martes, 14 de diciembre de 2010

Historias de angeles 2

Los ojos de Maria
Los ángeles vimos su retrato antes que nadie. Después de la caída de Lucifer, cuando el mundo era sólo un caos informe, antes de que nacieran las galaxias, Dios nos lo mostró en lo alto del Cielo, como una primicia.
El firmamento era un lienzo azul infinito sembrado de estrellas plateadas recién nacidas. Sobre ese tapiz, el pincel de Yahvé fue haciendo presente poco a poco a la criatura más hermosa que habíamos visto jamás. Era una figura grandiosa que parecía pisar con sus pies descalzos la línea del horizonte. Lucía un vestido muy simple, blanco como un serafín y engarzado en piedras preciosas que emitían luces de colores. Sobre su cabeza, Dios, con una sola pincelada, creó un velo de oro que nos ocultaba parte de su rostro, pero no sus ojos.
Los ojos de María. Nunca habíamos visto unos ojos humanos. Conocíamos la mirada ardiente de Yahvé, que traspasa y enciende como un rayo irresistible. Es de fuego esa mirada que endiosa todo lo que toca. Se comprende que los hombres algunas veces traten de huir de ella, sin comprender que en ella está su salvación. Sin embargo los ojos de la Señora eran diferentes. Sé que soy torpe; no tengo ningún punto de referencia que me ayude a describirlos. Ignoro si eran negros, verdes o azules. Sé que brillaban tenuemente, que acariciaban como las alas de un ángel y que también sonreían.
Entonces habló Yahvé:
―Será mi Hija, mi Esposa y mi Madre. Será también vuestra Reina y Señora; la más preciosa, la criatura más cercana a mí. Vendrá en Nazaret a su tiempo, como una flor que nadie podrá mancillar. Su corazón será el mío; sus entrañas, mi hogar. La llamarán de mil maneras: cada pueblo le dará un nombre para sentirla más cerca y poder tutearla. Yo la he llamado ya “Llena de Gracia”.
Cuando llegue el final de los tiempos, volveréis a verla como ahora, coronada de estrellas, con la luna a sus pies, en lo alto del Cielo.
Inmediatamente el lienzo desapareció, y Dios continuó su trabajo


Los viajes de Maria
Cuando San Gabriel nos hizo notar que la casa de Nazaret corría peligro inminente de ser destruida por los mamelucos, los demás ángeles pensamos que había que tomar medidas urgentes. Estábamos, para que os hagáis una idea, en los últimos años del siglo XIII.
Nosotros no tenemos costumbre de interferir en la historia de los hombres; nos limitamos a interceder ante el Señor ―que no es poco― para que Él mueva los corazones y enderece lo que está torcido, si es su voluntad; pero en aquella ocasión nuestra súplica a Yahvé estuvo bien cargada de razones y también de vehemencia:
―¡Señor, es tu casa; aquella en la que viviste durante treinta años…!
―Mi casa es el seno de mi Madre ―nos respondió―, y ella nunca dejará de estar a mi lado. ¡Qué importa que desaparezcan unas pocas piedras!
―Para tu Madre, esas piedras representan todos sus recuerdos de niña, la visita del Arcángel, tus juegos cuando eras pequeño, el taller de José… Son piedras santas. Allí el Verbo se hizo carne…
―¿Y qué queréis que haga? Son los hombres quienes deben defender esas reliquias.
En ese momento, con una sonrisa en los labios, como quien propone una travesura, la Virgen María preguntó en voz muy baja:
―¿Y por qué no las cambiamos de lugar?
Así fueron las cosas. A la Señora le gustan los viajes y no le importa deslumbrar a los hombres de vez en cuando con milagros líricos y domésticos que ella firma con un inequívoco toque femenino. Sólo a María se le pudo ocurrir la fantástica idea de viajar a Zaragoza desde Israel para consolar a un pobre predicador que no conseguía hacerse entender por los aragoneses. Los ángeles estamos acostumbrados a estas cosas: a un rosal que florece a destiempo, a un aroma de flores que acompaña a sus apariciones en la tierra, a un agua que lava las heridas del cuerpo y del alma, a un retrato de María grabado en la tilma de un indio mexicano… Por eso, cuando habló de trasladar su casa de sitio, comprendimos que el problema estaba resuelto.
El espacio aéreo europeo estaba abierto. Volamos a cinco mil pies de altura y, antes de llegar a nuestro destino, hicimos escala en Dalmacia. Al fin llegamos a un precioso campo de laureles al que llamamos Loreto.
Esta es la historia. Ahora los hombres se sorprenden al comprobar que esas piedras nada tienen que ver con su entorno y que son iguales en todo a las de otras casas de Nazaret. Y no comprenden que en realidad son muy distintas: aquí a todas horas hay aleteos de ángeles que peregrinan a la casa de su Reina. Aquí aún resuena el eco de sus palabras: “yo soy la esclava del Señor. Hágase en mí tu Palabra”.

2 comentarios:

  1. Padre, me hace una gran ilusión invitarle a la lectura de la primera parte del artículo: El Universo no necesita a Dios. El artículo (I) en el que se responde con una actitud crítica y en absoluto gratuita a las afirmaciones vertidas en el artículo de contraportada publicado en La Provincia, un periódico regional de las canarias. Este artículo hace unas aseveraciones totalmente gratuitas y simplistas acerca de la existencia o no de Dios, y acerca de la operatividad o no de Dios.
    En mi opinión no se trata de ya de ser creyente o no, si no de poseer la suficiente sangre en las venas para indignarse ante lo descaradamente burdas afirmaciones de unos científicos que pretenden ser algo más que eso, (¿gurús, profetas de una nueva religión…?).
    Por otra parte todo aporte suyo será muy bien venido.
    Un saludo desde la isla de Gran Canaria

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  2. NO SE SI NOS CONOCEMOS. QUE CONSTE QUE LEIDO TU PERFIL ME ENCANTAS EN TUI FORMA DE SER Y DE PENSAR. POR SUPUESTO QUYE QUIERO LEERTE ENTERO EL ARTICULO... Y POR LO DEMAS: SIEMPRE EN COMUNION.

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