jueves, 15 de diciembre de 2022

La infancia de Jesús en los Evangelios Apócrifos

 El niño, fruto primero de un hogar recién creado, es siempre fuente de alegrías y de ilusiones. Los primeros días son los progresos fisiológicos, lo que el niño gana, lo que el niño gana peso, el objeto todas las preocupaciones y satisfacciones. Más tarde, son los progresos psicológicos de los que se imponen en la conversación.

Cuando el Verbo se hizo carne, quiso pasar por esta edad encantadora, pero los Evangelios canónicos apenas nos dicen nada de todo ello. Son escenas que quedaron reservadas a la intimidad de María y José para consuelo y premio de su gran santidad, y a los demás solamente se nos ha transmitido un par de frases profundas y llenas de contenido: “estaba sujeto a sus padres”, y “crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres”.

No es extraño que a la segunda generación cristiana apareciese en estas palabras demasiado lacónicas. ¿Cómo se habría manifestado aquel crecimiento en saldría y gracia?… La imaginación oriental se echó a volar y, como todas las obras de la fantasía, y a la suya resultó a veces ingenua, otras veces te proporcionada y en ocasiones irreverente.

Entre las escenas ingenuas todos conocen la del Niño haciendo con barro unos pajaritos y dando después una palmada al mismo tiempo que les decía: “id y volar por el mundo y por todo el universo y vivid”.

En otro apócrifo más reciente ya no eran sólo pajaritos los que hacía, sino también asnos, caballos, bueyes y otros animales. Y como El los hacían también los niños se con El jugaban. Todos porfiaban porque sus figuras eran las mejores y Jesús les dijo: “mis figuras andarán si Yo se lo ordeno”. Y les mando que anduviesen, y se pusieron a dar saltos; y las llamó, y volvieron. Y a los pajaritos les mandó volar, y volaron; y posarse, y se posaron en sus manos. Y ante unos jumentos que hiciera, puso paja, cebada y agua; y ellos comieron y bebieron, y los niños fueron a contar a sus padres lo que había hecho Jesús.

Otro día, cuando tenía seis años, le mandó su madre a la fuente con un cantarillo. Con él fueron otros niños, y uno de ellos le empujó cuando tenía cantarillo en el caño, y se le rompió. Entonces Jesús se extendió el manto que llevaba y cogió en el tanta agua como en la vasija hubiera cabido y se la llevo a su madre. María le vio venir y se quedó admirada y pensativa.

El Evangelio armenio de la Infancia cree saber algo de los juegos de Jesús. Un día estando jugando con otros niños al pie de un árbol muy alto, mando al árbol que bajarse una de sus ramas y se sentó en ella; luego le mandó que de nuevo se alzase y la rama recobró su posición natural quedando Jesús en lo alto de la copa del árbol con la consiguiente estupefacción de sus amiguitos. Todos sintieron envidia y quisieron subir a donde Él estaba, y Jesús mandó de nuevo a la rama doblegarse para recoger aquella banda de jilgueros, que gozaron lo indecible viéndose elevados aquella altura junto al niño.

Entretanto, los milagros se le escapaban a borbotones por entre los dedos de las manos.

Ya en su viaje Egipto, varios posesos y leprosos se vieron curados por el efluvio que despedía su tierno cuerpecito, o al  contacto de sus pañales o por la ablución del agua que en que había sido bañado. Uno de los más pintorescos es el que es el del muslo. A la entrada de una aldea la Sagrada Familia se encontró con unas mujeres que volvían del cementerio deshechas en llanto. Tras de las primeras palabras de saludo, las mujeres les invitaron a pasar la noche en su casa, y cuál no sería la sorpresa de todos al ver que seguían llorando junto con el mulo cubierto de brocado.

Una mujer que se había curado de la lepra con el agua del niño, y que desde entonces le seguía a todas partes, preguntó el misterio que se encerraba, y se enteró de que el mulo había sido un apuesto joven, hermano de aquellas mujeres, a las que las malas artes de unas hechiceras habían convertido en mulo. Ella las consoló, y les dijo que recurriese la María.

María, al saber el caso, puso al niño sobre el lomo del animal y le dijo: “Jesús como Hijo mío, haz que la poderosa virtud oculta en ti pobre sobre este mulo y lo devuelva la naturaleza humana que antes tenía”. Y en el mismo instante el mulo se transformó y apareció de nuevo el apuesto joven. La alegría fue inmensa y termino en boda, porque la joven leprosa se casó con el joven y fueron felices.

 Al mismo tiempo se van cruzando en la vida del Niño algunas figuras que más adelante habían de aparecer junto a él en su vida pública.

Caminando una noche por el país despoblado, se encontraron con dos ladrones apostados junto al camino, mientras sus compañeros de fechorías dormían algo más allá. Tito, que así se llamaba uno de ellos, dijo su compañero Dumaco: “déjales que pasen sin que lo noten nuestros compañeros. Pero Dumaco se resistió. Solamente calló ante la promesa de una gran de una cantidad de dinero que le hizo Tito.

Entonces María, viendo la noble conducta de aquel bandido, le dijo: “el Señor Dios te protegerá con su diestra y te concederá el perdón de tus pecados”. Más Jesús tomó la palabra y dijo a María: “oh Madre mía, dentro de 30 años los judíos me crucificaran en la ciudad de Jerusalén, y conmigo crucificaran a estos dos bandidos: Tito a mi derecha y Dumaco a mí izquierda. Y en aquel día Tito me acompañara en el Paraíso”.

En otra ocasión, una madre que había tenido dos hijos gemelos, llorando pidiendo a Dios que le conservase el único de ellos que le quedaba vivo, pero que estaba a punto de morir. María le dijo que pusiese al niño en el lecho de Jesús y le cubriese con los vestidos de éste. Y al instante el niño mejoró y pidió el pecho. Con el tiempo se llamaría Tomás Dídimo y sería Apóstol de Jesús.

También Judas, siendo niño, se encontró con Jesús. Estaba poseído del demonio, y su madre, noticiosa de los milagros que Jesús realizaba, lo llevó a donde esté se encontraba jugando con otros niños. Judas fue a sentarse a la derecha del Señor y, presa de su arrebato, quiso morderle; pero no pudo hacer más que darle un golpe en el costado derecho. Jesús se echó a llorar y el demonio abandonó a Judas en forma de un perro rabioso. Este había de ser discípulo traidor, y en aquel costado derecho había de recibir Jesús la herida de la Lanza.

Si los apócrifos creen que Jesús debió de manifestar así su poder desde la infancia, también le hacen reivindicar su dignidad con no pocas intemperancias, que nunca tuvo el Maestro y que harían de él un niño terrible.

Cuando tenía cuatro años, estaba un día en la orilla del Jordán jugando con los niños, y con una azada hizo siete pequeñas lagunas, a las que  venía el agua del río por unos surcos y salía por otros. Uno de los niños, lleno de envidia, obstruyó la salida y deshizo las lagunas. Jesús, irritado, le dijo: “sea la desgracia sobre ti, hijo de la muerte, hijo de Satán. ¿Cómo te atreves a destruir las obras que yo hago?”.

Y el que aquello había hecho murió, y sus padres alzaron la voz contra José y María. Estos se quedaron consternados y José dijo a su mujer: “yo no me atrevo a hablarle, pero tú adviértele y dile porque has provocado contra nosotros el odio del pueblo y nos has abrumado con la cólera de los hombres”.

María buscó a Jesús y le dijo: “Señor, ¿qué ha hecho este niño para morir?”. Y Jesús respondió: “merecía la muerte porque ha destruido las obras que yo hice”.

Mas su madre le insistía: “no permitas, Señor, que todos se levanten contra nosotros”. Y El, no queriendo afligir a su madre, tocó con el pie derecho la pierna del muerto y dijo: “levántate, hijo de la iniquidad, que no eres digno de entrar en el reposo de mi padre, porque has destruido las obras que yo he hecho”. Y el que estaba muerto se levantó y se fue.

Con la misma facilidad y por motivos aún menores habría hecho morir a otros niños y aún a personas mayores. Su mismo maestro, a quien no quiso contestar cuando le preguntaba la lección, y que por ese motivo le pegó con una vara, cayó muerto delante de El.

Indudablemente, esta figura de Jesús está muy lejos de la del Niño manso y humilde, que vive sometido a sus padres, creciendo en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres. Entre la narración de los apócrifos y la de los evangelios canónicos media un abismo. Es el abismo que separa la verdad inefable ideada por Dios de la ficción inventada por los hombres.

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