domingo, 12 de junio de 2011

pentecostes


LA ESPERA
Después de la Ascensión del Señor, regresaron desde el monte de los Olivos a Jerusalén y cuando llegaron, subieron al Cenáculo. Allí estaban Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, en compañía de algunas mujeres y de María, la madre de Jesús.
Mi Señora sabía que cuando reclamase la presencia de su Esposo, Él vendría sin tardar. Yo, que soy uno de los Ángeles Custodios designados por Yahvé para protegerla, no tuve que sugerirle el modo de hacerlo. En realidad, la Llena de Gracia siempre iba por delante. En aquella ocasión también, y reconozco que hasta me sorprendió cuando vi que sacaba de un pequeño baúl el vestido de fiesta, el mismo que usó el día de su boda con José.
Era un vestido de muchos colores y estaba limpio, resplandeciente como una joya. Es verdad que parecía nuevo, pero María lo miró con cierto recelo. Salomé, la madre de Juan y Santiago, que estaba a su lado, la animó en voz baja:
―Vas a estar bellísima; será como la primera vez.
Unos minutos más tarde las dos mujeres entraron en la estancia donde se habían reunido los apóstoles, y os aseguro que María parecía, y era, una reina. Los hombres se quedaron en silencio y mi Señora sonrió con cierta timidez. Salomé tomó la palabra:
―Hemos de cumplir el mandato de Jesús. Él nos pidió que esperásemos al Espíritu Santo, unánimes en la misma oración. No sabemos cuándo llegará ni cómo habrá de manifestarse, pero María es su Esposa y tiene una misión especial.
―Es cierto, Salomé ―intervino la Señora―. Han pasado muchos años desde que el Ángel me anunció que concebiría al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. Estábamos en Nazaret, en aquella casita de adobes tan querida por José y por mí misma. Yo era casi una niña y acababa de moler el trigo en el patio. Nada más entrar en la casa, cuando aún tenía las manos blancas de harina y llevaba el viejo delantal un poco sucio, vi a Gabriel. Supe por él que el Señor se había fijado en la pequeñez de su esclava; el mensajero me llamó “Llena de Gracia” y Dios me tomó como esposa. Aquél día el Verbo se hizo carne en mis entrañas. Ahora el Espíritu va a regresar, y tengo que recibirlo como una novia, con un vestido nuevo y limpio. Lo llamaré para que venga sin tardanza. Lo necesitamos.
Otra vez se hizo silencio en la estancia. Pedro, siempre tan locuaz, sólo pudo decir estas pocas palabras:
―Ahora somos tus hijos. Quédate con nosotros hasta que se cumpla la promesa del Maestro.
María avanzó hacia el interior y se sentó en el pequeño trono que le indicó Pedro. Toda la estancia se había llenado ya de un aroma que parecía venir del Cielo. Fuera de la habitación comenzaba a llover tenuemente.

La verdadera historia de la elección de Matías
No voy a reproducir aquí el largo discurso que pronunció Simón Pedro aquella mañana, tres días antes de Pentecostés. En síntesis vino a decir que el Señor había fundado su Iglesia sobre doce columnas, igual que fundó Israel sobre doce tribus. Por tanto era preciso buscar con urgencia a otro apóstol que cubriera el hueco dejado por Judas. Debería ser un varón fiel, un discípulo que hubiese seguido al Maestro desde la primera hora hasta la resurrección.
Terminada la alocución, todos se pusieron a discutir acaloradamente. Solo María callaba. Yo, que como os dije, soy su ángel custodio, me retiré con ella a su habitación para acompañarla mientras hablaba en silencio con su Hijo.
No sé si sabéis que ángeles no podemos conocer los pensamientos de los hombres si éstos no quieren, pero mi Señora me dejaba entrar siempre hasta el fondo de su alma. Estar allí, en el centro del corazón de la Reina es el privilegio más hermoso que ninguna criatura del Cielo o de la tierra pueda soñar.
No sería discreto sin embargo que os cuente su oración de aquel día. Basta con que sepáis que, al terminar, me ordenó:
―Ocúpate tú. Matías es el elegido.
Volvimos a la sala común. Los discípulos ya habían convenido en que solo dos de los presentes cumplían con los requisitos: José Barsaba y Matías.
Desde el primer momento Barsaba fue el favorito de casi todos. Era joven, enérgico y había dado la cara por Jesús muchas veces enfrentándose con decisión a sus enemigos. A Barsaba lo llamaban "el Justo" y él no rechazaba el apelativo. Matías en cambio era un anciano de casi cincuenta años, piadoso y discreto, que no se consideraba digno de entrar en liza con nadie.
Si aquello hubiese sido una democracia como las vuestras, sin duda habría sido Barsaba el designado; pero Pedro tenía muy presentes las palabras de Jesús en la última cena: "no me habéis elegido vosotros a mí... Yo os he elegido". Así que, puesto en pie, pidió que se hiciera silencio y declaró:
―Es el Señor quien debe decirnos a quién ha llamado desde toda la eternidad. Pidámosle que El decida. Oremos.
Todos rezaron en silencio durante unos minutos. Yo también, porque aún no tenía claro cuál debería ser mi papel en aquella historia.
Al terminar, los apóstoles parecían tan desconcertados como al principio.
―¿Y ahora qué hacemos?, dijo Felipe.
Pedro tomó dos pajitas, una larga y otra corta. Sin que nadie se percatara, agarró la larga con la mano derecha, y la corta con la izquierda mostrando sólo la punta de cada una.
-Que se acerquen los dos candidatos ―añadió―. El que encuentre la paja más corta será el elegido por el Maestro.
Barsaba, sin dudar un instante, se dirigió a la mano izquierda de Pedro...
No estaría bien que la Reina de los Ángeles hiciese trampas, pero a un arcángel modesto como yo se le permiten ciertos trucos de magia. Cambié las pajas de mano, y Se hizo la voluntad de Yahvé: Matías fue el elegido.
El pobre Pedro no salía de su asombro. Tardó unos segundos en comprender. Buscó con la mirada a María y mi Reina le regaló su mejor sonrisa.

***
Mi Señora se había sentado junto al ventanal. ¡Qué hermosa estaba a luz dorada del atardecer!
¿Pensáis que los ángeles somos insensibles a la belleza de las criaturas? Es cierto que estamos siempre en la presencia de Dios, Belleza Increada e Infinita; pero, precisamente por eso, nos gozamos al contemplar su huella en la tierra, el reflejo de su hermosura en el mundo material. Y nadie más hermosa que María.
Aquella tarde, la víspera de Pentecostés, yo debía trasmitirle un mensaje, pero antes de hacerlo me demoré un segundo para contemplarla. Fuera, en la calle, crecía el bullicio de los peregrinos que habían llegado a Jerusalén para la fiesta judía de las siete semanas. Mi Reina en cambio tenía en los labios una nana muy dulce que dirigía a su Hijo. Sólo yo pude escucharla.
―Alégrate, llena de Gracia, el Señor está contigo.
María sonrió. Supo que era yo, Gabriel, quien la saludaba con las mismas palabras que empleé en Nazaret. Esta vez no me vio con los ojos de la carne ni se turbó ni tuvo miedo. Sólo guardó silencio como entonces:
―¿Qué quiere el Señor de su Esclava?
―El Espíritu Santo vendrá sobre ti. La virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra…, y tu Hijo Jesús volverá a nacer en ti y de ti. Engendrarás un Cuerpo nuevo que llenará el mundo entero. Serás la Madre de todos los que se incorporen a Él.
María pareció estremecerse por un instante.
―¡No temas, María! Has hallado gracia delante de Dios. Eres la Reina y Señora del Reino de los Cielos; eres la esperanza de los hombres y de los ángeles. Eres la Hija predilecta del Padre, la Esposa del Espíritu Santo, la Madre de la Iglesia que va a nacer en tu seno. ¡No temas, María!
―No me llames Reina, Gabriel. Yo soy la Esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.
Antes de retirarme, la Señora reanudó su canción y yo seguí contemplándola en silencio.
Al día siguiente, llegó el viento impetuoso, las lenguas de fuego… En los Hechos de los Apóstoles está el resto de la historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario