martes, 3 de agosto de 2010

positivos siempre: infinito + 1


En este tiempo en que abunda el pensamiento negativo,
creo que es oportuno que recordemos a qué nos obliga nuestra fe cristiana.


EL CRISTIANO, UNA PERSONALIDAD POSITIVA.
Escribe: Isaac Riera

Las personas nos diferenciamos unas de otras de infinitas maneras, pero una diferencia clave, la que nos define más profundamente, es el talante o estado de ánimo con el que afrontamos la vida y sus problemas. El calificativo de persona positiva o persona negativa, en el sentido psicológico de la palabra, se utiliza mucho en nuestros días, y es muy acertado. Se tiene la costumbre de decir que alguien es una buena o mala persona, sin más, pero este calificativo moral no llega a captar lo más profundo de una personalidad; en cambio, definirla como positiva o negativa, nos permite comprender en una sola palabra cómo es su alma, por qué sus pensamientos y sentimientos tienen un determinado signo. Porque es el alma de cada uno- clara o oscura, alegre o triste – la que se proyecta hacia los demás, derramando luz o sombras en su entorno; más allá de las cosas concretas que hacemos o dejamos de hacer, aquí está el punto clave de nuestra actitud en el mundo.

Ser un alma positiva o negativa marca la diferencia en la dimensión del comportamiento humano, pero también en la vida cristiana. Cuando un cristiano vive de verdad su fe, muestra un rostro de alegría, de paz y de optimismo; cuando, por el contrario, su fe se reduce tan sólo a creer en unos principios, es bastante frecuente que tenga una visión pesimista y derrotista de las cosas y sea excesivamente duro en sus críticas hacia el prójimo. Es muy lamentable, pero lo cierto es que una buena parte de los cristianos practicantes que se consideran con sólida fe, no son ejemplo atractivo para los demás por la irradiación positiva de su alma, sino más bien por lo contrario. Se diría que su fe en Dios, lejos de ser el gran fundamento para practicar la bondad y la amabilidad, potencia aún más su temperamento malhumorado. Olvidan que ser cristiano no es tanto el cumplimiento de unas leyes morales concretas, cuanto una forma de ser, de obrar y de manifestarse en el mundo de los hombres.

Y esta forma de ser viene determinada por la fe, la esperanza y el amor, las tres virtudes que definen al cristiano. Si comprendiésemos bien lo que significa tener fe en la palabra de Dios, esperar en sus promesas y orientar la vida en el amor al prójimo, comprenderíamos también que el talante negativo resulta incompatible con nuestra condición de cristianos, pues es justamente lo contrario de lo que tendría que ser. ¿ Quién, sino el cristiano, puede tener más sólido fundamento para superar los males y los problemas de la vida, más respuestas clarificadoras a los grandes interrogantes que nos angustian, más fuerza sobrenatural para llevar a cabo sus altos ideales ?. El hecho de que el mismo Dios se haya hecho hombre, haya muerto en la cruz y resucitado por el hombre, es lo fundamental: estamos obligados a creer en la Verdad, a esperar en el Bien, y a amar en el Amor. Nadie puede presentar tan fuertes razones para una visión positiva de la vida.

Vivir en la fe, que ilumina las tinieblas
Si analizamos las causas que engendran la actitud negativa ante la vida, encontramos, en primer lugar, la inseguridad en las ideas que deben orientar nuestra existencia. El pesimismo es consecuencia directa del escepticismo, de no creer en nada o en muy poco; son las creencias la base de nuestro ánimo, y cuando éstas se desmoronan, ya no tenemos razones para ver las cosas en la perspectiva de verdad que necesitamos. El drama de nuestra sociedad es haber perdido el sentido de la vida al perder la fe religiosa, y ese vacío existencial es el fondo de las tendencias negativas y destructivas que vemos en nuestro tiempo. Los cristianos formamos parte de esta sociedad y también acusamos las consecuencias de este mal. Creemos en Dios y en Jesucristo, es cierto, pero muy tibiamente, y en mayor o menor grado, estamos contagiados de la enfermedad de la tristeza y de la depresión, una especie de epidemia que nos afecta a todos, tanto creyentes como no creyentes.

Otra de las causas generadoras de pesimismo en el cristiano es la extensión del error y de la mentira en nuestro mundo, un mal que hoy se encuentra sumamente potenciado por la manipulación que ejerce el poder social, político y cultural. Y es lógico que el cristiano acuse en su ánimo la tristeza y desaliento que ello produce. Quien no se interesa por la verdad que debe orientar la vida – y hoy son mayoría los que se declaran tranquilamente escépticos y relativistas -, no sufren por cuestiones ante el poder del error y la mentira, porque sus preocupaciones van por otros derroteros; pero quien ama la verdad por encima de otros intereses – y esta es la condición del cristiano - no puede menos que sentirse profundamente afectado por el poder de la mentira y la destrucción de valores éticos que está padeciendo nuestra sociedad. Los “hijos de la luz” ( Lc 16, 8 ) se sienten como extranjeros en “el reino de las tinieblas” ( Lc 22, 53 ), y es fácil caer en la tentación del pesimismo y del desánimo.

Pero es la fe, la vida de fe, la que debe impedir que sucumbamos a esta tentación para elevar nuestra mirada. No cabe esperar que triunfe la Verdad sobre las tinieblas del mundo – la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la han reconocido ( Jn 1, 5 ) -, pero sí debemos tener el convencimiento y la seguridad de que esa Luz nunca desaparecerá; continuará brillando, por encima de las tinieblas, como respuesta a nuestras dudas y guía de nuestro caminar. Si reflexionásemos sobre la situación de las personas que carecen de fe, nos daríamos cuenta de que de conocer la verdad que ilumina, que consuela y que nos salva, es la mayor gracia. Por eso, la fe es una vivencia esencialmente positiva, y el cristiano negativo está viviendo en una manifiesta contradicción, aunque no sea consciente de ello. Los grandes convertidos son el ejemplo: la inefable alegría de conocer la Verdad – como Pablo, como Agustín, como Pascal – transformó en positivo su vida entera.

Vivir en la esperanza, que sostiene el corazón
Si la fe nos hace superar el mal de los errores y de la mentira adhiriéndonos a la Verdad, la esperanza nos hace superar los desánimos de la vida poniendo nuestra mirada en el horizonte luminoso del Bien final. Como dice E. Bloch, el principio esperanza es el que mueve todos los afanes del ser humano, porque la vida se vive siempre hacia delante, hacia el futuro que deseamos y que preparamos, y en esto consiste la ilusión. El hombre es el ser de las ilusiones, sin ellas no podría vivir, y en este sentido cabe decir que es positivo por naturaleza; la esperanza de conseguir determinados objetivos le hace superar las dificultades y los problemas, le da fuerzas y energías en sus trabajos, le sostiene el corazón. Y lo mismo ocurre a nivel social. La esperanza activa de los hombres es la que ha animado los movimientos colectivos en su lucha por la libertad, la justicia y el progreso a través de la historia; hay sociedades negativas, que se resignan a su situación, y sociedades positivas, que se proponen grandes horizontes y luchan por alcanzarlos.

El cristiano tiene las ilusiones propias de los hombres, pero hoy corre un serio peligro de caer en la tentación de la desesperanza cuando reflexiona sobre el mal moral en el mundo y la situación de la Iglesia en el mundo. No es una visión distorsionada de las cosas, sino la negra realidad. El progreso en el bienestar material y en los derechos humanos, que es innegable, es paralelo el progreso en la decadencia moral de las costumbres, tan innegable como lo primero; para un cristiano, la perspectiva es desoladora, sin trazas de cambio a mejor, y el panorama que vemos en el del mundo no nos anima a ver las cosas con esperanza. Y algo parecido sucede con la Iglesia. Humanamente hablando, el Reino de Dios encuentra cada vez más dificultades para progresar en el reino de este mundo, y no es una cuestión de cambio de mentalidad, sino de algo mucho más grave y desolador: Dios no es una cuestión que interesa a la mayoría de los hombres de hoy, que viven como si no existiera.

El mal es humanamente insuperable, pero es en esa realidad trágica donde tenemos que activar nuestra esperanza siendo personas de talante positivo, nunca negativo. Porque es una contradicción creer en la Resurrección de Cristo, esperanza de la gloria ( Col 1, 24 ), y dejarnos vencer por la desesperanza. Hemos de tener siempre presente que el misterio central de nuestra fe tiene este significado: que los dos grandes males del hombre, el pecado y la muerte, han sido vencidos por el mismo Dios hecho hombre. Si esta es la perspectiva final del mundo, ¿ cómo no ser sobrenaturalmente optimistas, con ánimo indefectible en la lucha por el bien ?. En los momentos de desánimo, debemos escuchar al Señor que nos dice “¿ por qué tenéis miedo, hombres de poca fe ?” ( Mt 8, 26 ). Los trabajos de la esperanza cristiana han de ir animados por el convencimiento de que la semilla del bien siempre fructifica, y de que Dios, que es el Bien, está presente en medio del mal.

Vivir en el amor, que es el triunfo del bien

Si hay un ámbito donde especialmente se manifiesta la importancia del talante positivo o negativo de las personas, es en el de la convivencia diaria con los demás. Vivir es convivir, y nuestra vida tendrá un determinado signo según sean nuestras relaciones, que a su vez vienen determinadas por la forma de ser de cada uno. Y este es el problema fundamental, sin duda alguna. La vida es un rosario de continuos problemas y dificultades que, una tras otra, se van solucionando, pero el problema que nunca se soluciona somos las personas, nuestro particular carácter. El signo de la convivencia diaria, muy especialmente en la familia, será pacífico o de confrontación, distendido o tenso, alegre o malhumorado, según sea el alma de las personas que la componen. Porque es en la convivencia donde se pone de manifiesto nuestro verdadero carácter, lo que realmente somos, y que deja su marca, positiva o negativa, en la intrahistoria de cada familia.

El talante negativo en la convivencia se manifiesta, sobre todo, en la propensión al malhumor y en la crítica destructiva, algo sumamente frecuente en los humanos. Hay personas siempre propensas al malhumor, que les impide ser felices gozando de los pocos momentos buenos de la vida ; pero lo peor es que vierten sus malas maneras en los que les rodean, convirtiendo a los demás en paganos de culpas ajenas. Más grave es la crítica destructiva, actitud negativa en estado puro. El temperamento crítico adolece de incapacidad para apreciar y valorar lo que hay de bueno en las personas, por una parte, y muestra una extraordinaria agudeza en detectar y acusar todos sus defectos, por la otra; y el resultado es siempre el mismo: nunca se remedia el mal criticado, sino que se añade al mal otro mal, que es el desamor, cayendo, además, en continuas imprudencias e injusticias, porque casi siempre se distorsionan o se exageran las cosas de nuestro prójimo.

“No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien” ( Rom 12, 21 ) . Es el principio de la actitud positiva hacia el prójimo y que debe inspirar nuestra caridad, la principal virtud del cristiano. No es, ciertamente, una virtud fácil, porque supone un continuo esfuerzo de superación de las tendencias negativas de nuestro ser en las relaciones humanas de cada día. En lugar de reaccionar con recriminaciones al mal que vemos en el otro, el amor caritativo lo soporta con paciencia, pues esta clase de amor implica siempre sufrimiento; en lugar de mirar al otro con ojo crítico señalando sus defectos y pecados, el amor caritativo es comprensivo, superando las apariencias desagradables de las personas para llegar a ver el fondo de su corazón; y en lugar de palabras displicentes o gestos adustos, el amor caritativo es siempre amable, creando un ambiente de paz y de suave alegría en su entorno. Es la bondad que surge del amor, la actitud positiva por excelencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario