martes, 28 de agosto de 2012

Catequistico Sto.Tomás de Aquino - 2

EXPOSICION DE LA ORACION DOMINICAL O PADRENUESTRO
Prólogo
§1 Entre todas las oraciones la principal es la que Cristo mismo nos enseñó.
Tiene las cinco cualidades que se requieren en la oración, que ha de ser confiada, recta, ordenada, devota y humilde.
A) La oración debe ser confiada, de forma que nos acerquemos confiadamente al Trono de gracia, según se dice en Heb 4. Tampoco ha de presentar fallos en la fe: "Que pida con fe, sin vacilación alguna" (Iac 1,6). Pues bien, esta oración ofrece a la confianza segurísimo fundamento: ha sido compuesta por nuestro Abogado, que es el más sabio orante, en quien se encuentran todos los tesoros de la sabiduría (Col 2), y del que se ha escrito: "Tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo, el justo" (1 Jn 2,1); por lo cual comenta Cipriano en su libro De Oratione Dominica:"Teniendo a Cristo como abogado por nuestros pecados ante el Padre, al suplicar por nuestros delitos usemos las palabras de nuestro abogado". Cimenta también firmemente la confianza el hecho de ser El mismo quien nos enseñó esta oración, quien juntamente con el Padre la escucha: "Clamará a mí, y yo lo oiré" (Ps 90,15); Cipriano: "Amistosa, familiar y devota oración, el rogar al Señor empleando sus propias expresiones". Por consiguiente, de ella jamás se sale sin provecho, pues por la misma se perdonan los pecados veniales, como dice Agustín.
B) Nuestra oración debe ser también recta, de manera que quien ora, pida a Dios lo que de veras le conviene. El Damasceno puntualiza: "Orar es pedir a Dios cosas que están bien". Y muchas veces la oración no es escuchada porque se piden cosas que no lo están: "Pedís y no recibís, porque pedís mal" (Iac 4,3). Por otra parte, es muy difícil saber lo que tenemos que pedir, por ser sumamente difícil conocer qué es lo que debemos desear; las cosas que en la oración se imploran lícitamente, lícitamente se desean; en consonancia con esto dice el Apóstol: "Nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rom 8,26). Sin embargo, tenemos por maestro a Cristo, a quien corresponde enseñarnos lo que hemos de pedir. Los discípulos le dijeron: "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11,1). Por consiguiente, las cosas que El nos indicó, se piden con toda rectitud. Y así, comenta Agustín: "Si nuestra oración es recta y atinada, cualesquiera sean las palabras que empleemos, no haremos otra cosa que repetir lo que ya se encuentra en la oración dominical".
C) La oración además debe ser ordenada, como los deseos, dado que ella es intérprete de nuestros anhelos. El orden razonable consiste en anteponer, en los deseos y en las súplicas, lo espiritual a lo material, las cosas del cielo a las de la tierra: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6,33). También a guardar el orden nos enseñó Cristo en esta oración: en ella se piden las cosas celestiales en primer lugar, y luego las terrenas.
D) Ha de ser devota la oración, porque la unción de la devoción hace que el sacrificio de la súplica sea agradable a Dios: "En tu nombre elevaré mis manos: empápese mi alma como de grasa y untura" (Ps 62,5-6). La devoción muchas veces se ve blanqueada por la palabrería en la plegaria; por eso el Señor nos aconsejó evitar la verbosidad superflua: "Al orar no habléis mucho" (Mt 6,7). Y Agustín en su Ad Probam: "Ahórrense en la oración las muchas palabras; pero no falte la apelación intensa, si la voluntad persevera ferviente". Por ello, el Señor compuso breve esta oración. La devoción nace de la caridad, que es amor a Dios y al prójimo. En la oración dominical se ponen de manifiesto ambos amores: el primero cuando llamamos Padre a Dios; el segundo cuando rogamos por todos en general, diciendo: "Padre nuestro, ...perdónanos nuestras deudas", pues es el amor al prójimo el que nos impulsa a expresarnos así.
E) Finalmente la oración tiene que ser humilde: "Atendió a la oración de los humildes" (Ps 101,18); parábola del fariseo y del publicano (Lc 18); "Siempre te agradó la súplica de los humildes y de los mansos" (Idt 9,16). Y en esta plegaria se observa la humildad, pues humildad auténtica hay cuando uno nada fía en sus propias fuerzas, sino que espera alcanzarlo todo del poder divino.
§2 Tres beneficios produce la oración
A) En primer lugar es un remedio eficaz y útil contra los males. Libra de los pecados cometidos. "Tú perdonaste la impiedad de mi pecado; por esta impiedad todo santo te rogará a ti" (Ps 31,5-6). Oró el ladrón en la Cruz, y obtuvo perdón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Oró el publicano, y volvió justificado a su casa (Lc 18). Libra asimismo del temor de los pecados futuros, de las tribulaciones, de las tristezas. "¿Hay alguno triste entre vosotros? Que ore" (Iac 5,13). Libra de las persecuciones y de los enemigos. "En vez de amarme, hablaban mal de mí; pero yo hacía oración" (Ps 108,4).
B) En segundo lugar es eficaz y útil para lograr la consecución de todos los deseos. "Todo cuanto pidáis en la oración, creed que lo recibiréis" (Mc 11,24). Si no somos escuchados, es porque no pedimos con insistencia: "Es necesario orar siempre y no desfallecer" (Lc 18,1); o porque no pedimos lo que más conviene a nuestra salvación: "Bueno es el Señor, que a veces no nos da lo que queremos, para darnos lo que preferiríamos" (Agustín). Esto se ilustra con lo ocurrido a San Pablo, quien tres veces pidió verse libre de su espina, y no fue atentido" (2 Cor 12).
C) En tercer lugar es útil porque nos familiariza con Dios. "Suba mi oración con incienso en tu presencia" (Ps 140,2). Comienza, pues:
Padre
Sobre este punto hay que considerar dos cuestiones, por qué es Padre, y qué cosas le debemos por serlo. Se le llama Padre en razón de nuestra peculiar creación, pues a nosotros nos creó a imagen y semejanza suya, imagen que no imprimió en las criaturas inferiores. "El es tu padre, el que te hizo y te creó" (Dt 32,6). Asimismo, en razón de su providencia: aunque gobierna todas las cosas, nos gobierna a nosotros como a señores, y a las criaturas como a esclavos. "Tu providencia, Padre, (todo) lo dirige" (Sap 12,18). Finalmente, a causa de la adopción. A las demás criaturas les dio como donecillos, a nosotros la herencia. Esto, por ser hijos; al ser hijos, también herederos. "No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para caer de nuevo en el temor, sino un Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: Abba (Padre)" (Rom 8,15).
§3 Las cosas que le debemos son cuatro.
En primer lugar, debemos honrarle: "Si soy padre, ¿dónde está mi honra?" (Mal 1,6). Este honrar a Dios tiene tres vertientes. Con respecto al mismo Dios, alabanza: "El sacrificio de alabanza me honrará:: (Ps 49,23); hemos de ofrecerlo no sólo con la boca, sino además con el corazón: "Este pueblo me da gloria con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Is 29,13). Con respecto a uno mismo, pureza de cuerpo: "Glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6,20). Con respecto al prójimo, equidad al juzgarle: "El honor del rey ama la justicia" (Ps 98,4).
En segundo lugar, por ser Padre debemos imitarlo: "Me llamarás padre y no te volverás a apartar de mí" (Ier 3,19). Se lleva a efecto por tres pasos. Por el amor: "Sed imitadores de Dios, como hijos muy queridos, y vivid en el amor" (Eph 5,1); éste ha de ser de corazón. Por la misericordia, puesto que el amor debe ir acompañado de ella: "Sed, pues, misericordiosos" (Lc 6,36); la misericordia se manifiesta en obras. Por la perfección, porque el amor y la misericordia han de ser perfectos: "Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48).
En tercer lugar, debemos obedecerle: "Mejor todavía nos sometemos al Padre de los espíritus" (Heb 12,9). Por tres motivos. Primero, por su señorío, pues El es Señor: "Todo lo que el Señor ha dicho, lo cumpliremos, y seremos obedientes" (Ex 24,7). Segundo, por el ejemplo de Cristo, porque el Hijo verdadero se hizo obediente al Padre hasta la muerte, según leemos en Philp 2.
Tercero, por nuestra propia utilidad: "(Bailaré) delante del Señor, que me eligió" (2 Reg 6,21).
En cuarto lugar, debemos llevar con paciencia sus correctivos: "Hijo mío, no desdeñes la instrucción del Señor, ni te desalientes cuando El te castiga. Porque al que ama el Señor, lo castiga, y se complace en El como un padre en su hijo" (Prv 3,11-12).
Nuestro
Esto nos está indicando que al prójimo le debemos dos cosas. En primer lugar, amor, por ser hermano nuestro puesto que es hijo de Dios: "Quien no ama a su hermano, al que ve, ¿cómo va a amar a Dios, a quien no ve?" (1 Jn 4,20). En segundo lugar, respeto, por ser hijo de Dios el prójimo: "¿No es uno mismo el Padre de todos nosotros? ¿No nos creó Dios? ¿Por qué, pues, cada uno de vosotros menosprecia a su hermano?" (Mal 2,10); "Pujando por honraros mutuamente" (Rom 12,10). Y esto por nuestro propio provecho, porque "El se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Heb 5,9).
Que estás en los cielos
Entre todas las cosas necesarias a quien ora, ocupa un puesto muy destacado la confianza: "Que pida con fe, sin vacilación alguna" (Iac 1,6). Por ello el Señor, al enseñarnos a orar, comienza por los motivos que dan pie a esa confianza. Uno es la bondad del Padre; y así dice, "Padre nuestro", conforme a aquello de: "Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará buen espíritu a los que se lo pidan?" (Lc 11,13). El otro motivo es su inmenso poder; por eso dice, "Que estás en los cielos": "A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo" (Ps 122,1). A tres aspectos pueden aplicarse estas últimas palabras.
Primero, a la preparación del que ora, pues está escrito: "Antes de la oración prepara tu alma" (Eccli 18,23); de forma que "en los cielos" se interprete "en la gloria celestial", según aquello de: "Vuestra recompensa es grande en los cielos" (Mt 5,12). Esta preparación ha de llevarse a cabo por la imitación de las cosas celestiales, puesto que un hijo debe imitar a su padre. "Del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevemos también la del celeste" (1 Cor 15,49).
Por la contemplación de las cosas celestiales; porque los hombres suelen dirigir sus pensamientos con frecuencia adonde está su padre y todo lo demás que aman: "Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón" (Mt 6,21.El Apóstol escribía: "Nuestra casa está en los cielos" (Philp 3,20). Finalmente, por el deseo de las cosas celestiales; de modo que, del que está en los cielos, sólo cosas celestes pretendamos: "Buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo" (Col 3,1).
Segundo, las palabras "Que estás en los cielos" pueden aplicarse a la prontitud del que escucha, pues se encuentra cercano a nosotros; de manera que "en los cielos" se interprete "en los santos", en los cuales habita Dios según aquello de: "Tú, Señor, estás en nosotros" (Ier 14,9). Los santos, en efecto, son denominados cielos, de conformidad con el Salmo: "Los cielos proclaman la gloria de Dios" (Ps 18,2).
Habita Dios en los santos por la fe: "Que Cristo more por la fe en vuestros corazones" (Eph 3,17). Por el amor: "El que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él" (1 Jn 4,16). Por la observancia de los mandamientos: "Quien me ame, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y el él haremos posada" (Jn 14,23).
Tercero, pueden aplicarse esas mismas palabras a la eficiencia del que escucha; de suerte que entendamos por cielos el cielo físico. No porque éste sea capaz de abarcar a Dios - "Los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte" (3 Reg 8,27) -, sino para indicar que Dios es clarividente en la observación, pues contempla desde arriba: "Miró desde su elevado santuario" (Ps 101,20); excelso en el poder: "El Señor ha establecido en el cielo su trono" (Ps 102,19); inalterable en su eternidad: "Tú permaneces para siempre" (Ps 101,13). "Tus años no tendrán fin" (Ps 101,28). De Cristo también se dice: "Su trono como los días del cielo" (Ps 88,30). Y el Filósofo en el libro primero Sobre el cielo asegura que por la incorruptibilidad de éste todos afirmaron que es la sede de los espíritus.
Pues bien, en los tres aspectos aludidos las palabras "Que estás en los cielos" promueven nuestra confianza en orar: en el poder y familiaridad de Aquel a quien se pide, y en el del acierto en la petición.
a) El poder de Aquel a quien se pide, se pone de relieve cuando entendemos por cielos el cielo físico. Aunque Dios no se circunscribe a receptáculos corpóreos puesto que está escrito: "Yo lleno cielo y tierra" (Ier 23,24), sin embargo decimos que está en el cielo, en el cielo físico, para significar dos cosas: la eficacia de su poder y lo sublime de su naturaleza.
La primera, contra los que aseguran que todo ocurre de manera forzada, según el designio de los cuerpos celestes. Conforme a esta opinión sería inútil pedir a Dios nada; pero es una creencia estúpida, pues Dios está en el cielo como Señor de los cielos y estrellas: "El Señor ha establecido en el cielo su trono" (Ps 102,19).
La segunda, contra los que en la oración se representan y fraguan acerca de Dios imaginaciones corpóreas. Por esto, diciendo que está en los cielos, a través de lo que entre las cosas sensibles es más elevado, se pone de manifiesto la excelsitud de Dios, que todo lo sobrepasa, incluso los deseos y pensamientos de los hombres. Así, pues, cuanto pueda ser pensado o deseado es menor que El. "Grande es Dios, que supera nuestra comprensión" (Iob 36,26); "Excelso el Señor por encima de todos los pueblos" (Ps 112,4); "¿Con quién habéis comparado a Dios?" (Is 40,18).
b) La familiaridad de Dios con nosotros se pone de relieve cuando por cielos se entienden los santos. Como a causa de su excelsitud algunos han afirmado que no se preocupa de las cosas de los hombres, conviene tener presente que es Alguien cercano, más íntimo; de El se dice que está en los cielos, es decir, en los santos, a los cuales se les llama cielos: "Los cielos proclaman la gloria de Dios" (Ps 18,2); "Tú, Señor, estás en nosotros" (Ier 14,9). Esto suscita confianza en los que oran, por dos motivos.
Primero, por la proximidad de Dios: "Cerca está el Señor de todos los que le invocan" (Ps 144,18). En consecuencia: "Tú, cuando vayas a orar, entra en el aposento" (Mt 6,6), se entiende, de tu corazón.
Segundo, porque por la intercesión de los otros santos podemos conseguir lo que suplicamos: "Dirígete a alguno de los santos" (Iob 5,1); "Orad unos por otros, para que os salvéis (Iac 5,16).
c) Finalmente, las palabras "Que estás en los cielos" confieren a la oración oportunidad y acierto cuando por cielos se entienden los bienes espirituales y eternos, en los que consiste la bienaventuranza. Por dos razones.
Primera, porque esta consideración dirige hacia las cosas celestiales nuestros deseos, que deben orientarse hacia donde se encuentra nuestro Padre, pues allí está nuestra herencia. "Buscad los bienes de allá arriba" (Col 3,1). "Para una herencia que no puede marchitarse, reservada en los cielos" (1 Pet 1,4).
Segunda, porque esa misma consideración nos va configurando, de modo que nuestra vida sea celestial, y nosotros, semejantes a nuestro Padre del cielo: "Como el celeste, así los celestes" (1 Cor 15,48). Estas dos cosas, los deseos celestiales y una vida celeste, nos preparan a la oración, y nuestras peticiones serán acertadas.
§4 Primera petición
Santificado sea tu nombre
Esta es la primera petición. En ella se pide que el nombre de Dios se nos revele y haga manifiesto. El nombre de Dios es, en primer lugar, admirable, puesto que obra maravillas en todas las criaturas. Por eso dice el Señor en el Evangelio: "En mi nombre echarán demonios, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño" (Mc 16,17).
En segundo lugar, es digno de amor. "Bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (Act 4,12). Ahora bien, la salvación por todos ha de ser amada. Buen ejemplo de ello tenemos en San Ignacio <4>. Amó tanto el nombre de Cristo que, cuando Trajano le instó a negarlo, respondió que era imposible quitarlo de sus labios. Amenazó éste con cortarle la cabeza para arrancárselo de la boca, e Ignacio contestó: "Aunque lo apartes de los labios, del corazón nunca podrás desprenderlo; lo llevo en él escrito; por eso no puedo cesar de invocarlo". Oyendo esto Trajano, y deseando ver si era cierto, mandó que le extrajesen el corazón después de haberle
cortado la cabeza. Con letras de oro llevaba grabado el nombre de Cristo. Había puesto este nombre como un sello sobre su corazón.
En tercer lugar, es merecedor de veneración. "Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el infierno" (Philp 2,10). En el cielo, por parte de los ángeles y de los bienaventurados. En la tierra, por parte de los habitantes del mundo, que lo hacen o bien por amor de la gloria a conseguir, o bien por temor del castigo a esquivar. En el infierno, por parte de los condenados, que lo hacen por miedo.
En cuarto lugar, es inenarrable, pues en su explicación toda lengua resulta deficiente <5>. Por ello se intenta a veces una aproximación por medio de las circunstancias. Así, se le llama piedra en razón de su firmeza: "Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18). Fuego, en el orden de la purificación; porque, como el fuego limpia de escoria los metales, Dios purifica el corazón de los pecadores: "Tu Dios es fuego que devora" (Dt 4,24). Se le llama luz, porque alumbra; porque, como la luz aclara las tinieblas, el nombre de Dios aclara las de la mente: "Dios mío, ilumina mis tinieblas" (Ps 17,29).Este nombre pedimos que se haga manifiesto, de forma que sea conocido, y tenido por santo. Santo tiene tres significados.
Primero. Significa firme. Por ello todos los bienaventurados que hay en el cielo, son llamados santos, por estar confirmados en la dicha eterna. En el mundo, en cambio, no puede haber santos, porque aquí los hombres están sujetos a continua mudanza. Agustín: "Me alejé, Señor, de Ti, y anduve vagando: me desvié de tu estabilidad".
Segundo. Santo es lo mismo que lo terrenal. Por eso los santos que se encuentran en el cielo, no tienen apego ninguno a la tierra: "Todo lo he considerado basura con tal de ganar a Cristo" (Philp 3,8). Por tierra se entienden los pecadores. En primer lugar, a causa de sus frutos. La tierra, si no se la cultiva, produce espinas y abrojos; igualmente, el alma del pecador, si no es cultivada por la gracia, sólo lleva abrojos y zarzas de pecados. "Espinas y abrojos te producirá" (Gen 3,18).
En segundo lugar, en razón de su oscuridad. La tierra es tenebrosa y opaca, y lo mismo el pecador. "Las tinieblas cubrían la faz del abismo" (Gen 1,2).
En tercer lugar, por su misma índole. La tierra es un elemento que se disgrega si no lo aglutina la humedad del agua; en efecto, Dios puso sobre el agua la tierra - según aquello: "Asentó la tierra sobre las aguas" (Ps 135,6) -, a fin de que la humedad de la una conglutinase la aridez o sequedad de la otra. De igual manera, el pecador tiene el alma seca y árida: "Mi alma ante ti como tierra sin agua" (Ps 142,6).
Tercer significado. Santo equivale a teñido en sangre. Por ello los bienaventurados que están en el cielo, son llamados santos, por haber sido teñidos con ella: "Estos son los que han llegado de la gran tribulación, y lavaron sus ropas en la sangre del Cordero" (Apc 7,14). "Nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Apc 1,5).
§5 Segunda petición
Venga a nosotros tu reino
Según hemos dicho, el Espíritu Santo hace que nosotros amemos, deseemos y pidamos rectamente, y produce en nosotros el temor de Dios, el cual nos lleva a suplicar que su nombre sea santificado. Otro don <6> del Espíritu Santo es el don de piedad. Es ésta un afecto cariñoso y deferente al propio padre y a cualquier hombre sumido en desgracia. Por consiguiente, siendo Dios Padre nuestro, no sólo debemos respetarlo y temerle, sino además abrigar ese devoto y cariñoso afecto para con El. Este afecto nos impulsa a suplicar que venga el reino de Dios. "Vivamos en este mundo justa y piadosamente, aguardando la feliz esperanza y la aparición de la gloria del gran Dios" (Tit 2,12-13). Alguien puede objetar: El reino de Dios ha existido siempre; ¿por qué pedimos que venga" A esta pregunta damos tres respuestas.
A) Ocurre a veces que un rey tiene solamente el derecho de reinar o dominar; su señorío efectivo sobre el reino no ha sido proclamado, porque los habitantes del país aún no se le han sometido. En el momento en que se le sometan, será cuando su reino, su dominio, comience a ponerse de manifiesto. Dios, de por sí, por su propia naturaleza, es Señor de todas las cosas; también Cristo en cuanto Dios, e incluso en cuanto el hombre, ha recibido de Dios el ser Señor de todas ellas. "Le dio la potestad, y el honor, y el reino" (Dan 7,14). Es, pues, forzoso que todas se le sometan. Esto aún no ocurre así, sino que tendrá lugar al final. "Cristo tiene que reinar hasta que Dios ponga a todos los enemigos bajo los pies de él" (1 Cor 15,25). Por eso pedimos en la oración: "Venga a nosotros tu reino". Ello supone tres cosas: que los justos se conviertan, que los pecadores sean castigados, que la muerte quede destruida. En efecto, los hombres de dos maneras se someten a Cristo, voluntariamente o por la fuerza. Siendo la voluntad de Dios tan eficaz que indefectiblemente se cumple, y queriendo Dios que todo quede sometido a Cristo, ocurrirá necesariamente una de dos: o que el hombre haga la voluntad de Dios acatando sus preceptos, cosa que realizarán los justos, o que Dios haga su propia voluntad en el hombre castigándolo, cosa que sobrevendrá a los pecadores y enemigos de Dios. Esto será el fin del mundo. "Hasta que ponga yo a tus enemigos por estrado a tus pies" (Ps 109,1). Por este motivo para los santos es muy de desear que venga el reino de Dios, es decir, que ellos mismos se sometan a El por completo, pero para los pecadores es algo terrible, puesto que desear que venga el reino de Dios significa verse sometidos por la voluntad de Dios al castigo. "¡Ay de los que anhelan el día del Señor!" (Am 5,18). La venida del reino supone también la destrucción de la muerte. Siendo Cristo la vida, en su reino no hay lugar para la muerte, que es lo contrario de aquélla; por eso se dice: "El último enemigo en ser destruido será la muerte" (1 Cor 15,26). Esto ocurrirá con la resurrección. "El transformará nuestro cuerpo miserable según el modelo de su cuerpo glorioso" (Philp 3,21).
B) El reino de los cielos quiere decir la gloria del paraíso. No es difícil de explicar. Reino no quiere decir otra cosa que gobierno, gobernación; este gobierno logra su perfección cuando nada se realiza contra la voluntad de quien lo ejerce. Ahora bien, la voluntad de Dios es la salvación de los hombres, puesto que El quiere que todos se salven; tal voluntad será en el paraíso donde se cumpla de manera perfecta, porque allí nada habrá que se oponga a la salvación de los hombres: "Arrancarán de su reino todos los escándalos" (Mt 13,41); en cambio, en este mundo sí hay muchas cosas contrarias a esta salvación. Por tanto, cuando rogamos: "Venga a nosotros tu reino", estamos pidiendo ser partícipes del reino celestial, de la gloria del paraíso. Por tres motivos es muy de desear ese reino.
Primero, por la gran justicia que se da en él: "Tu pueblo, justos todos" (Is 60,21). En este mundo los malos andan revueltos con los buenos; allí no se encontrará ningún malo, ningún pecador.
Segundo, por la perfecta libertad. Aquí no existe libertad, aunque todos por ley natural la deseen; allí será absoluta frente a cualquier esclavitud: "La misma criatura será librada de la servidumbre de la corrupción" (Rom 8,21). Y no han de ser solamente libres todos, sino incluso reyes: "Has hecho de nosotros para nuestro Dios un reino" (Apc 5,10). La causa de esto es la identificación de la voluntad de todos con la de Dios: Dios querrá lo que los santos quieran, y los santos lo que quiera Dios; por consiguiente, al cumplirse la voluntad de Dios se cumplirá la de ellos. Y así todos serán reyes, porque se hará la voluntad de todos, y su corona será el Señor: "Aquel día el Señor de los ejércitos será corona de gloria y guirnalda de júbilo para el resto de su pueblo" (Is 28,5).
Tercero, por su maravillosa abundancia. "No ha visto ojo alguno, salvo Tú, Dios, lo que has preparado para aquellos que te aguardan" (Is 64,4). "El colma de bienes tus deseos" (Ps 102,5). En sólo Dios hallará el hombre todas las cosas de un modo más sublime y perfecto que como se encuentran en el mundo. Si buscas deleites, sumo lo tendrás en Dios; si riquezas, en El hallarás la absoluta opulencia de donde manan las riquezas, y así lo demás. Agustín, en las Confesiones: "Cuando el alma se prostituye lejos de ti, busca fuera de ti; nada encuentra puro y limpio hasta que torna a ti".
C) A veces en este mundo reina el pecado. Esto ocurre cuando el hombre está predispuesto de tal manera que inmediatamente sigue y secunda los apetitos de aquél; lo confirman las palabras del Apóstol: "Que no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal" (Rom 6,12). Pero es Dios quien debe reinar en tu corazón: "Sión, tu Dios reinará" (Is 7,7). Y así sucede cuando estás decidido a obedecerle y cumplir sus mandamientos todos. Por tanto, cuando pedimos que venga el reino, estamos suplicando que no sea el pecado quien reine en nosotros, sino Dios. Por medio de esta petición lograremos vivir la bienaventuranza de que habla el Evangelio: "Bienaventurados los mansos" (Mt 5,4). En efecto; según la primera explicación, en el momento en que el hombre ansía que sea Dios Señor de todos, no se venga de las injurias recibidas, sino que reserva a Dios esa venganza; si te vengas, no quieres que llegue su reino. Conforme a la segunda, si esperas su reino, es decir, la gloria del paraíso, no te preocuparás por pérdidas de cosas del mundo. finalmente, en relación con la explicación tercera, si pides que reine en ti Dios y Cristo, debes ser tú manso, puesto que El fue mansísimo. "Aprended de mí, que soy manso" (Mt 11,29). "Llevasteis con alegría el robo de vuestros bienes" (Heb 10,34).
§6 Tercera petición
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo
El tercer don que nos hace el Espíritu Santo, se llama don de ciencia. En efecto, el Espíritu no sólo produce en los buenos el don de temor y don de piedad, la cual es un afecto cariñoso a Dios, según hemos dicho, sino que además hace sabio al hombre. Es lo que suplicaba David cuando decía: "Enséñame bondad, doctrina y ciencia" (Ps 118,66). Y la ciencia que nos enseña el Espíritu Santo, es la de vivir bien. Entre los factores que concurren a la ciencia y sabiduría del hombre, la mayor sabiduría es no apoyarse en el propio sentir: "No te apoyes en tu prudencia" (Prv 3,5). Los que se fían tanto en su buen sentido que no escuchan a los demás, sino sólo a sí mismos, siempre acaban resultando fatuos y siendo considerados así: "¿Has visto un hombre que se cree sabio? Cualquier ignorante hará concebir más esperanzas que él" (Prv 26,12). Esto de no fiarse del propio parecer nace de la humildad. Por ello el cap. 11 de los Proverbios dice que donde hay humildad, hay sabiduría. Los soberbios, en cambio, confían demasiado en sí mismos. En una palabra, por medio del don de ciencia nos enseña el Espíritu Santo a no hacer nuestra voluntad sino la de Dios. Por eso, por este don pedimos a Dios que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. En semejante petición se pone de manifiesto el don de ciencia. Decimos a Dios "Hágase tu voluntad", como un enfermo que quiere algo del médico; quiere precisamente sólo lo que sea voluntad del médico; de otra forma, si no quisiera más que su propia voluntad, sería un idiota. De igual manera nosotros únicamente hemos de pedir a Dios que se haga de nosotros su voluntad, esto es, que su voluntad se cumpla en nosotros. El corazón del hombre camina derecho cuando va de acuerdo con la voluntad divina. Así lo hizo Cristo: "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado" (Jn 6,38). Porque Cristo, en cuanto Dios, tiene una misma voluntad que el Padre, pero, en cuanto hombre, posee otra voluntad distinta; precisamente refiriéndose a esta última dice que no hace la suya, sino la del Padre. Por todo ello nos enseña que en la oración pidamos: "Hágase tu voluntad". Pero, ¿qué sentido tiene esta petición? ¿No está escrito: "Hizo todo cuanto quiso"(Ps 113,3)? Si hace todo lo que quiere en el cielo y en la tierra, ¿qué puede significar la súplica: "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo"? Para responder a estas preguntas hay que tener en cuenta que Dios quiere con relación a nosotros tres cosas, cuyo cumplimiento es lo que pedimos.
A) Lo primero que Dios quiere acerca de nosotros es que alcancemos la vida eterna. Todo el que hace una cosa con algún fin, quiere acerca de esa cosa aquello por lo que la ha hecho. Dios hizo al hombre, y no por nada: "¿Es que creaste en vano a todos los hijos de los hombres?" (Ps 88,48). Por tanto, lo hizo por algo; pero no por los placeres sensibles, puesto que también las bestias los disfrutan, sino para que logre la vida eterna. Por consiguiente, quiere el Señor que el hombre alcance la vida eterna. Cuando una cosa consigue el fin para el que fue hecha, se dice de ella que se ha salvado; cuando no lo obtiene, que se ha perdido. Dios creó al hombre para la vida eterna. Por tanto, cuando la consigue, se salva; esto es lo que quiere Dios: "Esta es la voluntad de mi Padre que me ha enviado, que todo el que vea al Hijo y crea en El, tenga la vida eterna" (Jn 6,40). Esa voluntad ya se ha cumplido en los ángeles y en los santos que están en la Patria, porque ven a Dios, lo conoce, y gozan con El; nosotros, por nuestra parte, anhelamos que como se ha cumplido la voluntad de Dios en los bienaventurados del cielo, se cumpla en los hombres que aún permanecemos en la tierra; a tal anhelo responde nuestra petición; "Hágase tu voluntad" en nosotros que estamos en la tierra, como en los santos que están en el cielo.
B) Otra cosa que Dios quiere de nosotros, es que guardemos sus mandamientos. Cuando alguien desea una cosa, no sólo quiere la cosa deseada sino también los medios necesarios para conseguirla. El médico, para lograr la curación, quiere la dieta, los medicamentos, etc. Quiere Dios que alcancemos la vida eterna. "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19,17). Por consiguiente, Dios quiere que cumplamos éstos. "Este es vuestro culto razonable; ...de modo que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable, perfecta" (Rom 12,1-2). Buena por útil: "Yo, el Señor, que te enseño cosas útiles" (Is 48,17). Agradable para quien ama; aunque no sea grata a los demás, al que ama le resulta placentera: "Ha salido la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón" (Ps 96,11). Perfecta, por honesta: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48).
En este sentido, cuando decimos "Hágase tu voluntad", estamos pidiendo cumplir los mandamientos de Dios. Tal aspecto de la voluntad de Dios se ha hecho a realidad en los justos, pero en los pecadores todavía no. Como a los justos se les denomina cielo, y a los pecadores tierra, rogamos que se haga la voluntad de Dios "así en la tierra", esto es, en los pecadores, "como en el cielo", como en los justos. Conviene observar que la expresión misma nos proporciona enseñanza: no dice "Haz", ni "Hagamos", sino "Hágase tu voluntad". En efecto, dos factores contribuyen necesariamente a la obtención de la vida eterna, la gracia de Dios y la voluntad del hombre; pues aunque Dios hizo al hombre sin cooperación de éste, no lo salva sin ella. Agustín, super Ioan..: "El que te creó a ti sin ti, no te hará justo sin ti", porque es voluntad de Dios que el hombre coopere. "Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros" (Zach 1,3). "Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí" (1 Cor 15,10). Por tanto, no confíes en ti mismo, sino en la gracia de Dios; pero, por otra parte, no rehuyas tu esfuerzo, antes bien empléalo. Por ello no dice "Hagamos", para que no pareciera que nada tiene que hacer la gracia de Dios; ni dice "Haz", pasando por alto nuestra voluntad y esfuerzo; sino "Hágase", por la gracia de Dios cooperando diligentemente nosotros.
C) Lo tercero que quiere Dios acerca de nosotros, es que nos veamos restaurados en el estado y dignidad en que fue creado el primer hombre. Era ésta tan grande que el espíritu y el alma no sentían hostilidad alguna por parte de la sensualidad y de la carne <7>. Mientras el alma permaneció sumisa a Dios <8>, la carne estuvo sujeta al espíritu hasta el punto de no sentir la corrupción de la muerte, de la enfermedad, ni de ninguna pasión. Pero desde el momento en que aquélla, situada entre Dios y la carne, se alzó contra Dios por el pecado, se rebeló contra ella el cuerpo, que comenzó entonces a sentir la muerte, las enfermedades y una rebeldía continua de la sensualidad frente al espíritu: "Advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi mente" (Rom 7,23); "La carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne" (Gal 5,17). De modo que existe una guerra continua entre la carne y el espíritu, y el hombre se va deteriorando por el pecado de una forma ininterrumpida. Pues bien, es voluntad de Dios que el hombre sea devuelto a su primera situación, de manera que nada haya en la carne contrario al espíritu: "Esta es la voluntad de Dios: "vuestra santificación" (1 Thes 4,3).
Tal voluntad no se puede realizar en esta vida; se cumplirá en la resurrección de los muertos, cuando los cuerpos resuciten glorificados y sean incorruptibles y nobilísimos: "Se siembra en vileza, y resucitará en gloria" (1 Cor 15,43). Sí se cumple, con todo, en los justos en cuanto al alma, por la justicia, la ciencia y la vida. Por ello al decir "Hágase tu voluntad", lo que pedimos es que se lleve a efecto igualmente en la carne. Tomamos por cielo el alma y por tierra la carne, y el sentido es como sigue: "Hágase tu voluntad así en la tierra", es decir, en nuestra carne, "como en el cielo", como se hace en nuestro espíritu por la justicia.
Esta petición nos conduce a la bienaventuranza del llanto de que habla el Evangelio:
"Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" (Mt 5,5). Lo cual es verdad en cualquiera de las tres explicaciones.
Según la primera, deseamos la vida eterna. El amor de ésta nos induce al llanto: "¡Ay de mí!, que se ha prolongado mi destierro" (Ps 119,5). Semejante anhelo es tan vehemente en los santos que a causa de él ansían la muerte, cosa que de suyo repugna: "Y es tal nuestra confianza que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto a Dios" (2 Cor 5,8). En relación con la explicación segunda; los que cumplen los mandamientos son presa del llanto, pues aunque los preceptos de Dios son dulces para el alma, resultan amargos para la carne, que ha de soportar continuas maceraciones: "Al ir iban llorando", en su carne; "al volver volverán jubilosos", en cuanto al alma (Ps 125,5). En conexión con la tercera; es fuente de llanto la guerra continua entre cuerpo y espíritu. No es posible evitar que el alma salga de ella herida por la carne cuando menos venialmente <9>; la expiación le cuesta lágrimas: "Lavaré todas las noches -refiriéndose a la oscuridad de los pecados - mi lecho, esto es, mi conciencia (Ps 6,7). Los que lloran de esta manera, alcanzan la Patria. Dios nos lleve a ella.
§7 Cuarta petición
El pan nuestro de cada día dánosle hoy
Sucede con frecuencia que un hombre de gran ciencia y sabiduría es apocado; necesita fortaleza de corazón para no desfallecer ante las dificultades. "El da fuerza al cansado, y a los que no son les acrecienta la fortaleza y el vigor" (Is 40,29). Esta fortaleza la otorga el Espíritu Santo: "El espíritu entró en mí... y me afirmó sobre mis pies" (Ez 2,2); consiste en que el corazón del hombre no falle por miedo a no conseguir las cosas necesarias, antes bien crea firmemente que todo lo que necesita, se lo proporcionará Dios. Por ello el Espíritu Santo, que suministra esa fortaleza, nos enseña a pedir a Dios: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy". Y es llamado con razón Espíritu de fortaleza. Conviene observar que en las tres peticiones anteriores se imploran bienes espirituales, cuya obtención se incoa en este mundo, pero sólo en la vida eterna se logra por completo. Cuando pedimos que sea santificado el nombre de Dios, pedimos que la santidad de Dios sea conocida; cuando suplicamos que venga su reino, suplicamos ser nosotros partícipes de la vida eterna; cuando rogamos que se haga la voluntad de Dios rogamos que su voluntad se cumpla en nosotros; estas tres cosas comienzan a ser realidad en este mundo, pero sólo en la otra vida alcanzan su plenitud. Se hacía preciso suplicar algunas cosas necesarias que pudiesen conseguirse perfectamente en la vida presente. Y el Espíritu Santo nos enseñó a pedirlas, mostrándonos al mismo tiempo que Dios tiene también providencia de nuestros asuntos temporales. Por eso dice: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy".
Con estas palabras nos enseñó a evitar cinco pecados que suelen cometerse por el deseo de las cosas terrenas.
El primer pecado consiste en que el hombre por un ansia desmesurada quiere cosas que sobrepasan su estado y condición, y no se conforma con las que corresponden a éstos; por ejemplo, en punto a indumentaria, si es soldado no la quiere de soldado sino de conde, si es clérigo no se conforma con la de clérigo sino que la desea de obispo. Semejante actitud aleja a los hombres de las inquietudes espirituales, pues sus deseos están demasiado apegados a lo temporal. Cristo nos enseñó a evitar este vicio, enseñándonos a pedir pan solamente, es decir, lo que es necesario para la vida actual según la condición de cada uno, que es lo que se entiende con el nombre de pan. No nos enseñó a pedir cosas refinadas, ni variadas, ni exquisitas, sino el pan, alimento común, imprescindible para la vida. "Lo esencial para la vida del hombre, pan y agua" (Eccli 29,289). "Teniendo comida y con qué cubrirnos, contentémonos con ello" (1 Tim 6,8).
El segundo vicio reside en que algunos en la adquisición de cosas temporales perjudican y engañan a otros. Vicio que es particularmente peligroso por ser difícil restituir los bienes robados. Y no se perdona el pecado si lo robado no se restituye, como dice Agustín. Cristo nos enseñó a evitar este vicio, enseñándonos a pedir el pan nuestro, no el ajeno. porque los ladrones comen no su propio pan, sino el de los demás.
El tercero es la preocupación excesiva. Algunos nunca se dan por satisfechos con lo que tienen, sino que siempre quieren más; ambición desmesurada, pues es la necesidad la que debe regular los deseos. "No me des riqueza ni miseria; dame únicamente lo necesario a mi sustento" (Prv 30,8). A evitar este vicio nos exhortó diciendo: "El pan nuestro de cada día", es decir, el de un día o, si se quiere, el de un cierto tiempo.
El cuarto vicio es la voracidad desmesurada. Hay quienes consumen en un solo día lo que sería suficiente para muchos; ésos piden no el pan de cada día, sino el de una semana, y como gastan mucho, lo consumen todo. "Pasando el tiempo en beber y en comer a escote, se arruinarán (Prv 23,21). "Obrero borracho no se hará rico" (Eccli 19,1).
El quinto vicio es la ingratitud. Mal procede quien se ensoberbece a causa de su riqueza y no reconoce haber recibido de Dios todo lo que tiene, pues todos nuestros bienes, espirituales o temporales, de Dios son. "Todo es tuyo, de tu mano lo hemos tomado" (1 Par 29,14). Por ello, para evitar este vicio, dice: Incluso "el pan nuestro dánosle", para que sepamos que todas nuestras cosas provienen de Dios. El alcance de estas palabras lo pone más de relieve el caso siguiente: ocurre a veces que uno tiene muchas riquezas, pero no saca de ellas provecho alguno sino perjuicio espiritual y temporal, y hubo incluso quien por las mismas se perdió. "Aún hay otro mal que he visto bajo el sol, y por cierto, frecuente entre los hombres: el varón a quien Dios dio riquezas y hacienda y honra, y a cuya alma nada falta de todo cuanto desea; pero no le concede la posibilidad de comer de ello, sino que será un extraño quien lo disfrutará" (Eccl 6,1). "Riquezas amontonadas para desgracia de su dueño" (Eccl 5,12). Por consiguiente, hemos de suplicar que nos sean de utilidad nuestras riquezas. Es lo que hacemos al decir: "El pan nuestro dánosle", a saber, haz las riquezas útiles a nosotros. "Su pan se convertirá en hiel de áspides dentro de sus entrañas. Vomitará las riquezas que devoró, y de su vientre las sacará Dios" (Iob 20,14-15).
Se da otro vicio con relación a las cosas de este mundo: la preocupación excesiva. Algunos se inquietan en el momento presente por lo que será a largo plazo de sus asuntos temporales; los que actúan así, jamás hallan sosiego. "No andéis preocupados, diciendo: ¿Qué comeremos?, ¿qué beberemos?", ¿con qué nos cubriremos?" (Mt 6,31). Cristo nos enseña a pedir que hoy se nos dé nuestro pan, es decir, lo que es necesario para el momento actual. Hay además otros dos panes: el pan del sacramento y el de la palabra de Dios. Pedimos, pues, nuestro pan sacramental, el que a diario se confecciona en la Iglesia, para que así como lo recibimos sacramentalmente, nos sea de provecho para la salvación. "Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo" (Jn 6,51). "El que lo come y lo bebe indignamente, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11,29).
El otro pan es la palabra de Dios. "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). Pedimos, pues, que nos dé ese pan, esto es, su palabra. Con ello alcanza el hombre la bienaventuranza del hambre de justicia. En efecto, las cosas espirituales, precisamente cuando se poseen, es cuando con más fuerza se desean; de este deseo nace el hambre, y del hambre la hartura de la vida eterna.
§8 Quinta petición
Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores
Hay personas de gran sabiduría y fortaleza, pero que por confiar demasiado en sus fuerzas no hacen sabiamente lo que hacen, ni llevan a buen término lo que pretenden. "Los proyectos se vigorizan con los consejos" (Prv 20,18). El Espíritu Santo, que otorga la fortaleza, da consejo también; todo buen consejo acerca de la salvación de los hombres viene del Espíritu Santo. El hombre necesita aconsejarse cuando está atribulado, como precisa el enfermo la orientación de los médicos. por consiguiente, estando enfermos todos por el pecado, hemos de pedir consejo para curarnos. El consejo que necesita el pecador se indica en la Escritura: "Acepta, rey, mi consejo: redime tus pecados con limosnas" (Dan 4,24). El mejor consejo, pues, contra los pecados es la limosna y la misericordia; por ello el Espíritu Santo enseña a los pecadores a pedir y suplicar: "Perdónanos nuestras deudas..."
A Dios le debemos lo que le hemos arrebatado de sus derechos. Es derecho de Dios que cumplamos su voluntad, anteponiéndola a la nuestra. Por tanto, cuando preferimos la nuestra a la suya, quitamos sus derechos a Dios; en eso consiste el pecado. Así pues, los pecados son nuestras deudas. Y el consejo del Espíritu Santo es que pidamos a Dios perdón de ellos, y por eso decimos: "Perdónanos nuestras deudas".
Acerca de estas palabras podemos considerar tres cosas: la primera es por qué se hace la petición; la segunda, cuándo se logra su cumplimiento; la tercera, qué requisitos se exigen de nuestra parte para obtenerlo.
A) En cuanto a la primera, hay que advertir que de esta petición podemos recoger dos frutos, los cuales son necesarios al hombre en la vida presente. El uno es vivir siempre con temor y humildad. Hubo algunos tan presuntuosos que aseguraron que el hombre puede por sus solas fuerzas evitar en este mundo todos los pecados. Y la verdad es que esto a nadie se le ha concedido, más que a Cristo, que poseyó el Espíritu sin medida, y a la Santísima Virgen, que fue llena de gracia, y en la que no existió pecado alguno, como dice Agustín: "Tratándose de pecados, no quiero ni hacer mención de ella (la de la Virgen)". De los demás santos a ninguno le fue dado dejar de incurrir al menos en pecados veniales: "Si decimos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos, y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8). La petición de que tratamos, confirma este mismo pensamiento. Es claro que a todos los hombres, incluidos los santos, les conviene rezar el Padrenuestro, en el que se dice: "Perdónanos nuestras deudas". Por consiguiente, todos reconocen y confiesan que son pecadores o deudores. En conclusión, si eres pecador, has de temer y humillarte <10>. El otro fruto es vivir siempre en esperanza: por más que seamos pecadores, nunca debemos desesperar, no vaya a ser que la desesperación nos arrastre a pecados mayores y nuevos, según dice el Apóstol: "Desesperando, se entregaron a la disolución, hasta practicar toda suerte de inmundicias" (Eph 4,19). Es, pues, sumamente útil conservar la esperanza siempre: por muy pecador que sea un hombre, ha de confiar en que le perdonará Dios, si se arrepiente con seriedad y se convierte. Esta esperanza se fortalece en nosotros cuando pedimos: "Perdónanos nuestras deudas".
Combatieron contra ella los novicianos <11>, defendiendo que quien una vez bautizado peca, jamás alcanza misericordia. Pero esto es falso, si dijo Cristo la verdad: "Toda tu deuda te la perdoné porque me lo suplicaste" (Mt 18,32). Por tanto, en el momento en que la pidas, podrás obtener misericordia, si la imploras con arrepentimiento. En una palabra, si de esta petición nace el temor, también la esperanza; porque todos los pecadores que se arrepienten y confiesan, consiguen misericordia. por ello era necesaria tal petición.
B) En cuanto a la segunda, hay que advertir en el pecado dos aspectos: la culpa con que se ofende a Dios, y la pena debida por esa culpa. La culpa se perdona por la contrición si va acompañada de un propósito de confesarse y satisfacer: "Yo dije: Confesaré contra mí al Señor mi injusticia: y tú perdonaste la impiedad de mi pecado" (Ps 31,5). Por consiguiente, no hay razón para desesperarse desde el momento en que para el perdón de la culpa basta la contrición con el propósito indicado. Pero tal vez diga alguno: Si te perdona el pecado por la contrición, ¿qué falta hace el sacerdote? Respondo: Dios por la contrición perdona la culpa, y la pena eterna queda conmutada en temporal. El pecador sigue obligado a cumplir ésta. Si llegase a morir sin confesarse - no por rehusar la confesión; antes bien, con intención de hacerla -, iría al purgatorio, cuyas penas, según dice Agustín, son enormes. Pues bien, cuanto tú te confiesas, te absuelve el sacerdote de esta pena por el poder de las llaves, al que en la confesión te has sometido; por eso dijo Cristo a los apóstoles: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20,22-23).
Por tanto, cuando se confiesa uno, se le perdona una parte de aquella pena temporal, e igualmente cuando vuelve a confesarse, y podría llegar a hacerlo tal número de veces que se le perdonase por completo <12>. Los sucesores de los apóstoles hallaron otro procedimiento para la remisión de esta pena: las indulgencias, que a quien vive en gracia, le valen lo que indica el tenor de su concesión. Que el Papa puede otorgar semejante beneficio es cosa evidente. En efecto, muchos santos hicieron muchas buenas obras, y no habían pecado, cuando menos mortalmente; estas buenas obras las hicieron en provecho de la Iglesia. De manera parecida, los méritos de Cristo y de la Santísima Virgen están como atesorados. Por consiguiente, el Sumo Pontífice y aquellos a quienes él se lo autoriza pueden dispensar estos méritos cuando sea necesario <13> De tal modo, quedan perdonados los pecados no sólo en cuanto a la culpa por la contrición, sino también en cuanto a la pena por la confesión y por medio de las indulgencias.
C) En cuanto a la tercera, hay que advertir que se exige como requisito de parte nuestra que perdonemos al prójimo las ofensas recibidas de él. Por eso se dice: "Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". De otra forma Dios no nos perdonaría. "¿Guarda ira el hombre al hombre, y pide remedio a Dios?" (Eccli28,3). "Perdonad y seréis perdonados" (Lc 6,37). Por tanto, únicamente hay arrepentimiento en esta petición cuando se agrega: "Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Si no perdonas, pues, no se te perdonará a ti. Podrías pensar: Yo diré lo primero, "perdónanos", y silenciaré la parte segunda, "así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". ¿Es que tratas de engañar a Cristo? ¡Qué lo vas a engañar! Cristo, que compuso esta oración, se acuerda de ella perfectamente; no puede ser engañado. Y si la rezas con los labios, cúmplela de corazón. Cabe preguntar si el que no tiene intención de perdonar a su prójimo, debe decir: "Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Parece a primera vista que no, puesto que estaría mintiendo. No miente; no reza en nombre propio sino en el de la Iglesia, y la Iglesia no se enreda en equívocos; por este motivo la petición se pone en plural. Conviene observar finalmente que hay dos modos de perdonar. Uno es el de los perfectos, y consiste en que el ofendido vaya al encuentro del ofensor: "Busca tú la paz" (Ps 33,15). El otro es el de la generalidad de los mortales, al que están obligados todos, y consiste en conceder el perdón a quien lo pide: "Perdona a tu prójimo que te hizo daño, y entonces, cuando tú lo pidas, serán perdonados tus pecados" (Eccli 28,1). A esta petición corresponde otra bienaventuranza: "Bienaventurados los misericordiosos"; efectivamente, la misericordia hace que nos compadezcamos del prójimo.
§9 Sexta petición
Y no nos dejes caer en la tentación
Hay algunos que, habiendo pecado, desean alcanzar perdón; se arrepienten y confiesan; si embargo, no ponen todo el empeño que debieran para no caer en pecado de nuevo. Lo cual no es lógico, que por una parte llore uno sus pecados arrepentido, y por otra acumule motivos de llanto pecando. Por eso se dice: "Lavaos, purificaos, apartad de mis ojos la maldad de vuestros pensamientos, dejad de obrar perversamente (Is 1,16). Por esto también Cristo, que, según acabamos de explicar, nos enseñó en la petición precedente a implorar el perdón de los pecados, nos enseña en ésta a pedir que podamos evitarlos, que no nos sobrevenga una tentación que nos haga pecar; y así, dice: "Y no nos dejes caer en la tentación". Procede, pues, preguntarse qué es la tentación, cómo es tentado el hombre y por quién, cómo puede salir bien librado de ella. Tentar no es otra cosa que tantear, poner a prueba; tentar al hombre es poner a prueba su virtud. La virtud de un hombre se tantea de dos maneras, según las dos vertientes que presenta la virtud humana. La una mira a obrar el bien, la otra a guardarse del mal: "Apártate del mal y haz el bien" (Ps 33,15). Así pues, la virtud del hombre es puesta a prueba unas veces en ese aspecto de hacer el bien, otras en el alejarse del mal. En cuanto al primer aspecto se trata de comprobar si el hombre tiene prontitud para el bien, por ejemplo, para ayunar o cosas semejantes, pues es grande tu virtud cuando estás pronto para el bien. De esta manera prueba a veces Dios; no porque se le oculte la virtud del hombre, sino para que todos la conozcan y tomen ejemplo. Así tentó Dios a Abraham (Gen 22), a Job. Y por el mismo motivo envía con frecuencia sufrimientos a los justos, para que soportándolos pacientemente pongan de manifiesto su virtud y adelanten en ella. "Os tienta el Señor Dios vuestro, para que se vea claro si lo amáis o no" (Dt 13,3). De este modo tienta Dios, pues; incitando al bien. En cuanto al segundo aspecto la virtud del hombre se comprueba por la invitación al mal. Si resiste valerosamente y no la acepta, su virtud es grande; si sucumbe a la tentación, su virtud es nula. Dios jamás tienta de este modo: "Dios no pretende ningún mal, y El no tienta a nadie" (Iac 1,13). Quienes tientan al hombre con su propia carne, el diablo y el mundo.
a) La carne tienta de dos formas. En primer lugar, instigando al mal: la carne, en efecto, siempre busca sus deleites, los carnales, en los cuales muchas veces hay pecado, pues quien se detiene en disfrutes carnales, descuida el espíritu: "Cada uno es tentado por su propia concupiscencia" (Iac 1,14). En segundo lugar, apartando del bien; el espíritu de suyo siempre se deleitaría con los bienes espirituales, pero el peso de la carne lo entorpece: "Un cuerpo corruptible vuelve pesada el alma" (Sap 9,15); "Me deleito en la ley de Dios según el hombre inferior; pero advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi mente y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros" (Rom 7,22-23). Las tentaciones de la carne son poderosas en alto grado, pues llevamos el enemigo encima y, como dice Boecio <14>, no hay corrosivo peor que un enemigo dentro de casa. Vigilancia, por tanto: "Velad y orad para no caer en la tentación" (Mt 26,41).
b) Tienta con gran fuerza el diablo. Una vez vencida la carne, se alza otro, el demonio con quien tenemos entablada dura pelea: "No es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso" (Eph 6,12). Con toda razón se le llama el tentador por antonomasia: "No fuera que os hubiera tentado el Tentador" (1 Thes 3,5). En sus tentaciones procede con extraordinaria astucia. Como general competente que asedia un fortín, estudia el demonio los puntos flacos del hombre a quien intenta derrotar, y lo tienta por su parte más débil. Así pues, tienta en aquellos vicios que, una vez dominada la carne, más fácilmente seducen al hombre, como la ira, la soberbia, y los otros pecados del espíritu. "Vuestro enemigo el diablo, como rugiente león, ronda en torno buscando a quién devorar" (1 Pet 5,8). Dos pasos da en sus tentaciones. No propone de entrada cosas evidentemente malas, sino algo que tenga apariencia de bien, con el fin de desviar cuando menos al hombre de sus propósitos fundamentales, porque luego, una vez desviado por poco que sea, lo arrastra con mayor facilidad al pecado: "Satanás mismo se transfigura en ángel de luz" (2 Cor 11,14). Después, cuando ha conseguido que peque, lo amarra de tal forma que no deja que se levante: "El vigor de su sexo está encadenado" (Iob 40,12). Dos pasos, pues, da el diablo: engaña, y tras engañar retiene en el pecado.
c) El mundo tienta de dos maneras. En primer lugar, con un afán desmesurado y excesivo de bienes temporales: "La raíz de todos los males es el ansia" (1 Tim 6,10). En segundo lugar, mediante los perseguidores y tiranos por el terror: "Vivimos envueltos en tinieblas" (Iob 37,19); "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecución" (2 Tim 3,12); "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo" (Mt 10,28). Queda así claro qué es la tentación, cómo es tentado el hombre y por quién. Falta ver en qué consiste el salir de la tentación bien librado. Sobre este punto conviene notar que Cristo nos enseñó a pedir no que no seamos tentados, sino que no caigamos en la tentación. Porque si el hombre vence la tentación, merece premio; por ello está escrito: "Hermanos míos, tened por sumo gozo el veros envueltos por toda clase de tentaciones:: (Iac 1,2); "hijo, si te llegas a servir a Dios... ten preparada para la tentación tu alma" (Eccl2,1); "Dichoso el hombre que soporta la prueba, porque una vez aquilatado recibirá la corona de la vida" (Iac 1,12). En consecuencia, nos enseña a pedir que no caigamos en la tentación más que en lo que tiene de humano" (1 Cor 10,13). Efectivamente, humano es ser tentados, mientras que consentir es diabólico.
Pero ¿es que Dios mete en el mal, puesto que el texto evangélico dice a la letra: "Y no nos metas en la tentación"? Respondo: Se habla de que Dios mete en el mal en cuanto que lo permite, es decir, en cuanto que por los muchos pecados de un hombre le retira su gracia, sin la cual cae éste en pecado; por eso cantamos: "Cuando flaqueen mis fuerzas no me abandones (Señor)" (Ps 70,9). Mantiene en cambio al hombre erguido, para que no caiga en la tentación, por medio del fervor de la caridad, pues la caridad, por pequeña que sea, es capaz de resistir a cualquier pecado: "Aguas torrenciales no pudieron apagar el amor" (Cant 8,7). Lo mantiene igualmente por medio de la iluminación del entendimiento, con la que nos instruye sobre lo que hemos de hacer, ya que, según dice el Filósofo, todo el que peca, obra así por ignorancia: "Te daré inteligencia, y te instruiré" (Ps 31,8). Es lo que suplicaba David: "Ilumina mis ojos para que nunca me duerma en la muerte, para que jamás diga mi enemigo: He podido con él" (Ps 12,4-5).
Esto lo conseguimos por el don de entendimiento. Y como, cuando no consentimos en la tentación, conservamos el corazón limpio, y de otra parte leemos: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8), se deduce que por este camino llegaremos a verle. Dios nos guíe a tal contemplación.
§10 Séptima petición
Más líbranos del mal. Amén
Anteriormente nos ha enseñado Cristo a pedir el perdón de los pecados, y a evitar las tentaciones; ahora nos enseña a implorar la preservación de los males. Esta petición es general, contra todos ellos, sean pecados, enfermedades o aflicciones, como dice Agustín. Pero puesto que de los pecados y las tentaciones hemos hablado ya, trataremos al presente de los otros males, de las aflicciones y contrariedades todas de este mundo. Dios nos libra de ellas de cuatro maneras.
Primera, impidiendo que sobrevenga la aflicción. Esto ocurre pocas veces; los santos en este mundo son afligidos, pues escrito está: "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecución" (2 Tim 3,12). En ocasiones, sin embargo, concede Dios a algunas personas no verse molestadas por el dolor, cuando sabe que son flojas y que no serán capaces de soportarlo; actúa como un médico que no receta medicamentos fuertes a un enfermo demasiado débil: "He puesto ante ti una puerta abierta que nadie puede cerrar, porque es poco tu empuje:(Apc 3,8). Pero sólo en la Patria será general la situación, puesto que allí nadie se verá afligido: "Te librará en seis tribulaciones (se entiende, las de la vida presente, integrada por seis edades), y a la séptima el mal no te rozará" (Iob 5,19); "No tendrán más hambre, ni tendrán más sed" (Apc 7,16).
Segunda, nos libra de las aflicciones consolándonos en ellas. Si Dios no lo consolara, no resistiría el hombre. "Estábamos agobiados en exceso, por encima de nuestras fuerzas" (2 Cor 1,8); "Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló" (2 Cor 7,6). "Conforme se multiplicaban los dolores en mi corazón, tus consuelos llenaban mi alma de alegría" (Ps 93,19).
Tercera, otorgando a los afligidos tantos bienes que hagan olvidar los males: "Tras la tempestad produces la calma" (Tob 3,22). Por consiguiente, las contrariedades y tribulaciones de este mundo no son de temer, pues fácilmente se soportan tanto por los consuelos que acarrean, como por su escasa duración. "Una tribulación, pasajera y liviana al presente, nos proporciona inmenso e incalculable tesoro eterno de gloria" (2 Cor 4,17), ya que por este camino se llega a la vida eterna.
Cuarta, convirtiendo en bien las pruebas y tribulaciones; por ello no decimos, "Líbranos" de la tribulación, sino "del mal", pues las tribulaciones son corona de los santos, y así se glorían en ellas: "Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia" (Rom 5,3); "Al tiempo de la tribulación perdonas los pecados" (Tob 3,13). Así pues, Dios libra al hombre del mal y de las tribulaciones convirtiéndolas en bien; lo cual se señal de la mayor sabiduría, ya que es distintivo del sabio enderezar al bien el mal; se consigue esto soportando aquéllas con paciencia. Las demás virtudes tienen por objeto bienes; la paciencia, males; por eso únicamente es necesaria en el mal, es decir, en las contrariedades: "La formación de un hombre se conoce por su paciencia" (Prv 19,11). El Espíritu Santo nos enseña a pedirla mediante el don de sabiduría. De esta manera alcanzamos la bienaventuranza de la paz, pues por medio de la paciencia logramos la paz tanto en las prosperidades como en las desgracias; y así, los pacíficos son llamados hijos de Dios por ser semejantes a El, porque como a Dios nada puede perjudicarle, del mismo modo a ellos ni lo próspero ni lo adverso les causa daño; "Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9).
"Amén"; es la corroboración general de todas las peticiones.
§11 Exposición de toda la oración del Padrenuestro
En la oración dominical están incluidas todas las cosas que hay que desear, y todas aquellas de las que hay que huir. Entre todas las cosas deseables se desea más la que más se ama, y ésta es Dios. Por eso pedimos en primer lugar la gloria de Dios diciendo: "Santificado sea tu nombre". De Dios además hemos de pretender tres cosas que miran directamente a nosotros. La primera es llegar a la vida eterna; la pedimos diciendo: "Venga a nosotros tu reino". La segunda es cumplir la voluntad de Dios y practicar la justicia, la pedimos diciendo: "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo". La tercera es disponer de lo necesario para la vida; la pedimos diciendo: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy". Acerca de las tres nos advierte el Señor: "Sobre todo buscad el reino de Dios -primera cosa - y su justicia - segunda -; lo demás se os dará por añadidura - tercera -" (Mt 6,33). Lo que debemos evitar y rehuir es todo lo que se opone al bien. Y los bienes apetecibles, según acabamos de indicar, son cuatro.
El primero es la gloria de Dios; a este bien no hay mal que se le oponga. "Si pecas, ¿en qué le perjudicarás?...; si obras justamente, ¿en qué le beneficiarás?" (Iob 35,6). Del mal en cuanto que lo castiga, y del bien en cuanto que lo recompensa, se sigue gloria de Dios.
El segundo bien es la vida eterna; se le opone el pecado, pues por éste perdemos aquélla. Para desarraigarlo decimos: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores".
El tercer bien consiste en la justicia y las buenas obras; se le oponen las tentaciones, que intentan apartarnos de practicar la virtud. Para alejarlas rogamos: "Y no nos dejes caer en la tentación".
El cuarto son las cosas necesarias; a este bien se oponen las desgracias y tribulaciones. Para ahuyentarlas pedimos: "Mas líbranos del mal".
San Cipriano de Cartago, uno de los primeros Padres de la Iglesia, nacido ca. 210 y muerto el 258, mártir. Sostuvo equivocadamente, pero de buena fe, que el bautismo conferido por los herejes es inválido y que el obispo de Roma tenía una preeminencia moral y aun doctrinal, pero no de jurisdicción.
San Juan Damasceno, Padre y Doctor de la Iglesia, nació en Damasco en la segunda mitad del siglo VII y murió en Sabas, junto a Jerusalén, el 749. Fue muy apreciado por los doctores escolásticos.
El Filósofo es el apelativo que emplea Santo Tomás para designar a Aristóteles, el gran filósofo griego del siglo IV antes de Cristo.
San Ignacio de Antioquía, Padre Apostólico, martirizado en Roma hacia el 107, escribió siete cartas que son preciosas por su testimonio sobre las verdades fundamentales del cristianismo.
Santo Tomás toma ocasión, al estudiar el tema de los nombres de Dios (p. ej. en Summa Theologica I, q. 13), para exponer su doctrina de la analogía. Señala además, que de todos los nombres, el que más le conviene a Dios es qui est ("el que es"), revelado a Moisés en el libro del Exodo.
El Angélico, al desarrollar cada una de las peticiones del Padrenuestro, comenta la doctrina sobre los dones del Espíritu Santo - hábitos infusos realmente distintos de las virtudes infusas -, que son siete: sabiduría, ciencia, entendimiento y consejo (relativos a la razón); y fortaleza, piedad y temor de Dios (propios de la voluntad). Procura, además, ponerlos en relación con las ocho bienaventuranzas.
Espíritu significa, por el contexto, no el alma, sino la vida del hombre según su más alta condición, por encima de la vida animal y vegetativa (en el orden natural), y de acuerdo con su vocación a la santidad.
Es decir, antes del pecado original, en el estado de justicia, en el que el hombre gozaba de los dones sobrenaturales y preternaturales.
Es de fe, definido por el Concilio de Trento (1547), que el hombre justificado puede guardar - con la gracia de Dios - los mandamientos. Pero - sigue el mismo Concilio - es necesario un privilegio muy especial de la gracia, que tuvo la Virgen, para evitar permanentemente (por largo tiempo) todos los pecados veniales (se entiende sin caer en alguno de ellos, por lo menos semideliberadamente). Santo Tomás volverá sobre este tema al comentar la quinta petición del Padrenuestro.
Todos los hombres son sujetos remotos de la virtud de la penitencia, incluso los santos, porque todos son, o bien reos de pecado, o capaces de pecar. Hay que excluir, por tanto, a Cristo en cuanto hombre y a la Virgen Santísima; y también a los condenados del infierno, que no pueden tener hábitos sobrenaturales infusos, porque están en desgracia de Dios permanente. (Por ello, la Virgen María no rezaba el Padrenuestro en las apariciones de Lourdes, sólo el Gloria al término de cada decena del Santo Rosario, como atestiguan los documentos de la Causa de beatificación de Bernarda Soubirous).
Secta religiosa fundada por Novaciano (s. III), presbítero romano y luego obispo, excomulgado el 251 por su excesivo rigor con los lapsi (cristianos débiles en las persecuciones) y su oposición al Romano Pontífice.
El acto de contrición perfecto es un acto de la virtud de la penitencia, que perdona ex opere operantis - si así puede hablarse -, es decir, según las disposiciones del sujeto. En cambio, el sacramento de la penitencia, para el que basta la atrición, confiere la gracia ex opere operato, por su propia virtud instrumental. El acto de contrición, por tanto, no sería verdadero y auténtico si faltase la disposición de someterse al poder de las llaves de la iglesia, en el sacramento de la confesión. De ahí la declaración de Trento (1551), de que no debe atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin el deseo de sacramento, que en ella se incluye. Pero Santo Tomás se pregunta en concreto qué añade el sacramento, cuanto por la contrición se perdonó el pecado. Y contesta que añade el perdón de parte de la pena temporal.
Es de fe que la Iglesia tiene potestad para conceder indulgencias, como declaró el Concilio de Trento (1563). Se entiende por indulgencia la remisión extrasacramental, válida ante Dios, de las penas temporales restantes debidas por los pecados (ya perdonados en cuanto a la culpa) y que la autoridad eclesiástica, disponiendo del tesoro satisfactorio de la Iglesia, concede para los vivos a modo de absolución y para los difuntos a modo de sufragio.
Boecio, filósofo, teólogo y hombre político romano, nació en Roma el año 470 y murió hacia el 525. Tradujo parte de la obra de Aristóteles y ejerció una notable influencia en el pensamiento medieval. Santo Tomás comentó alguno de sus escritos.
Es de fe que, por razón del pecado de Adán, el demonio posee cierto dominio sobre los hombres, como señaló el Concilio Tridentino en 1546 y 1547.

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