lunes, 31 de julio de 2017

Creer 2: Psicología evolutiva religiosa

El estudio del desarrollo religioso por parte de la psicología evolutiva se centra en la forma en la cual evoluciona la experiencia religiosa en distintas etapas de la vida. La psicología evolutiva de la religión se ocupa de las siguientes cuestiones: Entender las modalidades de experiencia y conducta religiosa de las distintas edades Describir la evolución del pensamiento y de las nociones religiosas Indagar en los fundamentos de la dimensión afectiva de la religiosidad Abordar los procesos de socialización religiosa y los factores que intervienen en esta Dicha materia sienta sus bases en la tesis según la cual, lo religioso en el hombre no es algo puramente natural, al margen del resto de su vida. Las distintas etapas del desarrollo humano y religioso constituyen un proceso progresivo, en el cual la influencia de la cultura también cumple un rol fundamental. Siguiendo las elaboraciones sobre el tema realizadas por Dario Martín Henriquez Ordoñez , observamos que en la primerísima infancia, y hasta los dos años de edad, el niño carece de actividad intelectual y volitiva, ambas condiciones sine qua non para hacer posible la emergencia de un verdadero acto religioso. El egocentrismo inherente al niño de hasta los seis años de edad, junto con su comprensión de la realidad de manera animista y la adquisición del lenguaje, posibilitan la emergencia de las primeras conductas religiosas. En esta etapa, aparecen, mediados por el medio circundante, referencias a algunos signos y símbolos religiosos, si bien estas conductas son todavía de carácter imitativo, verbalístico y meramente ceremonial. A partir de los tres años y medio comienza a articularse la primera noción de Dios (como un anciano, un padre, o un hombre mágico), manifestándose las primeras señales de la futura religiosidad. Sabido es que entre los tres y los cuatro años, el niño proyecta sobre sus padres la idea de omnipotencia. En este momento, las figuras religiosas (como ser el caso, por ejemplo, de Jesús o Buda) son concebidas como hombres poderosos, pero no esencialmente diferentes a otros adultos. Es alrededor de los cinco años, cuando a partir de hechos concretos descubre que su padre no lo puede ni lo sabe todo, que la pérdida de omnipotencia de las figuras parentales permite dar lugar a la diversidad radical de la figura de Dios respecto a estos. Con la escolarización y el posterior paso a la pubertad, la percepción del mundo circundante comienza a adquirir estabilidad y coherencia. Entre los siete y los diez años, el desarrollo intelectual y la información adquirida permiten que el niño pueda ir ampliando su conocimiento sobre Dios y lo religioso. La Divinidad ya es aceptada como omnisciente y omnipotente, susceptible de ser representada por medio de símbolos. Así y todo, Dios continúa siendo una figura antropomórfica, imagen antropomorfizada que en algunos casos, no será nunca abandonada, más allá del paso del tiempo. Al principio, cuando el niño ora, es para pedir por sus propios intereses, los cuales, sino son correspondidos, son señal inequívoca de la inutilidad de Dios. Entre los siete y los nueve años la práctica de la oración tiene un contenido concreto en función de ciertas actividades generales de petición o agradecimiento. A partir de los once años, en líneas generales, su contenido ya logra expresar elementos más altruistas y comunitarios. En la adolescencia, la importancia que adquieren la construcción de la Identidad y los modelos identificatorios es tal, que será el eje donde se articulará la descripción de la evolución religiosa. Según Rodríguez Amenábar la adolescencia es, ante todo, la etapa del “zarandeo”; momento de la caída de los primeros baluartes vitales, de la búsqueda de autoafirmación, del deseo de descifrar los “porqué” de la existencia. Si la actividad religiosa del niño era espontánea, en tanto y en cuanto este carece de un sentido crítico desarrollado, la vivencia del adolescente, de acuerdo al recordado psicoanalista argentino, será la de la rebelión; rebelión que se proyectará sobre los distintos ámbitos de su experiencia, incluido el religioso. Así, su actitud hacia las realidades sobrenaturales tendrá mucho que ver con la forma en que estas fueron cultivadas y vividas en el seno familiar, pudiendo experimentar por ello diferentes variantes. En un texto publicado en el año 1962, “Adolescencia y crisis religiosa”, Rodríguez Amenábar escribe: “Se da así el caso del muchacho educado en un hogar muy católico o de austeras costumbres protestantes, cuyos padres son observantes y buenos cristianos, pero tal vez no tan buenos pedagogos. Los años de la niñez han sido abrumados con actos de piedad o con cumplimientos taxativos de ritos culturales externos, pero sin una motivación paralela que fuera conformando un cuadro de responsabilidad personal y gustosa frente a Dios. Insensiblemente lo religioso ha quedado asociado a la imposición ingrata (…) Se da también el otro caso. El de quien creció en un ambiente de negación sistemática de lo sobrenatural, cuyo único dios es la libertad de pensamiento bajo la forma de rechazo de cualquier creencia. El fondo del proceso psicológico es el mismo, aunque se realice bajo características externas distintas. El joven sentirá la curiosidad que le inspira ese “mundo impenetrado” (…) Y querrá saber, entrar, descubrir”. De cualquier de las dos formas, lo que está claro es que en esta etapa el adolescente alcanza el desarrollo intelectual suficiente para asimilar las nociones religiosas y purificarlas de los restos infantiles de etapas previas. Puede ya, acercarse a la comprensión del misterio último de su existencia y del cosmos de una forma enteramente nueva, “el gran Misterio de lo radicalmente Otro”. La concepción de la Divinidad logra ser, en el mejor de los casos, mucho más abstracta y espiritual, concibiendo su esfera de acción como distinta de la esfera de las acciones de las personas y de la sociedad. Las nuevas habilidades intelectuales no solo permiten una comprensión de Dios, sino que lo impulsan a una toma de posición frente a la afirmación o no de su existencia. Distintos autores ubican el surgimiento de esta primera crisis religiosa en este momento: entre los 13 y los 14 años (E.Barnes, 1892), entre los 14 y los 17 años (A. Gruber, 1957), y entre los 13 y los 15 años (R. Vianello, 1976). Mediados por la educación y la integración del pensamiento religioso y científico, los jóvenes experimentan una contradicción entre las explicaciones brindadas por la ciencia, y la historia de la creación fruto de las cosmovisiones religiosas. La adherencia a un pensamiento religioso de signo infantil que muchas veces perdura a pesar del paso del tiempo, va a agudizar estas contradicciones. En la adultez, y fruto del período de transición como consecuencia del avance, a veces crítico, hacia la “mitad de la vida”, el ser humano comienza a tomar conciencia del paso del tiempo, al aparecer algunos signos inevitables de envejecimiento. El adulto evoluciona en su religiosidad lidiando con los nuevos desafíos a los que lo enfrenta la vida: matrimonio, proyecto profesional, paternidad, crianza de los hijos, etc. A lo largo de esta etapa, pueden ser muchos los cambios en su sentir y en su vivenciar religioso. Podríamos decir que entre los 19 y los 30 años, y en líneas generales, las cuestiones religiosas tienden a perder su carácter prioritario y relevante. A partir de los 30 años, se produce una determinación final de la preponderancia que la religión va a tener en la vida de una persona. Y a partir de los 60 años, y comenzando a transitar ya la tercera edad, tenderán a consolidarse, habitualmente, las consecuencias de esa decisión otrora tomada. Un enfoque interesante sobre el desarrollo del sentimiento religioso, es el propuesto por el psicólogo James Fowler, quien conceptualizó una escala de estadios para explicar el desarrollo religioso individual, a saber: Fe primordial (estadio 0): partiendo de la infancia, abarca el tiempo transcurrido desde el nacimiento hasta los dos años. Se trata de un momento anterior al surgimiento del lenguaje y del pensamiento conceptual. El bebé se está formando un sentido básico de confianza, de estar en casa, en el mundo. El bebé también está formando las denominadas pre-imágenes de Dios o lo Sagrado, y de la clase de mundo en que vivimos. En base a la confianza o desconfianza se construye todo lo que sucede después en términos de la fe. La experiencia religiosa en el futuro tendrá que confirmar o rectificar esta confianza básica. Fe intuitivo proyectiva: correspondería, según Fowler, a la etapa pre-operacional de J. Piaget. Se produce en el niño de dos a seis o siete años. Es una fe cambiante, creciente y dinámica. Se caracteriza por la emergencia de la imaginación. El niño no tiene el tipo de lógica que hace posible o necesario el cuestionamiento de percepciones o fantasías. Por ello, se podría decir que la mente del niño está "religiosamente embarazada". Muchas veces, no obstante, las experiencias y las imágenes que se presentan y se forman antes de que el niño llegue a los seis años tienen efectos potentes y perdurables en la vida religiosa, tanto a favor como contrariamente a ella. Fe mítico literal: abarca desde el comienzo de la escuela primaria y hasta los 12 años. El niño desarrolla una forma de tratar con el mundo, haciendo sentido crítico y evaluativo de la etapa anterior de la imaginación y la fantasía. El fruto de esta etapa es la narrativa. El niño ahora realmente puede formar y contar historias que reflejan la comprensión del sentido de sus experiencias. Hay una literalidad en ellas. El niño, sin embargo, todavía no está preparado para reflexionar sobre el significado profundo de las historias. Asume los símbolos y los mitos como los aprehende, a pesar de que pueda sensibilizarse a un nivel más íntimo. Fe Sintética-Convencional: Este estadio generalmente se origina entre los 12 ó 13 años, época en la que Jean Piaget ubica el pensamiento operacional formal. Es el momento en que una persona suele estar preocupada por la formación de una identidad, preocupada por las evaluaciones y los comentarios de aquellos que son importantes en su vida. Se le denomina Sintética en el sentido de que se sintetizan el valor de las imágenes y los valores en uno mismo, con un sentido de identidad. Dios es interpretado como una extensión de las relaciones interpersonales. Suele experimentarse como amigo, compañero, y realidad personal, en relación a quienes conocen y valoran a la persona, erigiéndose como garante de la identidad. Fe Individual-Reflexiva: en este momento, se produce la reflexión del yo separado de los grupos y el mundo compartido que define la vida propia. Diría George Santayana, que "no sabemos quién descubrió el agua, pero sabemos que no fueron los peces". En la fase anterior, dice Fowler, la persona es como un pez sostenido por el agua. Entrar en este quinto estadio significa saltar de la pecera para comenzar a reflexionar sobre el agua. Muchas personas no logran esta transición y quedan “congeladas” entre la tercera y la cuarta etapas. Esta transición puede empezar a los 17, pero normalmente no se completa hasta mediados de los 20. Algunas personas, sin embargo, no hacen la transición hasta los 30 años de edad, ya en la adolescencia tardía. Entonces puede devenir en algo traumático, porque ya se ha construido una vida adulta. Las relaciones interpersonales tienen que ser modificadas a la luz de este cambio de estadio. Fe Asumida: en el mejor de los casos, y alrededor de los 35 – 40 años o más allá, algunas personas experimentan un pasaje a una etapa que torna al ser humano más permeable y más poroso. Se comienza reconocer que el yo consciente no es todo lo que hay de mí, que hay un inconsciente, y que muchos de los propios comportamientos y respuestas están determinados por las dimensiones del yo del cual no se es plenamente consciente. Hay aquí una mayor profundidad y disposición para desarrollar una relación con Dios, que incluye su misterio y cercanía. Fe Universalizada: momento cúlmine que pocas personas alcanzan. En esta etapa las personas comienzan a vivir radicalmente como un hecho lo que cristianos y judíos entienden como "El Reino de Dios". Vivencian un cambio en sí mismas como el centro de la experiencia. Ahora, su centro se convierte en una participación en Dios o realidad última. Se produce una “inversión entre figura y fondo”. Quienes aquí llegan, según Fowler, se perciben más lúcidas y simples que las demás personas, incluso liberadoras. Martin Luther King, Thomas Merton, Dag Hammerskjold y Dietrich Bonhoeffer son algunos ejemplos de este tipo de estadio. Son personas que lograron embarcarse con éxito en el camino de negación de su yo por el bien de afirmar a Dios. Y sin embargo, al afirmar a Dios devinieron en seres vibrantes y de enorme inspiración e influencia. Estas personas, refiere Fowler, poseen una cualidad de “irrelevancia relevante”. Lo esencial de todo este planteo es la noción de que tanto la fe como la actitud religiosa evolucionan, en el mejor de los casos, desde sus formas primarias hasta alcanzar aquellos estadios que posibilitan su saludable despliegue en la vida del individuo. Esto acompañando la normal evolución de esa unidad bio-psíquica-social-espiritual que constituye al ser humano como tal. Cuando ello no ocurra, ya sea por el padecimiento de distintos cuadros psicopatológicos, o bien por quedar el sujeto anclado a etapas anteriores de la evolución del psiquismo, tendremos como resultado una vida religiosa empobrecida, pálido reflejo de la religiosidad auténtica, dando lugar a concepciones de lo divino primarias e infantiles, que nos alejarán de la posibilidad de una relación madura y fructífera con la dimensión del Misterio.

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