lunes, 18 de febrero de 2013

S. JUAN CRISOSTOMO SOBRE EL SACERDOCIO - 3

LIBRO V
I.
Me parece haber mostrado bastante, cuánta es la experiencia que debe tener un obispo para entrar en los combates por defensa de la verdad. Pero fuera de esto, tengo que añadir otra cosa, la cual es causa de mil peligros; o por mejor decir, no es esta la causa, sino aquéllos que no saben usar bien de ella. De esta resulta la salud y otros muchos bienes, cuando se halla en hombres adornados de bondad y de diligencia. ¿Cuál pues es ésta? es el grande trabajo, y atención que debe emplearse en los sermones que se tienen públicamente al pueblo. Porque en primer lugar, la mayor parte de los súbditos no quiere escuchar a los predicadores como a maestros; sino que excediendo la condición de discípulos, se sientan a oírles como si se sentaran a ver unos espectáculos profanos. Y así como en aquéllos se divide el pueblo, y quién se inclina a éste, y quién a aquél; así también aquí divididos, unos favorecen a uno, otros a otro, y escuchan el sermón prevenidos de odio, o de favor. Ni se encuentra aquí sola esta molestia, sino otra nada inferior; porque si sucede que alguno de los predicadores entreteje en sus razonamientos alguna cosa que otros han trabajado, tiene que sufrir más villanías que los que han robado algún dinero. Y aun no pocas veces sucede, que este tal, no habiendo tomado cosa alguna de otro, sino solamente porque se sospecha, que lo hace, le sucede lo mismo que a los que han cogido con el hurto en las manos. ¿Pero qué hablo yo de lo que otros han trabajado? No le es lícito valerse frecuentemente de sus propios descubrimientos, porque la mayor parte suele acudir al sermón, no para aprovecharse de él, sino para divertirse, sentándose a ser como jueces de unos representantes de tragedia, o de unos músicos de cítara. Y aquella fuerza de oración, que poco antes hemos excluido, es aquí tan deseada, como puede serlo de los mismos Sofistas, cuando se ven precisados a disputar entre sí. Por tanto, se necesita también en esta parte un ánimo fuerte, y que exceda en mucho esta flaqueza, para refrenar el desordenado e inútil gusto de la muchedumbre, y para poder reducir a lo más útil al auditorio, para que el pueblo le siga, ceda a sus discursos, y él no se deje llevar, ni se acomode a los caprichos de un vulgo. Pero esto no puede conseguirse sin dos cosas; es a saber, el desprecio de las alabanzas y la facultad de hablar. Porque si falta la una, es inútil la que queda, por estar separada de la otra.
II.
Y si despreciando las alabanzas, no propone la doctrina con gracia y sazonada de sal, se granjeará el desprecio de la mayor parte, no sacando utilidad alguna de aquella superioridad de ánimo. Y si cumpliendo bien en esta parte, tiene la flaqueza de dejarse llevar de vanagloria por los aplausos, resulta el mismo daño a él, y a quien le escucha, acomodando el sermón por ambición de alabanza, más al paladar, que a la utilidad de sus oyentes. Y así como aquél a quien no mueven los aplausos, pero que no sabe hablar, no se acomoda al gusto del pueblo, ni puede traerle, por faltarle la facundia, alguna utilidad considerable; así aquél a quien arrastra el deseo de ser alabado, aunque tenga con que poder mejorar a sus oyentes, quiere más en cambio de aquellas alabanzas, ofrecerles cosas que puedan lisonjear su gusto, comprando con el precio de éstas el estruendo de los aplausos.
III.
Es necesario, pues, que el que gobierna un pueblo sobresalga en estas dos partes, para que la una no sea destruida de la otra; porque si presentándose en un público dice cosas que pueden muy bien contener a los que viven descuidadamente, y después se queda sin poder proseguir el discurso, y se ve obligado a que su rostro se cubra de vergüenza porque le faltan las palabras, en aquel punto se pierde todo el fruto que podían dar las cosas que ha dicho. Aquéllos que han sido reprendidos, sintiendo lo que oyeron, y no pudiendo vengarse de él de otra suerte, le comienzan a motejar de ignorante, creyendo ocultar de este modo sus oprobios. Por tanto, conviene que a semejanza de un buen cochero, tenga una práctica muy cumplida de estas dos prendas; de modo que pueda usar de ellas como convenga. Porque si su conducta apareciere para con todos irreprensible, podrá en tal caso, con cuanta libertad gustare, acortar o soltar la rienda a los que le están subordinados; pero sin esto, no le será muy fácil el hacerlo. Ni basta solamente mostrar aquella superioridad de ánimo hasta el desprecio de las alabanzas, sino que es necesario llevarla más adelante para que nuevamente no se pierda el fruto.
IV.
¿Qué otra cosa, pues, es la que se ha de despreciar? la envidia. Y supuesto que un prelado se halla en la necesidad de estar sujeto a sufrir reprensiones poco razonables, no es bien que sin medida tiemble y se espante de semejantes calumnias intempestivas; las que ni tampoco debe despreciar inconsideradamente. Conviene sí, aun cuando sean falsas, y que provengan de gente de poco valer, procurar desvanecerlas prontamente. Verdaderamente, no hay cosa alguna que aumente tanto la buena, o mala fama, como el vulgo descompuesto. Acostumbrado éste a oír y a hablar sin discernimiento dice, sin reflexión, todo lo que le viene a la boca, sin cuidarse de si es o no verdad. Por tanto, no debe despreciarse la voz del vulgo; antes bien en el principio, y sin perder tiempo, se han de cortar las malas sospechas, persuadiendo a los acusadores, aunque fuesen los más irracionales de todo el mundo, sin omitir alguna cosa de las que puedan conducir para destruir la mala opinión. Cuando hecho todo esto de nuestra parte, no quieren volver en sí los calumniadores, entonces viene bien el no hacer aprecio de ellos; porque si alguno por semejantes accidentes abatiere su espíritu, no podrá producir cosa que aparezca dimanada de un ánimo generoso o digno de admiración. Porque la tristeza y el permanecer fijo constantemente con el pensamiento en una cosa tienen mucha fuerza para abatir el vigor del ánimo y reducirlo a una extrema debilidad. Debe, pues, el sacerdote portarse con sus súbditos del mismo modo que un padre se portaría con sus hijos cuando son aún muy tiernos. Y así como no nos movemos considerablemente por sus insolencias, ni cuando nos hieren, o cuando lloran, como tampoco recibimos algún placer excesivo de sus risas, o caricias; así también conviene que no nos envanezcamos oyendo que nos alaban; ni abatirnos por sus calumnias, cuando son fuera de propósito. Difícil cosa es esta, ¡oh bienaventurado! o tal vez imposible, según yo entiendo; porque dejar de alegrarse un hombre cuando oye sus alabanzas, no sé si habrá sucedido a alguno. Aquél, pues, que se alegra de oírlas, es natural que desee también gozarlas; y quien desea gozarlas, es necesario por una forzosa consecuencia, que se consuma y entristezca, si no consigue esto. Así como los que se regocijan con las riquezas, si vienen a caer en pobreza, lo sienten; y los que están acostumbrados a vivir en medio de las delicias, no pueden ajustarse a hacer una vida frugal; así los que aman ser alabados, no sólo cuando son reprendidos sin razón, sino aun cuando continuamente no oyen sus elogios, casi como consumidos de una cierta hambre, se destruyen el ánimo; y particularmente si se han criado en medio de ellos, o si oyen alabar a otros en su presencia. Por tanto, aquél que con este deseo pasare a dar muestras de su doctrina, ¿cuántas molestias y cuántos dolores crees tú que pasará? Ni el mar puede hallarse jamás sin olas, ni tampoco su ánimo dejar de ser agitado de varios pensamientos y afanes.
V.
Pero aun cuando tenga una gran facilidad en el decir (lo que a la verdad se encuentra en pocos), no por esto queda libre de trabajar continuamente. Siendo la elocuencia obra, no de la naturaleza, sino de la doctrina, aun cuando alguno llegue a lo sumo de ella, si no aplica un continuo estudio y ejercicio a esta facultad será abandonado de ella fácilmente. De modo, que los más sabios, tienen que trabajar más que los menos doctos; porque no es igual la pérdida de los unos y de los otros, si fueren descuidados en esto; antes bien es tanto mayor, cuanta es la diferencia que hay entre la pericia de los unos y de los otros. Y si aquéllos no ofrecen cosa que sea de consideración, no por esto habrá quien los reprenda; pero si estos no dan de sí siempre cosas superiores a aquella opinión que se tiene de ellos, les siguen muchas quejas de parte de todos. Fuera de esto, aquéllos, aun en cosas de poca monta, pueden conseguir grandes alabanzas; pero las de éstos, si no fueren hasta lo sumo maravillosas y estupendas, no solo quedan privados de alabanzas, sino que encuentran muchos que los reprenden. Los oyentes se sientan como jueces, no tanto de las cosas que dicen los oradores, como de la opinión que se tiene de ellos. De modo que si alguno sobresale en elocuencia sobre todos los otros, a éste le queda que trabajar mucho más que a todos los otros. No le es permitido aparecer sujeto a lo que está la naturaleza humana; esto es, el no poder bastar para todo; antes bien, si no corresponde la oración al concepto que se tiene de él, se retirará de la presencia del pueblo después de haber oído mil motes y reprensiones. Y ninguno entra a pensar dentro de sí mismo, que sobreviniéndole alguna tristeza, afán, o cuidado, y no pocas veces alguna indignación, le habrá ofuscado la claridad del entendimiento y no le habrá permitido que se manifestasen sinceros a la luz pública sus partos. Y que generalmente hablando, el hombre no puede ser siempre el mismo, ni salir bien en todas las cosas que dice; sino que le es natural el errar alguna vez y manifestarse inferior a su propia facultad y virtud. Ninguna de estas cosas, como dejo dicho, quieren reflexionar estos tales, sino que lo acusan del mismo modo que si juzgaran a un Ángel. Se junta a todo esto, el ser natural al hombre, el perder de vista las acciones excelentes del prójimo, por muchas y grandes que sean. Pero por el contrario, si se descubre alguna falta, por ligera que sea, y aunque haya acaecido mucho tiempo antes, la advierte prontamente y la reprende, teniéndola fija en la memoria. Y semejante falta de poquísima consideración ha disminuido, no pocas veces, la gloria de muchos y grandes hombres.
VI.
¡Ves, oh valeroso, cuánto mayor estudio, y con el estudio, cuánta mayor paciencia necesita el que sobresale en elocuencia entre los otros, que aquéllos de quien antes te hablaba! Son muchos los que sin motivo alguno, y sin cesar, le asaltan, no teniendo de qué acusarle, sino solamente por el sinsabor que experimentan de que esté tan bien opinado de todos; debiendo él tolerar con un ánimo generoso la áspera envidia de estos tales. Porque no pudiendo ocultar este odio execrable, que sin causa alguna tienen reconcentrado en su corazón, motejan, vituperan y calumnian escondidamente, manifestando sin rebozo su perversa inclinación. Ahora, pues, un alma, que por cada una de estas cosas comienza a entristecerse y a condolerse, no hará otra cosa, sino consumirse de dolor y de pena. Y no solamente le hacen estos tiros por sí mismos, sino que procuran valerse de otros para hacer lo mismo. Y muchas veces escogiendo uno, que le es muy inferior en la elocuencia, le alaban hasta los cielos y lo admiran sobre sus méritos: haciendo esto unos sólo por capricho, y otros por ignorancia y envidia, para echar por tierra su reputación, y no precisamente con la mira de que aparezca digno de admiración el que no lo es. Y este hombre valeroso, no sólo tiene que combatir con esta casta de gente, sino frecuentemente aun con la ignorancia de todo un pueblo. No es posible que todos los que concurren, formen un congreso de hombres doctos; antes por el contrario, sucede ordinariamente que se componga por la mayor parte de gente idiota. Y los demás, aunque sean más prudentes que aquéllos, con todo, son tan inferiores a los que pueden dar su juicio en materia de elocuencia, cuanto todo el resto de los demás son inferiores a ellos; se sientan solamente uno o dos que poseen esta facultad. De donde resulta que aquél que dice mejor, lleva los menores aplausos y que alguna vez se retire sin recibir alguna alabanza. Ahora, pues, conviene prepararse generosamente para sufrir todas estas desigualdades, y para perdonar a quien hace esto por ignorancia, y compadecer y llorar a los que lo hacen movidos de envidia como desdichados y dignos de compasión; sin creer, que su habilidad ha padecido disminución, ni menoscabo por los unos, ni por los otros. Un excelente pintor que sobresale entre todos los otros, aunque vea ser censurada por gente ignorante una figura que ha pintado con el mayor esmero, no por esto debe descaecer de ánimo, ni juzgarla mala por el juicio de personas que no lo entienden; como tampoco tener por digna de aprecio, y por bien hecha, una pintura, que en la realidad lo está mal, por la admiración que excita en los que no la entienden.

VII.
Un artífice excelente debe ser por sí mismo juez de sus obras, y tenerlas por feas o por hermosas cuando el mismo entendimiento que las produjo lo sentenciare así; y por lo que toca a la opinión errónea de los otros, y a su poca pericia en el arte, no debe, ni aun darla asiento en su ánimo. Aquél, pues, que tomó a su cargo el trabajo de enseñar, no atienda a las aclamaciones de los otros, ni por faltar éstas, abata su ánimo; sino que trabaje siempre sus discursos con el fin de agradar a Dios (esto sin duda ha de serle la sola regla, y el término de su mayor atención en trabajarlas, no las aclamaciones, ni los aplausos), y si es alabado de los hombres, no deseche sus elogios; y si los oyentes no le aplauden, no por esto lo pretenda, ni se entristezca. Por lo que toca a él, tiene por suficiente consuelo de sus fatigas, y mayor que todos los otros, cuando no le falta el testimonio de la conciencia, de que ha compuesto y trabajado su oración con el fin de agradar a Dios.
VIII.
En el mismo punto en que le sorprenda el deseo de estas indiscretas alabanzas, de nada le aprovechan sus muchas fatigas, ni la facultad de su elocuencia porque un ánimo que no puede sufrir las necias reprensiones del vulgo, se relaja fácilmente y abandona el estudio. Por esto conviene, que sobre todo se halle bien instruido en despreciar las alabanzas; porque sin esto, el solo saber hablar bien, no basta para conservar esta facultad. Si alguno, pues, quisiere hacer un diligente examen, de otro que se halla escasamente adornado de esta habilidad, encontrará que le es igualmente necesario a él, que al otro, el despreciar las alabanzas. Porque se verá en la precisión de incurrir en muchos errores, si se deja vencer por la opinión del vulgo; de donde hallándose sin fuerzas para poder igualar a los que son celebrados por su elocuencia, no tendrá dificultad en ponerles asechanzas, en envidiarles y censurarles temerariamente, y en cometer otras ruindades semejantes. No dejará piedra por mover, aunque sea necesario perder su alma, como logre reducir la opinión de aquéllos a la humildad de su pequeñez. A lo que se junta, que apoderándose de su ánimo una torpeza, abandonará aquellos sudores que traen consigo alguna fatiga. El aplicarse mucho al trabajo, recogiendo de esto una muy corta alabanza, es bastante para abatir y hacer caer en un profundo sueño a aquél que no sabe despreciar las alabanzas. Del mismo modo que un labrador cuando trabaja en un terreno estéril, y se ve obligado a labrar las piedras, se aparta pronto del trabajo, si no es que tenga una grande inclinación a la fatiga, o que por otra parte le amenace el hambre. Y si aquéllos que poseen un gran caudal de elocuencia, tienen necesidad de tanto ejercicio para conservarse en la posesión; aquél que no ha recogido cosa alguna, sino que en el mismo tiempo de las disputas se ve obligado a meditar; ¿qué dificultad no hallará, cuánta inquietud, cuánta turbación para poder recoger alguna cosa a costa de mucho trabajo? Y si alguno de aquéllos que están después de él, y a quienes cupo un orden inferior, puede brillar más en esta parte, se requiere un ánimo casi divino para que no le sorprenda la envidia y para no caer en tristeza. Para uno que se halla constituido en mayor dignidad, el ser vencido por los inferiores y tolerar esto con un ánimo generoso, no es cosa para un ánimo vulgar, ni para el nuestro, sino para uno hecho de diamante. Y si aquél que le excede en la fama, es un hombre justo y moderado, el mal es de algún modo tolerable; pero si es atrevido, arrogante y sediento de gloria es cosa de que cada día le desee la muerte y le amargue la vida insultándolo en público, mofándolo en oculto, defraudándolo y apoyándose, cuanto pueda, en su autoridad. El quiere sólo ser el todo; y para asegurarse más todas estas cosas tiene de su parte la libertad en el hablar, el favor del pueblo y el amor de todos los súbditos. ¿Por ventura, no ves cuán grande es el amor de la elocuencia, que vergonzosamente se ha apoderado, al presente, del corazón de los cristianos, y que son honrados sobre todos, aquéllos que la cultivan, no sólo de los extraños, sino también de los domésticos de la fe? ¿Cómo, pues, podrá sufrir uno tan gran vergüenza, como la de que hablando él, callan todos y juzgan ser molestados, esperando el fin de la oración como un descanso de su fatiga?; y haciendo un discurso su antagonista, por largo que sea, lo oyen con gusto y cuando está para concluirlo manifiestan impaciencia y queriendo callar, se conmueven y alteran. Estas cosas, aunque ahora, por tu falta de experiencia te parezcan de poca consideración y dignas de desprecio; son bastantes para amortiguar el ardor del ánimo y relajar su vigor, a no ser que apartando de él todos los afectos humanos, procure hacerse semejante a las potestades incorpóreas; que ni se dejan sorprender de envidia, ni del amor de la gloria, ni de otra semejante enfermedad. Si hay, pues, entre los hombres alguno de tal calidad que pueda pisar esta indómita, inexpugnable y fiera bestia de la gloria popular y cortar sus muchas cabezas, o por mejor decir, hacer de modo que no nazcan, éste tal podrá fácilmente rechazar estos muchos asaltos y gozar como de un tranquilo puerto. Pero aquél que no se halla libre de semejante bestia, introduce en su ánimo una guerra variada, un continuo tumulto, un tropel de tristezas y de otras pasiones. ¿Pero para qué proseguir, contando las otras dificultades? las cuales no podrá referir, ni saber, sino aquél que se hubiese hallado en medio de los mismos negocios.

LIBRO VI
I.
Las cosas de la vida presente, pasan de este modo que has oído; pero las de la otra venidera, ¿cómo podremos sufrirlas, cuando nos viéremos obligados a dar cuenta por cada uno de aquéllos que nos hubieren sido encomendados? porque la pena no se ciñe a la vergüenza, sino que a ésta se sigue un castigo eterno. Aquellas palabras: [90] "Obedeced a vuestros pastores, y estadles sujetos, porque ellos velan por vuestras almas, como los que deben dar cuenta de ellas"; aunque ya las dejo tocadas arriba, con todo, no las pasaré ahora en silencio, porque el temor de esta amenaza me perturba el ánimo continuamente. Y verdaderamente, [91]si el que escandaliza a uno, aunque sea de los más pequeños, es conveniente, que atándole al cuello una piedra de molino sea sumergido en el mar; y si todos los que ofenden la conciencia de sus hermanos, pecan contra el mismo Cristo, ¿qué padecerán, y qué pena sufrirán aquéllos que son causa de la perdición, no de una, de dos, o tres personas, sino de tanta muchedumbre? No se puede alegar aquí la excusa de la impericia, ni recurrir a la ignorancia, ni dar por pretexto la necesidad y la fuerza. Mucho mejor podría un súbdito, si le fuese permitido, valerse de este refugio en sus propios pecados, que los prelados en los pecados de los otros. ¿Y por qué esto? porque aquél que está puesto para corregir las ignorancias del prójimo y para avisarle con tiempo que se acerca la guerra del demonio, no podrá dar por pretexto la ignorancia, ni decir: "Yo no he oído la trompeta, yo no he previsto la guerra"; pues está sentado, como dice Ezequiel, [92]para tocar la trompeta a los otros y para advertirles de antemano los desastres que pueden ocurrir. Por lo que será inevitable el castigo, aunque sólo sea uno el que se pierda. Porque si viniendo la espada, no se toca al pueblo la trompeta, y el que está de atalaya (dice el profeta) no diere la señal; y venida la espada, cogiere un alma por causa de su iniquidad, yo buscaré y pediré su sangre de la mano del que debe estar en vela.
II.
Deja, pues, de inducirme a un juicio tan inevitable; pues no se trata aquí de gobernar un ejército, ni un reino, sino de una cosa que requiere una virtud angelical. El sacerdote debe tener un alma más pura que los mismos rayos del sol para que en ninguna ocasión se vea abandonado del Espíritu Santo, y para poder decir: [93]"Vivo yo, ya no yo, sino que vive Cristo en mí". Pues si aquéllos que habitan en la soledad, apartados de la ciudad, de la plaza y de los bullicios que aquí se encuentran, y que siempre gozan del puerto y de la tranquilidad, no quieren fiarse de la seguridad de aquella vida; sino que añaden otras mil cautelas fortificándose por todas partes, y poniendo toda la atención en decir y hacer todas las cosas con la mayor exactitud, para poder acercarse a Dios con confianza y sincera pureza, en cuanto lo puedan soportar las fuerzas humanas ¿cuánta virtud y cuánto valor crees tú que necesita el sacerdote para poder tener libre el alma de cualquiera fealdad y conservar sin mancha la belleza espiritual? n verdad, que le es necesaria mucho mayor pureza que a aquéllos; y el que la necesita mayor, está sujeto a mayores necesidades que puedan mancharle, a no ser que haga su alma inaccesible a tales accidentes, usando de una continua vigilancia y de una atención de ánimo extraovdinaria. Porque la bella disposición del semblante, los movimientos acompasados, el afectado cuidado en el andar, la inflexión de la voz, los ojos pintados, las mejillas cubiertas de afeites, el adorno de los rizos y compostura de los cabellos, la suntuosidad de los vestidos y la variedad de los ornamentos de oro, y la belleza de las piedras preciosas, y la fragancia de los ungüentos, y todas las otras cosas que arrebatan la atención de las mujeres, pueden turbar el alma, sino es que se haya endurecido por medio de una templanza muy austera. Y el moverse por semejantes cosas, no es maravilla; pero lo que causa un gran espanto y angustia es que el demonio pueda herir y traspasar el alma de los hombres por cosas contrarias a éstas.
III.
Verdaderamente ha habido algunos, que habiendo escapado de aquellas redes, han sido cogidos de otras cosas muy diferentes. El descuido del semblante, el cabello descompuesto, el vestido sucio, el traje desaliñado, la sencillez de costumbres, el razonar sin doblez, el caminar sin afectación, la voz sin composición, el vivir en pobreza, el verse despreciado, y no tener alguno en su defensa, y la soledad misma, movieron al principio a compasión a aquél que las registraba; pero después lo condujeron a la última ruina. Y muchos que escaparon de las primeras redes; esto es, de los adornos de oro, de os ungüentos, de los vestidos y de otras cosas que dejo dichas, fácilmente han caído en éstas, tan diferentes de aquéllas, y se han perdido. ¿Cuándo, pues, igualmente por la pobreza, como por la opulencia, por el cuidado extremado del traje, y por su descuido y desaliño, por las costumbres arregladas y desarregladas; finalmente, en una palabra, por todo lo que dejo dicho arriba, se enciende en el ánimo de quien las ve una guerra, y le cercan los engaños por todas partes, cómo podrá respirar cercado de tantos lazos? ¿Qué efugio podrá buscar, no digo para librarse de ser cogido a viva fuerza, lo que no es muy difícil, sino para conservar su alma libre de pensamientos impuros? Dejo a un lado los honores, que son ocasión de mil males; porque los que provienen de las mujeres, se debilitan con el vigor de la templanza; aunque muchas veces le abaten, si no sabe estar siempre vigilante contra semejantes asechanzas. Pero los que provienen de los hombres, si no los recibe con una superior grandeza de ánimo, será oprimido de dos pasiones contrarias, de una adulación servil y de una recia arrogancia: tomando sobre sí la obligación de sujetarse a los que lo honran y ensoberbeciéndose con la gente baja por los honores que le han hecho, vendrá a caer en lo profundo de la soberbia. Bastan ya las cosas dichas hasta aquí: ninguno puede saber bien, sin experiencia, cuánto daño traen consigo; es necesario que quien se halla en medio, caiga en males mucho mayores y más peligrosos. Aquél, pues, que ama la soledad, está libre de todas estas cosas; y si alguna vez, por un pensamiento impropio, se le representa alguna cosa semejante, la fantasía no tiene fuerza y puede fácilmente desecharlo, porque no da fomento a la llama la vista de las cosas exteriores. Y el monje, o solitario teme por sí solo; y aunque tenga que cuidar de los otros, estos son pocos; y aunque sean muchos, son siempre en menor número que los que están en las iglesias, y dan al prelado un cuidado en sí mucho más ligero, no sólo por su corto número, sino porque todos se hallan libres de las cosas del mundo, y no tienen que pensar ni en hijos, ni en mujer, ni en otra cosa semejante. Esto los hace muy obedientes a sus superiores, y el tener una habitación común, hace que se puedan notar sus faltas por menor y corregirse siendo de no poca ventaja para el adelantamiento en la virtud, la continua vigilancia del maestro.
IV.
Pero los que están subordinados al sacerdote, se hallan, por la mayor parte, enredados en pensamientos de la vida, y esto los hace más perezosos para las obras espirituales. Por eso es necesario que el maestro siembre, por decirlo así, cotidianamente, para que a lo menos con la continuación pueda prevalecer la doctrina en el ánimo de los oyentes. Porque la abundancia de riquezas, la grandeza del poder y la desidia que nace de las delicias, y otras cosas fuera de las dichas, ahogan las semillas arrojadas; y frecuentemente, la espesura de las espinas hace que lo que ha sido sembrado, no llegue a tocar ni aun la superficie de la tierra. Al contrario, una excesiva miseria, la necesidad que trae consigo la pobreza, las continuas injurias, y otras cosas semejantes, que son contrarias a las que quedan dichas, divierten el ánimo de la aplicación a las cosas divinas. Y por lo que toca a los pecados de los súbditos, no es posible que llegue a su noticia ni una mínima parte. ¿Y cómo podrá saberlo, si a muchos no conoce ni aun por el semblante? Las cosas que tocan al pueblo encierran una dificultad muy grande. ¿Pues qué será, si entramos a considerar las que pertenecen a Dios? se encontrará que aquéllas no merecen alguna consideración tanto mayor es la diligencia y cuidado que piden éstas. ¿Cómo debe ser aquél que es embajador de toda una ciudad? ¿pero qué digo de una ciudad? de todo el mundo, y que ruega a Dios se digne mirar con ojos de misericordia los pecados, no solamente de los vivos, sino también de los muertos? Yo me persuado, que para una intercesión como ésta, no bastaría toda la confianza de un Moisés, ni de un Elías. Del mismo modo que si se le hubiera encomendado el cuidado de todo el mundo, y como si fuera padre universal de todos, así se acerca a Dios, rogándole que por todas partes cesen las guerras y los alborotos, que se restituya y florezca la paz y prosperidad: que finalmente, todos en común, y cada uno en particular, se preserven de los males que les amenazan. Conviene, pues, que sus méritos sobresalgan tanto entre los de aquéllos por quienes ruega, cuanto debe sobresalir el protector entre los protegidos. Pero cuando llegamos al punto de que es él aquél que invoca al Espíritu Santo, y que celebra aquel sacrificio sumamente tremendo, y que continuamente está tocando al Señor común de todos, ¿dónde, dime por tu vida, podremos colocar a éste? ¿Qué pureza, qué religión pediremos en él? Piensa tú ahora un poco, cómo conviene que sean aquellas manos que administran estas cosas, cuál la lengua que pronuncia aquellas palabras y qué alma ha de haber más pura y más santa, que la que ha de recibir un tal Espíritu. En esta ocasión asisten los ángeles al sacerdote, en este tiempo, todo el santuario, y el lugar que está al contorno del altar, se llena de potestades celestiales. Esto puede cada uno persuadírselo fácilmente por las mismas cosas que a la sazón se celebran allí. Oí yo contar en cierta ocasión, que un anciano, hombre de grandes méritos, y acostumbrado a tener revelaciones, había sido digno de tener la siguiente visión; esto es, que al tiempo del tremendo sacrificio, vio repentinamente, y cuanto es permitido a la naturaleza humana, una multitud de ángeles, vestidos de estolas blancas que cercaban el altar y estaban en pie con el rostro inclinado, como se ven estar los soldados en presencia del rey. Y yo lo creo. Otro me contó también, no como que lo había oído, sino como que había sido hecho digno de ver y oír por sí mismo, que los que están para partir de este mundo, si han participado con conciencia pura de los misterios, cuando están para expirar, son conducidos por los ángeles, que los acompañan haciéndoles guardia, desde aquí hasta el cielo, por respeto de aquel Señor a quien han recibido. ¿Y tú aún no te estremeces, pretendiendo introducir en un misterio tan santo un alma tal, y a un sujeto cubierto de vestiduras inmundas, promoviendo a la dignidad sacerdotal, a quien Cristo ha arrojado del coro de los convidados? El alma del sacerdote ha de brillar como una luz que ilumina el mundo, siendo así que la mía se halla cercada de tinieblas por la mala conciencia, y que anda solícita buscando siempre cómo esconderse porque no puede jamás fijar la vista con confianza en su Señor. Los sacerdotes son como la sal de la tierra. Pues ahora bien, ¿quién podrá sufrir con paciencia mi insipidez y falta de experiencia en todas las cosas, sino vosotros, que estáis acostumbrados a manifestaros un amor excesivo? Se junta a esto, que el sacerdote debe, no solamente ser puro para ser digno de tal ministerio, sino también muy prudente, y experimentado en muchas cosas, y saber todos los negocios de la vida humana, no menos que los que se hallan en medio de ellos; pero al mismo tiempo, vivir con un ánimo libre de todos, aun más que los mismos monjes, que eligieron el habitar los montes. Debiendo tratar con hombres que tienen mujer, mantienen hijos, sustentan criados, se hallan abundantes de riquezas, y manejan los negocios públicos, hallándose constituidos en los principales empleos, conviene que se porte con variedad. Digo con variedad y no con doblez; no sirviendo a la adulación y disimulo, sino obrando con mucha libertad y confianza. Debe saber condescender útilmente, cuando lo pida la naturaleza de los negocios y ser a un tiempo apacible y austero. No pueden ser tratados de un mismo modo todos los súbditos, como tampoco conviene a los médicos el portarse de un mismo modo con los enfermos; ni al piloto el saber un solo camino de combatir con los vientos. Son continuas las tempestades que cercan esta nave; y éstas, no solamente asaltan por afuera, sino que se levantan también por lo interior, y se necesita de gran condescendencia y diligencia y todas estas cosas diferentes miran a un solo punto; esto es, a la gloria de Dios y a la edificación de la Iglesia.
V.
Grande es el trabajo, y grave la fatiga que tienen los monjes; pero si alguno compara aquellos sudores con los que trae consigo el sacerdocio, bien administrado, hallará tanta diferencia, cuanta es la distancia que hay entre un rey y un hombre particular. Y aunque en la realidad sea grande la fatiga que se encuentra en aquel género de vida; con todo, es un trabajo común al alma y al cuerpo, y aun la mayor parte se debe a la buena constitución de éste; el cual si no es robusto, no le permite el alma salir de sí y ponerse en la práctica; porque el continuo ayunar, el dormir sobre la tierra desnuda, la vigilia, el estar privado de los baños, el sudar mucho, y todas las otras cosas que practican para afligir el cuerpo, todas ellas cesan, cuando no es robusto aquél que se había de castigar. Pero en nuestro caso, el arte está en mantener muy limpia el alma, sin tener necesidad de la buena constitución del cuerpo para manifestar su virtud. ¿Qué aprovecha la robustez del cuerpo para no ser soberbios, orgullosos, temerarios; pero sí vigilantes, templados, moderados y finalmente, todo aquéllo en que San Pablo nos dejó una cumplida imagen de un sacerdote perfecto?
VI.
Ni podemos decir lo mismo de la virtud de un solitario. Y así como los volatines necesitan de muchos instrumentos, de ruedas, cuerdas y espadas; y al contrario, un filósofo, sin tener necesidad de cosa alguna exterior, tiene toda el arte puesta dentro de sí mismo; así el monje necesita aquí de una salud robusta de cuerpo y lugares proporcionados para aquel género de vida; de modo que viva, ni enteramente separado del comercio de los hombres, ni sin la quietud que se goza en la soledad, ni que tampoco carezca de unas templadas estaciones. No hay cosa más insoportable para el que se aflige con ayunos, que la desigualdad del aire. No quiero añadir aquí, cuánto embarazo les ocasiona, lo que tienen que sufrir para buscarse el vestido y la comida, procurando ganarlo todo con sus propias manos. Pero el sacerdote no tendrá necesidad de alguna de estas cosas para su uso; sino que hallándose sin estos embarazos, se hace común con todos, en las cosas que no traen consigo daño alguno, llevando toda la ciencia depositada en los tesoros de su alma. Y si hay alguno que admira en un sacerdote el estarse solo y el retirarse de las conversaciones de los hombres, yo mismo confesaré ser éste un indicio de tolerancia; pero no argumento suficiente de toda la fortaleza de ánimo que se necesita porque aquél que, dentro del puerto, está sentado para gobernar el timón, aun no da prueba exacta de su arte. Pero el que en medio del mar y de la tempestad puede salvar la nave, éste merecerá la opinión de un piloto habilísimo por la confesión de todos.
VII.
Por tanto, no debe ser un monje el objeto de la mayor y más excesiva maravilla; porque permaneciendo en soledad, nadie le inquieta, ni tiene ocasión de cometer muchos y grandes pecados por no tener quien lo acose, ni quien estimule su ánimo. Pero si alguno, entregándose a la muchedumbre y obligado a sufrir los pecados del vulgo, permanece firme y constante gobernando su ánimo en medio de la tempestad igualmente que si se hallara en la calma y serenidad; justamente debe éste tal ser aplaudido y admirado por todos, porque dio pruebas de su propia fortaleza. De aquí es, que de ningún modo debe causarte maravilla, que habiendo huido del bullicio y del conversar con la muchedumbre, no tengamos muchos y grandes acusadores. ¿Qué novedad, dime, podría causar de que yo, durmiendo, no pecase; o de que no cayese, no luchando; o de que no quedase herido, no combatiendo? ¿Quién, en este caso, podría acusar, o quién sacar al público mi malicia? ¿acaso este techo, o este aposento? bien ves que estos son mudos. ¿Por ventura, mi madre, que se halla bien informada de todas mis cosas? verdaderamente no tengo yo alguna cosa común con ésta, ni jamás ha habido entre los dos contienda alguna. Y aunque hubiera sucedido esto, no hay madre tan poco amante y tan enemiga de su hijo que hable de él sin causa alguna, y que sin que nadie la estreche, diga mal de aquél que ha engendrado, parido, y educado. Porque si alguno quiere examinar atentamente mi ánimo, encontrará que se hallan en él muchas cosas de malísima calidad; y tú mismo puedes estar de esto muy bien informado, aunque por otra parte acostumbras, más que ningún otro, a ensalzarme con elogios en presencia de los otros. Que yo ahora no diga esto por modestia, es claro, si te acuerdas cuántas veces te he dicho, cuando se ha ofrecido moverse entre los dos semejante discurso, que si me diesen a escoger dónde yo quería señalarme más, si en las prelacías de la iglesia o en la vida solitaria, eligiría con mil votos la primera condición. Nunca he dejado yo de proponerte, como hombres dichosos, a los que pueden satisfacer cumplidamente a las obligaciones de aquel ministerio. Ahora bien, ninguno habrá que pueda contradecirme por haber huido de un estado que he llamado feliz, en el caso de hallarme con la disposición necesaria para cumplir bien con sus cargas. ¿Pero qué es lo que yo debía hacer? Qué cosa más inútil para el gobierno de la Iglesia, que este descuido y flojedad, que en boca de otros suena un admirable ejercicio y que yo tengo por un velo con que cubrir la propia flaqueza, valiéndome de él para ocultar la mayor parte de mis defectos, procurando que no se descubran. El que está acostumbrado a gozar de un gran descanso y a vivir en gran quietud, aunque por otra parte tenga un excelente ingenio, se turba todo y se inquieta, porque no tiene experiencia; y la falta de práctica y de ejercicio le quita una parte no pequeña de su querer. Pero cuando tiene un entendimiento tardo, y que se halla sin experiencia de semejantes contiendas, que es puntualmente el estado en que yo me hallo, cuando toma sobre sí esta administración, no se diferencia de una estatua. Por tanto, de los que vinieron de aquella palestra a estas contiendas, son pocos los que sobresalen y brillan; y la mayor parte descubre lo que es, pierde el ánimo y tiene que sufrir acervos y graves fastidios. Ni esto debe causarnos novedad; porque cuando las peleas y ejercicios no se hacen sobre unas mismas materias, el que lucha, en nada es diferente del que no está ejercitado. Aquél, pues, que entra en este estadio debe principalmente despreciar la gloria, ser superior a la ira y hallarse pertrechado de mucha prudencia. Al que ama la vida solitaria, no se le ha ofrecido materia alguna con que poder ejercitarse en estas virtudes; porque ni tiene mucha gente que le inquiete, de modo que pueda ejercitarse en reprimir los ímpetus de la ira, ni quien con admiración atienda y aplauda para poder instruirse en despreciar las alabanzas populares; fuera de que aquella prudencia, que es tan necesaria para gobernar las Iglesias, no es de tanta consideración entre los monjes. Cuando llegan, pues, a aquellas peleas en que no se han ejercitado, quedan sorprendidos, se alucinan, no saben qué hacerse; y además de no hacer algún progreso en la virtud, pierden muchas veces cuando llegan a este grado aquel poco de bondad y de caudal que tenían consigo.
VIII.
Basilio: ¿Pues qué, echaremos mano para administrar la Iglesia de los que se hallan en medio del mundo, que sólo piensan en los cuidados de la vida, que han hecho ya callos en altercar y en injuriar a otros, llenos de infinitos artificios y que sólo saben vivir entre las delicias? Crisóstomo: Poco a poco con eso, respondí yo, ¡oh amado amigo!, porque de semejantes, ni aun la memoria debe ocurrirnos cuando se trata de hacer la elección para el sacerdocio; solamente si, cuando hay alguno que tratando y conversando con todos, puede mejor que los que viven en soledad, conservar enteras y constantes, la pureza, la tranquilidad, la paciencia, la sobriedad y todos los demás bienes de ánimo que se hallan en aquellos solitarios; a éste escogeremos por sacerdote. El que tiene muchos vicios, pudiendo esconderlos en el retiro de la soledad, y hacer que no se reduzcan a obra, no tratando con alguno, cuando se ofreciere a la publicidad, sólo conseguirá hacerse ridículo y exponerse a un peligro mucho mayor; lo que no ha faltado mucho para que me sucediese a mi, si la providencia divina no hubiese apartado prontamente el fuego de nuestra cabeza. Ni es posible que pueda quedar escondido aquél que se halla en semejante disposición, cuando se entregare a tratar con el pueblo; antes bien en este caso se harán patentes todas sus cosas. Porque así como el fuego sirve para probar los metales, así la prueba del clero sirve para discernir los ánimos de los hombres; y si por ventura se halla alguno sujeto a la ira, poseído de pusilanimidad, de vanagloria, de arrogancia, o de cualquier otro vicio, descubre luego todos los defectos y los manifiesta con toda su propia desnudez; y no solamente los descubre, sino que los hace más graves y más fuertes. Las heridas del cuerpo, si se tocan y manosean, se hacen más difíciles de curarse; y las pasiones del ánimo, irritadas y exasperadas, naturalmente se encrudecen y se hacen mas rebeldes e inducen a caer en mayores pecados a los que las tienen. De lo que resulta, que si no se está con la mayor atención, inclinan el ánimo al amor de la gloria, a la arrogancia, al deseo de las riquezas, y lo arrastran al lujo, a la relajación, a la desidia, y poco a poco sucesivamente a otros males que provienen de estos; pues se encuentran en el mundo muchas cosas, que pueden entibiar la prontitud del ánimo, y cortarle la carrera en el camino derecho que lleva a Dios; pero principalmente, el tratar, y conversar con las mujeres. El prelado que debe cuidar de todo el rebaño, no puede aplicar su pensamiento a la parte de los hombres, y descuidar de la que toca a las mujeres; en lo que se necesita de la mayor cautela y atención, por la propensión natural que tienen los hombres al pecado. Y aquél a quien tocó por suerte el obispado, necesita aplicar también, ya que no la mayor parte de sus pensamientos, a lo menos, no la menor en procurar su salud. Debe visitarlas en sus enfermedades, consolarlas en su llanto, corregirlas en sus descuidos, y asistirlas en sus aflicciones y trabajos. Ahora, pues, cuando se practican estas cosas, hallará el espíritu maligno muchas puertas abiertas por donde entrarle, si no se halla defendido de una guarda muy vigilante; porque los ojos de la mujer hieren y perturban el alma, y no solamente los de una mujer lasciva, sino también los de la que es honesta y sus adulaciones ablandan, y las honras que te hacen te dejan sin libertad. Y la caridad ardiente, que es la causa de todos los bienes, por su medio viene a ser ocasión de infinitos males, si no saben aplicarla bien. Y no pocas veces los continuos pensamientos embotan la agudeza del alma y hacen su agilidad más pesada que el mismo plomo; y alguna vez, cayendo la ira en el corazón, ocupa todo su interior a manera de humo.

IX.
¿Y quién podrá contar las otras incomodidades, ultrajes, violencias, quejas de grandes y de pequeños, de prudentes y de imprudentes? Aquel género, principalmente de hombres, que carece de un recto discernimiento, es quejoso y no admite fácilmente excusas. Y el buen prelado no debe despreciar ni aun a éstos, sino que con dulzura y mansedumbre ha de satisfacer a todos de lo que le acumulen, y estar pronto, y dispuesto a perdonarles una queja fuera de razón, antes que soltar la rienda a la ira. Y si San Pablo temió hacerse sospechoso de hurto con sus discípulos, y por esto echó mano de otras personas para la administración del dinero, [94]para que ninguno nos reprenda, como él mismo dice, en esta gran porción que administramos ¿cómo es posible que nosotros dejemos de poner toda la mayor diligencia para apartar las malas sospechas, aunque sean falsas, y sin razón, y aunque muy ajenas de nuestra opinión? A la verdad, de ningún pecado nos hallamos tan distantes, cuanto estuvo San Pablo del hurto; y con todo, aunque se hallase tan libre de una acción tan fea, no por eso despreció la sospecha del vulgo, aunque necia y poco razonable. Verdaderamente era una locura sospechar tal cosa de aquella alma bienaventurada y admirable; y con todo, vemos que apartó lejos de sí las ocasiones de semejante sospecha tan absurda, y que sólo podía caber en el ánimo de un mentecato, y no despreció la locura del vulgo, ni tampoco dijo: "¿a quién podrá venir al pensamiento el sospechar semejante cosa, teniendo todos de mí tan alta estima, y veneración, ya por mis milagros, ya también por la inocencia de mi vida?" Pero no fue así, sino que sospechó de sí y creyó que podía nacer esta mala sospecha, y la arrancó desde las raíces; o por mejor decir, no permitió que naciese. ¿Y por qué? [95]"Procuremos, dice, cosas honestas, no sólo delante de Dios, sino también delante de los hombres". Tan grande, y aun mayor cuidado conviene tenerse, no sólo para desvanecer en los principios, cuando se mueve una fama no buena, sino para prevenir desde lejos, de donde pueda nacer; y anticipadamente quitar de delante aquellas ocasiones, de donde puede tener origen, no esperando a que tome fuerzas y a que vaya de boca en boca por el vulgo, porque entonces no será fácil el sofocarla, sino muy difícil, o por ventura imposible; y aun cuando esto se pueda, no podrá hacerse, sino cuando muchos hayan sido ya dañados. ¿Pero hasta cuándo proseguiré yo contando aquellas cosas, que no pueden comprenderse con el pensamiento? El reducir a número todas las dificultades que allí se encuentran, no es otra cosa, que pretender medir la profundidad del mar. Pues aunque uno se halle libre de toda pasión, lo que no es posible; con todo, para corregir los pecados ajenos, se ve obligado a sufrir infinitas y graves angustias y trabajos. Y si a esto se juntan las propias pasiones, mira ¿qué abismo será este de trabajos y de pensamientos? ¿y cuántas cosas no debe sufrir aquél, que quiere pasar sobre sus propios males y sobre los ajenos?
X.
¿Pero al presente, dijo Basilio, te hallas libre de semejantes trabajos? ¿o no tienes algún cuidado, viviendo sólo contigo mismo? Crisóstomo: No me faltan, respondí yo, aun al presente. ¿Cómo es posible, que siendo hombre, y viviendo en esta vida trabajosa, pueda estar libre de afanes y cuidados? Pero no es lo mismo entrarse en un pliego inmenso, que pasar un río. Grande es la diferencia que hay entre estos, y aquellos cuidados. Y al presente, si pudiera yo ser útil a los otros, yo mismo lo querría, y sería esta una cosa que yo apetecería; pero sino puedo ser útil al prójimo, me contentaré si logro salvarme a mí mismo y librarme de la tempestad. Basilio: ¿Y tú crees que esta es una gran cosa? ¿o juzgas que de algún modo podrá salvarse aquél, que no haya procurado ayudar a su prójimo? Crisóstomo: Has dicho bien, respondí yo, porque no puedo creer que se pueda salvar el que no tiene cuidado alguno de la salud de su prójimo. A aquel desventurado de nada le sirvió el no haber menoscabado el talento; pero fue causa de su perdición el no haberlo aumentado y acrecentado otro tanto. Con todo, yo creo que si fuere acusado de no haber procurado la salud del prójimo, será mas suave mi castigo, que si fuere llamado juicio; porque después de haber recibido una honra tan grande, habiendo empeorado yo, he perdido a otros y a mí mismo. Al presente, creo que no me espera otro castigo, sino el que corresponda a la grandeza de mis pecados. Pero después de haber recibido esta potestad, yo creería tener, no duplicado o triplicado castigo, sino mucho más multiplicado y más grave, por haber escandalizado a muchos y ofendido a Dios que me había dado un tan gran honor.
XI.
Por tanto, acusa el Señor con mayor fuerza a los israelitas, mostrándoles con esto haberse hecho dignos de mayor castigo, por haber pecado después de los honores que habían conseguido de Él, diciendo unas veces: [96]"A vosotros solos he reconocido entre todas las naciones de la tierra; por tanto, castigaré sobre vosotros vuestras impiedades". Y otras: [97]"He tomado de vuestros hijos los profetas, y de vuestros jóvenes los consagrados". Y antes de los profetas, queriendo manifestar que reciben mayor pena los pecados cometidos por los sacerdotes, que los que lo son por personas particulares; [98]ordena que el sacrificio que se haya de ofrecer por los sacerdotes fuese igual al que se ofrecía por todo el pueblo. Ahora, semejante ordenación, es de uno que quiere manifestar que necesitan de mayor remedio las heridas de los sacerdotes, y que este debe ser tan grande, cuanto es el que conviene, o debe aplicarse a las heridas de todo un pueblo. Ahora bien, es cierto que no tendrían mayor necesidad, sino fuesen mucho más graves. Se agravan, pues, más, no por su naturaleza, sino por la dignidad del mismo sacerdote que las comete. Y qué hablo yo de los hombres, que manejan este ministerio: [99]las hijas de los sacerdotes, a las cuales nada toca el sacerdocio, por la dignidad del Padre, son castigadas más acerbamente por unos mismos pecados; y siendo el pecado igual tanto en éstas, como en las hijas de los particulares, siendo uno y otro pecado de estupro, con todo es más grave la pena en las primeras. Ves tú, cuán superabundantemente te muestra Dios, que toma mucho mayor castigo del sacerdote, que de aquéllos que le están sujetos? Porque castigando con mayor rigor que a las otras a la hija por causa del padre, es constante que no pedirá la misma pena que a los otros, sino mucho mayor, al que es causa de que se le aumente el castigo. Y con mucha razón, porque el daño no se ciñe y extiende a él solo, sino que trasciende a las almas de los más débiles, y que tienen puesta en él la mira. Ezequiel, [100]queriendo enseñarnos esto mismo, pone una distinción entre el juicio de los carneros y el de las ovejas.

XII.
Ahora bien, ¿te parece si ha sido bien fundado nuestro temor? Además de lo que dejo dicho, aunque al presente necesito de trabajar mucho para no ser vencido por las pasiones del ánimo; con todo, sufro esta fatiga, y no rehuso el combate. Y aunque ahora no deja de sorprenderme la vanagloria; no obstante, vuelvo muchas veces sobre mí y conozco que he caído en su red, y alguna vez doy gritos a mi alma cuando la veo reducida a esclavitud. Aun ahora experimento en mí deseos muy impropios; pero es menos activa la llama que encienden, porque falta a los ojos materia exterior, en que prenda el fuego. Y por lo que mira a hablar mal de alguno, o escuchar a quien lo diga, estoy libre de esto enteramente, no habiendo con quien poder conversar, porque estas paredes no pueden hablar. Pero no me es posible evitar del mismo modo los ímpetus de la ira, aunque falte aquí quien me mueva a ella. Ocurriéndome frecuentemente a la memoria las acciones que ejecutan los hombres inicuos, siento en mi corazón alguna hinchazón; pero aun esto no llega hasta el extremo, porque le tiramos la rienda luego que sentimos su ardor y lo persuadimos a que se sosiegue, haciéndole cargo ser un absurdo, y propio de la mayor miseria, el cuidar, y ser curiosos de los males ajenos, dejando a un lado los propios. Pero entregándome al público, y sorprendido de mil perturbaciones, no podré gozar de estos avisos, ni hallar aquellos pensamientos que me instruyan tan bien. Sino que como los que se hallan en un lugar de precipicio, o se ven arrebatados de un torrente, o de otra violencia semejante, pueden muy bien preveer la ruina en que van a caer; pero no saben ni aun pensar el modo de salvarse: así yo, si cayere en tan gran tumulto de pasiones, podré muy bien ver que cada día se me aumenta el castigo; pero el estar sobre mí mismo como ahora, y el refrenar estas enfermedades por todos títulos rabiosas, no me será tan fácil como antes. Tengo un alma débil, pequeña y fácil de ser dominada, no solamente de estas pasiones, sino de la más cruel de todas, que es la envidia. Tampoco sabe llevar con moderación los ultrajes, ni los honores; sino que se engríe con estos excesivamente, al paso que aquéllos la abaten. Y así como los animales feroces, cuando se hallan en una buena constitución de cuerpo y bien mantenidos, vencen fácilmente a los que entran a combatir con ellos, particularmente si estos son débiles y poco experimentados; pero cuando después los afligen con hambre, se adormece su fiereza y se debilita la mayor parte de su fuerza de manera que se atreve a combatir y luchar con él, otro que no sea muy generoso. Así también por lo que toca a las pasiones del ánimo, el que las debilita las sujeta a la recta razón y modo de bien pensar: y por el contrario, el que les da alimento, prepara un combate más difícil y se le representa tan terrible que pasa toda su vida en esclavitud y temor. ¿Pero cuál es el alimento de estas bestias? de la vanagloria, lo son los honores y las alabanzas; de la soberbia, la grandeza de la autoridad y del poder; de la envidia, el nombre ilustre y celebrado del otro; de la avaricia, la liberalidad de aquéllos que ofrecen dones; de la liviandad, las delicias y las continuas conversaciones, y trato con las mujeres; finalmente, otro es el alimento de otros vicios. Ahora, bien cierto es que si me entrego al público, me asaltarán ferozmente todas estas bestias, y despedazarán mi alma, y me serán terribles, y me harán más grave la guerra que he de mantener con ellas; por el contrario, estándome aquí quieto, verdad es que necesitaré de gran fuerza para domarlas; pero con todo, lo lograré asistido de la divina gracia, y en tal caso sólo podrán ladrar. Por esto conservo esta pequeña habitación, no salgo fuera, ni admito a alguno, ni trato con persona nacida, y sufro el oír otras infinitas acusaciones de esta clase, de las que con gusto me descargaría; pero no pudiendo conseguirlo, siento sus remordimientos y dolor, porque no me es fácil el conversar con los hombres y permanecer al mismo tiempo en la presente seguridad. Por tanto, te ruego quieras compadecerte de mi, antes que reprenderme, viéndome enredado en tan grande dificultad. Pero creo que aún no he logrado el poderte persuadir. Es tiempo ya que te descubra aquella única cosa que te he ocultado hasta ahora, y que por ventura a la mayor parte parecerá increíble; pero no por esto me avergonzaré de ponerla en público. Porque aunque lo que yo te diré, es argumento de una mala conciencia y de infinitos pecados, ya que Dios me ha de juzgar, que es el que enteramente lo sabe todo, ¿qué utilidad podré yo tener de que lo ignoren los hombres? ¿Qué es, pues, este secreto? Desde aquel día en que tú me hiciste entrar en la sospecha de que me querían promover al obispado, me he visto repetidas veces en peligro de que mi cuerpo se destruyese enteramente. Tan grande ha sido el susto, tan grande la tristeza que ha ocupado mi ánimo; porque considerando dentro de mí mismo la gloria y santidad de la Esposa de Cristo, su belleza espiritual, su prudencia y adorno, y atendiendo por otra parte a mis males, no dejaba de llorar por ella y por mí. Y suspirando continuamente, y angustiado, decía dentro de mí: ¿Quién es el que ha podido sugerir este consejo? ¿Qué pecado tan enorme ha cometido la Iglesia de Dios? ¿Qué cosa tan grande ha irritado a su Señor, para que fuese entregada al más vil de todos los hombres, para que sufriese un oprobio tan grande? Pensando conmigo mismo muchas veces estas cosas, y no pudiendo tolerar ni aun el pensamiento de esta indignidad, del mismo modo que los que quedan aturdidos por un rayo, me estaba con la boca abierta, sin poder, ni ver, ni sentir cosa alguna; y cuando se me aliviaba una tan grave angustia, porque alguna vez también se me pasaba, sucedían las lágrimas y la tristeza. Y después de haberme saciado de llorar, me embestía nuevamente el temor, turbándome todo y poniendo mi ánimo en inquietud. En tan grande tempestad he vivido en lo pasado y tú no lo sabías, y juzgabas que tuviese una vida muy tranquila. Pero ahora yo procuraré descubrirte la tempestad de mi alma; porque así tal vez me perdonarás en adelante y cesarás de acusarme. ¿Pero cómo podré yo, cómo podré manifestarla? Si tú quisieras verla claramente, no se podría hacer esto de otra suerte que abriéndote mi propio corazón; pero por cuanto es esto imposible, procuraré, cuanto me sea permitido, por medio de alguna débil semejanza manifestarte ahora el humo de mi tristeza. Tú después, por medio de esta imagen, podrás colegir sola la tristeza. Supongamos que se halla desposada con un hombre una doncella que es hija del rey de toda la tierra que se descubre debajo del sol. Esta doncella se halla adornada de una indecible hermosura, de manera que es superior a la humana naturaleza, excediendo en esto con mucha ventaja a todo el sexo de las mujeres y dejando muy atrás en la virtud del ánimo a todo el género de los hombres, que son y serán. Además sobrepasa en la honestidad de sus costumbres todos los términos de la filosofía, y con la gracia de su semblante hace desaparecer toda la gentileza de su cuerpo. El esposo se halla tan enamorado de ella, no sólo por estos dotes tan sobresalientes, sino que aun sin ellos se ve tan preso de su amor, que excede en esta pasión a los más locos amantes que jamás se hayan conocido. Y después de hallarse abrasado de un amor tan grande, no falta quien le diga que aquella maravillosa doncella a quien él tanto ama, está para ser esposa de un hombre bajo y humilde, de vil nacimiento, imperfecto en su cuerpo y el más inicuo de todos los mortales. ¿Te parece que puedo yo haberte manifestado una pequeña parte de mi dolor? ¡Y que basta esto para darte cumplida una tal imagen! Por lo que toca a la tristeza, me parece que sí; porque sólo para este efecto la he tomado. Pero para mostrarte, además de esto, la grandeza de mi temor y de mi susto, pasemos nuevamente a otra descripción. Hay un ejército compuesto de infantería, de caballería, y de soldados de marina. El mar está cubierto de número de naves, llenos los campos y las cimas de los montes de escuadrones de soldados a pie y a caballo. Brilla con los reflejos del Sol el metal de las armas, y por los rayos que desde arriba se despiden, vibran su resplandor los yelmos y los escudos. Se levanta hasta el cielo el ruido de las lanzas y el relincho de los caballos. No se descubre el mar, ni la tierra, sino que por todas partes aparece cobre y acero. Para hacer frente a estos, se ponen en orden los enemigos, hombres feroces e inhumanos, y está ya para comenzarse la batalla. Si en esta disposición, se arrebatase de improviso a un joven de aquéllos que se han criado en el campo, y que no saben de otra cosa que de la zampoña y del callado, se le vistiese todo de hierro, y se le pasease alrededor de todo el campo, se le mostrasen los escuadrones y sus conductores, los ballesteros, honderos, centuriones, oficiales, soldados de armas pesadas, los caballos, los flecheros, las naves, sus capitanes, los soldados armados que se hallan amontonados sobre ellas y el gran número de máquinas que mantienen sobre sí las naves. Se le presentase después, puesto ya en orden de batalla, todo el ejército de los enemigos y ciertos semblantes espantosos, con la extraña y diversa figura, el aparato de las armas y su multitud infinita, los valles, los profundos precipicios, y despeñaderos de los montes. Se le hiciese ver, además de esto, por la parte de los enemigos, su caballería, que por medio de ciertos encantos vuela por el aire y lleva hombres armados. Finalmente, se le diese a entender toda la fuerza y todos los modos de aquel engaño: se le contasen las calamidades de la guerra, la nube de los dardos, la lluvia de saetas, y aquella gran oscuridad y tinieblas, aquella noche tenebrosísima que forma el gran número de flechas que caen de todas partes, y que con su espesura quitan los rayos del sol; el polvo, que impide la vista de los ojos, no menos que las tinieblas, los arroyos de sangre, los lamentos del que cae, y los clamores del que se mantiene en pie aún fuerte, los montones de cadáveres, las ruedas teñidas de sangre, y los caballos con los jinetes precipitados en tierra por la multitud de los muertos, el suelo cubierto confusamente de todas estas cosas mezcladas: sangre, picas, arcos, dardos, uñas de caballos, cabezas humanas, brazos y piernas cortadas, cuellos y pechos atravesados, sesos pegados a las espadas, la punta de un dardo quebrado y que tiene como ensartado un ojo de un hombre. Si después se pasase a hacerle saber los sucesos de una batalla naval, unas naves ardiendo en medio del mar, otras anegadas juntamente con los soldados, el ruido de las aguas, el clamor de los marineros, el gritar de los soldados, la espuma de las olas teñidas con la sangre, y que entra en los navíos por todas partes, los cadáveres, unos sobre los tablados, otros sumergidos, otros nadando sobre las aguas, otros arrojados a las orillas, y otros dentro de las mismas olas, cubiertos de tal suerte, que parece quieren cortar el camino a las naves. Y después de haberle informado de todos los sucesos trágicos de la guerra por menor, se le explicasen los males de la esclavitud y la servidumbre, que es aun más dura que la misma muerte. Y habiéndole dicho todas estas cosas, se le mandase que sin perder tiempo montase un caballo y que se pusiese a mandar todo aquel ejército. ¿Crees tú que este joven podría sufrir, ni aun la relación sola de todo lo dicho, y que a primera vista no quedaría desmayado?
XIII.
No creas que pretendo yo aquí exagerar esto con mi oración, ni juzgues que son grandes las cosas que dejo dichas; porque encerrados en este cuerpo como en una cárcel, no podemos ver nada de las cosas invisibles. Verías ciertamente una batalla mucho mayor, y más terrible, si pudieras ver con tus ojos los tenebrosos escuadrones del demonio y el furioso combate. Allí no hay cobre, ni hierro, ni caballos, ni carros, ni ruedas, ni fuego, ni dardos, ni otras cosas de esta clase, que son visibles, sino otras máquinas mucho más espantosas. No necesitan estos enemigos de coraza, ni de escudo, ni de espadas, ni de picas; pero basta sólo la vista de aquel ejército abominable para poner en consternación un alma no es muy generosa, y que además de su propia fortaleza, no goce de una particular y gran protección divina. Y si fuese posible, que despojado de este cuerpo, o aunque fuese dentro de él, pudieras ver claramente con seguridad y sin temor toda la disposición de su ejército, y la guerra que nos hace, verías, no arroyos de sangre, ni cuerpos muertos, sino tantos cadáveres de almas, y heridas tan graves, que toda aquella descripción y aparato de guerra que poco antes me has oído, la tendrías por una niñería, y más bien por un juguete que por guerra. Tan grande es el número de los que cada día quedan heridos; ni las heridas ocasionan un mismo género de muerte; antes bien es tan grande la diferencia que hay entre una y otra, cuanta es la distancia que se nota entre el cuerpo y el alma. Cuando el alma ha recibido una herida, y ha caído, no queda como el cuerpo, sin sentimiento; sino que aquí es atormentada y afligida de la mala conciencia, y después cuando sale de este mundo, según lo pide el juicio, es entregada a un castigo eterno. Y si alguno no siente dolor de las heridas que recibe del demonio, se hace el mal mucho más grave por una tal insensibilidad. Aquél que no siente el golpe de la primera herida, fácilmente recibe la segunda, y después la tercera; pues el maligno no deja de combatirnos en tiempo alguno hasta el último aliento, cuando encuentra el alma descuidada y que desprecia las primeras heridas. Y si quieres informarte del modo con que dispone sus asaltos, los encontrarás muy fuertes y variados. No hay alguno que sepa tantos géneros de engaños y ardides, como aquel espíritu inmundo, consistiendo en esto su mayor poder; ni alguno puede tener con sus más fieros enemigos enemistad tan grande, como la que tiene aquel maligno con la naturaleza humana. Y si alguno quiere saber con cuánto ardor nos combate, sería cosa ridícula el pretender compararlo con los hombres. Si haciendo elección de las bestias más feroces y crueles, quisiere ponerlas al lado de su furor, las hallará en su comparación más apacibles y mansas; tan grande es la indignación que respira, cuando asalta a nuestras almas. Aquí entre nosotros es breve el tiempo de la batalla, y en este corto espacio se dan muchas treguas porque la noche que sobreviene, el cansancio de proseguir el alcance, el tiempo de tomar alimento, y otras muchas ocasiones que naturalmente ocurren, suelen dar entretanto al soldado algún reposo para poder despojarse de las armas, respirar un rato, recobrarse con la comida y bebida, y tomar nuevamente sus primeras fuerzas con otros accidentes semejantes. Pero habiendo de pelear contra este maligno, nunca es lícito dejar las armas, ni se puede tomar el sueño, para estar libre por todas partes de sus heridas. Una de dos cosas ha de suceder necesariamente; o caer y perderse despojado de las armas, o haber de estar siempre armado y en centinela; porque él está siempre con su armada acechando sin interrupción alguna nuestros descuidos, aplicando mayor cuidado a nuestra perdición, que el que ponemos nosotros en nuestra salud. Y el no ser visto por nosotros, y sus asaltos improvisos (cosas que son la causa de infinitos males al que no está en continua vigilia) hacen más dudoso el suceso de esta guerra que el de aquélla. ¿Y querías tú que yo fuese aquí el conductor de los soldados de Cristo? Esto sería servir de capitán al demonio. Si el que tiene obligación de poner en orden a los otros, y de pertrecharlos bien, es el más impérito de todos y el más débil; y por falta de ciencia entrega a los que le están encomendados, éste sirve de capitán más bien al demonio que a Cristo. ¿Pero por qué suspiras? ¿por qué lloras? mis cosas al presente no son dignas de llanto, sino antes bien de gozo y de alegría. Pero no así las mías, respondió Basilio, sino dignas de eternas lágrimas. Apenas he podido conocer hasta ahora, en qué males me has metido. Yo vine a ti, para saber cómo debía responder, y qué debía decir en tu nombre a los que te acusan; y tú me envías, habiendo puesto sobre mí, en vez de un cuidado otro mayor. Yo ya no me cuido de hablar en tu defensa con aquéllos; sino cómo he de poder responder yo a Dios en defensa mía y de mis males. Te ruego, pues, y te pido, si tienes algún cuidado de mis cosas, si hay algún consuelo en Cristo, si algún alivio en nuestro amor, si hay entrañas y sentimientos de compasión (pues sabes que tú mismo, más que todos, me has conducido a este peligro) dame la mano, y con aquellas palabras, y hechos que sean eficaces para corregirme, no quieras, ni por un breve espacio de tiempo, abandonarme; antes bien ahora mejor que antes, hazme participante de tu conversación. Crisóstomo: Sonriéndome yo al oír esto: ¿qué auxilio, le dije, podré yo darte, y qué socorro en un peso tan grave de cosas? Pero pues tú lo quieres así, ten buen ánimo y confianza, amado mío, porque yo no dejaré de asistirte y de consolarte, y no omitiré cosa alguna, según mis fuerzas, todo aquel tiempo que te permitieren respirar aquellos cuidados que suelen nacer de aquí. Dicho esto, y llorando mucho más amargamente, se puso en pie; y yo abrazándole, y aplicando mis labios a su cabeza, le acompañaba, exhortándole a llevar generosamente lo que le había sucedido. Yo confío, le dije, en Jesucristo, el cual te ha llamado y destinado al gobierno de sus ovejas, que de este ministerio conseguirás tan gran confianza, que aun cuando peligremos nosotros, nos recibirás en tu eterno tabernáculo.


[1] El eruditísimo Rollin en el tratado de la «Elocuencia de los Predicadores» propone, y con razón, el presente capítulo, por modelo de una perfecta elocuencia.
[2] Esto es de los electores.
[3] Prov. 18. c.
[4] Esta fue Michol.
[5] David.
[6] Jonatás, hermano de Michol.
[7] Michol, mujer de David. Esta historia se halla en el lib. I de los Reyes en los cap. 19 y 20.

[8] Act. XXI. 26.
[9] Act. 16. 3.
[10]Galat.5. 2. it. Act. 15. 1.
[11] Philip.
3. 7.
[12] A Zambri y a Gozbi por haberse mezclado con los madianitas contra el precepto de Dios. Numer. 25. 8.
[13] Que le había enviado Ococías y que hizo morir con fuego bajado del cielo. IV. Reg. 1. 10.
[14] Fueron 850 los falsos profetas que mandó matar Elías. III Reg. 18. 40.
[15] Obedeciendo a Dios que le mandó sacrificar a su hijo. Genes. 22. 3.
[16] Jacob, hijo de Isaac, a quien su hermano Esaú vendió la primogenitura por un plato de lentejas.
Genes. 27. 19.
[17] Moisés. Exod. 11. 2.

[18] Joann. XXI. 15.
[19] Rom. VII. 32. Joan. III. 16. Rom. V. 16. tit.
II. 14.
[20] Mat. XXIV. 45.

[21] Ephes. 6. 12.
[22] Galat. 5. 19. 2. Cor. 12. 20.

[23] I Cor. 2. 11.
[24] Estas palabras se explican mas abajo y no perjudican a lo que sienta poco después.
[25] 2. Cor. I. 23.
[26] Esto es seculares.

[27] Jerem. 3. 3.
[28] 2. Tim. 2. 25.
[29] Mat. 24. 45.
[30] I Tim. III.

[31] Joan. 13. 35.
[32] I Cor. 13. 3.

[33] Joan. 15. 3.
[34] Ps. 106. 42.
[35] Exod. 28. Véase la misteriosa explicación de todos estos ornamentos en Agustín Calmet y en el Tabernaculum foederis de Bernardo Lamy.
[36] Sólo el Sumo Sacerdote entraba una vez al año en lo interno del Santuario, en la Fiesta de la Expiación.
[37] II Cor. III. 10.

[38] 3 Reg. 18. f.

[39] Mat. 18. 18.
[40] Joan. 20. 23.
[41] Jo. V. 22.
[42] Joan. 3. 5.
[43] Jo. 4. 52.

[44] Lev. 14.
[45] Numer. 16. Estos fueron Core y Abiron, los cuales movieron una sedición contra Moisés y Aarón, pretendiendo serles iguales; pero la tierra, que se abrió bajo de sus pies y los tragó vivos, castigó su soberbia.
[46] Jacob. V. 14.
[47] 2. ad Cor. 12. 2.
[48] I Cor. 2. 5.
[49] 2 Cor. 11. g.
[50] Rom. 9. 3.

[51] I Cor. 14. 34.
[52] I. Tim. 2. 12.
[53] I Cor. 14. 34.

[54] I Tim. 3. a.
[55] Mat. V. 11.
[56] I. Tim. 3. 2.
[57] Matth. 5. 22.
[58] Prov. XV. 1.
[59] Daniel. 3. c.
[60] I. Cor. 12.
26. Las palabras del Apóstol son estas: Et sive patitur unum membrum, compatiuntur omnia membra: sive glorificatur unum membrum, congaudent omnia membra.
[61] I Cor. 2. 11.

[62] Mat. 26. 67. Philip. 11. 7.
[63] Ezech. 18. 23. y 23. 33.
[64] Ecles. 4. v. 8.
[65] Ecl.
XVIII. 15.
[66] Eccl. 42. 9.
[67] Matth. 3. 10.
22.
[68] I. Reg. IV. 18.
[69] Exod. IV. 13.
[70] Numer. XI. 15. Brixio omite la interpretación de estas palabras, que tal vez faltarían en el texto que tuvo presente.
[71] Numer. XII. 3.
[72] Exod. XXXIII. 11.
[73] Joan. XII. 6.
[74] Joan. XV. 22.

[75] I Timoth. V. 22.
[76] I. Pet. 3. 15.
[77] Psal. 35. 6. I. Cor. 11. 6. y 26. cap. 12. 2. cap. 9.
[78] I. Tim. 4. 13.
[79] 2. Tim. 2. 24.
[80] 2. Tim. 3. 14.
[81] 2. Tim. 3. 16.
[82] Tit. 1. 17.
[83] Colos. 3. 16.
[84] Colos. 4. 6.
[85] I. Pet. 3. 15.
[86] I. Thes. 5. 11.
[87] I. Tit. 5. 17.
[88] Mat. 5. 19.
[89] Act. 20. 31.

[90] Heb. 13. 17.
91] Mat. 18. 6.
[92] Ezech. 33. 3.

[93] Galat. 2. 20.
[94] 2. Cor. 8. 20.
[95] Rom.$12.
17.
[96] Amos. 3. 2.
[97] Amos. 2. 11.
[98] Lev. 4. 3.
[99] Deut. 22.
[100] Ezeq. 34. 17.

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