falsas en lugar de hacer una sola metania y humillarse. Si alguien le dirige un reproche, se obstina en desfigurar sus palabras y en arreglarlas para no incurrir en la censura. Igualmente, si le sucede haber tenido una disputa con sus hermanos, no cesa de justificarse diciendo: "Eres tú quien lo dijiste, eres tú quien lo hiciste, es esto, es aquello", únicamente por evitar la humillación. En fin, si desea alguna cosa, no se resuelve a decir: "Tengo ganas de aquello", sino que usará todavía una circunlocución: "Sufro de tal cosa y tengo necesidad de aquello"; o: "Me lo han prescrito"; y mentirá hasta que haya satisfecho su deseo. Todo pecado viene sea del amor del placer, sea del amor del dinero, sea de la vanagloria. La mentira viene igualmente de esas tres pasiones. Se miente sea para evitar ser reprendido y humillado, sea para satisfacer un deseo, sea para obtener una ganancia. El mentiroso no cesa de dar vueltas en su imaginación todos los subterfugios posibles para alcanzar su objetivo. Así no se le cree: aún cuando diga una palabra verdadera, nadie puede darle crédito, y la verdad que él dice resulta dudosa.
102. Puede presentarse, sin embargo, alguna necesidad en la que, si no se disimula en parte, se seguirá más desorden y daño. En tal caso, si uno se ve constreñido a ello, encubra la palabra por evitar, como dije, un desorden, un mal o un peligro más grave. Es lo que decía el abad Alonio al abad Agatón: "Dos hombres cometieron un crimen ante ti, uno de ellos huye a tu celda. El magistrado lo busca, te interroga: «¿Fuiste testigo del crimen?» Si no usas de artificio, entregas aquel hombre a la muerte". Si uno se halla así comprometido por una gran necesidad, no ha de tener por ello la mentira como despreciable, sino lamentarla, llorar ante Dios, y mirar aquello como ocasión de prueba. Sobre todo es preciso que eso no suceda más que raras veces, una vez cada mil. Es como la terapia y los purgantes: tomados continuamente hacen mal, pero utilizados de tiempo en tiempo, en caso de necesidad urgente, son provechosos. Así se debe hacer en la cuestión que nos ocupa. Aun cuando haya que mentir por necesidad, que eso sea raro, una vez cada mil, y, lo repito, si se ve que es muy necesario. Conviene entonces con temor y temblor mostrar a Dios a la vez su buena voluntad y la necesidad en que uno se encuentra y uno será absuelto. Si no, aún en ese caso uno se perjudicaría.
103. Hemos hablado del mentiroso en el pensamiento y del mentiroso de palabra. Nos queda por decir quién es el que miente con su misma vida. Miente con su vida el libertino que hace alarde de castidad, el avaro que habla de limosna y hace elogio de la caridad, y también el orgulloso que admira la humildad. No es con la intención de alabar la virtud como la admira, si no, él comenzaría por confesar humildemente su propia debilidad diciendo: "¡Ay de mí! Estoy sin bien alguno". Después de haber confesado así su miseria, podría admirar y alabar la virtud. Y no es tampoco por el deseo de evitar el escándalo por lo que hace elogio de la virtud, ya que en ese caso debería decir: "¡Miserable de mí, lleno de pasiones! ¿Por qué iré a escandalizar a mi prójimo? ¿Por qué iré a perjudicar el alma de otro e imponerme una carga de más?" Siendo él mismo pecador, podría aproximarse del bien. Considerarse a sí mismo miserable es humildad, y evitar el mal del prójimo es compasión. Pero el mentiroso no admira la virtud con tales sentimientos. Para cubrir su propia vergüenza presenta el nombre de la virtud y habla de ella como si él fuese virtuoso; con frecuencia también lo hace para hacer mal y seducir a alguien. Ninguna malicia, ninguna herejía, ni el mismo diablo pueden engañar más que simulando la virtud, según la palabra del Apóstol: el mismo diablo "se trasforma en ángel de luz" (2 Co 11,14). No es, pues, extraño que sus servidores se disfracen también como servidores de la justicia. Así, sea que trate de evitar la humillación, cuya vergüenza teme, sea que tenga la intención de seducir y engañar a alguien, el mentiroso habla de las virtudes, las alaba y las admira, como si las practicase. Tal es el que miente con su vida misma. Él no es sencillo, sino que obra con doblez: uno en el interior, otro al exterior. Toda su vida es doblez y comedia. Hemos dicho lo que es propio de la mentira: ella viene del Maligno. Acerca de la verdad hemos dicho: "La Verdad es Dios". Huyamos, pues, de la mentira, hermanos, para escapar del partido del Maligno y esforcémonos por poseer la verdad para estar unidos al que dijo: "Yo soy la Verdad". ¡Que Dios nos haga dignos de su verdad!

X. DE LA VIGILANCIA CON LA QUE HAY QUE AVANZAR POR EL CAMINO DE DIOS PARA ALCANZAR LA META
104. Hermanos, tengamos cuidado de nosotros mismos, seamos vigilantes. ¿Quién nos devol- verá el tiempo presente si lo perdemos? Podríamos buscar los días perdidos, pero no podremos encontrarlos. El abad Arsenio se decía sin cesar: "Arsenio, ¿por qué abandonaste el mundo?" Pero nosotros somos tan negligentes que no sabemos por qué lo hemos abandonado; incluso no sabemos lo que queríamos. Por eso no progresamos y estamos siempre afligidos. Esto procede de que nuestro corazón no está atento. Si quisiéramos de veras combatir, no tendríamos que sufrir y penar largo tiempo, porque, si a los comienzos uno se esfuerza como debe, combatiendo, se avanza al menos poco a poco y se termina por obrar en paz, viendo Dios la violencia que se hace y concediéndonos su auxilio. Hagámonos, pues, violencia también nosotros, pongamos a la obra y tengamos al menos la voluntad de hacer el bien. Si ciertamente no hemos llegado todavía a la perfección, el hecho mismo de querer es para nosotros el comienzo de la salvación. Porque del querer pasaremos con la ayuda de Dios a la lucha, y en la lucha encontraremos auxilio para adquirir virtudes. Es lo que hacía decir a los Padres: "Da tu sangre y recibe el espíritu", es decir, combate y entra en posesión de la virtud.
105. Cuando yo estudiaba ciencias profanas, encontraba al principio mucha dificultad, y cuando me disponía a coger un libro, era como si fuese a echar mano a una bestia feroz. Pero, esforzándome con perseverancia, Dios me ayudó y me acostumbré tan bien al trabajo que mi ardor por los estudios hacía olvidarme de descansar, de beber y comer. Nunca me dejaba arrastrar a comer con uno de mis amigos; nunca tampoco iba a conversar con ellos durante el tiempo de estudio, a pesar de que me gustaba la tertulia y amaba a mis compañeros. Tan pronto como el profesor nos despedía, iba a tomar un baño, pues tenía necesidad de bañarme todos los días por razón de la deshidratación causada por el exceso de trabajo. Luego me iba a casa, sin saber lo que comería. Yo era incapaz de dejarme distraer ni siquiera para elegir la comida. Por lo demás, yo tenía alguien que me preparaba ciertamente lo que me hacía falta. Tomaba lo que encontraba preparado por él, y al lado, en la cama, tenía mi libro sobre el que inclinaba de vez en cuando. Durante mi descanso, lo guardaba cerca de mí, sobre mi taburete, y tan pronto como había dormido un poco, me entregaba inmediatamente a la lectura. Lo mismo, por la tarde, cuando me retiraba de junto las antorchas, encendía la lámpara y leía hasta medianoche. No tenía más gusto que el de los estudios. Cuando vine al monasterio, me decía: "Si por la ciencia profana se siente tanta sed y tanto ardor por aplicarse al estudio y adquirir la costumbre ¡cuánto más por la virtud!" Y este pensamiento me estimulaba notablemente. Si alguien desea adquirir la virtud, no debe ser distraído y disipado. El que quiere aprender a ser carpintero no se dedica a otro oficio; del mismo modo, los que quieren adquirir el arte del espíritu: no deben ocuparse de otra cosa, sino aplicarse noche y día a los medios para hacerse expertos en ello. Quienes no obran así, no sólo no progresan nada, sino que, no teniendo objetivo, se fatigan y se extravían, cuanto más que, sin vigilancia ni lucha, uno se aleja fácilmente de las virtudes.
106. Las virtudes se hallan en el medio, ese es el camino real de que habla un santo anciano: "Seguid el camino real, y contad las millas". Las virtudes están en el medio entre el exceso y la insuficiencia. Por eso está escrito: "No desvíes a derecha ni a izquierda" (Pr 4,27), sino sigue "el camino real" (Nm 20,17). San Basilio dice: "Es recto de corazón aquel cuyo pensamiento no se inclina ni hacia el exceso ni hacia la insuficiencia, sino que se dirige hacia el medio que es la virtud". He aquí lo que quiero decir: el mal de suyo no es nada, ya que no tiene ni ser ni substancia. ¡No lo quiera Dios! Y el alma lo hace cuando, apartándose de la virtud, es invadida por las pasiones. Precisamente es atormentada por el mal, no hallando en sí su reposo natural. Por ejemplo, es como la madera: en ella no hay gusano, pero si se pudre, de esa podredumbre nace el gusano que la roe. El hierro también produce el óxido y a su vez es roído por el óxido, y la ropa cría la polilla, que luego la devora. Así el alma produce de sí misma el mal, el cual no tenía antes ni ser ni substancia, y a su vez es devorada por el mal. Lo ha dicho bien san Gregorio: "El fuego producido con la madera consume esa madera como el mal consume a los malvados." Y esto se ve también en los enfermos. Si se vive de manera desordenada, sin velar por la salud, se produce sea la abundancia sea la carencia (de humores) y de ahí se sigue un desequilibrio. Antes, la enfermedad no se hallaba en ninguna parte, ni siquiera existía. De nuevo, cuando el cuerpo recobra la salud, la enfermedad no se halla en parte alguna. Igualmente el mal es la enfermedad del alma privada de su salud natural, es decir de la virtud. Por eso decimos que las virtudes están en medio. Por ejemplo, el coraje es el medio entre la cobardía y la audacia; la humildad, entre el orgullo y el servilismo; el respeto, entre la vergüenza y la insolencia; y así respectivamente todas las demás virtudes. El hombre que se halla ornado de virtudes, es estimado ante Dios; y aunque parezca que come, bebe y duerme como los demás hombres, sus virtudes le hacen honorable. Al contrario, si falta de vigilancia y no se cuida de sí mismo, se aleja fácilmente del camino, sea a derecha, sea a izquierda, es decir hacia el exceso o hacia la insuficiencia, y provoca esa enfermedad que es el mal.
107. Ése es el camino real que siguieron todos los santos. Las "millas" son las diferentes etapas que hay siempre que medir para darse cuenta en donde se está, a que milla se ha llegado, en que estado uno se encuentra. Me explico. Todos somos viajeros que tenemos como objetivo la ciudad santa. Partidos de un misma ciudad, unos han hecho cinco millas, y luego se han detenido; otros hicieron diez; algunos llegaron hasta la mitad del camino; otros no han dado un paso: salidos de la ciudad quedaron a sus puertas, en su atmósfera nauseabunda. Sucede también que algunos hacen dos millas, luego se extravían y tornan sobre sus pasos, o habiendo hecho dos millas, retroceden cinco. Hay incluso quienes avanzaron hasta la ciudad adonde iban, pero quedaron fuera y no penetraron en el interior. Eso es lo que nosotros somos. Hay ciertamente entre nosotros quienes tenían por objetivo la adquisición de las virtudes, cuando abandonaron el mundo para ingresar en el monasterio. De estos, unos progresaron un poco, y luego se detuvieron; otros avanzaron un poco más, algunos hicieron la mitad del trayecto, y allí se quedaron. Hay quienes no han hecho nada en absoluto: parecía que habían abandonado el mundo, pero de hecho permanecieron en las cosas del mundo, en sus pasiones y su hediondez. Algunos obran algún bien, y luego lo destruyen o incluso destruyen más de lo que han hecho. Otros adquirieron las virtudes, pero tuvieron orgullo y deprecio por el prójimo: quedaron al exterior de la ciudad y no penetraron en ella; éstos tampoco llegaron a la meta, porque aunque hayan llegado a la puerta de la ciudad, quedaron fuera, de modo que tampoco alcanzaron su objetivo. Examine cada uno de nosotros en donde se halla. Salido de su ciudad, ¿no quedó fuera, junto a la puerta, en la hediondez de la ciudad? ¿Avanzó un poco o mucho? ¿Recorrió la mitad del camino? Sin haber avanzado nada, ¿no retrocedió dos millas? ¿O retrocedió cinco millas después de haber avanzado dos? ¿Avanzó hasta la ciudad? ¿Entró en Jerusalén? ¿O alcanzó la ciudad sin poder penetrar en ella? Que cada uno sepa en que estado o en donde se halla.

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