lunes, 12 de diciembre de 2022

Nacimientos literarios

Al aproximarse la fiesta de Navidad, todos los años florece en los escaparates y los puestos callejeros un mundo de fantasía y de ilusión que en pocos días se infiltra en los hogares provocando sueños encantadores en los dormitorios infantiles y queda al fin plasmado en un Nacimiento ideal. Podrá éste no ser muy verídico en sus detalles, pero tiene el acierto de presentar el gran misterio envuelto en una poesía ingenua que, por lo menos, resulta un homenaje de la sencillez infantil al Dios hecho Niño.

Todos los años los Nacimientos me hacen pensar en los evangelios apócrifos. ¿No son también éstos, por lo que a las escenas de Belén se refiere, unos Nacimientos literarios? El mismo misterio central, profundo, trascendente, enternecedor. La misma poesía ingenua con sus ribetes inverosímiles, con su cristiano candor de homenaje al Niño Dios.. 

Hasta aquella mula y el buey que rodean la cuna del Niño han saltado al musgo del Nacimiento desde las páginas de los apócrifos. Los pobres animalillos bajo la pluma del pseudo-Mateo creían estar cumpliendo unas palabras de Isaías y otras de Habacuc que ellos, en su falta de inteligencia, interpretaban torcidamente. Pero al entrar en nuestro portal de Belén han dejado sus pujos intelectuales y, aunque siguen postrados en actitud de adorar a su Señor, ya no se preocupan de interpretar profecías sino de calentar con su aliento aquel Niño que en el pesebre tirita de frío. Sin embargo, por encima de ellos todavía permanecen parecen resonar aquellas palabras de Habacuc: “en medio de dos animales te manifestarás”. Y aquellas otras de Isaías: “el buey ha conocido a su dueño y el asno el pesebre de su señor”. Si con el tiempo el asno se ha convertido en mula, debe ser por la diferencia del ambiente que se respira en Occidente.

Otros muchos rasgos, teñidos de ingenuidad y salpicados de anacronismos, rodean en los Apócrifos la cuna de Jesús. Cuando San José y la Virgen venían de Belén, José miraba de cuando en cuando a su mujer y la encontraba con cara triste. Otras veces, en cambio, la veía con cara alegre. Aquellas alternativas no dejaron de intrigar al santo Patriarca, que terminó por preguntar su causa a María.

-  Veo –le dijo Ella- ante mí dos pueblos, uno que llora y otro que se regocija.

Mas José le respondió:

-  Estate sentada y sostente sobre tu montura, y no digas palabras inútiles.

Entonces un hermoso Niño, vestido con un traje magnífico, apareció ante ellos y dijo a José:

-  ¿Por qué has llamado inútiles las palabras que María ha dicho de estos dos pueblos? Ella ha visto al pueblo de los gentiles alegrarse por haberse aproximado al Señor, según la promesa hecha a nuestros padres, puesto que ha llegado el tiempo en que todas las naciones deben ser benditas en la posteridad de Abrahán.

Con esto hizo el ángel parar la bestia, porque se acercaba el momento del alumbramiento, y dijo a María que se apease y que entrase en una gruta subterránea, en la que no había luz alguna, porque la claridad del día  no penetraba nunca en ella. Al entrar María, toda la gruta se iluminó, como si le diera el sol del mediodía, e iluminada quedó día y noche todo el tiempo que en ella permaneció María.

Entonces José  marchó en busca de una mujer que asistiese a su esposa, y en el camino observó que toda la naturaleza se había paralizado.

“Yo, José -dice el llamado Protoevangelio de Santiago andaba y no avanzaba. Y lanzaba mis miradas al aire y veía el aire lleno de terror. Y las elevaba hacia el cielo y no veía y móvil y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la tierra y vi una artesa y obreros con las manos en ella y los que estaban amasando no amasaban, y los que llevaban la masa a su boca no se la llevaban sino que tenían los ojos puestos en la altura. Y unos carneros conducidos a pastar no avanzaban sino que permanecían quietos y el pastor levantaba la mano para pegarles con su vara y la mano quedaba suspensa en el vacío y contemplaba la corriente del río, y las bocas de los cabritos se mantenían a ras de agua y sin beber”.

Si no supiésemos que este párrafo se escribió en el siglo segundo diríamos que su autor lo había compuesto mirando a uno de nuestros Nacimientos, con sus ovejitas siempre caminando y siempre quietas; y sus pastores con el brazo siempre tendido y su lavandera con el trapo que nunca acaba de escurrir.

Según otro apócrifo mucho más moderno, el Evangelio Armenio de la Infancia, no terminaron ahí los prodigios. Cuando la naturaleza volvió a ponerse en marcha, vio José a una mujer que bajaba de la montaña cubierta con un largo manto y acercándose a ella le contó lo que en la caverna estaba ocurriendo. Los dos se dirigieron hacia allí y cuando iban por el camino dijo José a la mujer:

- Te agradeceré que me des tu nombre.

Y la mujer respondió:

-  ¿Por qué quieres saber mi nombre? Yo soy Eva, la primera madre de todos los nacidos, y he venido a ver con mis propios ojos mi redención, y acaba de realizarse.

José estaba asombrado. En la bóveda del cielo ocurrió en fenómenos extraños y se oían los cánticos de los ángeles. De la caverna se desprendía una nube, que subía al cielo y en el pesebre del establo había una luz centelleante. El Niño tomó el pecho de su Madre y después volvió a su sitio y se sentó. Eva al verlo estaba en la gloria. Lo tomó en sus brazos y le acarició con ternura bendiciendo a Dios porque el Niño tenía un semblante resplandeciente, hermoso y de rasgos muy abiertos.

Ningún nacimiento qué precio de algo, puede prescindir de exhibir su fantasía en la presentación de los Magos y en la del castillo de Herodes, el enemigo del Niño Jesús. También los apócrifos se ocupan del tema. El primero en sufrir los efectos de la persecución es Juan. Su madre, Isabel, lo toma en sus brazos y escapa con él a la montaña. Pero no encuentra lugar donde esconderse. Entonces comienza a gemir:

-  Montaña de Dios, recibe una madre con su hijo.

Y la montaña se abrió y la recibió. Y había allí una gran luz que les alumbraba y un ángel del Señor que estaba con ellos y les guardaba.

Quién lo pagó fue el anciano Zacarías. Herodes intentó arrancar el secreto del paradero de su hijo; el anciano se negó a descubrirlo, y la espada del asesino le hizo caer en el vestíbulo del templo.

Entretanto, la Sagrada Familia caminaba en dirección Egipto. Tres muchachos acompañaban a José y una joven a María. Bueyes, asnos y otras bestias de carga completaban la caravana llevando los equipajes y a su lado caminaban los corderos y las ovejas reunidos en Judea que formaban un rebaño. Al llegar junto a la gruta, María quiso apearse y descansar. Apenas se había sentado, poniendo a Jesús sobre sus rodillas, cuando los gritos de los muchachos les hicieron reparar en una multitud de dragones que habían salido de la cueva. Jesús se bajó de las rodillas de su madre y fue a ponerse delante de los dragones. Éstos le adoraron en cumplimiento de las palabras de David: “alabad al Señor sobre la tierra los dragones y todos los abismos”, y el Niño les ordenó que no hiciesen mal a los hombres.

Otro día volvió a estremecerse María, al ver venir hacia Ella a unos leones, leopardos y otras fieras pero el Niño Jesús le tranquilizó asegurándole que venían para su servicio. Efectivamente, las fieras fueron abriéndose camino a través del desierto y acompañando a sus rebaños y animales. Es que Isaías había preconizado está familiaridad de los animales mansos y fieros.

Al tercer día de camino, María quiso descansar al pie de una palmera, y una vez allí deseó probar los frutos del árbol. A José pareció esto un despropósito, dada la altura a que el fruto se encontraba, y a su vez suspiraba por encontrar agua. Entonces Jesús mandó a la palmera que bajarse su copa para que María cogiese el fruto y que con sus raíces descubriese el manantial subterráneo que por allí pasaba. Y se inclinó el árbol y brotó el agua y todos dieron gracias gracias a Dios.

Por último, al llegar Egipto entraron en un templo donde había 365 ídolos y los 365 cayeron a tierra hechos pedazos, cumpliendo otra profecía de Isaías. Los Apócrifos más recientes dan un desarrollo mucho mayor a algunos de estos sucesos.


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