sábado, 4 de diciembre de 2010

historias de angeles 1


***¿Sólo cuatro semanas para preparar el Belén?
Deberíais estar con el alma en vilo disponiéndolo todo muy deprisa para la venida del Señor. Pensad que Dios necesitó millones de años. Es verdad que a Él no le hace falta ensuciarse las manos con musgo ni sacar brillo, una a una, a las estrellas para situarlas alrededor del Nacimiento. Le bastó expresar un deseo, y el universo se llenó de galaxias: de universos enormes, separados por millones de años-luz, y universos en miniatura donde la infinitud de Dios se manifiesta de manera aún más asombrosa.
Pero aún así se lo tomó con gran calma.


Recuerdo muy bien cuando Yahvé nos pidió a un comando mil millones de ángeles que le acompañáramos en una excursión intergaláctica, entre los átomos, electrones, protones y neutrones de una gota de rocío recién formada en la hoja más pequeña de un olivo. ¡Qué experiencia tan apasionante! Nadie sospechó jamás que en aquella gotita cándida, nacida para evaporarse en pocos segundos, hubiese todo un ejército de espíritus puros jugando entre partículas microscópicas como niños en un parque de atracciones.
Vuestros teólogos medievales se preguntaban cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler. La respuesta es sencilla: los mismos que en un átomo de la cabeza de ese alfiler. ¿Quién ha dicho que vivir en el Cielo es monótono? ¡Si supierais los poemas que escribe San Juan de la Cruz en el Paraíso! Más vale que no los lean los poetas de la tierra: enmudecerían de vergüenza hasta el fin de los tiempos.
Pero lo más emocionante fue, sin duda, el inicio de todo. Dios nos lo había anunciado. Nos dijo que habría tiempo y espacio; estrellas, planetas, lunas, materia, sonidos, colores, brisa… Nos dijo que su propia belleza y su bondad se reflejarían, como en un espejo, en ese nuevo mundo que estaba a punto de surgir.
Y, al fin, llegó el día

***El halcón sobre las aguas
Fue la eclosión de una rosa que nació de la nada, antes de que existieran las rosas. Fue una sinfonía colores, de aromas desconocidos, de luces espléndidas. Fue un canto de voces imposibles que surgían en cada átomo del firmamento.
Antes de ese instante no había nada, ni siquiera una semilla o una mota de polvo que el Señor pudiera utilizar. Y sin embargo, esa “nada” estalló en las manos del Creador y surgió el universo.
En el Cielo no sabíamos qué decir. Nada parecido había ocurrido antes.
La tierra, el lugar escogido por Yahvé, para la Encarnación de su Hijo era un territorio sin vida, un caos de muerte que, sin embargo, iba tomando forma poco a poco.
Entonces vimos un gran halcón plateado, de belleza singular, que cubrió con sus alas la superficie de aquel pequeño mundo. Era el Espíritu de Yahvé, que, como dice el Génesis, “se cernía sobre la superficie de las aguas”.
Los ángeles, que lo conocemos todo en Dios, vimos reflejado en los ojos del halcón todo lo que estaba a punto de suceder: los bosques, los ríos, el azul del cielo, las fieras y los animales domésticos; las risas de los niños y el canto de las aves. Y sobre las alas del halcón visitamos los cinco continentes y los miles de millones de seres humanos a los que deberíamos proteger a lo largo de milenios.
También vimos el rostro de María. Aún faltaban muchos siglos para que aquello se hiciera realidad, pero, desde ese mismo instante, los Ángeles del Cielo supimos que teníamos una Reina y un Niño al que queríamos adorar.
Sólo Lucifer se rebeló.

***Los ángeles ciegos
Cuando los hombres habláis de belleza, pensáis en la armonía de unos colores, en las proporciones de un cuerpo, en la tersura de una piel joven o en la frescura de una mirada. Hacéis bien: esa belleza es como un destello del fulgor divino. Y sin embargo es compatible con la maldad.
¿No habéis tenido nunca la experiencia de encontrar a un hombre o a una mujer diabólicamente hermosos que, al mismo tiempo repelen? En el Cielo esa inquietante paradoja es imposible. La belleza de un ángel refleja, sin sombras ni engaños, la infinita hermosura de Dios.
Así se entiende mejor la terrible tragedia de Lucifer. Era el portador de la Luz, el más hermoso de todos los Espíritus. Ninguno de nosotros podía comparársele y nadie sentía la menor envidia, porque veíamos en él una expresión admirable de todas las perfecciones divinas.
Pero Dios nos puso a prueba. Por un instante los ángeles del Cielo nos quedamos a oscuras y sufrimos la experiencia de la duda y de la oscuridad luminosa de la fe. Yahvé nos hizo ver que había puesto su corazón en un mundo diferente e inferior al nuestro, en un universo hecho de espíritu y materia. Y conocimos el Misterio de su Encarnación y también la belleza de su Madre, aquella criatura que Dios forjó en sueños durante toda la Eternidad.
―¿La aceptáis como vuestra Reina? ―nos preguntó―.
Los Ángeles, entonces, temblando como niños ciegos, formamos una corona en torno a nuestro Creador e hicimos un acto de fe, de amor y de abandono.
Fue un sí enorme y sin fisuras, pero no unánime. En ese mismo instante vimos brillar la espada de plata de San Miguel mientras Lucifer caía al abismo. A medida que se desplomaba, el más hermoso de los Espíritus se convirtió en Satán, el más monstruoso de los seres de este Mundo; y sus seguidores, igualmente horribles, fueron llamados “diablos”.
La gran batalla del Cielo había concluido.
Dios continuó su trabajo creador. Nacieron los ríos y los océanos. Brotaron las primeras flores, y María, la Virgen nonata, soñada por Dios, ya nos sonreía.

***¿Por qué tardó tanto Jesús en llegar a la tierra?
Porque Él lo dispuso así. Nos dijo que debía aparecer casi al final de la historia, cuando apenas quedasen unos pocos milenos para su segunda y definitiva venida.
Antes de eso pasaron miles de millones de años. ¿Por qué? Podría deciros que no es sencillo dejar bien dispuestas las galaxias sin olvidar detalle alguno. Fijaos sólo en lo que cuesta preparar en cualquier casa la mesa de Navidad con el árbol y el Nacimiento incluidos. Pues bien, Dios no es minimalista. Es verdad que no necesita del tiempo; le basta un instante de eternidad para crear y recrear el mundo un millón de veces; pero él se deleita en el número de pétalos de cada flor, en la gama completa de los colores del universo, aunque la mayor parte no sean vistos jamás por ojo humano. Y le gusta que los ángeles opinemos, que vayamos coloreando las cosas que salen de su corazón y pongamos música al surcar de los planetas, al roce de la brisa con árboles del bosque, al eco de las montañas.
¿Creéis que es fácil pintar un millón de puestas de sol cada anochecer? Y no penséis sólo en la tierra: hay infinitos paisajes en el cosmos, cuya perfección nadie apreciará; sólo los ángeles. Y esa belleza no es casual; no está ahí como una especie de accidente imprevisto. Todo lo que es bello es bueno y armonioso porque canta la belleza, la bondad y la armonía del Creador.
Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam! Te damos gracias, Señor, por tu inmensa gloria, por esa leve chispa de luz que los hombres y los ángeles podemos contemplar en este mundo. Valdría la pena sufrir mil veces las penalidades de la vida humana en la tierra sólo por presenciar una vez el espectáculo grandioso y terrible del amanecer en cada uno de los planetas que llenan las galaxias.
¿Pero acaso no vale pena también sufrir lo que sea necesario por ver sonreír a un niño, por enjugar las lágrimas de un inocente o por sentirse querido sin condiciones, incluso por aquellos que conocen vuestras miserias?
¡Si los hombre entendierais el don de Dios!

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