sábado, 2 de noviembre de 2013

EL PLATO ROTO

Me llamo Samuel y soy alfarero. A lo mejor no sabes qué significa eso. No me extraña, porque ya casi nadie se dedica a lo que me dedico yo.
Alfarero es el que trabaja el barro. Me paso el día fabricando vasos, platos, jarrones, botijos y cosas así. Todo lo hago a mano, amasando la arcilla como si fuese a cocer pan y dándole forma con la ayuda de un torno que gira y gira mientras doy a los pedales.
Mi trabajo es una gozada porque te llenas las manos de un barro suave y húmedo como mantequilla y tienes la impresión de que los vasos y jarrones se van formando por arte de magia entre tus dedos; pero tampoco creas que me lo paso siempre bien. A mí me gustaría hacer piezas únicas de mil colores para adornar un palacio o el Templo de Salomón, pero sólo me encargan vajillas vulgares, tazas para el desayuno y cuencos sin ninguna gracia. Esto es lo malo de trabajar para gente pobre en una ciudad pobre de un país pobre.
En cierta ocasión, sin embargo, ocurrió algo fantástico. Te lo contaré, pero, por favor, no se lo digas a nadie. Tiene que ser un secreto entre nosotros.
Estaba yo como siempre, dale que te dale al torno, cuando entró por la puerta alguien. No distinguí bien su cara porque tenía el sol a su espalda y me deslumbraba, pero su voz sonó fuerte y melodiosa:
―Salve, Samuel ─dijo─; soy el Ángel de la Guarda de la Virgen María y necesito que me hagas un trabajo.
Como comprenderás, por poco me muero del susto. Aquello no parecía una broma. Me puse en pie de un salto y respondí:
―Qué quieres que haga.
―Has sido elegido entre todos los alfareros de Israel para fabricar un plato de arcilla digno del mismo Dios. Ese plato habrá de servir de morada a Jesús.
―Pero eso es imposible ―respondí―. ¿Cómo va a caber Jesús en un plato de barro?
El ángel entonces me confió un secreto. Me dijo que Jesús había inventado una forma de quedarse con los hombres para siempre disfrazado de pan. Imagínate, Dios mismo, el creador del cielo, las estrellas y la tierra, se iba a encerrar en una cosa de barro fabricada por mí, por Samuel. Yo iba a convertirme de pronto en el alfarero más importante del mundo.
El ángel, que, por cierto me dijo que se llama Rafael, o sea Rafa, me explicó que Jesús iba a cenar con sus apóstoles una semana más tarde.
―Es preciso que el plato esté terminado para ese día. ¿Podrás hacerlo?
―¡Claro!, respondí la mar de orgulloso.
Apenas se fue Rafa, puse manos ala obra. Busqué a mi amigo Simeón, que es un comerciante muy listo, y le pedí que me consiguiera barro de la mejor calidad, como el que emplean los alfareros del rey Herodes. Luego preparé pinturas de todos los colores posibles. Dibujé en un pergamino las figuras que quedarían grabadas en el plato: unos pájaros de colores, y flores, muchas flores azules, rojas, amarillas...
Mientras ablandaba la arcilla con mis manos y le daba forma empecé a imaginar lo contenta que se pondría la Madre de Jesús. Y el Señor, como hace tantos milagros, me daría un torno nuevo, un traje bordado en oro y muchos, muchos regalos.
En sólo dos horas terminé el trabajo. ¡Qué maravilla! Me había salido precioso. Lo puse a secar, y mientras lo miraba y remiraba, me fui hinchando de vanidad. ¡Soy el mejor!, me dije. Seguro que Jesús no podría encontrar en todo Israel un plato más bonito.
En ese instante oí un ruidito, algo así como “clic”, y el plato se partió en tres pedazos.
Volví a empezar. Tres horas más tarde había acabado uno nuevo. Era aún mejor que el primero y, claro, me puse más contento y orgulloso. Me fui a la cama tan feliz que ni siquiera oí el “clic”. Al día siguiente comprobé que el plato estaba rotao como el primero.
La historia se repitió doce veces más. Nunca me había ocurrido nada semejante. Pasaron dos días, tres, cuatro y cinco, y mi taller parecía un depósito de cacharros rotos.
El ángel estaba a punto de volver, y a mí todo se me partía en pedazos. Me eché a llorar mientras retiraba el último plato roto. Algo tenía que hacer, así que cogí unos alambres gordos que guardaba en un cajón y los clavé en la arcilla para hacer una especie de remiendo horrible. El plato ya no se rompió, pero ¿cómo podía entregar esa porquería a Jesús?
Llamaron a la puerta. ¿El ángel? No, María, la madre de Jesús, entraba en mi pobre taller.
―Ya veo que has cumplido mi encargo ―me dijo mientras tomaba en sus manos el plato―. Me gusta porque se parece a ti. ¿Sabes por qué no podías terminarlo? Porque, mientras lo trabajabas no pensabas en Jesús, sino en ti mismo, en lo importante que eras. Estabas graciosísimo, hinchado como un pavo real; pero Jesús no podía aceptar un plato hecho sólo para presumir. 
María me explicó entonces que ningún plato es suficientemente digno de recibir a Jesús. Por eso a Él le hacen más gracia los platos rotos y remendados. 
―Imagínate, por ejemplo, que una niña va a hacer su primera comunión y sólo piensa en el vestido, en lo guapa que va a estar, en el peinado, y se olvidara de Jesús que es lo importante. 
―Pero eso no pasa, ¿verdad? 
―¡Nooo! Al menos no le pasará a mi amiga Beatriz. Ella ya ha hecho su primera confesión, el sacerdote la ha remendado como a este planto.  Y Jesús estará feliz cuando llegue a su corazón 

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