viernes, 9 de mayo de 2014

remember...

Aromas Cumplo lo que prometí ayer, a pesar de que la wifi de Airaga ha entrado en una fase de languidez incurable. Como digo, he viajado a Canarias rodeado por un equipo de baloncesto de las Islas formado por tres gigantes y cuatro o cinco pequeñitos de mi estatura. Yo había reservado en el avión uno de los asientos llamados “largos”. Como es sabido, por un módico precio es posible conseguir acomodo para un fémur europeo tipo estándar sin necesidad de sacar a pasear las piernas al pasillo y poner zancadillas a las azafatas. En el avión de AirEuropa había ocho asientos de este tipo. Siete fueron adjudicados a la plantilla de gigantes; el octavo me tocó a mí. Yo tenía a mi derecha un pasillo y a mi izquierda un muchacho rubio de enormes extremidades que entró en el avión con un par de auriculares perfectamente acoplados a sus orejas, más o menos como los que lleva la Dama de Elche. Tomó asiento el mozo a mi vera, apoyó su voluminosa testa en el cabezal y quedó dormido de forma instantánea. Yo miré a uno de sus compañeros de equipo, un afroamericano de aspecto más cordial, quien, con gestos, me hizo notar que mi vecino siempre se comportaba así. Traté de sacar un libro de la mochila y en ese instante, el bello durmiente ensanchó sus enormes piernas hasta dejarlas en ángulo recto: con la izquierda, arreo una coz a su colega, y con la derecha ocupó la totalidad de mi espacio. Como me había puesto de pie para buscar el libro, me libré de la patada. Me senté como pude y traté de despertarlo golpeándole suavemente en el hombro. Intento fallido. Le empujé la pierna hacia su territorio. Imposible; era una roca y el monstruo resoplaba plácidamente. El negro me sugirió que le diera un puntapié en el tobillo sin miedo; pero el miedo es libre y no tuve valor. De pronto, el gigante sufrió una especie de espasmo y se despertó. Me miró, dijo “bruuhfgrseswafff”, se desesperezó como Tarzán sin el menor recato, sacó un Ipad, cambió de auriculares y estiró sus zancos hacia lo alto hasta apoyarlos en la pared a la altura aproximada de nuestros apéndices nasales. Sus pies ―enormes― estaban embutidos en unas botas amarillas de muchos dólares que llenaron mi espacio aéreo de un hedor que prefiero no describir. El tipo había comenzado a ver una película de mucha risa, a juzgar por las carcajadas silenciosas que emitía su voluminosa caja torácica. Interrumpí el espectáculo. Señalé al monstruo sus pies y, simultáneamente, puse el dedo índice en mi nariz con un gesto suficientemente expresivo. Se rió a carcajadas el mozo; dijo que sí, sí con la cabeza y no desplazó sus pinreles ni un milímetro. Renuncié a dar la batalla. Leí de una sentada un magnífico libro del Dr. Javier Schlatter* que habla del “poder curativo del perdón”, y casi me convencí de que tendría que perdonar a mi vecino sus aromas y su espontaneidad un tanto selvática. *(Por cierto, el libro es muy recomendable. Se titula “Heridas en el corazón” y está editado este mismo año por Rialp). Judas Ya está hecho. No puedo volverme atrás. Sé que tengo razón. Nuestras autoridades lo saben y me han pagado bien por prestar este servicio al pueblo. ¿Traidor? Lo sería si no entregase a Jesús; traidor a mi raza, a la Sinagoga, al Templo. He dicho a Caifás que pueden detenerlo durante la cena de Pascua. Estaremos todos reunidos y les será fácil y hacerse con él sin escándalo. Yo fingiré no saber nada. Luego, durante los días siguientes, hablaré con los demás y les explicaré… ¿Por qué nadie me dice dónde se celebrará la cena? Jesús lo lleva en secreto, como si temiese algo, y sólo se lo ha comunicado a Pedro, Santiago y a Juan. “Encontraréis a un hombre con un cántaro. Seguidle…” ¿Qué broma es ésta? Yo no puedo acompañarlos. ―Tú, no ―me ha dicho el Maestro―. Quédate conmigo y haz lo que tienes que hacer. ¿Dónde guardaré las monedas? En la bolsa, no, desde luego… Quizá las esconda en el huerto, a los pies de uno de aquellos olivos. Mañana habrá terminado todo. Será un gran día. Nadie, ni Satanás, podrá impedirlo.

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