lunes, 20 de diciembre de 2010

Navidad - 1

El edicto
La patrulla llegó de madrugada. María cantaba en el patio mientras molía el trigo con las demás mujeres, y José aún no había terminado de reparar el horno. Al oír los gritos de la chiquillería y el estrépito de los cascos sobre la calzada, mi señora se puso en pie. Eran romanos, sin duda. Sólo ellos montan a caballo en Israel con tanta arrogancia.
Los soldados se detuvieron en el centro mismo de la aldea y, aunque nadie salió a recibirlos, la voz rota y autoritaria del que comandaba el piquete proclamó con fuerza una sola vez el edicto de César Augusto: todos los judíos, cabezas de familia, debían dirigirse a su ciudad de origen donde conservasen tierras u otros bienes para empadronarse y así poder pagar a Roma el impuesto establecido por las leyes.
Apenas se alejó la patrulla, se organizó en el pueblo un alboroto considerable. Las mujeres dejaron su tarea, los chiquillos regresaron a sus casas y los hombres se reunieron para valorar la situación.
María y José habían celebrado su boda dos meses antes. La fiesta duró casi una semana y llegaron a Nazaret amigos y parientes de toda la comarca. Hubo centenares de flores y muchos regalos para la Novia; pero, una vez terminados los festejos, apenas les quedaban recursos para emprender un viaje tan largo.
José siempre había pensado regresar a Belén, su patria.
―En cuanto nazca el niño ―le dijo a su Esposa― nos iremos. Tengo en Belén un pedazo de tierra donde construiremos nuestra casa, y podré trabajar cerca, en Jerusalén…
María asintió con una sonrisa. Todo parecía estar en su sitio hasta que intervino César con su edicto.
José podría haber ido solo a Belén y regresar lo antes posible; pero los dos decidieron que su traslado sería ya definitivo. Tal vez Yahvé había dispuesto que su Hijo naciese en la Ciudad de David.
Salimos hacia el Sur dos semanas más tarde. Todas las criaturas del Cielo nos unimos a la caravana. Yo, en primer lugar, que para eso soy el Custodio de María. Y había tal aleteo de ángeles alrededor del matrimonio y tanta y tan buena música que hasta José se dio cuenta:
―¿Qué está ocurriendo, María? ¿Tenemos compañía?
Sonrió de nuevo mi Señora:
―Haremos un buen viaje, José; el Señor está con nosotros y sus ángeles nos escoltan.



Cuento de Navidad
Cuando María y José salieron de Nazaret con el borrico yo ya llevaba unos cuantos siglos navegando hacia Belén. Me pusieron en marcha mucho antes y nadie me explicó mi destino. A mí, la verdad, tampoco me importaba demasiado; pero un buen día vino el ángel y me lo explicó todo.
Supongo que ya sabéis quién soy. Me llamo Oriente y soy la estrella de todos los belenes, la que vieron los Magos, la que les guió hasta la gruta.
¿Sabíais que hubo un cuarto mago? No pongas esa cara, Gabriel; los lectores más pequeños de este globo deben saber la verdad y yo se la voy a contar.
En realidad no era un mago, sino una maga. Fue una princesa india de veinte años llamada Asavis Duyatalac, que tenía un palacio enorme, joyas fabulosas de valor incalculable, centenares de vestidos y docenas de elefantes blancos como la luna. Asavis, sin embargo, solo tenía una pasión: la astronomía. Todas las noches desde la terraza de su palacio contemplaba el firmamento y numeraba las estrellas dándoles nombre y apellido para no olvidarlas.
Hasta que aparecí yo.
―¿Y tú quién eres? ―se preguntó con su vocecilla de cristal―.
―Me llamo Oriente ―le respondí al sentirme interpelada―.
Asavis no estaba acostumbrada a que le hablaran las estrellas. Por eso, del susto, se quedó un buen rato con la boca abierta.
―No tengas miedo, princesa ―le dije―, y cierra la boca, que te puedes resfriar. Estoy aquí para indicarte el camino. Dios quiere que vengas detrás de mí. Yo te llevaré hasta la cuna del Rey de reyes.
Aquella noche Asavis lloró de alegría y de miedo, porque sabía que todo era verdad. También ella ―como Melchor, Gaspar y Baltasar― estaba esperándome. En su corazón ardía otra estrella desde que era niña.
Al día siguiente habló con su padrastro y le pidió permiso para partir. No tenía necesidad de hacerlo, porque solo ella era la soberana del reino y propietaria de toda su fortuna; pero Federico ―que así se llamaba el padrastro―, comprendió que la marcha de Asavis podría servir muy bien a sus intereses, y planeó quedarse con el reino una vez que la princesa se hubiera marchado.
―Vete en buena hora, hija mía ―le dijo mientras se frotaba las manos de gusto―. Y, cuando encuentres a ese rey de reyes, me avisas para que yo también vaya a rendirle pleitesía.
Aquella noche, yo misma, le conté a Asavis lo que planeaba su padrastro. Ella me escuchó en silencio y al final me preguntó:
―Entonces, ¿qué debo hacer?
―No lo sé, princesa. Tú debes elegir. Yo soy un camino lleno de aventuras y peligros. Conmigo atravesarás desiertos, pasarás hambre y sed. Sentirás más de una vez la tentación de abandonar…, pero al final encontrarás lo que buscas desde que eras niña.
―¿Y si te digo que no?
―Si dices que no, mañana te despertarás en tu cama de marfil un poco triste, pero serena. Pensarás que todo ha sido un sueño, que las estrellas no hablan y que debes olvidar la astronomía para cuidar de tu reino.
Asavis se quedó en palacio. No conoció a Jesús, y, de vez en cuando, sale a la terraza, mira hacia el lugar donde me vio por primera vez y repite como si estuviera convencida:
―Fue sólo una estrella; fue sólo una estrella.



La Víspera
El sol de diciembre nos trajo unos días serenos y limpios de bruma. Aquella noche no había una sola nube en el cielo. La luna se había escondido, y las estrellas brillaban nítidas como diamantes diminutos. Zabulón, mi hijo pequeño, tumbado en la hierba junto a las ovejas, miraba al firmamento y hablaba solo jugando con las estrellas.
Yo me quedé un buen rato mirándolo. Lo hago muchas veces cuando él no se da cuenta porque Zabulón es mi tesoro, el último regalo que me dejó mi esposa. Ella murió al darle a luz, pero tuvo tiempo de verlo y abrazarlo. Cuando comprendió que el niño nunca sería normal, me dijo:
―Éste siempre vivirá contigo. No te abandonará como los mayores.
Tenía razón. Todos dicen que Zabulón es mi niño tonto, pero cuida a las ovejas mejor que nadie, y sabe dar cariño a su padre cuando lo necesita.
―¿Qué harás cuando yo me muera? ―me preguntó un día de improviso con su lengua de trapo―.
―Yo soy mucho más viejo que tú y moriré antes―le contesté―; pero no debes preocuparte por eso. Dios ha cuidado de nosotros hasta hoy y siempre habrá un ángel a tu lado.
Aún faltaban dos días para la navidad, pero ya alguien nos había traído la noticia de que, en el establo de la posada vivía un matrimonio muy joven llegado de Galilea y que ella estaba esperando un niño.
Sin pensarlo dos veces nos acercamos para ofrecerles unas pellizas, leche y un poco de queso. José, que resultó ser un muchacho fuerte y simpático, sacó unas garrafas de vino galileo. Bebimos y cantamos, todos menos Zabulón, hasta el anochecer.
La víspera fue también un día especial:
―¿No lo notas, padre?
Yo también había percibido el aroma de las flores. ¿De dónde venía? Y los insólitos sonidos del campo: los pájaros no cantan en invierno y lo estaban haciendo como si fuera a comenzar ya la primavera.
―¿Has visto la estrella?
―¿Qué estrella?
Zabulón la señaló con el dedo. Era un lucero azulado con una pequeña cola de plata.
―Es nueva ―me dijo―. ¿Por qué ha venido?
―No lo sé, hijo mío y quizá no lo sepamos nunca, pero ten la seguridad de que Yahvé la ha puesto ahí con un fin.
Dormimos poco aquella noche. Yo sabía ya que las estrellas del firmamento, las plantas y las flores, los árboles del bosque, los animales del campo y las aves del Cielo estaban a la espera de algo muy grande que iba a suceder.
Zabulón fue el primero en ver al Ángel.

Noche de paz

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