sábado, 24 de agosto de 2013

concilios ecumenicos (hasta el V de Letran)

Antes de pasar a la exposición de los distintos concilios ecuménicos nos parece necesario precisar algunos aspectos más genéricos, que ayuden al lector a captar mejor la naturaleza y el desarrollo histórico de la institución conciliar. Comencemos por la noción misma de concilio ecuménico. Como tal se en tiende el ejercicio de la plena y suprema potestad de toda la Iglesia mediante actos estricta o propiamente colegiales. Esta potestad suprema del colegio de los obispos debe ser promovida o libremente aceptada, en su caso, por el romano pontífice. Se ejerce mediante la acción conjunta de los obispos dispersos por el mundo, y significa, de hecho, el acto supremo de la communio episcopal. Es una institución de origen apostólico -recordemos el Concilio de Jerusalén (Act 15, 6)-, que se va desarrollando a través del tiempo. El adjetivo «ecuménico» tiene el sentido primigenio de significar la participación de los obispos de la oikumene, es decir, del mundo grecolatino existente en la Antigüedad. En la época actual esta denominación está reglada específicamente por el Código de derecho canónico (cc. 337-341), y convendrá distinguir estos concilios de los concilios provinciales y de los sínodos diocesanos, que también aparecen regulados por el derecho de la Iglesia. Digamos igualmente, que la palabra «ecuménico» no la empleamos aquí con el significado y las connotaciones modernas derivadas del término «ecumenismo». Ciñéndonos a los concilios ecuménicos, que surgen en la historia de la Iglesia, puede llamarnos la atención la discontinuidad de su cronología. Pero si nos fijamos con mayor perspicuidad, veremos que la convocatoria de estos grandes concilios está íntimamente ligada casi siempre a momentos cargados de significación para la vida de la Iglesia. También interesa considerar la realidad histórica de estas asambleas conciliares. Así no le extrañará al lector que, a partir de la conversión de Constantino, los emperadores tengan un protagonismo importante en la convocatoria y realización de los concilios, como sucederá con el Concilio de Nicea (325) o con el de Trento (1545-1563), pero no se debe olvidar que ese protagonismo imperial está subordinado a la aceptación por el papa de tales concilios. Tampoco debe llamar la atención, que en los concilios se legisle no ya sobre lemas relacionados con la vida eclesiástica, sino también sobre cuestiones de índole política o social, dada la estrecha unión que existía en la Edad Media y durante el antiguo régimen entre la Iglesia y el poder político. Desde esta misma óptica de la historia se comprende perfectamente que exista una evolución en el desarrollo de los concilios ecuménicos. Cualquier observador avisado reconocerá que, al lado de unos elementos constitutivos de carácter esencial, existentes en todos los concilios, hay otros muchos cambiantes, que obedecen a culturas y a momentos históricos diversos y que enriquecen también este tipo de reuniones. Por último, hemos de afirmar el protagonismo más relevante en los concilios, que es el de la propia Iglesia. Los concilios ecuménicos han sido acontecimientos eclesiales, por excelencia. En ellos la Iglesia se ha interrogado a sí misma sobre su propio actuar en la historia. Concilio de Nicea (325) Este concilio es el primero de los llamados ecuménicos. Su convocatoria por el emperador Constantino (306-337) está motivada, sobre todo, por el arrianismo y, en menor medida, por el problema de la fecha de la Pascua. En cuanto al número de los participantes suele aducirse el de 318, en clara alusión a los 318 siervos de Abraham (Gen 14, 14), aunque en realidad debió de oscilar entre 250 y 300, si nos atenemos al testimonio del historiador Eusebio de Cesarea y de san Atanasio. La mayor parte de los asistentes procedían del Oriente cristiano; de Occidente sólo fueron cinco representantes, entre los que; destacaba Osio de Córdoba y los dos legados del obispo de Roma. Algunos de los obispos asistentes llevaban en sus cuerpos los estigmas martiriales de las últimas persecuciones, como el obispo Pablo de Neocesarea y el egipcio Pafnucio. La reunión de este considerable número de padres conciliares se vio facilitada por Constantino, que puso a su disposición el servicio de postas imperiales. Las sesiones conciliares se celebraron en Nicea de Bitinia, en el palacio de verano del emperador. Comenzaron el 20 de mayo y terminaron el 25 de julio del 325. Constantino ocupó el lugar de más alto rango en la inauguración y pronunció un discurso en latín para exhortar a la concordia; luego dejaría la palabra a la presidencia del concilio. Parece que la presidencia eclesiástica fue desempeñada por Osio, por ser hombre de confianza del emperador. Las primeras actuaciones corrieron a cargo de Arrio y sus secuaces, que expusieron su doctrina sobre la inferioridad del Verbo de Dios. Tras largas deliberaciones logró imponerse la tesis ortodoxa sobre la consubstancialidad del Verbo propugnada por el obispo Marcelo de Ancira (Ankara), por el obispo Eustacio de Antioquía y por el diácono Atanasio de Alejandría. Sobre la base del credo bautismal de la Iglesia de Cesarea se redactó un símbolo de la fe, que recogía de forma inequívoca que el Verbo es «engendrado, no hecho, consubstancial (homousios) al Padre». Este símbolo fue aprobado por el concilio el 19 de junio del 325, a excepción de Arrio y de dos obispos que, al no suscribirlo, fueron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados. En relación con otros temas de menor cuantía hubo unanimidad de acuerdo. Así sucedió con la determinación de la fecha de la Pascua, que se fijó en el primer domingo siguiente al primer plenilunio de primavera --o domingo siguiente al 14 de Nisán en el calendario hebreo--, que era la praxis de la Iglesia de Roma y de la mayor parte de las Iglesias. El concilio se ocupó también de algunas cuestiones disciplinares, dando unas breves disposiciones (cánones) sobre ellas. Son en total veinte cánones, que tratan de aspectos relacionados con la vida intraeclesial, y tienen el carácter de reafirmar normas canónicas anteriores. Así, el canon 1 prohibe a los eunucos que sean promovidos al clero. El canon 2 confirma una prohibición ya existente, según la cual los recién bautizados no podían acceder al presbiterado o al episcopado. Según el canon 4 se necesitaba la presencia de tres obispos para que se pudiera celebrar la ordenación de un obispo. El canon 6 establece -reafirmando también una antigua costumbre- la subordinación a la autoridad del obispo de Alejandría de todos los metropolitanos de Egipto, Libia y Tebaida. Hay también otros cánones que se ocupan de la disciplina eclesiástica de los clérigos (cc. 15-18), y dentro de ellos destacaríamos el c. 17 contra la usura. Los padres de Nicea legislaron igualmente sobre la readmisión en la Iglesia de cismáticos y herejes (cc. 8 y 19), así como sobre la penitencia pública (cc. 11-14) y la liturgia (cc. 18 y 20). Una vez concluidas las reuniones conciliares, el emperador Constantino, que celebraba por aquel entonces las fiestas del 20 aniversario de su elevación a la dignidad imperial, invitó a los obispos a un banquete solemne, en el que pronunció el discurso de clausura. Concilio I de Constantinopla (381) Este concilio fue convocado por el emperador Teodosio (379-395) y tuvo su comienzo en mayo del 381. Lo más recordado de este sínodo es el símbolo. No han llegado hasta nosotros las actas conciliares; sí, en cambio, conocemos algunas listas de obispos asistentes y los cánones disciplinares conservados en algunas colecciones canónicas antiguas. Desde el punto de vista doctrinal, este concilio supuso el golpe de gracia contra el arrianismo, que -a pesar de la condena del sínodo niceno- había tenido una amplia difusión al amparo de los emperadores Constancio (337-361) y Valente (364-378). Pero, sobre todo, se enfrentó a una nueva herejía: el macedonianismo y sus seguidores llamados también «pneumatómacos», que derivan del error arriano, y que negaban la consubstancialidad del Espíritu Santo. Al lado de estos planteamientos dogmáticos se suscitaba también una cuestión de carácter más bien honorífico, pero que con el tiempo adquiriría mayor envergadura: la dignidad de Constantinopla, la nueva Roma, de cara a otras sedes apostólicas, como Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El concilio fue inaugurado en mayo del 381 y duró hasta julio de ese mismo año. Se reunieron unos ciento cincuenta padres conciliares, todos ellos orientales. No asistieron obispos de Occidente. El papa Dámaso (366-384) no asistió ni envió representantes. Los obispos de Occidente habían celebrado un concilio en Aquileya, ese mismo año, para condenar los últimos focos de arrianismo detetados en el mundo latino. Ocupó la presidencia Melecio de Antioquía, a cuya muerte asumió la presidencia Gregorio de Nacianzo, recién elegido como obispo de Constantinopla, y confirmado como tal por el propio concilio. Poco duró la presidencia de Gregorio, que se vio obligado a renunciar a la sede constantinopolitana a causa de una serie de intrigas. En su lugar fue elegido Nectario, un viejo senador, que fue bautizado y recibió seguidamente la consagración episcopal. El documento más importante de este concilio es, sin duda, el llamado «símbolo niceno-constantinopolitano», que tendrá un gran influjo posterior por su utilización litúrgica como profesión de fe. Este símbolo parece que tiene su origen en el que se utilizaba en la Iglesia de Jerusalén para la colación del bautis-mo, con algunas adiciones relativas al Espíritu Santo: «Señor y vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por boca de los profetas.» Este símbolo fue leído en el concilio durante la celebración del bautismo y la consagración episcopal de Nectario. También han llegado hasta nosotros cuatro cánones disciplinares. El c. 1 reafirma la fe de Nicea y condena todas las herejías, y en particular menciona a algunas de ellas, como las de los arríanos y pneumatómacos. El c. 2 señala los límites en los que debe ejercitarse la potestad episcopal. En concreto, establece que los obispos de una diócesis no deben ocuparse de las cuestiones de las otras. El c. 3 afirma que «el obispo de Constantinopla, por ser ésta la nueva Roma, tendrá el primado de honor, después del obispo de Roma». La razón que se invoca en este canon no es de índole eclesiástica, sino política. La Iglesia occidental rechazó siempre este canon, que originaría futuros enfrentamientos y disensiones. El c. 4 declaraba nula la ordenación episcopal de Máximo, el intrigante colaborador de san Gregorio de Nacianzo. A estos cuatro cánones se suelen añadir otros tres: dos de ellos provenientes del sínodo constantinopolitano del 382, y el tercero de una carta enviada por la Iglesia de Constantinopla a la de Antioquía. A la vista del desarrollo histórico de este concilio es fácil deducir que se trata de un concilio exclusivamente oriental. Entonces, ¿por qué se le considera cuménico? La respuesta nos la da la historia misma de los concilios. Será el Concilio de Calcedonia (451) quien declarará que el concilio constantinopolitano I es ecuménico. Concilio de Éfeso (431) Este concilio tuvo lugar en Éfeso (Asia Menor), del 22 de junio al 31 de julio del 431. Con él se abren una serie de concilios de índole cristológica. La motivación del concilio surge de un conflicto doctrinal. Nestorio, obispo de Constantinopla desde el 428, comenzó a predicar que María no se la podría llamar Madre de Dios (theótokos) porque entendía que Cristo era sólo el hombre en el que habitaba el Hijo de Dios y, en consecuencia, María era sólo Madre de un hombre. Esta doctrina fue considerada herética por Cirilo de Alejandría y por el papa Celestino (422-432), que en sendos sínodos la condenaron explícitamente. A pesar de esas condenas Nestorio persistió en su error. Para conseguir la paz en la Iglesia, el emperador Teodosio II (408-450) convocó un concilio ecuménico en Éfeso. El concilio se reunió con un cierto retraso sobre la fecha prevista, aunque todavía no habían llegado los obispos antioquenos, ni los representantes del papa. Tomó esta iniciativa Cirilo de Alejandría, en contra del parecer de Candidiano, comisario imperial del concilio. Nestorio, a pesar de encontrarse ya en Éfeso, se negó a comparecer ante la asamblea sinodal. En la sesión de apertura se leyó un documento doctrinal de Cirilo sobre la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo. También se leyeron otros escritos: un florilegio de obras de los Padres de la Iglesia, las cartas intercambiadas entre Cirilo y Nestorio, la carta de Celestino a Nestorio y la carta de un sínodo de Alejandría del 430, seguida de doce anatematismos. También en esta sesión se dictó una sentencia condenando a Nestorio a deponer la dignidad episcopal. En la segunda sesión del concilio se incorporaron los legados romanos y aprobaron las actas de la sesión anterior. Entre tanto, llegaron los antioquenos con Juan de Antioquía a la cabeza, que molestos por la condena de Nestorio, reunieron un anti concilio y declararon fuera de la comunión a Cirilo y a Memnón de Éfeso. A todo esto, el emperador pensó resolver esta embarazosa situación deponiendo a los principales responsables: Nestorio, Cirilo y Memnón. Después de varias sesiones el emperador disolvió el concilio y permitió a san Cirilo y a Memnón regresar a sus respectivas sedes, mientras que ordenó a Nestorio que se recluyera en un monasterio antioqueno y que Maximiano le sucediera en la sede de Constantinopla. En resumen, se puede afirmar que la única decisión propia de este concilio fue la condena de Nestorio. Pero conviene tener en cuenta que dicha condena fue emitida después de la lectura de una serie de documentos doctrinales, cuya síntesis podría ser la siguiente: Cristo es un solo sujeto que resulta de una vedadera unión entre el Verbo de Dios y la naturaleza humana; por tanto, todo lo que realiza la naturaleza humana debe atribuirse al único sujeto, que es el Verbo de Dios encarnado, y de ahí que María pueda llamarse con propiedad Madre de Dios. Concilio de Calcedonia (451) El cuarto concilio ecuménico se celebró en Calcedonia, metrópoli de Bitinia, y desarrolló sus actividades desde el 8 de octubre al 1 de noviembre del 451. Fue convocado por el emperador Marciano (450-457) el 17 de mayo del 451. Asistió un considerable número de obispos, oscilando entre unos quinientos en las primeras sesiones y ciento ochenta en la última. Los representantes del papa fueron tres obispos y un presbítero. La reunión conciliar viene justificada por la necesidad de salir al paso de los errores de Nestorio que, a su vez, habían propiciado el monofisismo de Eutiques. Podemos decir que fue el complemento del concilio ecuménico de Efeso y la superación del seudoconcilio de Efeso (449). Es cierto que el símbolo de unión propuesto por Juan de Antioquía y suscrito por Cirilo de Alejandría, aceptando los puntos sustanciales del concilio efesino, supuso una cierta pacificación de los espíritus, pero, con todo, no se había alcanzado una plena unidad doctrinal. La primera sesión tuvo lugar en la iglesia de Santa Eufemia y se comenzaron a juzgar las actuaciones irregulares de Dióscuro, que fue depuesto en la tercera sesión. En la segunda sesión fue leída una «carta dogmática» (Tomus ad Flavianum) del papa León Magno (440-461) sobre las dos naturalezas de Cristo, que se recibió con aclamaciones de los padres asistentes: «ésta es la fe de los Apóstoles. Pedro ha hablado por la boca de León». En la quinta sesión, el 22 de octubre, se aprueba una fórmula de fe redactada por 25 obispos y que está en perfecta armonía con la «carta» del papa León, en donde se declara: «Todos nosotros profesamos a uno e idéntico Hijo, nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad, y completo en cuanto a la humanidad en dos naturalezas, inconfusas y sin mutación, sin división y sin separación, aunadas ambas en una persona y en una hipóstasis.» Esta fórmula fue aprobada y firmada por todos los obispos. El día 25 del mismo mes se celebró la sexta sesión, presidida por el emperador Marciano y su esposa Pulquería, que también suscribieron solemnemente la citada fórmula. Por deseo del emperador se examinaron en el concilio algunos asuntos disciplinares, como la plena rehabilitación de Teodoreto de Ciro y de Ibbas de Edesa, cosa a la que accede el concilio, y veintiocho cánones en los que se abordaban cuestiones disciplinares. Así, el c. 6 prohibía las llamadas ordenaciones absolutas, es decir, no destinadas a una determinada comunidad. Se dan disposiciones concretas sobre la vida de los clérigos y de los monjes: la prohibición de la simonía (c. 2), la de ejercer funciones civiles o militares (c. 7), la de vagar de una ciudad a otra (c. 5). El c. 28 suscitó una gran dificultad de aceptación por parte de los legados papales. En este canon se decía que «justamente los padres han atribuido el primado a la sede de la antigua Roma, porque esta ciudad era la capital del imperio», y de ahí deducían que la sede de la nueva Roma (Constantinopla) debía gozar de las mismas prerrogativas que la antigua Roma y ocupar el segundo lugar después de ella. Ante tales pretensiones los representantes del papa hicieron constar que la razón del primado era la sucesión apostólica de Pedro y no la importancia política de la sede. El papa León no aprobó nunca este canon, que daría lugar a una larga serie de gestiones e intercambios epistolares entre el emperador, el papa y algunos prelados. El Concilio de Calcedonia supuso un hito desde el punto de vista doctrinal, y representa una línea de equilibrio entre las erróneas ideas cristológicas de los nestorianos y de los monofisitas, gracias en buena medida a la actuación del papa León. Concilio II de Constantinopla (553) El concilio se reunió en esta metrópoli imperial del 5 de mayo al 2 de junio del 553. Fue convocado por el emperador Justiniano (527-565) de acuerdo con el papa Vigilio (537-555). Se celebró en un edificio anejo a la basílica de Santa Sofía en presencia de 150 obispos, aunque en la sesión de clausura su número ascendiera a 164. El problema que intentaba resolver el emperador con el concilio era el planteado por los monofisitas, especialmente en Egipto. Justiniano había condenado, mediante un decreto imperial: 1) la persona y los escritos de Teodoro de Mopsuestia; 2) los escritos de Teodoreto de Ciro (+460); 3) una carta de Ibbas de Edesa defendiendo a Teodoro. Esto es lo que se conoce abreviadamente como los «Tres capítulos», y sobre ellos debía definirse en concilio. Entre tanto, el papa Vigilio había sufrido grandes presiones por parte del emperador, que le hizo ir a Constantinopla desde Italia, tratándole luego como a un prisionero. Sin su presencia y, a pesar de su protesta, inauguró Eutiquio el concilio. El 14 de mayo el papa Vigilio en unión con dieciséis obispos firmaron una declaración en la que condenaban sesenta proposiciones de Teodoro de Mopsuestia, pero rehusaban condenar su memoria y reexaminar los casos de Teodoreto de Ciro e Ibbas de Edesa, porque ya habían sido rehabilitados por el Concilio de Calcedonia. Justiniano no se dio por enterado de esta declaración y no la comunicó al concilio. En las sesiones quinta y sexta el concilio condenó los «Tres capítulos». En la octava y última sesión, el 2 de junio, la asamblea conciliar pronunció catorce anatemas, de los cuales los doce primeros eran contra Teodoro de Mopsuestia, el decimotercero contra Teodoreto, y el último contra Ibbas. El papa Vigilio, enfermo y presionado por el emperador, envió una carta a Eutiquio el 8 de diciembre en la que se adhería al concilio, y por último, el 23 de febrero del 554, accedió Vigilio a la condenación de los «Tres capítulos», preparando así el camino para la aceptación ecuménica del concilio. Los resultados del concilio no surtieron los efectos que el emperador había previsto con su convocatoria, y aunque sea loable su intento de buscar la unidad de la fe atrayéndose a los monofisitas, los procedimientos empleados -especialmente por lo que se refiere al papa Vigilio- no parecen dignos, aun aceptando las ideas cesaropapistas de la época. Concilio III de Constantinopla (Trullano) (680-681) La iniciativa de la convocatoria se debió al emperador Constantino IV (668-685) que así se lo ordenó al patriarca de Constantinopla Jorge el 10 de septiembre del 680, para que invitara a los obispos de su patriarcado, así como a Macario, patriarca de Antioquía, que se encontraba en Constantinopla con sus obispos. Ya el año anterior había invitado al papa Dono (676-678) para que enviara a Constantinopla una delegación compuesta por obispos y monjes, pero la carta llegó cuando el papa ya había muerto. Su sucesor Agatón (678-681), en agosto del 680, mandó una delegación compuesta por tres obispos italianos, tres apocrisarios pontificios, un representante del arzobispo de Ravena y tres monjes. El 7 de noviembre del 680 se reunió el concilio en la gran sala de la cúpula (in trullo) del palacio imperial, bajo la presidencia de Constantino IV. El número de participantes osciló a lo largo de las diversas sesiones entre 43 y 164. La cuestión que había motivado el concilio era la del monotelismo, consecuencia inevitable del monofisismo; pero dado que los fautores principales de esta tendencia eran los patriarcas de Alejandría y Jerusalén, que ya no formaban parte del Imperio, al caer sus sedes en manos de los árabes, esta temática había perdido virulencia. El emperador tomó parte personalmente en las once primeras sesiones. Después de un profundo estudio del monotelismo, su portavoz Macario de Antioquía y su discípulo el abad Esteban reconocieron haber mutilado los textos que exhibieron en el concilio, y fueron depuestos. En la sesión 13.a la asamblea sinodal condenó a todos los que habían defendido ideas próximas al monotelismo: los patriarcas de Constantinopla: Sergio, Pirro, Pablo II y Pedro, el patriarca de Alejandría Ciro, Teodoro de Farán, y Honorio de Roma. La sesión de clausura, realizada en presencia del emperador, adoptó una profesión de fe en la que se declaraba la existencia en Cristo de dos naturalezas, dos energías, dos voluntades, de acuerdo con la doctrina de los cinco concilios ecuménicos anteriores. El papa León (682-683), sucesor de Agatón, aunque refrendó las decisiones de este concilio, restringió, sin embargo, el juicio de éste sobre el papa Honorio (625-638), culpándole sólo de negligencia al no reprimir el error monotelita. Concilio II de Nicea (787) Bajo este nombre se conoce el séptimo concilio ecuménico reunido en la misma ciudad donde cuatro siglos y medio antes se había celebrado el primero de esta denominación. Inicialmente la emperatriz Irene lo había convocado en Constantinopla en la iglesia de los Santos Apóstoles, el 17 de agosto del 786, pero una revuelta militar hizo que se transfiriera el siguiente año a la nueva sede de Nicea. La razón principal de esta reunión conciliar fue atajar el error iconoclasta, que se había traducido en auténticos actos de persecución contra el culto a las imágenes por parte de emperadores, como Constantino V (741-775) y León IV (775-780). El concilio comenzó sus sesiones el 24 de septiembre del 787 en la iglesia de Santa Sofía. El papa Adriano (772-795) había enviado como legados suyos al arcipreste romano Pedro y al archimandrita del monasterio griego de San Sabas, con algunas cartas en las que exponía la doctrina católica sobre el culto a las imágenes. Las ocho sesiones fueron presididas por el patriarca Tarasio de Constantinopla. En la primera sesión, Tarasio hizo leer una carta de la emperatriz Irene, y se examinó el caso de algunos obispos que habían participado en el conciliábulo de Hiereia del 754. En la segunda reunión fue aprobada la exosición de la doctrina cristiana, que el papa Adriano había presentado en una de sus cartas al concilio. Tarasio respondió solemnemente a la pregunta de los legados papales declarando la veneración por el culto relativo a las sagradas imágenes, aunque reservaba la adoración y la fe únicamente a Dios. En la tercera sesión se leyeron unas cartas sinodales de Tarasio y de Teodoro de Jerusalén en las que se declaraba la validez del culto a las imágenes. Las sesiones sucesivas se dedicaron a mostrar los argumentos de la Santa Escritura y de tradición favorables a la doctrina propuesta anteriormente. Luego, en la séptima sesión se aprobó una solemne definición sobre el culto a las imágenes, afirmando que es lícito representar en imágenes a Cristo, a la Virgen Santísima, a los ángeles y a los santos. El culto que se da a las imágenes va dirigido al modelo, al prototipo representado por ellas, y se debe distinguir de la adoración debida a Dios. La octava sesión tuvo lugar en el palacio imperial de Magnaura, con la asistencia de la emperatriz Irene y de su hijo, así como 300 obispos, que rubricaron las actas del concilio. Se lanzaron también en esta sesión cuatro anatematismos contra los iconoclastas. En las actas conciliares griegas se añadieron 22 cánones de carácter disciplinar sobre la vida eclesiástica, que recogían, en buena parte, prescripciones conciliares dadas anteriormente. El Concilio II de Nicea, aunque no acabó totalmente con el iconoclasmo, contribuyó de forma relevante a su desaparición. En Occidente encontró algunas dificultades su aplicación por parte de Carlomagno (768-814) y sus teólogos, debido a la defectuosa traducción de sus documentos. El concilio constantinopolitano IV lo declaró ecuménico, y es el último de los concilios ecuménicos aceptados por los católicos y los ortodoxos. Concilio IV de Constantinopla (869-870) Como precedentes de este concilio hay que tener en cuenta la negativa del papa Nicolás I (858-867) a reconocer al patriarca Focio de Constantinopla, que había conseguido la sede gracias a la abdicación forzada de su predecesor Ignacio. Añádase a esto el que Focio no estaba dispuesto a renunciar a la jurisdicción sobre la Italia meridional y Dalmacia. Estos hechos fueron determinantes, en buena medida, de la condena de Focio por un sínodo romano del863. Focio envió una circular a los demás patriarcas orientales en la que lanzaba graves acusaciones contra el papa y la Iglesia latina: la inserción del Filioque en el símbolo, la doctrina del purgatorio, etc. No contento con estas acciones, Focio reunió un sínodo en Constantinopla (867) y anatematizó a Nicolás I. Poco después hubo un cambio dinástico y se hizo con el poder el emperador Basilio el Macedonio (867-886), que depuso al patriarca Focio de la sede Constantino-politana, e Ignacio volvió de nuevo a ella. El emperador y el patriarca Ignacio escriben al papa Nicolás I una carta indicándole la conveniencia de convocar un concilio ecuménico con el fin de serenar los ánimos dentro del mundo de Bizancio por las secuelas del iconoclasmo y la actitud de Focio. A esta misiva responde el papa Adriano II (867-872), sucesor de Nicolás I, aceptando la convocatoria del concilio y enviando como legados al diácono Marino, a los obispos. Donato de Ostia y Esteban de Nepi. El concilio comenzó sus sesiones el 5 de octubre de 869 en la iglesia de Santa Sofía y se clausuró el 28 de febrero de 870. Se celebraron diez sesiones. Al principio no contó con muchos asistentes, pero en las últimas sesiones asistieron alrededor de cien obispos. Los patriarcas de Antioquía y Jerusalén enviaron sus representantes, y en la sesión novena también se personó un representante del patriarca de Alejandría. El objeto principal de los debates conciliares se centró en el proceso contra Focio y sus seguidores. En la primera sesión se proclamó el llamado libellus satisfactionis, que contenía la profesión del primado del obispo de Roma, la condena del iconoclasmo y de los errores de Focio. En las sesiones quinta y séptima estuvo presente Focio, pero se negó a reconocer su culpabilidad. La última sesión tuvo una especial solemnidad por la asistencia del emperador Basilio y su hijo Constantino, así como los legados del reyde Bulgaria y del emperador de Occidente Ludovico II (855-875). En ella se promulgaron una profesión de fe y veintisiete cánones. Estos cánones tenían la intención de evitar que se repitieran los incidentes en torno a Focio, y volvieron a confirmar la legitimidad del culto a las imágenes (c. 3). Llama la atención el c. 21, que establece el orden de precedencia de los cinco patriarcas: en primer lugar el papa de Roma, luego los patriarcas de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. La Iglesia católica reconoce este concilio como ecuménico. Como tal aparece en una amplia tradición, que va desde Anastasio el Bibliotecario, pasando por las colecciones canónicas occidentales -desde la segunda mitad del siglo xi- hasta el testimonio del Concilio Vaticano I. No ocurre lo mismo en la Iglesia ortodoxa griega, que considera como octavo concilio ecuménico, otro reunido por Focio en la misma capital imperial durante los años 879-880, que rechaza las decisiones del Concilio IV de Constantinopla. Concilio I de Letrán (1123) Una vez liquidada la querella de las investiduras en el Concordato de Worms (1122), entre el papado y el Imperio, con la renuncia del emperador a la investidura del báculo y el anillo, el papa Calixto II (1119-1124) quiso con firmar esta decisión con un concilio general, que se celebró al año siguiente en Roma. Se reunió esta asamblea en la basílica Lateranense, la iglesia episcopal del papa, el 18 de marzo de 1123, con una gran concurrencia de padres conciliares. Según el abad Sugerio pasaban de 300 los obispos, y según Pandulfo -biógrafo de Calixto II- habían acudido 997 obispos y abades. No se han conservado las actas, ni otros escritos de las deliberaciones, ni si quiera las listas de los participantes. Sí, en cambio, han llegado hasta nosotros los cánones de este concilio. Son 25 cánones, que renuevan en parte decisiones anteriores: se condenó toda ordenación o promoción por simonía; se renovó la observancia de la «tregua de Dios», que había sido proclamada en el Concilio de Clermont (1095). A los cruzados se les concede indulgencia plenaria y se les aseguró la protección de sus familias y sus bienes; también se dio un decreto en favor de la cruzada española. Se prohibió el concubinato de los clérigos y se declaró nulo cualquier matrimonio de presbítero, diácono o subdiácono. También se determinó que los monasterios y sus iglesias estuvieran sometidos a los obispos. Finalmente, se leyeron en público los documentos del Concordato de Worms para que los asistentes les diesen una ratificación oficial. En el concilio también se canonizó al obispo Conrado de Constanza (+976). Este concilio es considerado como el IX concilio ecuménico. Concilio II de Letrán (1139) A la muerte del papa Honorio II (1124-1130) se produce la elección de Inocencio II (1130-1143), pero no de un modo pacífico, ya que un grupo de cardenales elige a Anacleto II (1130-1138), dando origen a un cisma. Una vez reestablecida la unidad de la Iglesia con la muerte de Anacleto, el papa Inocencio II convoca un «sínodo plenario» en el 1138. El concilio abre sus sesiones el 3 de abril de 1139, y duraría hasta mediados del mismo mes y año. En cuanto al número de los participantes tenemos referencias muy dispares: los Anales de Melk hablan de 500, mientras que la Crónica de Otón de Freising eleva la cifra a unos mil. Entre los asistentes abundan los procedentes de Occidente, aunque también hay algunos que vienen de sedes orientales, recuperadas por la acción de los cruzados. En la sesión inicial el papa lamentó la confusión producida por el cisma de Anacleto y depuso a todos los obispos y abades nombrados por el antipapa, incluso a los que estaban arrepentidos, como el cardenal Pedro de Pisa, lo que daría lugar a un cierto disgusto de san Bernardo de Claraval (1090-1153). También se ocupó el concilio de ciertos errores dogmáticos de predicadores populares, como Pedro de Bruys y Enrique de Lausana, que rechazaban el bautismo de los niños, la eucaristía, el sacerdocio y el matrimonio.Como aconteció en sínodos precedentes, el concilio legisla sobre temas relacionados con la disciplina del clero, reproduciendo cánones que asientan las ideas de la reforma gregoriana, especialmente contra la simonía y en favor del celibato de los clérigos ordenados in sacris. Así, el c. 7 prescribía la invalidez -no sólo la ilicitud, como se había considerado anteriormente- del matrimonio contraído por los clérigos (a partir del subdiaconado) y los monjes. El c. 28 confirma a los cabildos catedralicios y a los superiores de órdenes religiosas el derecho a elegir al obispo. Otros cánones prohiben la usura, los torneos, el estudio del derecho civil y la medicina a los monjes, etc. Concilio III de Letrán (1179) Como en el anterior Concilio Lateranense, las luchas entre el papa Alejandro III (1159-1181) y el antipapa Calixto III (1152-1190), alentado por Federico Barbarroja (1168-1178), terminan con una paz, que es rubricada por un concilio. El concilio fue promovido por Alejandro III en 1178 y celebró tres sesiones los días 5, 7 y 19 de marzo de 1179. Intervinieron cerca de 400 obispos y un gran número de abades y dignatarios eclesiásticos. El grueso de la representación episcopal procedía de Italia, pero también estuvieron presentes padres conciliares de España, Francia, Inglaterra, Irlanda, Suecia, Alemania, Dinamarca, Hungría y ocho representantes de los Estados que los cruzados tenían en Tierra Santa. El cronista inglés Roger de Hoveden dice que también se hallaban presentes «casi todos los embajadores de los emperadores, de los reyes y de los príncipes de la Cristiandad». Aunque las actas conciliares no han llegado hasta nosotros, sí conocemos los 27 cánones elaborados por este sínodo. Esos cánones tuvieron gran trascendencia jurídica al ser incorporados a las colecciones de Decretales, especialmente a las Decretales de Gregorio IX. Los dos primeros cánones tratan de prevenir futuros cismas y establecieron la necesidad de una mayoría de dos terceras partes para la válida elección del papa, y declaran.inválidas las ordenaciones realizadas por los anteriores antipapas. El c. 3 exige la edad mínima de 30 años para la elección de un obispo. También se prohibe la acumulación de beneficios. Se reitera la prohibición de la simonía y se establecen determinadas sanciones a ciertos delitos cometidos por clérigos. Un curioso precepto declara que incurren en excomunión quienes suministren armas o materiales bélicos destinados a los sarracenos. El c. 27 condena bajo anatema a los cataros o albigenses, así como a quienes les den alojamiento y trafiquen con ellos; quienes, por el contrario, tomen las armas contra ellos quedarán, como los cruzados, bajo protección eclesiástica. A la vista de este último canon y teniendo presentes otros semejantes de los concilios medievales, podemos observar una diferencia notable en el tratamiento de los herejes, si lo comparamos con los concilios de la Antigüedad: la diferencia está en que los concilios medievales consideran la herejía no sólo un error contra la fe, como la entendían los antiguos, sino también un atentado contra la Iglesia y la sociedad. Concilio IV de Letrán (1215) Por iniciativa de Inocencio III (1198-1216) se convocó este Concilio Lateranense el 19 de abril de 1213. En la bula de convocación Vinea Domini el papa señala los dos objetivos que se proponía: la recuperación de los Santos Lugares y la reforma de la Iglesia. Fueron invitados obispos de Oriente y Occidente, así como los superiores de las grandes órdenes monásticas y los reyes cristianos. Asistieron 412 obispos; entre ellos hay que consignar la presencia de algunos procedentes de Bohemia, Hungría, Polonia, Estonia y Livonia, que a pesar de ser países del Este de Europa, se consideraban miembros del Occidente cristiano. Aunque fueron invitados, faltaron los griegos del patriarcado de Constantinopla. El número de abades asistentes ascendió a unos 800, El 11 de noviembre del 1215 se hizo la solemne apertura del concilio en Roma, con un discurso de Inocencio III, comentando el pasaje del Evangelio de san Lucas: «He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), palabras que fueron como un presagio de su proxima muerte. Además de esta sesión, el concilio celebró otras dos más, los días 20 y 30 del mismo mes. Entre los asuntos tratados figura la cuestión litigiosa que planteaba la sede primacial de Toledo, por boca de su arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada, en relación con los metropolitanos de Braga, Compostela, Tarragona y Narbona. Inocencio III se limitó a reconocer al arzobispo de Toledo sólo una precedencia de honor. También se ocuparon los padres sinodales de la cuestión suscitada sobre la titularidad del condado de Toulouse, que era un foco de los albigenses. Esa titularidad le fue concedida a Simón de Monfort. Otra temática fue la planteada por el emperador Otón IV (1182-1215) que, pese a las intervenciones de sus representantes, fue considerado culpable de atentar contra los derechos de la Iglesia. También intervino el concilio para repudiar la Charla Magna arrancada por la fuerza a Juan Sin Tierra (1199-1216). El concilio ratificaría igualmente el decreto del papa sobre la Cruzada de Tierra Santa. Con todo, la aportación de mayor relieve del concilio fue la publicación de 70 cánones o decretos, que luego se incorporarían a la colección denominada Decretales de Gregorio IX. El primero de estos cánones es una profesión de fe contra los cátaros y valdenses, aunque sin nombrarlos expresamente, en la que se reafirma la bondad de la creación, incluso material, toda ella salida de las manos de Dios, desautorizando el dualismo cátaro. En esta misma profesión de fe se consagra la palabra «transubstanciar» referida a la eucaristía, que se había utilizado en las discusiones surgidas a raíz de la herejía de Berengario de Tours. También se condena en el c. 2 la doctrina trinitaria de Joaquín de Fiore. Se dan normas condenatorias de los herejes, que en algunos casos se traducen en prescripciones inquisitoriales. El c. 21 tendrá un amplio eco a lo largo de la historia al ordenar que todo cristiano, llegado al uso de la razón, está obligado una vez al año a confesar y a recibir la comunión pascual. Otros cánones se refieren más especialmente a los obispos para que mejoren la formación de los fieles, obligándoles a que designen en las catedrales predicadores y confesores idóneos (c. 10), y a que se preocupen de la predicación en lengua vernácula a los fieles (c. 9). Para fomentar la formación del clero, el concilio establece que en cada catedral debe haber un maestro de gramática, y teólogos bien formados en las iglesias metropolitanas (c. 11). Para velar por la disciplina eclesiástica se dispone que se reúnan anualmente sínodos provinciales (c. 6) y capítulos generales para las órdenes religiosas (c. 12). Para que no proliferasen las órdenes religiosas, el concilio prohibió la fundación de nuevos institutos (c. 13). Se dieron normas muy severas para favorecer las buenas costumbres del clero y contra los abusos de la incontinencia, el exceso en las bebidas y determinadas actividades impropias de los eclesiásticos (cc. 14-18). Los seglares son destinatarios de algunos cánones que tienden a evitar los matrimonios clandestinos (c. 51) y a modificar los impedimentos de consanguinidad y afinidad (c. 50). Se protege la autenticidad y la veneración de las reliquias sagradas (c. 62). En las últimas disposiciones conciliares se tratan de regular las relaciones con los judíos, prohibiendo el comercio con ellos cuando los cristianos habían suscrito contratos usurarios con los judíos (c. 67); también se ordenó que vistiesen de forma distinta a como lo hacían los cristianos (c. 68) y que no pudiesen ejercer cargos públicos (c. 69). Por último, el concilio dedica el capítulo final [71] a impulsar la liberación de Tierra Santa. A la hora de pasar revista a los asuntos tratados y a las normas promulgadas por este concilio, se puede afirmar que es el más importante de los que se celebraron en la Edad Media, y que tendrá un gran influjo en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo. Cabría decir que la figura extraordinaria de InoceNcio III se proyecta sobre esta magna reunión conciliar, que se convierte así en un gran instrumento papal para la reforma de la vida eclesiástica y para la re solución de los graves problemas surgidos entre el poder político y la Iglesia. Concilio I de Lyon (1245) El 13.° concilio ecuménico tuvo su justificación más inmediata en el conflicto suscitado por el emperador Federico II (1194-1250) contra el papado, en tiempos de Gregorio IX (1227-1241) y de su sucesor Inocencio IV (1243-1254). El concilio había sido proyectado por Gregorio IX para la Pascua de 1241 en Roma, pero no se pudo llevar a cabo por la acción violenta del emperador con un grupo de obispos. Inocencio IV hizo suya la convocatoria delconcilio, pero no sintiéndose seguro en Roma se trasladó a la ciudad libre de Lyon el 2 de diciembre del 1244, establecién 1244. Además de citar al emperador para que compareciera ante el concilio, se cursaron invitaciones a todos los obispos del mundo. Sin embargo, sólo pudieron asistir 150 prelados, la mayor parte de ellos de países como Francia y España; menos numerosa fue la representación de Inglaterra e Italia, y toda vía menor la presencia de obispos alemanes, debido sobre todo a la hostilidad de Federico II. De este concilio conservamos una breve relación de las actas y una Chronica maiora de Mateo de París. La sesión de apertura se celebró en la catedral de Lyon, el 28 de junio de 1245. En ella el santo padre expuso las grandes preocupaciones que albergaba en esos momentos: la persecución de la Iglesia por parte de Federico II, la caída de la ciudad santa de Jerusalén en manos de los sarracenos y la derrota de los cruzados en Gaza, la irrupción de los mongoles o tártaros en Europa, el cisma griego y la moralidad del clero y del pueblo cristiano. En esta primera reunión Tadeo de Sessa, representante del emperador, defendió a Federico II de las acusaciones que se hacían contra él, pero el papa refutó puntualmente sus alegatos. El 5 de julio tuvo lugar la segunda sesión en la que intervinieron los obispos de Carinola, Compostela y Tarragona, pidiendo que se procediera contra el emperador. Tadeo de Sessa no consiguió rebatir los argumentos contra Federico II, aunque logró un aplazamiento de doce días para que se difiriera la sentencia, con el fin de recibir nuevas instrucciones de su soberano. En el intervalo de esta sesión y la siguiente, se despacharon en el concilio algunos asuntos eclesiásticos. Así, se acordó ratificar ocho decisiones anteriores al concilio. También se prepararon doce decretos de índole jurídico canónica, en los que se regulan asuntos de gran interés, como la elección de los obispos, la celebración del cónclave, y algunas disposiciones litúrgicas. La tercera sesión se llevó a efecto el 17 de julio, tal y como estaba previsto, aprobándose los 22 capítulos o cánones anteriormente preparados. Se leyó también una colección de privilegios de la Iglesia romana, entre los que figuraba alguno sobre los beneficios de Inglaterra, lo que provocó la protesta de los barones ingleses. El punto central, sin embargo, fue la sentencia contra Federico II, acusado de perjurio, de perturbar la paz, de perseguir a la Iglesia y de sospecha de herejía; fue depuesto en cuanto emperador y excomulgado. La deposición del emperador fue firmada por todos los obispos presentes y los franciscanos y dominicos fueron encargados de hacerla pública por toda la cristiandad. El concilio terminó el 25 de agosto de 1245 con un solemne Te Deum. Concilio II de Lyon (1274) Después de un largo período de sede vacante fue elegido papa Teobaldo Visconti de Piacenza, que tomó el nombre de Gregorio X (1271-1276). El 13 de abril de 1273 anunció el papa a los obispos y príncipes de la cristiandad su decisión de reunir un concilio en la ciudad de Lyon. Invitó también al emperador Miguel VIII Paleólogo (1261-1282) y al patriarca griego de Constantinopla, al rey y al kathoUkós (cabeza suprema de la Iglesia) de Armenia, y al Gran Khan de Mongolia. El concilio tuvo su sede en la iglesia catedral de San Juan. La asistencia fue numerosa, aunque no llegara en número al alcanzado por el cuarto Concilio de Letrán. La cifra de obispos cuya asistencia se puede comprobar es de 200, aunque los cronistas dan cifras superiores que rebasan el millar, al incluir también a los abades y a otros dignatarios y representantes. No pudo estar presente uno de los convocados: santo Tomás de Aquino, fallecido en el monasterio de Fossanova, cerca de Roma, el 7 de marzo de 1279, yendo de camino a Lyon para participar en el concilio. Se comenzó el concilio el 7 de mayo de 1274. En este acto inaugural tuvo el papa sentado a su lado al único rey que asistía personalmente al concilio, Jaime I de Aragón. Gregorio X empezó su discurso repitiendo las palabras que otrora pronunciase Inocencio III en la apertura del Concilio IV de Letrán: «Ardientemente he deseado...» Luego señalaría el triple objetivo que proponía al concilio: la ayuda a Tierra Santa, la unión de los griegos y la reforma de las costumbres. La segunda sesión fijada para el 14 de mayo no pudo llevarse a cabo hasta el 18 del mismo mes y, entre tanto, el papa fue negociando privadamente con cada uno de los representantes de las provincias eclesiásticas para conseguir de ellos que durante seis años destinaran a la Iglesia de Oriente los diezmos de las rentas de sus iglesias. En la segunda sesión se promulgó un decreto dogmático sobre el Espíritu Santo, en el que se decía que «el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no como de dos principios sino como de un principio único, y con una sola espiración, no con dos». La tercera sesión se tuvo el 7 de junio, y después de un sermón de Pedro de Tarantasia sobre la unión de la Iglesia griega, se promulgaron unos capítulos sobre las elecciones, postulaciones y provisiones eclesiásticas (cc. 3-9), órdenes sagradas (c. 15), promulgaciones (c. 24), excomuniones y entredichos (cc. 29-30). El 24 de junio llegaron los embajadores griegos que eran portadores de una carta de Miguel Paleólogo para Gregorio X. Esta embajada estaba presidida por el logoteta (canciller) Jorge Acropolita, el antiguo patriarca de Constantinopla Germán III y el metropolitano Teófanes de Nicea. Estos embajadores manifestaron su adhesión y «omnímoda obediencia» a la fe y al primado de Roma. El 29 de junio, durante la misa se cantó en latín y en griego la epístola, el evangelio y el Credo con el Filioque. En la cuarta sesión del 6 de julio tuvo lugar el acto más significativo. El papa hizo leer tres cartas, del emperador Miguel, de su hijo Andrónico y de los obispos griegos, aceptando los primeros el símbolo de la Iglesia de Roma, y anunciando los últimos su entrada en la unidad de la Iglesia. Inmediatamente después, Jorge Acropolita juró en nombre del emperador el abandono del cisma y la perfecta obediencia al pontífice romano. A continuación, se entonó un Te Deum y el papa pronunció un sermón, terminando con el canto de Credo, en latín primero y luego en griego, repitiendo las palabras: Qui ex Patre Filio que proceda. El día 15 de julio murió san Buenaventura, que había participado activamente en el concilio. Fue sepultado el mismo día en la iglesia de los Menores de Lyon. Con el fin de evitar la posibilidad de otra sede vacante tan prolongada como la última, se promulgó, en la quinta sesión del 16 de julio, el célebre decreto sobre la elección papal Ubi periculum. En este decreto se establecía que pasados diez días de la muerte del papa, debían los cardenales reunirse en una misma sala (cónclave), aislados del mundo exterior. Si pasados tres días no habían realizado la elección, se les serviría un solo plato al mediodía y a la noche y, pasados cinco días, solamente pan, vino y agua. En esta misma sesión se bautizaron solemnemente el embajador de Tartaria y dos personajes de su séquito. También se decretaron diversas normas sobre la recepción de las órdenes sagradas, apropiación de bienes eclesiásticos, beneficios vacantes en curia, dignidad del culto divino, así como contra los bigamos y usureros. La sesión de clausura tuvo lugar el día 17 de julio, y en ella el papa hizo un balance del trabajo realizado. De los tres objetivos propuestos, dos se habían logrado: la unión con los griegos y las medidas en favor de Tierra Santa. Pero por lo que hace a la reforma de las costumbres de los prelados y a la residencia de los párrocos, como el concilio por falta de tiempo no se había ocupado de estas cuestiones, el papa prometía que se ocuparía próximamente de ellas. En esta sesión se aprobó el c. 23, que confirmó los privilegios de las cuatro órdenes mendicantes: dominicos, franciscanos, ermitaños de san Agustín y carmelitas. Además de los temas eclesiásticos el concilio se ocupó igualmente de asuntos políticos. Jaime I de Aragón (1213-1276), que había asistido al concilio con la esperanza de obtener la corona imperial, no consiguió sus propósitos, porque Gregorio X le había exigido juramento de fidelidad y un tributo feudal. Tampoco Alfonso de Castilla (1252-1284) logró sus deseos sobre el Imperio, ya que el papa se había decidido por Rodolfo de Habsburgo (1273-1291) como el candidato más idóneo para la corona imperial. La delegación del Gran Khan de Mongolia se esforzó por alcanzar una alianza contra Egipto, aunque no lo consiguió. Las decisiones del concilio fueron puestas en vigor el 1 de noviembre de 1274. Concilio de Vienne (1311-1312) Este concilio fue convocado por Clemente V (1305-1314) desde Poitiers, el 12 de agosto de 1308. La bula de convocación señalaba como temas a deliberar: el problema suscitado por la Orden del Temple, la reforma eclesiástica y el rescate de Tierra Santa. Conviene anotar en relación con los obispos invitados, que no lo fueron todos, como se venía haciendo hasta entonces, sino que, tras un acuerdo con el rey de Francia, se invitaron nominalmente. La llamada «lista de París» estaba compuesta por 165 nombres, mientras que la lista definitiva de los convocados es de 231. El comienzo se demoró más de un año hasta el 16 de octubre de 1311, debido a los procesos abiertos contra los templarios. El número de los asistentes fue de unos 120 entre obispos y abades mitrados; si añadimos los procuradores de obispos ausentes, de cabildos y de monasterios, el número podría ascender a unos 300. La reunión tuvo lugar en la catedral de San Mauricio. El discurso del papa se centró especialmente en el arreglo de la cuestión de los templarios. Por iniciativa de Clemente V se creó una comisión para resolver este espinoso asunto, pero sin fijar plazo para la próxima sesión, como se solía hacer en otras ocasiones. La comisión determinó por amplia mayoría que el proceso contra los templarios se reemprendiese desde el principio y se permitiese la defensa de la orden. Pero la presencia del rey de Francia en la propia ciudad, dada su conocida animadversión hacia los templarios, debió de ejercer fuertes presiones sobre el papa. La realidad fue que no se llevó a la práctica lo decidido por la comisión, sino que el papa siguió una vía, que podríamos calificar de administrativa, y decretó por la bula Vox in excelso de 22 de marzo de 1312 la supresión de la orden del Temple. Sus codiciados bienes fueron atribuidos a la Orden de Malta, a excepción de los existentes en los reinos de la península ibérica (Castilla, Aragón, Portugal) y Mallorca. La disolución de la orden se hizo pública en la segunda sesión del 3 de abril de 1312. Es interesante subrayar este nuevo modo de proceder sinodal, a través de comisiones, cuyos dictámenes se aprueban en las sesiones plenarias, pues marcará el procedimiento de los concilios posteriores. En la tercera sesión del 6 de mayo de 1312 se solventaron unas cuestiones relacionadas con la pobreza de los franciscanos y con la doctrina de Juan Pedro de Olivi, a través de las constituciones Fidei catholicae y Exivi de paradiso, respectivamente. La pobreza había sido un punto de fricción entre los «espirituales» que invocaban la autoridad del fundador, san Francisco de Asís, y la mayoría de la orden. Los «espirituales» achacaban a la mayoría la pérdida del ideal primitivo de pobreza. La mayoría de la orden denunciaba, a su vez, la heterodoxia de uno de los jefes de los «espirituales», Juan de Olivi. La comisión conciliar encargada del caso decidió descargar de culpabilidad a la mayoría, aunque les impuso determinadas normas sobre la práctica de la pobreza. Porotra parte, se condenaron tres tesis atribuidas a Olivi sin mencionar el nombre de su autor. Por lo que hace a la reforma de la Iglesia conviene recordar que el papa había pedido a los obispos presentes la denuncia de los abusos dominantes en sus diócesis. Así, por ejemplo, Guillermo Durando, obispo de Mende, había presentado al concilio una voluminosa obra, titulada Tratado sobre el concilio general, que recogía amplias ideas de reforma de la organización eclesiástica. Las denuncias presentadas podían clasificarse en dos grupos principales: las quejas sobre intromisiones de los poderes seculares en el campo eclesiástico y las que provenían del creciente centralismo de la curia romana. No se conocen con precisión las disposiciones del concilio en estas materias, porque los cánones conciliares que las recogen fueron redactados de nuevo por Juan XXII (1316-1334), sucesor de Clemente V, e integradas en la colección canónica de las Clementinas, que formarían parte del Corpus luris Canonici. Se legisló sobre cuestiones relacionadas con la exención de los religiosos y las facultades de los obispos sobre ellos, dejando también a salvo los derechos de los párrocos. Se condenaron algunos errores de los begardos y beguinas, que tenían una fuerte implantación en territorios holandeses y alemanes. También se reiteraron medidas anteriores sobre la usura. El asunto de las Cruzadas se trató de nuevo, pero de un modo superficial. Los obispos acordaron conceder una contribución de un diezmo durante seis años con este fin, pero esta concesión no se realizó hasta que se tuvo la aprobación del rey de Francia. Hay que tener en cuenta que iba tomando cada vez más cuerpo la idea de misionar a los infieles con preferencia a hacerles la guerra. En este sentido tuvo una buena actuación Raimundo Lulio (1235-1315), ya que por iniciativa suya el concilio promulgó el llamado «canon de lenguas», que ordenaba la creación de cátedras de hebreo, árabe y caldeo en la curia romana y en las universidades de París, Oxford, Bolonia y Salamanca. Concilio de Constanza (1414-1418) Para situarnos en el contexto histórico de este concilio, es de capital importancia tener presente que la Iglesia de Occidente estaba afectada por un gran cisma, que la dividía en tres obediencias: Gregorio XII (1406-1415), Juan XXIII (1410-1415) y Benedicto XIII (1394-1423). Otro factor a considerar es el movimiento nacionalista de Bohemia capitaneado por Juan Hus (1369-1415), que tenía también connotaciones heréticas, amén de los problemas políticos que planteaba a los alemanes. Estos hechos explican, en buena medida, el interés del monarca alemán Segismundo (1410-1437) por impulsar la realización de un concilio en la ciudad de Constanza, que propiciara la unidad de la Iglesia. El emperador anunció este fausto acontecimiento el día 30 de octubre de 1413, después de haber realizado intensas negociaciones con los tres papas del momento. Debido a las presiones de Segismundo, Juan XXIII convocó el Concilio de Constanza el 9 de diciembre de 1413 con una bula en la que manifestaba el deseo de extirpar la herejía husita, poner fin al gran cisma y promover la anhelada reforma de la Iglesia. Juan XXIII consideraba este concilio como una continuación del de Pisa, puesto que si se reconocía la legitimidad de este último concilio se afirmaría la validez de su elección y, en consecuencia, la licitud de la convocatoria del Concilio de Constanza. El 5 de noviembre de 1414, Juan XXIII comenzó la primera sesión conciliar con una misa del Espíritu Santo en la iglesia catedral. La participación fue muy numerosa, puesto que además de los obispos y prelados, que superaban el número de trescientos, se reconoció el derecho a voto de los representantes de príncipes, doctores y procuradores de universidades y cabildos. Con ello el número de votantes ascendía a unos dieciocho mil. Ante tal cifra de votantes se acordó expresar el voto por naciones, y ésta sería una de las características más propias de este concilio. El monarca Segismundo llegó a Constanza en la Navidad de 1414 y poco después comenzaron a oírse acusaciones contra Juan XXIII en el seno del concilio. Al ver frustradas sus esperanzas de ser confirmado papa por el concilio, se fugó a Schaffhausen el 20 de marzo de 1415, para estar bajo la protección de Federico de Austria. Con esta acción pretendió, sin conseguirlo, la disolución del concilio. La oportuna intervención de Segismundo, junto con la de Ludovico, conde del Palatinado, fueron decisivas para la continuación del concilio. Juan Gerson, canciller de la Universidad de París, pronunció el 23 de marzo un gran discurso en favor de la continuidad conciliar, fundándose en ideas tomadas del conciliarismo. Esas ideas fueron recogidas por el concilio en su famoso decreto Sacrosancta del 6 de abril, que sostiene la superioridad del concilio sobre el papa. No se debe perder de vista que este decreto vio la luz a raíz de la fuga del papa y que fue dictado ante un caso de necesidad extrema. En la sesión duodécima fue depuesto Juan XXIII, como culpable de cisma,simonía y vida escandalosa. Un poco más tarde, en la sesión decimocuarta, el cardenal Juan Dominici, en nombre de Gregorio XII, legitimó el concilio, convocándolo de nuevo, y confirmó cuanto se hiciera en adelante. En esa misma sesión presentó su renuncia al pontificado por medio de su legado Carlos Malatesta. Por lo que se refiere a Benedicto XIII, resultaron vanos los esfuerzos llevados a cabo para que renunciara, así que el concilio tuvo que deponerlo el 26 de julio de 1417. Con ello quedaba libre el camino para la elección de unnuevo papa. Durante la 40.a sesión, el 30 de octubre de 1417, se llegó a un acuerdo, antes de proceder a la elección del nuevo papa, con la publicación de un programa de reforma que el futuro papa debía llevar a cabo «en la cabeza y en los miembros» de la Iglesia. El 8 de noviembre de 1417 se reunieron en cónclave los 53 electores, a saber, los cardenales y seis representantes por cada nación conciliar. El 11 de noviembre resultó elegido Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431). Otro punto programático que se llevó a término fue el proceso y la condena de Juan Hus. Éste se había presentado en Constanza con salvaconducto imperial. En la decimoquinta sesión del 6 de julio de 1415 el concilio lo declaró hereje y tomó la lamentable decisión de consignarlo al brazo secular, que lo condenó a la hoguera. Igual suerte le cupo un año más tarde a su discípulo y amigo Jerónimo de Praga. Sus ideas estaban inspiradas en las tesis de Juan Wyclef, que había sido condenado el 4 de mayo de 1414. En la misma sesión en que se condenó a Hus se reprobaron las tesis del franciscano Juan Petit acerca de la licitud del tiranicidio. En cuanto a la reforma interna de la Iglesia, se puede afirmar que no fue abordada en profundidad y se reenvió su tratamiento a un próximo concilio. Martín V, en la sesión 43.a (21 de marzo de 1418), promulgó siete artículos genéricos de reforma sobre los beneficios, la tonsura y el hábito eclesiástico, los diezmos papales y los impuestos de otras autoridades eclesiásticas. Tienen interés también los llamados «concordatos» (no en el sentido moderno) estipulados entre Martín V y las naciones de Francia, España e Italia, con una duración de cinco años, excepto el firmado con Inglaterra, que era por tiempo indefinido. En ellos se estipulaba, entre otras cosas, el reconocimiento por el papa de las elecciones de obispos y abades, la restricción de las indulgencias, el pago de las contribuciones a la curia romana por la colación de dignidades, etc. En la sesión 44.a del 19 de abril de 1418 se determinó que sería Pavía la sede del próximo concilio ecuménico. Por último, Martín V clausuró el concilio el 22 de abril de 1418. El carácter ecuménico del Concilio de Constanza fue objeto de una declaración de Eugenio IV (1431-1447) en 1446, en la que se precisaba, frente a posibles veleidades conciliaristas, que esta aprobación la hacía el papa «sin perjuicio del derecho, dignidad y preeminencia de la Sede Apostólica». Un buen resumen de lo que fue este concilio lo encontramos en el diario del cardenal Fulastre, cuando escribió: «El Concilio de Constanza fue más difícil de convocar que todos los concilios precedentes, su marcha fue más singular y admirable, pero también más peligrosa; por último, también los sobrepasó en duración.» Concilio de Basilea - Ferrara - Florencia (1431-1442) Poco antes de morir Martín V, el 2 de febrero de 1431, envió la bula de convocación del Concilio de Basilea y nombró al cardenal Cesarini para que lo presidiera. Estos actos fueron confirmados por su sucesor Eugenio IV el 12 de marzo de 1431. El concilio tuvo su primera reunión el 14 de diciembre de 1431 y en ella estuvieron presentes tres obispos, catorce abades y diverso clero. Se definieron los objetivos a conseguir: la extirpación de la herejía husita, el establecimiento de la paz entre los cristianos y la reforma de la Iglesia. Entre tanto, Eugenio IV, informado de la escasa participación conciliar, tomó la decisión de disolver el concilio y así se lo comunicó al cardenal Cesarini. Pero el 21 de enero de 1432 el concilio rehusó la disolución y renovó el decreto Sacrosancta de Constanza, declarándose legítimo representante de la Iglesia. Dos años duró el conflicto entre el concilio y el papa. Eugenio IV se vio obligado a ceder y reconoció la legitimidad del concilio el 15 de diciembre de 1433. En el ínterin, el Concilio de Basilea había logrado la pacificación de los husitas, cuando éstos aceptaron los «Compactara de Praga», bajo ciertas condiciones que les favorecían. También durante este período el concilio creó cuatro comisiones: de cuestiones generales, de la fe, de la reforma y de la paz. Estas comisiones tenían laparticularidad de que todos sus miembros -prelados o simples eclesiásticos- tenían la misma autoridad. Entre los años 1433 y 1436 el concilio emanó una serie de decretos de reforma eclesiástica, que de ponerse en práctica hubieran supuesto una renovación en la vida de la Iglesia. Entre ellos destacan los que se refieren a la liturgia, contra el concubinato de los clérigos, y contra el abuso de los interdictos. Otras disposiciones estaban más bien en la línea de reducir los poderes papales, como la abolición de las tasas y anatas a la curia por la colación de beneficios. En el verano de 1437 se suscitó la cuestión de elegir la sede en la que debía celebrarse el concilio para la unión con los griegos. Eugenio IV era partidario de escoger una ciudad italiana, y ésta era también la preferencia de los griegos; mientras que la mayoría de los conciliaristas de Basilea preferían esta misma ciudad o Aviñón. Después de largas negociaciones, la minoría del concilio, el papa y los griegos se pusieron de acuerdo en la elección de Ferrara como la ciudad más idónea. Y a esta ciudad trasladó el papa el Concilio de Basilea el 17 de septiembre de 1437. Ante esa decisión papal la mayoría conciliarista de Basilea se opuso, decla rando dogma de fe la superioridad del concilio sobre el papa y deponiendo a Eugenio IV el 25 de junio de 1439. El 5 de noviembre del mismo año eligieron al duque Amadeo de Saboya para sustituirlo con el nombre de Félix V (1439-1449). Pero este antipapa, en poco tiempo, fue perdiendo apoyos políticos y eclesiásticos y terminó por resignar su cargo al concilio en 1449. El concilio, que se había convertido en cismático, se disolvió, después de haber reconocido al nuevo papa Nicolás V (1447-1455). Ferrara. Con el cambio de sede a Ferrara, el concilio entra en una nueva fase caracterizada por la búsqueda de la unión entre las Iglesias orientales y la Iglesia latina. Con ello, Eugenio IV consigue un gran éxito al superar la división existente con las Iglesias de Oriente. La apertura se realiza el 8 de enero de 1438 en la catedral de San Jorge con la presencia del legado pontificio, cardenal Nicolás Abergati. Estuvieron presentes 24 arzobispos y obispos procedentes de Italia, Francia y España. Con la llegada del papa el 27 de enero de este mismo año aumentó considerablemente el número de asistentes, gracias sobre todo a la llegada de 20 obispos orientales, al frente de los cuales venía el patriarca de Constantinopla José II, así como el emperador bizantino Juan VIII< Paleólogo (1425-1448). También hicieron acto de presencia los representantes de los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, el metropolita de Kiev, seis procuradores de monasterios griegos, cuatro diáconos de Santa Sofía y algunos laicos insignes como Demetrio, hermano del emperador, y Jorge Scholarios, que sería más tarde nombrado patriarca. En la segunda sesión (10 enero) se declaró la ilegitimidad de la continuación del Concilio de Basilea y de los actos emanados en esas circunstancias. Durante la tercera sesión (15 de febrero) se establecieron penas canónicas contra los conciliares que permanecían en Basilea. También se determinó el modo de proceder en las votaciones, abandonando los criterios anteriores de naciones y de comisiones, se dividió a los asistentes en tres clases: 1) patriarcas y obispos; 2) superiores religiosos, 3) prelados y teólogos. La cuarta sesión (9 abril) tuvo el interés añadido de ser la primera en la que estaban presentes los griegos. En ella se promulgó una bula en la que el papa y los padres asistentes declaraban la legitimidad y ecumenicidad del con cilio, frente a las afirmaciones de los basilenses. Asimismo, se decidió estudiar en comisiones privadas los puntos de divergencia entre latinos y griegos con el siguiente procedimiento: los griegos exponían sus objeciones contra los latinos, y éstos les respondían. Los puntos controvertidos fueron los siguientes: 1) cuestión del Filioque; 2) la utilización del pan ázimo en la eucaristía; 3) la doctrina sobre el purgatorio; 4) el primado del romano pontífice sobre toda la Iglesia. El emperador bizantino quiso que se comenzase por discutir la cuestión del purgatorio. El 17 de julio se llegó a una fórmula de compromiso. Hubo un largo período de inactividad durante el verano, debida, en buena medida, a la espera propiciada por el emperador de Bizancio, ante la posible llegada de otros príncipes cristianos occidentales, a los que también se había invitado al concilio, y de quienes el citado emperador confiaba recibir ayuda militar contra los turcos. Después de una inútil espera, el 14 de octubre se comenzó a discutir el tema del Filioque, es decir, sobre esta palabra añadida por los latinos al símbolo nicenoconstantinopolitano. Entre los griegos, Marcos Eugénicos fue quien más se opuso a los latinos en este punto, acusándolos de haber modificado el Credo, mientras los latinos alegaban que se trataba de una simple clarificación. Después de una serie de discusiones, se tomó el acuerdo de estudiar este asunto en una comisión paritaria de doce griegos y doce latinos. Las discusiones se hubieran prolongado mucho más, pero los acontecimientos externos al concilio motivaron que éste fuera transferido a Florencia. En efecto, la seguridad de Ferrara se veía amenazada por las tropas de los Visconti, las dificultades financieras de la curia, que pagaba la estancia de los padres conciliares, y las facilidades económicas ofrecidas por la ciudad de Florencia, fueron importantes razones para decidir el cambio de ciudad. Florencia. El 26 de febrero de 1439 se reanudó el concilio (sesión 18.a) en la iglesia de Santa María Novella. Se dedicaron ocho sesiones al Filioque, en las que destacaron el dominico Juan de Montenero por los latinos y Marcos Eugénicos por los griegos. Las intervenciones del patriarca de Constantinopla y de Bessarión de Nicea facilitaron entre los griegos que se llegara a un acuerdo, sin olvidar las actuaciones del emperador de Bizancio, que era partidario de la unión. Después de diversos retoques y correcciones se aprobó el decreto de unión y fue firmado el 5 de julio por el papa y el emperador, ocho cardenales, dos patriarcas, 60 obispos latinos y 20 griegos (excepto Marcos Eugénicos y el obispo de Stauropolis). Al día siguiente, en la solemne misa de pontifical oficiada por Eugenio IV fue leída la bula Laetentur caeli sobre la unión. Terminada la eucaristía se leyó por el cardenal Cesarini el texto latino del decreto y después el cardenal Bessarión hizo lo propio con el texto griego. En el decreto se definía la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo; se reconocía el primado del sucesor de Pedro como cabeza de la Iglesia universal, la existencia del purgatorio y la validez de los sufragios por los difuntos, así como la validez del pan ázimo o fermentado para confeccionar la eucaristía. Conseguida la unión, los griegos trataron de regresar cuanto antes a sus lugares de procedencia. Pero no por eso se dio por terminado el concilio. Los armenios firmaron también un acuerdo de unión con la Iglesia de Roma el 22 de noviembre de 1439, en el que reconocían el aditamento del Filioque, la doctrina de las dos naturalezas, dos voluntades y dos operaciones en Cristo, los siete sacramentos, el Concilio de Calcedonia, el símbolo Quicumque y el decreto florentino de unión con los griegos. Los jacobitas, cuyo error era el monofisismo, renunciaron a él públicamente el 4 de febrero de 1442, haciendo suya una larga profesión de fe. Eugenio IV decretó que el concilio se trasladase a Roma (24 de febrero de 1443), donde pensaba volver a residir, después de una prolongada ausencia. De esta continuación del concilio sólo sabemos que tuvo una sesión en septiembre de 1444 y otra en agosto de 1445, pero no tenemos más datos, ni siquiera el de su terminación En resumen, podríamos decir que, aun cuando los resultados del concilio fueron brillantes, en especial por lo que atañe al fin del cisma con los griegos y con otras Iglesias de Oriente, sin embargo hay que anotar igualmente el carácter efímero de esta unión, como consecuencia del fanatismo antilatino de una parte considerable del clero griego alentado por Marcos Eugénicos de Éfeso. Concilio V de Letrán (1512-1517)
Este concilio fue convocado por el papa Julio II (1503-1513) en Roma el día 18 de julio de 1511. Aunque la fecha prevista para celebrarlo era el 19 de abril de 1512, no pudo empezar sus reuniones hasta el 3 de mayo, debido a las operaciones militares que se desarrollaban por aquel entonces en el norte de Italia. La primera sesión tuvo lugar el 10 de mayo y estuvo presidida por Julio II. El papa señaló en su alocución los objelivos a alcanzar: supresión de herejías y cismas, reforma de la Iglesia y cruzada contra los infieles. Estuvieron presentes 15 cardenales, 79 obispos, dos abades, cuatro superiores generales o vicarios de órdenes religiosas, los embajadores de España, Venecia y Florencia y un gran número de doctores. El papa estableció el reglamento de las sesiones y nombró los funcionarios. Una novedad en relación con los anteriores concilios fue que los decretos emanados de este concilio lateranense adquirieron la forma de bulas papales. El objeto primordial de este concilio era poner coto a las herejías y a los cismas existentes, neutralizando especialmente las actuaciones del anticoncilio de Pisa (1511-1512). Se puede decir que el concilio alcanzó con relativa facilidad este último objetivo. Ya a partir de la segunda sesión (17 de mayo) el rey de Inglaterra y Fernando el Católico (1474-1516) tomaron partido por el papa y apoyaron el concilio. Poco después, lo haría también el emperador Maximiliano (1493-1519), declarándose contra el conciliábulo de Pisa. En la segunda sesión se aprobaron unas censuras contra el Concilio de Pisa y se declaraba su nulidad, a la vez que se decretaba la legitimidad del Concilio Lateranense. La muerte de Julio II (21 febrero de 1513) fue, sin duda, un acontecimiento que coadyuvó a que Luis XII de Francia (1498-1515) dejara de apoyar al conciliábulo pisano y que los cardenales disidentes volvieran a la obediencia del nuevo papa León X (1513-1521). El nuevo pontífice romano fue continuador del concilio y se ocupó de algunos temas, que habían quedado pendientes. En la octava sesión (19 de diciembre de 1513) se declaraba la definición dogmática de la inmortalidad individual del alma humana contra la tesis del filósofo Pedro Pomponazzi (1462-1525), aunque sin mencionarlo expresamente. El concilio se centró luego en algunos aspectos de la reforma de la Iglesia. Los camaldulenses Giustiniani y Quirini enviaron el año 1513 un memorial de reformas a León X, en el que con claridad y espíritu constructivo denunciabanlos males que padecía la Iglesia y proponían los remedios convenientes: mejora de los estudios eclesiásticos para combatir la ignorancia del clero, ejemplaridad de los miembros de la jerarquía, desde el papa a los simples sacerdotes, unificación de la vida monástica y de la liturgia, reanudar las negociaciones con los orientales para la búsqueda de la unión de las Iglesias. La realidad de las aspiraciones del concilio era, sin embargo, más modesta que las expresadas en el citado memorial. De todas formas, hay que decir que los decretos de reforma promulgados por el Lateranense V fueron muy útiles: así, en la sesión octava (19 de diciembre de 1513) se redujeron considerablemente las tasas de la curia romana. En la sesión novena (5 de mayo de 1514) se tomaron medidas para que la provisión de obispados y abadías recayese sobre personas dignas y se hiciera según a normativa canónica. También se legisló sobre la enseñanza del catecismo. En la 10ª (4 de mayo de 1515) se trató de los llamados «montes de piedad» para evitar los préstamos usurarios, se limitó la exención de los religiosos, y se estableció la censura de libros. En la 11.a (19 de diciembre de 1516) hubo una tensa discusión entre los regulares y el clero secular a propósito de la predicación; también se aprobó en ella la bula que confirmaba el Concordato con el rey de Francia y la abolición de la «pragmática sanción» galicana. A pesar de los esfuerzos realizados quedaban aún sin solventar los grandes temas de la reforma de la Iglesia. El 16 de marzo de 1517 se concluía el V Concilio de Letrán, y no deja de ser significativo que el 31 de octubre del mismo año Martín Lutero (1483-1546) proclamara sus 95 tesis en la ciudad de Wittemberg. Concilio de Trento (1545-1563) Una vez surgido el conflicto protestante por iniciativa del joven Martín Lutero, se había generalizado la idea de resolverlo a través de un concilio, y así se puso de relieve en la Dieta de Nüremberg (1522-1523). Incluso los mismos luteranos reclamaban un «concilio general, libre, cristiano en tierra alemana», pero con una clave de lectura muy peculiar al entender «libre» en el sentido de «libre de la intervención del papa», y «cristiano», es decir, participado por clérigos y laicos, que habían de proceder únicamente según el criterio de la Sagrada Escritura. La afirmación de hacerse en territorio alemán tenía una cierta lógica, puesto que la crisis se había producido en Alemania. La propuesta de un concilio no fue inicialmente bien acogida en Roma, donde se temía un cierto renacer de las ideas conciliaristas. El papa Clemente VII (1523-1534) trató de dilatar una respuesta afirmativa a la celebración de un concilio. No ocurría lo mismo con el emperador Carlos V (1519-1556), que se convirtió en el principal valedor de la necesidad de reunir una asamblea sinodal para solventar la crisis protestante. Después de varios intentos fracasados con Clemente VII, la subida al solio pontificio de Paulo III (Alejandro Farnesio) (1534-1549) abre unas expectativas más esperanzadoras. En 1536 el emperador visita Roma y consigue de Paulo III su consentimiento para convocar un concilio general, cosa que realiza el papa el 2 de junio del mismo año con la bula Ad Dominici gregis curam, proponiendo como sede a Mantua y como tareas a realizar: la condenación de las herejías, la reforma de la Iglesia, el restablecimiento de la paz entre los príncipes cristianos para hacer frente al peligro de los turcos. Pero la guerra declarada entre Carlos V y Francisco I (1515-1547) y otras dificultades impidieron la reunión conciliar en Mantua y en Vicenza. Por fin, la paz de Crépy de septiembre de 1544 facilitó el camino hacia el concilio. El papa convocó nuevamente el concilio en noviembre de 1544 con la bula Laetare Jerusalem, pero esta vez en la ciudad imperial de Trento. Los protestantes se negaron a participar en el concilio. El concilio fue inaugurado el 13 de diciembre de 1545 con un discurso de apertura del cardenal legado Del Monte. Asistieron 31 obispos, la mayoría italianos; luego, en sesiones posteriores, el número de participantes iría en aumento. La dirección del concilio estaba asignada a tres legados pontificios: el ya citado Del Monte, el cardenal Cervini y el también cardenal Pole. Sobre el derecho al voto se llegó a un acuerdo en las primeras sesiones: lenían derecho a voto todos los obispos, los superiores generales de las órdenes mendicantes y dos abades en representación de las congregaciones monásticas. Durante las sesiones que van de febrero a junio de 1546 se aprobaron decretos de índole dogmática y de reforma: sobre las fuentes de la fe católica, el pecado original, la justificación, los sacramentos en general y los dos primeros sacramentos -bautismo y confirmación- en particular. El decreto sobre las fuentes de la fe católica precisaba, de nuevo, el canon escriturístico, aprobado ya en el Concilio de Florencia, y declaraba a la Vulgata latina como el único texto auténtico para la enseñanza y la predicación; al lado de la Escritura debía admitirse también la tradición, como fuente de la revelación divina. Pero, sobre todo, el decreto sobre la justificación tiene una especial relevancia en todo el magisterio del concilio tridentino. Establece que la justificación se realiza por la gracia, que en virtud de los méritos de Cristo, obra el Espíritu Santo en las almas; de este modo el hombre, de injusto se transforma en justo. También se rechazaban las ideas protestantes de la justificación por la sola fe. Los trabajos del concilio tuvieron que interrumpirse en marzo de 1547, al desatarse en Trento una epidemia de tifus exantemático, que motivó una resolución de trasladar la sede conciliar a Bolonia, ciudad situada en territorio pontificio. Allí se celebró la novena sesión (21 de abril de 1547), pero no se publicaron sus decretos. El traslado a Bolonia había suscitado una enérgica repulsa de Carlos V, porque --entre otras cosas-- los luteranos no asistirían a un concilio en una ciudad papal. Este hecho supuso también una ruptura entre el emperador y el papa. En 1548 Paulo III decidió suspender las sesiones conciliares que, tras su muerte, serían reanudadas en Trento por el nuevo papa Julio III (1550-1555). La actividad conciliar se volvió a poner en marcha el 1 de mayo de 1551 con la sesión undécima, presidida por el cardenal Crescencio. En este tercer período, por iniciativa de Carlos V, que había derrotado en Mühlberg (1547) a la Liga de Smakalda, acudieron a Trento algunas representaciones luteranas, que mantuvieron conversaciones fuera del aula sinodal, pero que no llegaron a estar presentes y a intervenir en el seno del concilio. En este período se celebraron seis sesiones y se aprobaron varios decretos disciplinares, así como otros referidos a los sacramentos de la eucaristía, la penitencia y la extremaunción. Pero el concilio tuvo que suspenderse de nuevo en 1552, debido a la enfermedad del cardenal legado y a la traición de Mauricio de Sajonia, que de aliado del emperador pasó a serlo de su enemigo el rey de Francia, dando un vuelco a la situación política de Alemania. La elección de Juan Pablo Caraffa como Paulo IV (1555-1559) supuso una interrupción de la actividad sinodal, porque este papa era partidario de realizar directamente la reforma eclesiástica, sin la intervención de un concilio. Además de esta convicción tenía una profunda animosidad contra España. Hubo que esperar a su muerte para que su sucesor Pío IV (1559-1565) reanudara los trabajos conciliares. Esta última etapa del concilio se inaugura el 28 de enero de 1562 con la presencia de 111 prelados con derecho a voto. Desempeñaba la presidencia el cardenal Hércules Gonzaga y asistían también como legados el cardenal Seripando, Hosius, Simonetta y Altemps. Los protestantes habían rehusado la invitación para asistir al concilio. Para esquivar un asunto muy politizado como era el de la «continuación» del concilio se comenzó a trabajar en un esquema de reforma sobre la obligación de residencia de los obispos. Este tema se hizo especialmente álgido en la sesión 19.a (14 de mayo de 1962), y se tomaron en consideración las propuestas generales de reforma recogidas por Seripando. Los problemas que se ventilaban con la reforma no eran pacíficos. Casi dos meses quedó estancado el concilio. Por fin, a primeros de junio se superó la crisis de confianza y fue un acierto de los legados reanudar las discusiones dogmáticas en el lugar que habían quedado en 1551, y en la sesión 21.a (16 de julio) se aprobó un decreto sobre la comunión. En la sesión 22.a (17 de septiembre) se dio el plácet al célebre decreto sobre el sacrificio de la misa. La tensión entre episcopado y primado, que se había puesto de manifiesto en las discusiones sobre el deber de residencia y el sacramento del orden, se centuaron con la llegada el 13 de noviembre de 1563 del cardenal Carlos de Lorena y trece obispos franceses. Una intervención del emperador Fernando I (1556-1564) cerca del papa aumentó algo más la disparidad de los grupos enfrentados. Pero la muerte de los dos legados de más rango, Gonzaga y Seripando, permitió a Pío IV nombrar en su lugar a su mejor diplomático Morone y al veneciano Navagero. Morone sería el hombre que encauzaría el rumbo del concilio y lo llevaría a feliz término. Consiguió tranquilizar a Fernando I y se ganó el favor del cardenal de Lorena. Por su parte, el papa había escrito a Felipe II (1556-1598) persuadiéndole de su firme propósito de realizar la ansiada reforma y terminar el concilio. Así las cosas, la sesión 23.a (14 de julio de 1563), marcó el punto de viraje del concilio. En dicha sesión se reprueba la doctrina de Lulero sobre el sacramento del orden y se da una formulación más rigurosa al deber de residencia. También se promulgará el famoso decreto sobre erección de los seminarios diocesanos. El 30 de julio de este mismo año entrega Morone un esquema de reforma que abarcaba 42 artículos, y que fue discutido y aprobado en las sesiones 24.a y 25.a El decreto general de reforma comprendía 21 capítulos y contenía normas para el nombramiento de obispos, sínodos, visitas episcopales, cabildos, provisión de parroquias, etc. Estos decretos serán el núcleo de la llamada «reforma tridentina». Paralelamente se aprueban en la sesión 24.a un decreto sobre el sacramento del matrimonio, completado por el decreto de reforma Tametsi. La sesión 25.a de clausura promulgó decretos sobre el purgatorio, las indulgencias, el culto a los santos y reliquias. Morone tenía prisa en finalizar el concilio a causa de las noticias alarmantes que le llegaban sobre el agravamiento de la enfermedad del papa, y los dos días que duró la 25.a sesión (3-4 diciembre de 1563) se dedicaron a aprobar, dev una vez, todos los decretos anteriores. El papa confirmaría el 26 de enero de 1564 mediante la bula Benedictas Deus todos los decretos conciliares, dándoles con ello fuerza de ley. En el terreno dogmático, el tridentino supuso una enorme clarificación doctrinal en temas controvertidos por los protestantes: la Sagrada Escritura y la tradición como fuentes de la fe revelada; la justificación por la gracia y los méritos de Cristo; el decreto sobre los sacramentos, que subrayaría aspectos tan relevantes como la transubstanciación eucarística y la sacramentalidad del orden y la unción de los enfermos; la doctrina sobre el purgatorio, el culto a los santos y las indulgencias. En el campo disciplinar la actuación conciliar fue también de gran envergadura. Señalemos algunas disposiciones más destacadas: el deber de residencia de los obispos; sobre la acumulación de beneficios; la creación de seminarios para la formación del clero, que propiciará una mejora considerable del sacerdocio ministerial; sobre las cualidades que deben tener los candidatos al episcopado; creación de la Congregación del índice y el decreto Tametsi, que sólo considera válidos los matrimonios celebrados en presencia del párroco y dos testigos. Considerado en su conjunto, este concilio fue la respuesta del supremo magisterio eclesiástico a la Reforma protestante. Es el gran concilio de la Reforma católica, que no se limitó a reiterar lo ya conocido, sino que hizo una puesta a punto de la legislación y la cura de almas en la vida de la Iglesia. El éxito del Concilio de Trento se debió especialmente a su aplicación. Sin el perseverante empeño del pontificado de la Reforma católica para que se cumplieran los decretos tridentinos, no se podría explicar el gran influjo que tuvo en los siglos posteriores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario