sábado, 2 de abril de 2022

OCASO DE IMPERIOS

En 1920 se pusieron a la venta en Egipto unos papiros encontrados en Oxirinco y en la región de Fayum a unos 115 km de El Cairo que contenían textos de contratos particulares, cartas familiares, fórmulas mágicas, etc. Entre los que adquirió Jhon Rylands para su biblioteca de Manchester, iba como perdido un pequeño fragmento escrito en griego con siete líneas en el recto y otras tantas en el verso. Durante mucho tiempo pasó inadvertido, hasta que en 1935 lo estudió y lo publicó el doctor Roberts.

Este pequeño papiro, que encierra el mayor interés, fue examinado independientemente por Federico Kenyon, director del British Museum; por Idris Bell, del mismo Museo, y por W.Schubart, de la Universidad de Berlín, y todos llegaron a la conclusión de que el papiro ha sido escrito a principios del siglo II. Tal era también la convicción del mismo Roberts y del profesor Deissmann, y es de advertir que ninguno de estos especialistas es católico.

La observación tiene su importancia, porque el contenido del papiro es un mensaje del Evangelio de San Juan, cuya composición atribuían los racionalistas al siglo IV y últimamente a la segunda mitad del siglo II. Si el Evangelio de San Juan se había divulgado tanto a principios del siglo II, que una comunidad, de carácter humilde a juzgar por la ortografía, lo transcribía en esa región de Egipto, tenía que hacer ya algún tiempo que se había escrito. Luego, la tradición católica, que dice que San Juan escribió este Evangelio en los últimos años y que murió a finales del siglo I, halla en este pequeño y deteriorado papiro una confirmación sorprendente, al mismo tiempo que la posición racionalista se ve claramente desmentida.

Este es el manuscrito más antiguo que se conoce del Nuevo Testamento, y los versículos que en él se conservan son aquellos en que Pilatos pregunta a Jesús: “¿Luego tú eres rey?”.

Parece como si la Providencia, al desenterrar este humildísimo e importante documento en esta fecha precisa, hubiera querido confundir, por una parte, la ciencia de algunos hombres, y al mismo tiempo llamar nuestra atención sobre una verdad expuesta solemnemente por Jesús ante el tribunal de Pilatos: la verdad del reinado de Cristo, que precisamente en el año 1925 recordaba el papa a todos los fieles instituyendo la fiesta de Cristo Rey.

La contestación dada por Jesús al juez romano: “Mi reino no es de este mundo”(Jn18,36), señala el ocaso de una esperanza imperialista judía y abre ante el mundo la perspectiva de un reino, que es el que únicamente merece ser llamado reino de Dios.



La esperanza judía estaba tejida de revelación y de interpretación humana, que como tal era muy distinta de la divina.

El trono de David revistió cierto esplendor, que a los ojos del pueblo hebreo, salido de la nada, debió parecer insuperable. Cierto que el monarca no abandonó nunca su vida sencilla ni ambicionó otra cosa; que al fin era un hombre educado entre rebaños. Pero sus dotes personales fueron extraordinarias, y ejerció sobre los hebreos de su generación una influencia avasalladora. Tras él vino Salomón, con pujos de grandeza y con magnificencia copiada de las cortes orientales. Sin embargo, cuando vinieron los días malos y el reino se empequeñeció y debilitó, Judá añoraba siempre los tiempos de David, y los enviados de Dios anunciaban la restauración del trono.

Tiempos de estrechez y de debilidad respecto al extranjero eran aquellos en que Isaías anunciaba que nacería un niño que habría de ostentar sobre su hombro la insignia de su soberanía, que tendría tales dotes de consejo de fuerza, de bondad, y de amor a la paz, que se le llamaría “admirable consejero, Dios fuerte, padre sempiterno, príncipe de la paz”. Subiría un día sobre el trono de David, y dilataría su poder, y lo consolidaría en el derecho y la justicia para siempre jamás (Is 9,5s).

Los hijos de Judá escuchaban la profecía y saboreaban con fruición su esperanza de que los imperios vecinos de Egipto y Mesopotamia volviesen a caer en su debilidad de antaño, mientras los ejércitos del nuevo David volvían victoriosos proclamando llegada la hora de la paz. A esto se reducía el horizonte. No pasaba más allí lo que ellos entendían de las palabras del profeta. Y entre tanto, el trono de David se hundía, y el último representante de su poder marchaba camino del destierro con los ojos horriblemente vaciados y el alma llena de amargura de haber visto asesinar a sus propios hijos. Tras de él no quedaban más que ruinas y llanto. Sobre las ruinas seguía anunciando jeremías la vuelta del destierro y la restauración del reino.

La misma esperanza acogió a los desterrados de Babilonia, temblando en los labios de Ezequiel, y los escritos de Isaías les hacían oír a lo lejos la voz del heraldo que anunciaban llegado el día del retorno. Sin embargo, la realidad no podía ser más desilusionadora. El poder de Nabucodonosor era indiscutible, y toda la tierra se doblegaba ante él.



Un día tuvo un sueño el soberano. Ante él se levantaba un coloso con la cabeza de oro, el pecho y brazos de plata, el vientre y las caderas de bronces, las piernas de hierro y los pies parte de hierro y parte de barro. Estando así vino una piedra, sin que mano alguna la lanzase, y dio en los pies de la estatua, que al momento de despedazó en fragmentos tan pequeños que no quedó traza de ellos; mientras, la piedra iba creciendo y se transformaba en un monte que llenaba la tierra.

La interpretación de la visión la dio el profeta Daniel. La cabeza de oro simbolizaba el reino de Nabucodonosor, al que habían de suceder tres reinos uno tras otro. Al final “el Dios de los cielos suscitará un reino, que no será destruído jamás, y que no pasará a poder de otro pueblo; destruirá y desmenuzará a todos esos reinos, más él permanecerá para siempre” (Dn 2,28-44). La vana grandeza de los imperios humanos quedaba tildada de efímera, a pesar de su aspecto imponente. Sólo merecía ser llamado reino aquel que Dios había de suscitar, y que sería universal y eterno. Para los judíos, poseedores de las profecías anteriores, no cabía duda. Aquel era el reino restaurado de David.

Cayó el primer imperio. Los persas conquistaron Babilonia. Poco después, en virtud del decreto de Ciro, una gran caravana hebrea emprendía el retorno a Jerusalén. Al frente de ella iba un descendiente de David llamado Zorobabel, y no pocos ponían en él sus ojos creyendo llegado el momento de la restauración definitiva. Allí estaba la piedra que debía crecer hasta convertirse en un gran monte que llenase la tierra, en el gran reino de Dios, universal y eterno.

La dura realidad se encargó, como tantas veces, de poner un freno a sus ilusiones. De hecho aun no había pasado más que un reino. Debían pasar otros tres. Entre tanto ellos llevaban una vida bien difícil, que estaba muy lejos de recordar los tiempos de David.

Un día llegó Alejandro de la parte de Occidente, y avanzó como un huracán arrasándolo todo. El segundo imperio, el medo-persa cayó deshecho. El que se erigió en su lugar no duró mucho. La muerte del general macedonio disolvió un imperio creado por la guerra relámpago, y de sus despojos se formaron los cuatro de los Diadocos.

Volvieron con esto los días malos para los judíos, sobre todo cuando Antíoco Epifanes subió al trono de los Seleúcidas, porque la persecución religiosa se abatió sobre el país como nunca se había conocido. Hubo héroes y mártires, pero también hubo muchos apóstatas y muchísimos acobardados. ¿Qué pensar de la promesa divina? El horizonte parecía cerrado a la restauración del reino.

Los judíos piadosos repasaban las profecías de Daniel. Una visión presentaba al imperio medo-persa bajo el símbolo del carnero con dos cuernos desiguales, que todo lo acorneaba; hasta que vino un macho cabrío, tan rápido que no pisaba el suelo, y que con un solo cuerno entre sus ojos, arremetió contra el carnero y lo derribó. Aquel cuerno grande era Alejandro. Pero se quebró el cuerno, y en su lugar nacieron otros cuatro. De uno de ellos nació aún otro que creció en todas las direcciones y llegó a derribar las estrellas del cielo. Era Antíoco Epifanes. Pero, terminaba el profeta: “será destruido sin que intervenga mano alguna” (Dn 8).

Este sucederse de los imperios era el espectáculo apasionante y trascendental de aquella hora. ¿Cuándo llegaría el reinado que nunca había de caer?


Daniel había tenido una visión paralela de la de Nabucodonosor, aunque más completa. Una noche vio el mar agitado por los cuatro vientos, y de entre las aguas vio levantarse una bestia como un león con alas de águila; pero perdió las alas, y en su lugar se alzó otra bestia como un oso, que tenía entre los dientes tres costillas. Una tercera bestia sustituyó a la anterior. Era como un leopardo con cuatro alas y cuatro cabezas. Finalmente surgió una cuarta bestia terrible y distinta de todas las conocidas. Tenía garras de bronce y dientes de hierro, y estaba coronada por diez cuernos. Mientras el profeta contemplaba todo esto, vio poner unos tronos, y reparó en un anciano cuyas vestiduras eran blancas como la nieve y sus cabellos como lana blanca. Su trono llameaba como llamas de fuego, y un río de fuego salía delante de él, mientras millares y millones le asistían. Se sentó a juzgar, y condenó a la bestia. Y entonces…

Vi venir en las nubes del cielo a un como hijo del hombre, que se llegó al anciano de muchos días y fue presentado a éste. Y le fue dado el señorío, la gloria, y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; y su dominio es dominio eterno, que no se acabará nunca, y su imperio, imperio que nunca desaparecerá (Dn 7,13s).

Esta vez el gran Rey del Reino de Dios venía del cielo y recibía de manos del mismo Dios un reino universal y eterno. No cabía duda de que era el reino tantas veces prometido. Pero ¿cuándo llegaría?

Después de otros cuatro. El león con alas de águila había sido el imperio babilónico; pero había perdido sus alas y había desaparecido. El oso que llevaba entre sus dientes tres costillas era el imperio medo-persa, que se alzó cuando Ciro venció a los medos, lidios y babilonios. Pero también éste se había esfumado. Las alas del leopardo recordaban la rapidez de las conquistas de Alejandro Magno, y sus cuatro cabezas hablaban de los Diadocos. Pero ¿a que imperio representaba la cuarta bestia? ¿Era Antíoco Epifanes o era algún otro imperio que había de venir? Y en consecuencia, ¿estaba a las puertas el Reino de Dios, o había que esperar aún algún tiempo?

Este era el enigma. Cuando estalló el levantamiento de los Macabeos con carácter de cruzada, muchos creyeron ver llegar el Reino de Dios. Tanto más que los nuevos soberanos, a la vez que la corona real, se ciñeron la diadema del sumo sacerdote. ¿No era esto lo que había predicho David en el salmo 109?

Nuevo fracaso de la impaciencia. Aquel reino vino a acabar a manos de un extranjero ambicioso, el idumeo Herodes. En el mundo se había levantado el cuarto imperio, Roma. Un profeta clamaba en el desierto diciendo que se acercaba el Reino de Dios, y tras él otro profeta se llamaba a sí mismo el Hijo del Hombre.

Pero su vida era sencilla, no tenía ambiciones terrenas ni políticas. Mandaba dar al César lo que es del César. Los que soñaban con grandezas humanas, no supieron comprender la grandeza de Cristo. Por eso lo despreciaron, y cuando le llevaron a su propio tribunal y le oyeron decir: “Yo os digo que un día veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo”, le acusaron de blasfemo y lo llevaron al tribunal de Pilato para que lo juzgara el representante de la cuarta bestia.

Allí es donde Jesús, que sabía que también Roma estaba llamada a desaparecer al igual que los imperios precedente, confesó que era Rey, pero añadió que su reino no era de este mundo. Así se esfumaban las esperanzas vanas de los judíos. Así se revelaba al mundo el pensamiento de Dios. Así se proclamaba el único imperio que no tendrá fin, el imperio de la Verdad y del Bien, el Reino de Dios. “Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn18,37).

Ha pasado el tiempo, y el imperio que condenó a Cristo no es otra cosa que un recuerdo de la Historia. Se hundió en el mar agitado por los cuatro vientos lo mismo que sus antecesores, lo mismo que los que le van siguiendo. Asistimos hoy al ocaso de grandes imperios. Hace muy poco que sus arrogancias llenaban el mundo. Hoy sobre sus ruinas se levantan nuevas ambiciones y soberbias. Sólo hay un imperio que no tendrá fin, que es el imperio de la Verdad y del Bien: el Reino de Dios.

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