jueves, 6 de diciembre de 2012

los papas - 30


Alejandro VII (7 abril 1655 - 22 mayo 1667)
Personalidad y carrera eclesiástica.
Fabio Chigi nació en Siena el 13 de febrero de 1599. Miembro de una familia aristocrática de Siena, estudió en la misma ciudad teología y derecho con gran brillantez. En 1622 se trasladó a Roma y comenzó su carrera curial: refrendatario de las Signaturas de gracia y justicia (1629) y vicelegado en Ferrara por espacio de cinco años, obispo de Nardo en el reino de Nápoles (1635), aunque no residió nunca, e inquisidor y delegado apostólico en Malta. En 1639 pasó a desempeñar el prestigioso cargo de nuncio en Colonia, siendo nombrado representante pontificio en el Congreso de Münster para tratar la paz de Westfalia (1648). En las difíciles negociaciones diplomáticas, Chigi, presionado por las instrucciones recibidas de Roma, que le ordenaban defender de forma intransigente los intereses católicos, por los políticos católicos imperiales, inclinados a hacer mayores concesiones a los protestantes, y por las exigencias francesas, no pudo hacer otra cosa que asistir impotente a la firma de la «infame» paz de Westfalia (1648), como él mismo la llamó, que consagró a los ojos de la curia romana la escisión religiosa y la enajenación de los bienes eclesiásticos. De vuelta a Roma, fue creado cardenal por Inocencio X, promovido al episcopado de Imola y, en 1651, por sugerencia del cardenal Spada, le encargó de la Secretaría de Estado. A la muerte de Inocencio X (1655), el candidato con mayor prestigio era el cardenal Saccheti, pero como ya ocurriera en 1644 chocó con la hostilidad del partido español. El cónclave, que se prolongó cuatro meses, después de múltiples negociaciones eligió papa a Fabio Chigi el 7 de abril de 1655. Escogió el nombre de Alejandro VII, en recuerdo de su paisano Alejandro III; fue coronado el 18 de abril y tomó posesión de San Juan de Letrán el 19 de mayo.

El gobierno de la Iglesia y las relaciones políticas.

Diplomático y hombre de curia, Alejandro VII no quiso concentrar todo el poder. En ausencia de un nepotismo tan fuerte como el de sus antecesores, tomaba las decisiones después de discutir los problemas y pedir consejo. Bajo su pontificado se revitalizó la actividad de las congregaciones romanas: la de Estado, de la que se encargó el cardenal Rospigliosi, futuro Clemente IX; la de la Inmunidad, dirigida por el datario cardenal Corrado, o la del índice, que en 1664 publicó una edición actualizada del índice de libros prohibidos. Gran influencia ejercieron en Alejandro VII algunos consejeros de su confianza, como el cisterciense Bona y el jesuita Sforza Pallavicino, a los que concedió la púrpura cardenalicia, pues no sólo marcaron su espiritualidad ascética, sino que también le inclinaron a tomar algunas decisiones religiosas.
Alejandro VII también llevó a cabo una reorganización más racional de los oficios curiales. Reformó la Cancillería y reguló a través de una normativa el acceso a la carrera prelaticia, a la que modernizó, allanando el camino para la supresión de la venalidad de los cargos, que realizaría Inocencio XII en 1694. Menos palpables fueron los resultados en el sector financiero, a pesar de los esfuerzos de Alejandro VII por reducir la deuda pública que había alcanzado niveles peligrosos después de la guerra de los Treinta Años y la política dispendiosa del pontificado de Urbano VIII.
El esfuerzo de Alejandro VII por sostener y unir a las potencias católicas contra el peligro turco, que amenazaba Creta y Hungría, fue contrarrestado sistemáticamente por la política francesa. No obstante, el papa concedió subsidios económicos a Venecia en guerra contra los turcos por la posesión de Creta, y al emperador Leopoldo de Austria (1657-1705) para frenar el avance otomano en Hungría y Transilvania. Si las relaciones con Francia no fueron fáciles en ningún momento del pontificado, se agravaron con la muerte de Mazarino (1661) y el inicio del gobierno personal de Luis XIV (1643-1715). Un incidente de la guardia corsa del papa con el personal de la embajada francesa (1662) será aprovechado por el monarca francés para humillar al papa. El nuncio fue expulsado de París, se ocupó el condado de Avignon y se hicieron los preparativos para una campaña contra el Estado pontificio. La paz de Pisa de 1664 puso fin al conflicto, pero el papa tuvo que plegarse a los dictados del joven monarca francés. Este enfrentamiento fue otra consecuencia de la debilidad política del papado después de Westfalia y el cambio de fuerzas que se había producido en Europa.

Los problemas doctrínales: jansenismo, probabilismo y los ritos chinos.
En una dimensión más religiosa el papa tuvo que hacer frente al problema del jansenismo que, después de la bula Cum ocasione (1653), se mostraba muy combativo. Ante la condena pontificia de la cinco tesis del Agustinas, Antonio Arnauld presentó la distinción entre la questio iuris y la questio facti, alegando que aun cuando las cinco proposiciones condenadas fuesen heréticas {questio iuris), habría que demostrar que tales proposiciones se hallaban realmente en el libro de Jansenio (questio facti), pues la Iglesia es infalible en cuanto a la fe, pero no en la apreciación de un hecho. Es decir, la Iglesia puede condenar únicamente doctrinas en abstracto, pero no puede juzgar infaliblemente sobre la doctrina concreta de un individuo. En el primer caso el fiel está obligado a aceptar la decisión de la Iglesia incluso internamente, pero en el segundo no tiene más obligación que la de guardar un «silencio obsequioso», no enseñando públicamente doctrinas contrarias. A fin de eliminar cualquier equívoco, Alejandro VII, en octubre de 1656, declaró por medio de la bula Ad sanctam Petri sedem que efectivamente las cinco proposiciones estaban contenidas en el Agustinas y que habían sido condenadas en el sentido que las entendía el autor. La publicación en 1665 de una nueva bula, la Regiminis Apostolici, y la orden de firmar un formulario de aceptación de la condena, suscitó en Francia la más tenaz resistencia de algunos grupos jansenistas, entre los que se contaban ciertos obispos y las monjas de Port-Royal. Contra los excesos del probabilismo en teología moral, denunciado entre otros por Pascal (1623-1662) en sus Cartas provinciales, dentro de la tendencia rigorista que el jansenismo defendía, Alejandro VII no quiso hacer una condena general del probabilismo y se limitó a condenar dos grupos de proposiciones laxistas, que luego serían ampliadas por Inocencio XI y que fueron fundamentales para la elaboración de la moral católica en en siglo siguiente. La actividad misionera conoció un gran desarrollo durante el pontificado de Alejandro VIL En 1656 el Santo Oficio declaró lícitos los «ritos chinos» (las manifestaciones de homenaje tributadas a Confucio y a los antepasados difuntos), que habían sido condenados por De Propaganda Fide en 1645, y que admitían los jesuítas en su pastoral misionera y eran practicados por los cristianos de China como expresión de un culto civil y político, no religioso. En 1659, De Propaganda Fide estableció tres vicariatos apostólicos en los territorios comprendidos entre la India y China, en un intento por romper el monopolio que Portugal defendía como patronato de la corona. Durante el pontificado de Alejandro VII tuvo lugar la conversión de la reina Cristina de Suecia (1632-1654). Renunció al trono sueco y el 2 de noviembre de 1655, en su camino hacia Roma, pronunció en Innsbruck su confesión católica. Alejandro VII le preparó un pomposo recibimiento y ordenó a Bernini que diese al interior de la Porta del Popolo la forma que hoy tiene. Cristina de Suecia fijó su residencia en Roma y se estableció en el palacio Corsini. El mecenazgo de Alejandro VII se plasmó en el campo arquitectónico, urbanístico y bibliográfico. Encargó a Bernini la construcción de la columnata de la plaza de San Pedro, la Escala regia del Vaticano, amplió el palacio del Quirinal y reestructuró las plazas del Panteón y de la Minerva. Dedicó especial atención a la Universidad romana de la Sapienza y a la Biblioteca Vaticana. Como amante de las letras y protector de la cultura, reunió en Roma a sabios y eruditos, como Allaci, Bona, Holsten o Pallavicino. Alejandro VII murió en Roma el 22 de mayo de 1667, a los 69 años de edad, y fue sepultado en el suntuoso mausoleo que Bernini le había construido en la basílica de San Pedro.



 
 

Clemente IX (20 junio 1667 - 9 diciembre 1669)
Personalidad y carrera eclesiástica.
Julio Rospigliosi nació en Pistoya el 27 de enero de 1600. Perteneciente a una familia noble, cursó sus primeros estudios en el colegio romano de la Compañía de Jesús y después se matriculó en la Universidad de Pisa, donde se licenció en filosofía y teología. Pasó luego a Roma y, con el apoyo de los Barberini, inició la carrera curial: secretario de la Congregación de Ritos (1631), refrendatario de las Signaturas de gracia y justicia (1632) y canónigo de Santa María la Mayor. En 1635 fue nombrado secretario de breves ad principes, consultor de la Penitenciaría apostólica (1641) y vicario capitular de Santa María la Mayor (1643). En 1644 fue designado arzobispo titular de Tarso y nuncio apostólico en España (1644-1653), donde consiguió grangearse la estima de Felipe IV (1621-1665) y de la corte española. En 1653 volvió a Roma y fue nombrado gobernador de la ciudad durante la vacante producida por la muerte de Inocencio X. El nuevo papa Alejandro VII le designó secretario de Estado y el 9 de abril de 1657 le concedió la púrpura cardenalicia del título de San Sixto, y en el desempeño del cargo consiguió ganarse la simpatía de Luis XIV de Francia, sin perder la benevolencia de Felipe IV de España. Al morir Alejandro VII (1667), el cardenal Rospigliosi fue elegido papa gracias a la inusual convergencia de los intereses españoles y franceses, y con el apoyo del cardenal Azzolini, que era una de las cabezas rectoras del grupo de cardenales políticamente independientes («el escuadrón volante») que en la elección buscaba ante todo la defensa de los intereses de la Iglesia. Elegido el 20 de junio de 1667, escogió el nombre de Clemente IX, fue coronado el 24 de junio y el día 3 de julio tomó posesión de San Juan de Letrán. El nuevo papa poseía un carácter manso, y fiel a su nombre quiso ser condescendiente con los otros, pero no con él mismo, reflejo de la divisa que adoptó: «Clemente para todos, menos para sí y para los suyos.» Carlos Maratta hizo a Clemente IX uno de los más bellos retratos papales, y de su rostro irradia no sólo la bondad sino también el cansancio y la resignación de un hombre que, habida cuenta de su precario estado de salud, sólo podía ser un papa de transición.


La política eclesiástica.
En el gobierno de la Iglesia introdujo pocos cambios. Recompensó al cardenal Azzolini nombrándole secretario de Estado y mantuvo en sus puestos a los principales responsables de la curia. Reorganizó la Congregación de religiosos y estableció una nueva encargada de todo lo concerniente a indulgencias y reliquias (1669). A los miembros de su familia les favoreció con moderación. La política eclesiástica se orientó a la defensa contra los turcos y a la pacificación de las potencias católicas. Los turcos se habían adueñado ya de la mayor parte de la isla de Creta y preparaban el asalto a su capital Candía, que continuaba todavía en manos de Venecia. Clemente IX se esforzó con poco éxito por lograr una acción conjunta de ayuda por parte de las potencias católicas; ldieron buenas palabras pero la poca ayuda que se envió resultó insuficiente y la fortaleza de Candía tuvo que rendirse en septiembre de 1669. Hizo grandes esfuerzos para lograr la reconciliación entre Francia y España, que se vieron coronados por la presencia y mediación del nuncio Franciotti en la conferencia preparatoria del tratado de Aquisgrán (1668). También intervino en la firma de la paz de España y Portugal (1668), que implicó el reconocimiento de la independencia portuguesa. Clemente reconoció al nuevo monarca y confirmó la elección de los obispos portugueses nombrados durante la guerra de secesión. Clemente IX fue un papa conciliador pero sin perder de vista la defensa de los intereses de la Iglesia. La controversia jansenista no acabó con el formulario impuesto por la bula Regiminis Apostolici (1665) de su antecesor. Con el nombramiento de Clemente IX, tras difíciles negociaciones presididas por el nuncio Bargellini, se llegó a un compromiso al menos externo y aparente. Los obispos que se habían negado a firmar el formulario enviado desde Roma por Alejandro VII aceptaron aquel documento, pero simultáneamente y en un protocolo secreto expresaron su convicción íntima, fiel a la tesis del silencio obsequioso. Clemente IX, a pesar de las dudas sobre la sinceridad de este acto, no quiso provocar ulteriores dificultades y acabó por aceptar este tipo de sumisión, declarando en enero de 1669 su alegría por la reconciliación lograda (Pax Clementina). Clemente IX aumentó el catálogo de los santos con la canonización de san Pedro de Alcántara (1499-1562) y santa María Magdalena de Pazzi (1669), y la beatificación de Rosa de Lima (1586-1617), la primera mujer de América elevada a los altares (1668). El papa Rospigliosi era amigo de las artes y de las letras. Su arquitecto preferido fue Bernini, ya anciano pero de gran capacidad creadora. A él encomendó la terminación de la columnata de San Pedro y la decoración del puente de Sant'Angelo con diez grandiosas estatuas. Financió las obras de restauración de la basílica de Santa María la Mayor. Entre los hombres de ciencia favoreció al gran erudito Allatius, al que nombró custodio de la Biblioteca Vaticana; al polifacético jesuíta alemán Kircher, orientalista y astrónomo; a Cassini y a otros muchos. Se interesó por la fundación de una academia para el estudio de la historia de la Iglesia y prestó su valioso patrocinio al grupo de sabios y literatos que rodeaban a Cristina de Suecia. Murió en Roma el 9 de diciembre de 1669 y fue sepultado en la basílica de Santa María la Mayor.

 

 

Clemente X (29 abril 1670 - 22 julio 1676)

Personalidad y carrera eclesiástica.
Emilio Altieri nació en Roma el 12 de julio de 1590. Hijo de una familia de la vieja nobleza romana, hizo sus primeros estudios en el colegio romano y después pasó a la Sapienza, donde se doctoró en ambos derechos. Siguiendo el ejemplo de su hermano mayor, entró en la carrera eclesiástica y se ordenó de presbítero en 1624. Entre los años 1622 y 1623 fue auditor de la nunciatura apostólica en Polonia, y en 1627 su hermano mayor renunció en su favor el obispado de Camerino, del que fue titular hasta 1666. En este período se ocupó del gobierno de la diócesis y desempeñó diferentes cargos en los Estados Pontificios. La concesión de la púrpura cardenalicia a su hermano (1643) y la eleción de Inocencio X (1644) le abrieron perspectivas más brillantes. En 1644 fue nombrado nuncio en Nápoles y allí permaneció ocho años, resultándole muy difícil guardar el equilibrio entre el virrey, los nobles y el pueblo sublevado. En 1652 se retiró a su obispado, pero Alejandro VII le llamó a la curia, donde fue nombrado secretario de la Con-
gregación de obispos y regulares (1657) y consultor del Santo Oficio. Clemente IX le nombró maestro de cámara y en 1669, poco antes de morir, le concedió el capelo cardenalicio. En el largo cónclave que se abrió el 20 de diciembre de 1669 para elegir a sucesor de Clemente IX, no menos de seis partidos maniobraban en las salas del Vaticano disputándose la victoria. Los votos casi estaban igualados. Cuando los españoles, unidos a la facción del cardenal Chigi, lanzaron la candidatura de Escipión d'Elce, el embajador francés le puso el veto; y cuando el «escuadrón volante», presidido por Azzolini, se declaró a favor de Vidoni, que había sido nuncio en Polonia, fue el embajador español quien lo excluyó. Sólo cuando los embajadores de Venecia, Francia y España aconsejaron a los suyos elegir a un cardenal de última hora, los votos recayeron, después de cuatro meses de cónclave, en el anciano Emilio Altieri. El cardenal Altieri, que frisaba ya los 80 años, fue elegido papa el 29 de abril de 1670 y tomó el nombre de Clemente X en recuerdo de Clemente IX que cinco meses antes le había hecho cardenal. El nuevo papa, aunque tenía experiencia en los asuntos curiales y diplomáticos y gozaba de buena salud, recurrió al nepotismo para descargar parte del gobierno. Pero, al no contar con sobrinos, adoptó al cardenal Paluzzi, que empezó a ser conocido como el cardenal Paluzzi-Altieri y se convirtió en el primer ministro del papa; de tal manera que el secretario de Estado tenía que contar con él para todos los asuntos.

La actividad política.
Como soberano de los Estados Pontificios, Clemente X se preocupó por mejorar la situación del comercio y de la industria local. Un edicto del 11 de septiembre de 1674, en el que se disponía que todas las mercancías que entrasen en Roma, incluso las dirigidas a los embajadores extranjeros, debían pagar un impuesto del tres por ciento, al igual que los cardenales y el palacio apostólico, produjo un largo conflicto entre el cardenal Altieri y los embajadores de España, Francia, el Imperio y Venecia. Los embajadores se unieron para defender sus privilegios y reclamar la abolición del decreto y, después de un año de discusiones, Clemente X revocó el decreto para evitar males peores. Las relaciones de Clemente X con Francia fueron conflictivas, sobre todo por la prepotencia con que actuó Luis XIV. Contra las pretensiones del monarca de entrometerse autoritariamente en las disputas jurisdiccionales entre obispos y órdenes religiosas, expidió el papa la bula Superna magni patrísfamilias (21 junio 1670), señalando, conforme al Concilio de Trento, la jurisdicción propia de cada uno en lo concerniente a la predicación pública y a la administración de los sacramentos. Más grave fue la crisis que provocó el embajador francés, el violento duque d'Estrées, cuando el 21 de mayo acusó gravemente al cardenal nepote y echó en cara al pontífice los últimos nombramientos de cardenales. Al dar por terminada la audiencia, el embajador se lanzó sobre el anciano pontífice y le obligó a sentarse. Algunos días después, en la promoción del 27 de mayo, Clemente X creó seis cardenales pero ninguno francés. A partir de aquí, las relaciones con Francia prácticamente se interrumpieron. En 1672 Luis XIV declaró la guerra a Holanda y presentó la empresa como una guerra santa para el restablecimiento de la religión católica. El papa, en un primer momento, creyó en tal objetivo, pero cuando estuvo mejor informado hizo cuanto estuvo en su mano por preparar unas negociaciones de paz, aun- que sólo dos años después de su muerte se consiguió firmar la paz de Nimega (1678). Con el reino de Portugal regularizó las relaciones diplomáticas, perturbadas y confusas desde la independencia nacional. Un enviado de Lisboa prestó obediencia al papa en 1670 y el nuncio Ravizza, enviado a la corte portuguesa, confirmó, en nombre del pontífice, los nombramientos de obispos hechos durante la guerra de secesión. Después de la caída de Creta en manos turcas, el sultán dirigió sus fuerzas contra el reino de Polonia, desgarrado por múltiples facciones, con un rey enfermo y enfrentado con la nobleza. En julio de 1672 los turcos atacaron Polonia por el sudeste y el rey polaco firmó una paz humillante. Alarmado el papa, que había sido nuncio en aquel país, publicó un jubileo con indulgencias, mandó subsidios económicos y escribió al emperador Leopoldo y a Carlos XI de Suecia (1657-1705), adjuntándole unas letras de la reina Cristina, pidiendo socorros militares. Mientras tanto, el nuncio apostólico se esforzó por unir a los polacos, alentándolos a luchar contra el enemigo de la cristiandad. Juan Sobieski reunió un buen ejército y el 11 de noviembre de 1673 derrotó a los turcos en Choczim, a orillas de Dniéster. A la muerte del rey, la corona polaca recayó en Sobieski (1674-1696), que en 1675 consiguió otra victoria sobre los turcos.

La vida de la iglesia.
Clemente X se preocupó por las misiones y apoyó a los vicarios apostólicos de China y de la India contra las pretensiones portuguesas, celosos de la defensa del patronato de su corona; protegió al jesuíta Antonio Viera, misionero y defensor de los indios del Brasil, declarándolo exento de la Inquisición portuguesa, que intentaba procesarlo, y sometiéndolo a la jurisdicción inmediata de la Inquisición romana. La acción misionera también recibió nuevo impulso en el Québec con la creación de una sede episcopal. Después de la firma de la «paz clementina» (1669), la controversia jansenista pasó por una fase de relativa tranquilidad. En general, se respetó el silencio oficial impuesto en 1669, aunque no faltaron polémicas a propósito de algunos escritos jansenistas. En 1671 Clemente X canonizó a san Cayetano di Thiene (1480-1547), fundador de los teatinos; a san Francisco de Borja (1510-1572), general de los jesuítas y biznieto de Alejandro VI, y a santa Rosa de Lima (1586-1617), la primera santa de América. Unos años después beatificó al gran papa de la reforma, san Pío V, y al reformador de los carmelitas, san Juan de la Cruz (1542- 1591). Durante el jubileo de 1675, a pesar de su avanzada edad, visitó personalmente las basílicas romanas. Clemente X terminó la restauración, iniciada por su predecesor, de la basílica de Santa María la Mayor, y acabó de instalar en el puente de Sant'Angelo las diez estatuas de mármol construidas por orden de Clemente IX. También hizo levantar una fuente en plaza Navona, simétrica a la que Maderno había construido durante el pontificado de Paulo V. Murió en Roma el 22 de julio de 1676 y fue sepultado en la basílica de San Pedro.



 

Inocencio XI (21 septiembre 1676 - 12 agosto 1689)
Personalidad y carrera eclesiástica.
Benedicto Odescalchi nació en Como el 19 de mayo de 1611. Miembro de una de las familias nobles más antiguas, estudió en el colegio de los jesuítas de Como. Al morir sus padres, un tío se hizo cargo de su educación, lo llevó a Genova y le encaminó en sus estudios hacia la práctica administrativa. Entre 1626 y 1632 realizó muchos viajes entre Genova y Milán y se familiarizó con el mundo de los negocios. En 1636 fue a Roma con una recomendación del gobernador de Milán para el cardenal español Alfonso de la Cueva que, junto con Francisco Barberini y Juan Bautista Pamphili (luego Inocencio X), le inclinaron hacia el estado eclesiástico. En Roma estudió derecho en la Sapienza y en Nápoles se doctoró en ambos derechos. Estimado por Urbano VIII le nombró protonotario y comisario general de Macerata (1644), e Inocencio X le otorgó la púrpura cardenalicia el 6 de marzo de 1645. En los años siguientes desempeñó diferentes cargos en la curia y una legación a Ferrara (1648) con motivo de la carestía. El 4 de abril de 1650 fue nombrado obispo de Novara y, después de recibir la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal, cumplió celosamente con sus obligaciones pastorales, tomando como ejemplo la figura de san Carlos Borromeo. Permaneció en la diócesis hasta marzo de 1656, que volvió a Roma. En los primeros días de agosto de 1676 se encerraron los cardenales en el cónclave para elegir nuevo papa. Entre los miembros del sacro colegio descollaban Benedicto Odescalchi y Gregorio Barbarigo. Si este último, a quien hoy se venera en los altares, no ciñó la tiara, se debió seguramente a su firme resistencia. A pesar de la inicial oposición francesa, los cardenales dieron su voto a Odescalchi, que fue elegido el 21 de septiembre de 1676 y tomó el nombre de Inocencio XI en agradecimiento al papa Pamphili, que le había elevado al cardenalato. El día 4 de octubre fue coronado y el 8 de noviembre entró en posesión de San Juan de Letrán. Inocencio XI, de carácter dulce y benévolo, no obstante su rigorismo ascético, era meticuloso hasta la escrupulosidad, exacto cumplidor de su deber, reservado en el trato, ahorrador, contrario al lujo e incansable en las obras de beneficencia para con los pobres, enérgico e independiente en su gobierno. Rechazó cualquier tipo de nepotismo, de ahí que no nombrara cardenal a ninguno de sus sobrinos, sino que confió la Secretaría de Estado al cardenal Cibo.


El galicanismo.
Grave era la situación que atravesaba la Iglesia. Había que frenar el absolutismo galicano de Luis XIV, levantar un dique a la marea creciente del Islam y, dentro de la Iglesia, sajar a tiempo las blanduras del laxismo, que empezaba a introducirse en la moral con el rótulo de «probabilismo», y en la espiritualidad con el nombre de «quietismo». La política eclesiástica de Inocencio XI estuvo dominada por tres problemas fundamentales: las conflictivas relaciones con Francia, la lucha contra los turcos y las nuevas esperanzas para el catolicismo en Inglaterra reclamó para sí el derecho de las regalías, es decir, el derecho que ostentaba la corona desde la Edad Media sobre algunas diócesis, que consistía en administrar los bienes y cobrar las rentas (regalía temporal) y conferir en ellas los beneficios sin cura de almas (regalía espiritual). En 1673 el monarca francés extendió este derecho a todas las diócesis del reino. Sólo dos obispos se opusieron y solicitaron el apoyo del papa Inocencio XI. El pontífice, decidido a no tolerar más injerencias en los asuntos eclesiásticos, envió a Luis XIV tres breves (1678, 1679 y 1680) instándole a que renunciara a la extensión del derecho de regalías, y mostrándose especialmente duro en el tercero. El rey comprendió la gravedad de la situación y quiso asegurarse el apoyo del clero. La asamblea del clero de 1680 manifestó al monarca su pesar por las palabras usadas por el papa y ratificó su fidelidad a la corona. A finales de 1681, Luis XIV reunió una nueva asamblea que reconoció las regalías como un derecho soberano, reduciéndolas a límites menos peligrosos para la Iglesia, y en marzo de 1682 aprobó una declaración redactada por Bossuet (1627-1704) a instancias de Luis XIV. Los cuatro artículos aprobados el 19 de marzo de 1682 sostienen la independencia absoluta del rey de Francia en las cuestiones temporales, la superioridad del concilio sobre el papa, a tenor de los decretos de Constanza, la infalibilidad del papa condicionada al consentimiento del episcopado y la inviolabilidad de las antiguas y venerables costumbres de la Iglesia galicana. Luis XIV impuso en todas las escuelas de teología la enseñanza de los cuatro artículos. Inocencio XI, antes aun de conocer el tenor de los artículos, mediante el breve Paternae Charitati del 19 de abril de 1682, manifestó severamente al clero francés su amargura por la debilidad demostrada por los obispos, que no se habían atrevido a defender los derechos de la Iglesia, refutó sus argumentos y declaró nulas todas las disposiciones sobre la regalía. Con respecto a los cuatro artículos prefirió, incluso después de conocer su contenido, no intervenir directamente, pero negó la institución canónica a los candidatos episcopales que hubieran tomado parte en las reuniones de 1681-1682. Con el fin de no aparecer débil, Luis XIV propuso para el episcopado únicamente a personas que habían aprobado los artículos. El resultado fue que en seis años las sedes vacantes subieron a treinta y cinco. El conflicto se agravó porque el papa nombró arzobispo de Colonia al candidato imperial frente al que había presentado Luis XIV, y por la abolición del derecho de asilo de las embajadas en Roma en pro del orden público. Mientras España y Venecia se sometieron a la disposición papal, Francia no quiso aceptarla y el nuevo embajador francés entró en Roma en noviembre de 1687 con franca ostentación de armas y soldados. El papa le consideró excomulgado y no quiso recibirle, y a principios de 1688 hizo saber indirectamente a Luis XIV que tanto él como sus ministros debían considerarse incursos en las censuras eclesiásticas. Luis XIV, en el apogeo de su poder, no se preocupó lo más mínimo; es más, como represalia volvió a ocupar (como ya lo había hecho bajo Alejandro VII) Avignon y el Venaissin y, además, apeló al concilio. Inocencio XI murió sin recoger los frutos de su lucha. Aunque no eran tiempos de cruzada, desde los primeros días de su pontifi- cado Inocencio XI quiso establecer la concordia entre los príncipes cristianos y unirlos contra el turco invasor. No fue poco que, a pesar de la oposición de Francia, consiguió que el emperador y el rey de Polonia firmasen una alianza contra el turco, al que derrotaron el 12 de septiembre de 1683, obligándole a levantar el cerco de Viena. En 1686 también se reconquistó la ciudad de Buda. El año 1685 subió al trono inglés Jacobo II (1685-1688), católico ferviente, que en seguida envió una embajada al papa y llamó a los jesuítas. Admirador de Luis XIV, quiso imitar su absolutismo, a pesar de las exhortaciones de Inocencio XI, que le aconsejaba respetar las libertades parlamentarias y tratar con moderación a sus súbditos no católicos. No le hizo caso y la reacción de los anglicanos no se hizo esperar; si no se sublevaron fue porque se esperaba que, a la muerte del monarca, le sucediese una de sus hijas, casadas con príncipes protestantes. Pero en 1686 la segunda mujer de Jacobo II, la católica María de Este, le dio un hijo varón, lo que abrió la perspectiva de una dinastía católica y autoritaria. Los protestantes ingleses ofrecieron entonces el trono a Guillermo de Orange, casado con la hija mayor de Jacobo, y el 5 de noviembre de 1688 desembarcó en Inglaterra sin que le resultara difícil apoderarse de todo el país. Jacobo II tuvo que refugiarse en Francia y la ruina del catolicismo en Inglaterra se consumó para siempre.

La vida de la Iglesia.
Por lo que se refiere a la vida interna de la Iglesia, el papa condenó en 1679 sesenta y cinco proposiciones de moral laxista, pero para evitar que de esta condena se hiciera un arma contra los jesuítas, prohibió tres escritos en los que se pretendía demostrar que las referidas proposiciones estaban sacadas de las doctrinas de los miembros de la Compañía. Con esta medida quiso poner fin a la violenta campaña que los jansenistas llevaban a cabo contra los jesuítas en torno a estas materias, a la cual contribuyó en buena medida Pascal con la publicación de Las provinciales, dando origen a la leyenda negra del jesuitismo . Otro tanto ocurrió con el movimiento de espiritualidad que se desarrolló en Italia y Francia en el último tercio del siglo xvii, conocido con el nombre de «quietismo». Su principal representante fue el español Miguel Molinos (1628- 1696), que residía en Roma desde 1669 y en 1675 publicó una obra titulada Guía espiritual. El «quietismo» consiste en la voluntad de asimilarse totalmente a Dios hasta la identificación, en la pasividad total, en la que desaparece la voluntad del hombre; desdeña la acción y la oración, pues la absorción en Dios hace inútil cualquier intento de vida moral y espiritual, de forma que el hombre puede disfrutar sin esfuerzo la paz en Dios (P. Dudon, Le quiétiste espagnol Michel Molinos, París, 1921). En 1685 esta doctrina fue sometida al examen de la Inquisición y, por la bula Coelestis Pastor de 19 de noviembre de 1687, Inocencio XI prohibió las obras de Molinos y condenó sesenta y ocho proposiciones sacadas de las mismas. Molinos abjuró de sus errores y fue condenado a encierro perpetuo en un monasterio. En el orden disciplinar publicó múltiples edictos para exigir la reverencia debida en los templos durante la celebración de los divinos oficios, dispuso que todos los obispos residentes en Roma se trasladasen a sus sedes, fomentó la predicación y la enseñanza del catecismo, ordenó que los obispos no confiriesen órdenes sagradas salvo a los que tuvieran un beneficio congruo o patrimonio y dio nuevas normas sobre la beatificación y canonización. Canonizó a san Pedro Regalado (1390-1456) y beatificó a Toribio de Mogrobejo (1538-1606).
Inocencio XI hizo pocos dispendios en el fomento de las artes, por lo que tampoco mantuvo relaciones especiales con Bernini. El anciano maestro recibió, en cambio, un gran disgusto cuando el papa le ordenó que vistiera a la Verdad desnuda de la tumba de Alejandro VII, en la basílica de San Pedro. Su severidad, que recordaba el rigorismo jansenista, le llevó a prohibir las fiestas de carnaval y las representaciones de teatro y ópera, cosa que le atrajo el disgusto de los romanos. Sin embargo, su pontificado fue uno de los más importantes del siglo XVII. Murió Inocencio XI en Roma el 12 de agosto de 1689 y fue enterrado en la basílica de San Pedro.



 

Alejandro VIII (6 octubre 1689 - 1 febrero 1691)
Pedro Ottoboni nació en Venecia el 22 de abril de 1610. Perteneciente a una familia de la moderna nobleza véneta, estudió derecho en la Universidad de Padua, donde se graduó de doctor en ambos derechos. Abrazó el estado eclesiástico y marchó a Roma, comenzó la carrera curial con el apoyo de Urbano VIII. Ejerció los cargos de refrendatario de las dos Signaturas, gobernador de Terni (1638), Rieti (1640) y Cittá di Castello (1641). En 1643 fue nombrado auditor de la Rota y el 19 de febrero de 1652 Inocencio X le concedió el capelo cardenalicio. El 7 de diciembre de 1654 fue designado obispo de Brescia y permaneció diez años en su diócesis, donde utilizó su experiencia jurídica para corregir algunas desviaciones disciplinares y doctrinales. Vuelto a Roma, Clemente X le nombró datario y Clemente XI secretario del Santo Oficio, lo que le obligó a ocuparse del quietismo y de la cuestión de la extensión de las regalías en Francia. De los 62 cardenales que integraban el sacro colegio al morir Inocencio XI (1689), no menos de diez estaban ausentes de Roma y no pudieron entrar en el cónclave. Este duró del 23 de agosto al 6 de octubre. Los votos se iban orientando hacia el cardenal Barbarigo, y hubiera sido elegido de no haberlo rechazado. El partido de los zelanti pensó entonces en Pedro Ottoboni, un patricio veneciano, no enfeudado ni al Imperio ni a Francia y estimado por sus cualidades de afable trato y habilidad para los negocios curiales. Fue elegido el 6 de octubre de 1689 y quiso llamarse Alejandro VIII, y aunque estaba para cumplir los 80 años, gozaba de buena salud. Su coronación, que tuvo lugar el 18 de octubre, fue celebrada popularmente en Roma y Venecia con arcos de triunfo y fuegos artificiales. Diez días después tomó posesión de San Juan de Lctrán. Alejandro VIII volvió a resucitar el nepotismo. Hizo venir de Venecia a sus parientes para poder honrar y enriquecer a sobrinos y resobrinos. A uno le concedió la rica abadía de Chiaravalle y luego la púrpura cardenalicia con el cargo de vicecanciller, más la legación de Avignon; a otro le concedió la superintendencia de las fortalezas marítimas y de las galeras del Estado. Además, procuró que los Ottoboni emparentaran con ricas y principescas familias romanas. En la política eclesiástica ocuparon un lugar preferente los problemas here- dados con Francia. Alejandro VIII siguió en un principio la línea recta e intransigente de su predecesor, pero luego tanto el rey como el papa se persuadieron que lo mejor para todos era proceder en paz y concordia. Sin embargo no era fácil, dada la ambición de Luis XIV y la obstinación de algunos galicanos. Alejandro VIII deseaba el restablecimiento de la paz religiosa en Francia, donde aumentaba cada día más el número de obispos nombrados por el rey y no confirmados por la Santa Sede a causa de su galicanismo. Por eso se avino a algunas concesiones. Cedió en la confirmación canónica de los obispos, a condición de que se retractasen explícitamente de sus errores, y accedió a nombrar cardenal al obispo de Beauvais, Forbin Janson, enemigo del emperador pero muy estimado de Luis XIV. El rey, por su parte, renunció al derecho de asilo de la embajada romana (cosa que ya habían hecho otros monarcas) y restituyó a la Santa Sede la ciudad de Avignon y el Venaissin, que le había arrebatado anteriormente. A pesar de estas tentativas y deseos de reconciliación, el papa se mantuvo inflexible en los principios, declarando por la bula ínter multíplices (4 agosto 1690) inválidos, írritos y nulos los cuatro artículos galicanos y la extensión de los derechos de regalía a todas las iglesias de Francia. Con el Imperio se mantuvo más distanciado que su predecesor. No concedió ningún capelo cardenalicio a los candidatos imperiales y otorgó menor ayuda financiera al emperador Leopoldo para la guerra contra los turcos, entre otras cosas porque Venecia, patria del papa, veía con desconfianza los triunfos de Austria hacia levante. En cambio, a Venecia la ayudó económica y militarmente contra los turcos y la colmó de privilegios. En el plano religioso, Alejandro VIII condenó el 7 de diciembre de 1690 treinta y una tesis de los jansenistas lovanienses, relativas al pecado y la gracia, la justificación, la veneración a María, el bautismo y la autoridad del romano pontífice. En 1690 canonizó a su compatriota san Lorenzo Giustiniani (1381-1455) y, también, a san Juan de Capistrano (1386-1456), san Juan de Sahagún (1430-1479), san Juan de Dios (1495-1550) y san Pascual Bailón (1540-1592). Los romanos quedaron agradecidos a Alejandro VIII, porque les rebajó los impuestos, facilitó las importaciones de víveres y disminuyó su precio. También se preocupó de enriquecer la Biblioteca Vaticana, adquiriendo la bibliotecarica en manuscritos, de la reina Cristina de Suecia, que murió en 1689. Alejandro VIII falleció en Roma el 1 de febrero de 1691, a los dieciséis meses de pontificado, y fue sepultado en la basílica de San Pedro.


 


Inocencio XII (12 julio 1691 - 27 septiembre 1700)

Personalidad y carrera eclesiástica.
Antonio Pignatelli nació el 13 de marzo de 1615 en el castillo que su padre poseía en Spinazzola, cerca de Bari. Miembro de una de las familias de más rancia aristocracia del reino de Nápoles, su padre era príncipe de Minervino y grande de España. Después de hacer los primeros estudios, pasó al colegio romano de los jesuítas y estudió leyes, licenciándose en ambos derechos. Gracias a las buenas relaciones con influyentes eclesiásticos romanos y, en particular, con Urbano VIII, inició una rápida carrera en la curia: vicelegado de Urbino, inquisidor de Malta y gobernador de Viterbo. Ocupó después las sedes diplomáticas más prestigiosas: nuncio en Florencia (1652), Polonia (1660) y Viena (1668). En 1673 Clemente X le nombró secretario de la Congregación de obispos y regulares, y en 1681 Inocencio XI le creó cardenal presbítero del título de San Pancracio. Designado arzobispo de Nápoles el 30 de septiembre de 1686, Pignatelli se distinguió en la diócesis napolitana por la rectitud de miras, profunda religiosidad y preocupación por los pobres. De todos los cónclaves del siglo xvii, el más largo fue el de 1691. Duró cinco meses, del 12 de febrero al 12 de julio. Ni los españoles, ni los franceses, ni los imperiales se avinieron a votar por Barbarigo, candidatura de los zelanti, aunque todos repetían que nada tenían que objetar contra aquel santo cardenal, que no ambicionaba la tiara. Desde fines de abril, los sufragios se fueron acumulando sobre el nombre de Pignatelli. El calor estival obligó a los conclavistas a acelerar la elección y, contra la resistencia de los franceses, la mayoría de los cardenales optó por Antonio Pignatelli, que fue elegido el 12 de julio de 1691. Escogió el nombre de Inocencio XII en memoria del pontífice que le había hecho cardenal, fue coronado tres días después en San Pedro y no tomó posesión de San Juan de Letrán hasta el día 13 de abril del siguiente año.

El fin del nepotismo y la actividad política.
Una de las primeras medidas del nuevo papa fue arrancar de cuajo el nepotismo, para lo cual, ejecutando un antiguo deseo de Inocencio XI, expidió la bula Romanum decet Pontificem (20 junio 1692), suscrita y jurada por el papa y por los 35 cardenales presentes entonces en Roma, prohibiendo severamente a los papas venideros conceder honores, cargos públicos, pensiones, etc., a sus hermanos, sobrinos y demás parientes, o enriquecerlos a costa de la Iglesia por motivo de parentesco. Así se atajó el excesivo favoritismo de los pontífices y el nepotismo pasó a ser historia. Se suprimió el cargo de cardenal nepote y, en su lugar, se consolidó ya definitivamente el de cardenal secretario de Estado, como responsable de la dirección de los asuntos de Estado. En el ámbito de las relaciones de política eclesiástica, Inocencio XII trató de mejorar las relaciones con Francia. En 1693 Luis XIV comunicó al papa que había sido revocada la orden de enseñanza de los artículos galicanos. En compensación, el pontífice otorgó finalmente la institución canónica a los candidatos de la sedes vacantes, pero sólo después de que todos y cada uno manifestara en carta dirigida al papa su sentimiento, por lo menos genérico, de lo ocurrido. El decreto sobre las regalías no fue revocado y los cuatro artículos galicanos, como no habían sido condenados, siguieron enseñándose en muchas facultades francesas. Por lo tanto no se puede hablar de un rendimiento sin condiciones por parte de la monarquía francesa, sino únicamente de un compromiso. «Luis XIV no fue a Canosa --comenta Ranke -- pero hizo hacer este camino a los obispos, sus dóciles instrumentos.» Al emperador Leopoldo le prestó auxilio económico para la guerra contra los turcos, y cuando llegó a Roma la noticia de la victoria de Salankemen (1691) y la conquista de Granvaradino (1692), ordenó que en Roma se celebrase con grandes fiestas populares y funciones litúrgicas. Pero las relaciones entre ambos se nublaron más tarde, porque Leopoldo concedió la investidura de elector del Imperio al protestante Enrique Augusto de Hannover y, sobre todo, por las actitudes absolutistas y poco conciliadoras de los embajadores imperiales en Roma. En cambio, el cardenal Forbin, embajador de Francia, hacía cuanto podía por captarse la benevolencia del pontífice, tanto que Inocencio XII empezó a inclinarse hacia Luis XIV, que también deseaba atraerse la voluntad del papa en el grave negocio de la sucesión a la corona hispánica. En la sucesión al trono polaco (1696), en un primer momento el papa sostuvo la candidatura del católico francés Conti, pero luego reconoció sin dificultad la elección de Federico Augusto de Sajonia (1697-1733), que era luterano aunque se convirtió al catolicismo en 1697, apoyada por Austria, Rusia y Prusia. También luchó el pontífice por alcanzar la paz entre Luis XIV y la gran coalición europea. Y aunque en el congreso de paz de Rijswijk (1697) la Santa Sede no estuvo representada oficialmente, el papa celebró su firma y la cláusula que garantizaba el mantenimiento de los derechos de la religión católica en aquellos Estados que en virtud del tratado de paz pasasen a dominio protestante. Al final del pontificado tuvo que ocuparse también del problema de la sucesión a la corona española. Como el rey Carlos II (1665-1700) pidió consejo al papa, Inocencio XII se pronunció en favor del príncipe elector de Baviera, José Fernando; pero al morir éste repentinamente en 1699, el cardenal Portocarrero haciendo valer, tal vez, la opinión del papa consiguió que nombrase heredero a Felipe de Anjou

La vida de la Iglesia.
En el ámbito doctrinal tuvo que pronunciarse en la isputa que surgió entre los obispos franceses Fénelon (1651-1715) y Bossuet (1627-1704) sobre ciertas opiniones quietistas. La acalorada controversia literaria, que sobre todo Bossuet desarrolló con cortante agudeza, acabó por ser sometida al dictamen del papa. Inocencio XII, por el breve Cum aliae del 12 de marzo de 1699, condenó 23 proposiciones sobre el amor purísimo de Dios, entresacadas del libro Explications des máximes des Saints sur la vie intérieure de Fénelon, arzobispo de Cambrai y defensor de Madame Guyon, promotora de una forma mitigada de quietismo. Trató de mejorar el funcionamiento de la curia romana, reformando la Penitenciaría y la Dataría; encargó al cardenal Colloredo la visita canónica del clero romano, mandó a los sacerdotes vestir el hábito talar, no llevar peluca y retirarse dos veces al año a hacer ejercicios espirituales; introdujo en Roma, al igual que había hecho antes en Nápoles, un rito de mayor solemnidad para acompañar al Santísimo en el viático; promovió la predicación y concedió la púrpura cardenalicia a personajes insignes, como el dominico Ferrari, el agustino Noris o el benedictino Sfondrati. También se preocupó de las misiones y promovió la acción de la congregación De Propaganda Fide en Persia, China y aun en América. Inocencio XII reorganizó la administración pontificia, corrigiendo el mecanismo que se practicaba en la adquisición de los cargos; reformó los tribunales de justicia, reuniéndolos en la «curia inocenciana» (palacio de Montecitorio); redujo los gastos de la corte y construyó el puerto de Anzio y a su lado una fortaleza. Habiendo conocido de cerca el pauperismo en Nápoles, trató de afrontar la plaga de indigencia que azotaba a Roma y que constituía un peligro constante para el orden público, destinando el palacio Lateranense para recoger y sostener a los pobres inhábiles para el trabajo. Con la idea de reunir en un hospicio a los niños y jóvenes pobres, procurándoles algún trabajo, levantó un vasto edificio en San Michele in Ripa, que fue ampliado por su sucesor. Con estas actuaciones, Inocencio XII se mostró como uno de los pontífices de la Edad Moderna más abiertos a los problemas sociales. Murió Inocencio XII en la noche del 26 al 27 de septiembre de 1700, a los 85 años de edad, cuando se estaban celebrando las festividades del Año Santo que él había publicado solemnemente por la bula Regí saecidorum. Su cuerpo fue enterrado en la basílica de San Pedro.


 


Clemente XI (23 noviembre 1700 - 19 marzo 1721)
Personalidad y carrera eclesiástica.
Juan Francisco Albani nació en Urbino el 3 de julio de 1649 en el seno de una familia noble del pequeño ducado, estrechamente ligada a la Santa Sede. Su abuelo poseía el título de senador ro- mano y su padre era maestro de cámara del cardenal Franciso Barberini. En 1660 se trasladó a Roma para estudiar en el colegio romano, donde mostró un gran interés por las lenguas clásicas. En Urbino completó su formación con la licenciatura en derecho. De retorno a Roma frecuentó las academias, las bi- bliotecas y, sobre todo, el círculo de Cristina de Suecia. Bajo la protección del poderoso cardenal Barberini inició una rápida carrera curial: refrendatario de las dos Signaturas, gobernador de Rieti, de la Sabina y de Orvieto, y en 1687
secretario de breves. Al mismo tiempo gozó de dos canongías en San Pedro y en San Lorenzo. El 13 de febrero de 1690 Alejandro VIII le concedió el capelo cardenalicio. El nuevo cardenal fue miembro de diferentes congregaciones romanas y protector de órdenes religiosas. Asesor de varios pontífices, Inocencio XII le encargó la redacción de la célebre bula contra el nepotismo (1692), que tanta irritación causó en el sector más relajado de la curia. Cuando a fines de septiembre de 1700 agonizaba el anciano papa Pignatelli, ya el rey Luis XIV tenía en Roma bien informados a varios cardenales franceses del modo como debían comportarse en el próximo cónclave, que se preveía de larga duración. Al atardecer del 9 de octubre, se encerró el colegio cardenalicio para deliberar sobre el futuro papa y, desde el primer momento, se vio que el partido más fuerte era el francés. Frente a él se hallaban los hispano-imperiales y, en el centro, los neutrales y el grupo de los zelantes. Los coloquios y manejos políticos se iban prolongando, cuando el 19 de noviembre llegó la noticia de la muerte de Carlos II de España. Ante la preocupación por la sucesión a la monarquía española, los zelantes lanzaron la candidatura del cardenal Albani, aplaudida por todos los partidos menos por los franceses, que al fin aceptaron. La elección pareció unánime, pero Albani se negó a ceñir la tiara. Instado por todos, decidió someter el caso a cuatro eminentes teólogos, que le respondieron que siendo unánime la elección debía aceptar. Aceptó el 23 de noviembre, fiesta de san Clemente, en cuyo honor quiso llamarse Clemente XI. Fue coronado el 8 de diciembre en San Pedro y el 10 de abril del siguiente año tomó posesión de San Juan de Letrán. El nuevo papa, que sólo tenía 51 años, era un hombre culto y jovial. Dominaba las lenguas clásicas y se distinguía por sus dotes literarias e intelectuales. Su vida era un ejemplo de piedad y austeridad; diariamente celebraba la misa y visitaba las iglesias y hospitales de Roma con frecuencia. En los cargos curiales que había desempeñado había demostrado capacidad política. El único defecto que le achacaban algunos era cierta vacilación en tomar decisiones y lentitud en ejecutarlas, tal vez por desconfianza en sí mismo. Nombró secretario de Estado al cardenal Paolucci, persona competente y experimentada, en cuya fidelidad confiaba plenamente. Con igual acierto repartió otros cargos y oficios curiales y, aunque otorgó la púrpura cardenalicia a su sobrino Aníbal Albani en 1711, después de haberlo probado bien en diferentes misiones diplomáticas, nadie se atrevió a tacharlo de nepotista.

La guerra de Sucesión española.
Graves problemas esperaban a Clemente XI y resolverlos a gusto de todos era imposible. Los primeros años de su pontificado estuvieron por completo bajo los nubarrones de la guerra de Sucesión española. Felipe de Anjou, de acuerdo con el testamento de Carlos II, fue coronado el 8 de mayo de 1701 en Madrid como rey de España; pero el emperador rechazó el testamento y alegó que su hijo, el archiduque Carlos, tenía los mismos derechos que Felipe V (1700-1746). Clemente XI se ofreció como intermediario para que no se llegase a la ruptura de las hostilidades y recomendó estricta neutralidad a los duques de Mantua, Módena y Parma. Pero todo fue inútil. Europa se dividió en dos bandos y se generalizó la guerra. En 1702 Felipe V desembarcó en Nápoles y pretendió que el papa, como supremo señor feudal de aquel reino, le otorgase la investidura oficial, cosa que también reclamaba el emperador para su hijo. Clemente XI tuvo que hacer equilibrios para mantenerse neutral, disgustando a unos y a otros.
En 1709 las relaciones de la corte española con Roma se complicaron. Clemente XI, tras vacilaciones y un cúmulo de presiones, parece que se vio forzado por los austríacos, que ocupaban buena parte de Italia, a reconocer al archiduque Carlos «por rey católico de aquella parte de los dominios de España que poseía, sin perjuicio del título ya adquirido y de la posesión de los reinos que gozaba el rey Felipe». Con este reconocimiento de rey católico de las regiones hispanas ocupadas se abría una situación nueva en España. Aunque el papa regateó el envío de un representante, no le quedó más remedio que ser consecuente y mandar un nuncio a Barcelona. España contaba, por tanto, con dos reyes y dos nuncios, uno en Castilla y otro en Cataluña. Felipe V reaccionó como era de esperar: ordenó al embajador español que saliera de Roma y expulsó al nuncio, signo de la ruptura formal de relaciones. El decreto de 22 de abril con- sumaba la nueva situación. Cerrada la nunciatura, que en España era mucho más que una simple representación diplomática, se hizo realidad momentánea el viejo anhelo regalista de retorno de la disciplina eclesiástica «al estado que tenía en lo antiguo, antes que hubiese en estos reinos nuncio permanente». La situación fue tanto más grave cuanto que se decretó la ruptura de toda comunicación con Roma, la prohibición de cualquier transacción dineraria y la exacción y custodia de los espolios, vacantes y otros efectos que se enviaban a la Cámara apostólica. Como instrumento de garantía y de control se estableció el «pase regio» en su acepción más rigurosa, de tal manera que todo documento procedente de Roma era secuestrado por el gobierno para su censura y «conocer si de su práctica y ejecución puede resultar inconveniente o perjuicio al bien común o al Estado». La ruptura de relaciones con Roma sólo afectó a la España controlada por Felipe V: se paralizaron las dispensas matrimoniales y Clemente XI se negó a confirmar a los obispos nombrados por Felipe V; en cambio, en los territorios controlados por el archiduque se concedían las dispensas y se confirmaba a los obispos que designaba. La muerte del emperador José I (1705-1711) y el nombramiento de su hermano Carlos (1711-1740), el pretendiente español, como nuevo emperador, precipitó las negociaciones de paz, en las que se marginó casi por completo a los representantes romanos. El legado pontificio sólo encontró una respuesta dilatoria a las demandas del papa, que pedía, entre otras cosas, la ratificación del artículo cuarto del tratado de Ryswick (1697), a fin de que se garantizasen los derechos de los católicos en los territorios cedidos después de 1702 a príncipes protestantes. En el tratado de Rastadt (1714) se reconoció la petición de Clemente XI relativa al tratado de Ryswick, pero se tomaron medidas que no tuvieron en cuenta los derechos de la Santa Sede, como la asignación de Sicilia al duque de Saboya y de Cerdeña al emperador, y sobre todo el reconocimiento de una línea general que legitimaba la sucesión de príncipes luteranos en territorios católicos. La alocución pronunciada por el pontífice en el consistorio del 21 de enero de 1715, a la vez que elevaba una enérgica protesta por los tratados, demostraba también la debilidad de la diplomacia vaticana y el triunfo de la razón de Estado. Finalizada la guerra y reconocido oficialmente Felipe V como rey de España, se buscó la forma de solucionar el contencioso con Roma. Isabel de Farnesio (1692-1767), nueva esposa de Felipe V, y Alberoni (1664-1752), lo facilitaron, y en 1717 se firmó un acuerdo, conocido como concordato, y con todas las previsiones de estabilidad (A. Mercati, Raccolta dei concordati, I, pp. 282-85). Pero este «mezquino ajuste» nació tan viciado en su origen (se dice que Alberoni condicionó su logro al capelo cardenalicio) que tuvo escasa fortuna. No costó mucho quebrar tan frágil acuerdo. En febrero de 1718 se volvieron a romper las relaciones por el irredentismo mediterráneo de la corte española. La tensión cedió cuando se registró la caída del mentor de todo, Alberoni (1719),
y cedieron, aunque sólo de momento, los planes revisionistas españoles. En septiembre de 1721 se volvió a abrir la nunciatura y el pontífice confirmó las concesiones del ajuste de 1717. La amenaza turca se renovó en diciembre de 1714 con la declaración de guerra a Venecia. El papa pidió ayuda a los soberanos católicos. Luis XIV, que murió poco después, no quiso romper su amistad con los turcos y el emperador Carlos VI, distraído en otros frentes, estuvo dudando. Los turcos se apoderaron de Morea y finalmente el emperador Carlos, satisfecho por los grandes subsidios concedidos sobre las rentas eclesiásticas y después de recibir garantías de que las posesiones italianas no serían invadidas por España, se decidió a firmar una alianza con Venecia (3 abril 1716), que en seguida dio resultados con la victoria del príncipe Eugenio de Saboya en Petrovardin en Hungría (5 agosto 1716) y el alejamiento de los turcos de Corfú. Siguieron otros pequeños triunfos de las flotas papal y veneciana antes de que el 16 de agosto de 1717 se librara en Belgrado la decisiva batalla, que forzó a los turcos a la paz de Passarowitz (1718), fin y remate de la potencia turca en Europa.

La condena del jansenismo.
A comienzos del siglo xviii volvió a reproducirse el conflicto jansenita. La obra Un caso de conciencia (1701) replanteó la cuestión de la licitud del silencio obsequioso: ¿se podía absolver a un eclesiástico que aceptase sólo externamente la interpretación que daba la Iglesia a las proposiciones contenidas en el libro de Jansenio? Algunos obispos y cuarenta doctores de la Sorbona contestaron afirmativamente. Clemente XI, a petición de Luis XIV, publicó entonces, en 1705, la bula Vineam Domini, ratificando las respuestas de Inocencio X y de Alejandro VIII, que rechazaban como subterfugio la teoría del silencio obsequioso y reivindicaban para la Iglesia el derecho a condenar no sólo las doctrinas, sino a los autores que las defendían. La lucha no cesó. La asamblea del clero francés del mismo año declaró que aceptaba la bula, pero a la vez sostenía que los decretos de Roma tenían valor obligatorio únicamente cuando los reconocían y admitían los obispos. La resistencia se hizo muy fuerte, sobre todo en Port-Royal, y de nuevo cayó el entredicho sobre el monasterio (1707), hasta que el rey, harto del ruido que producían unas pocas monjas, las sacó de clausura y derribó el monasterio. Mientras tanto el oratoriano Pascual Quesnel (1634-1719), que en Bruselas había recogido el último aliento de Antonio Arnauld, publicó a finales del si- glo XVII una obra sobre los Evangelios titulada Reflexiones morales, que a pe- sar de estar impregnada de ideas jansenistas obtuvo la aprobación del arzobis- po de París, Noailles. Clemente X, en 1675, y con mayor solemnidad Clemen- te XI, en 1708, prohibieron la obra, pero el arzobispo se negó a aceptar el decreto. Entonces la obra volvió a ser sometida en Roma a un examen riguroso, que terminó en una nueva y más solemne condena con la bula Unigenitus (1713), que censuraba en bloque más de cien proposiciones extraídas de las Reflexiones morales. La bula recogía de modo sistemático los diversos aspectos del jansenismo, condenando de forma definitiva e inequívoca la teoría de la predestinación de Jansenio, el rigorismo de Saint-Cyran y las tendencias reformadoras heterodoxas de todos los epígonos de Port-Royal. Noailles y otros obispos opusieron aún resistencia, alentados por la debilidad de la monarquía durante la regencia de Felipe de Orléans (1715-1723), indiferente y poco amigo de la Iglesia. Cuatro de ellos apelaron contra la bula al futuro concilio y el arzobispo de París, otros obispos, muchos eclesiásticos y ciertos miembros de la uni- versidad parisina, les imitaron en su gesto. Francia quedó dividida entre dos facciones: los «apelantes» y los que aceptaron la bula Unigenitus. Ante el peligro inminente de un cisma, Clemente XI, con la bula Pastoralis officii, excomulgó en 1718 a los apelantes y confirmó todos los documentos publicados hasta entonces contra el jansenismo. No faltaron intentos de resistencia, pero la muerte de Quesnel (1719) privó al jansenismo de su último jefe y la fuerza de su oposición quedó muy debilitada. El mismo gobierno quiso liquidar por motivos políticos el viejo y engorroso asunto e hizo registrar como ley del Estado la bula Unigenitus, estableciendo disposiciones severas contra los recalcitrantes. Diez años después, se plegó por completo Noailles. Así agonizó el jansenismo como movimiento dogmático y moral.

Las misiones y los ritos chinos.
En la historia de las misiones actuó Clemente XI con dudoso acierto (F. J. Montalbán, Historia de la misiones, Bilbao, 1952). En la controversia que desde principios del siglo xvii dividía a misioneros y aun a teólogos sobre la licitud de los ritos malabares y chinos, aprobados por Gregorio XV, prohibidos por Inocencio X y vueltos a aprobar por Alejandro VIII, llegaron a Roma quejas de una parte y otra que movieron a Clemente XI a tomar una decisión. Para evitar la condena los jesuítas lograron del emperador chino una declaración (preparada en realidad por los mismos padres), según la cual los honores que se tributaban a Confuncio y a los difuntos tenían un carácter meramente civil. Clemente XI no tuvo en cuenta este documento y prohibió en 1704 todos los ritos chinos, aunque, como estaba ya en camino hacia China un enviado suyo, Charles Tournon, no quiso publicar inmediatamente el decreto. Tournon no estuvo a la altura de la misión. En cuanto llegó a la India condenó los ritos malabares, como resabios de paganismo, y en China hizo lo mismo con los ritos chinos. Esta medida le grangeó la enemistad de los misioneros y le valió el enfrentamiento con el emperador, que se irritó al saber que el papa no había tenido en cuenta su declaración sobre el valor civil de los ritos en litigio. El emperador expulsó a Tournon de Pekín y dio orden de que en adelante sólo se tolerasen las actividades de los misioneros que reconocie- sen los ritos como lícitos. Tournon, en señal de protesta, condenó en enero de 1707 los ritos y murió poco después en Macao. Clemente XI aprobó lo hecho por su legado y ratificó en 1710 y de nuevo en 1715 solemnemente, con la bula Ex illa die, la prohibición de 1704. El emperador, enojado con Roma, expulsó de China a los misioneros, prohibió el culto cristiano y mandó destruir las iglesias católicas. De poco sirvió ya que Clemente XI enviara en 1721 a China otro legado, Mezzabarba, para reconciliarse con el emperador y hacer algunas concesiones a fin de superar las controversias de los misioneros sobre la compatibilidad de los ritos chinos con la religión cristiana. En Roma y en sus Estados el papa se interesó por la ciencia, la literatura y el arte; enriqueció la Biblioteca Vaticana con preciosos manuscritos orientales e impulsó los trabajos arqueológicos. Clemente XI murió el 19 de marzo de 1721 y fue enterrado en la basílica de San Pedro. A su muerte dejaba una sociedad que se movía fundamentalmente por la razón de Estado y que se abría, por un lado, hacia el laicismo y el regalismo o jurisdicionalismo, y por otro, hacia la tolerancia y el pluralismo confesional.


 


Inocencio XIII (8 mayo 1721 - 7 marzo 1724)
Miguel Ángel Conti nació en el palacio nobiliario de Poli (Palestrina) el 13 de mayo de 1655. Aunque vino al mundo en la campiña romana, se le consideró un papa romano. Hijo de Cario, duque de Poli, y de Isabel Muti, pertenecía a una de las familias de más rancia alcurnia de Roma, que había dado varios papas, entre ellos Inocencio III. Hizo sus primeros estudios en Ancona junto a su tío, obispo de la ciudad, y los continuó en el colegio romano de los jesuítas. Entró en la carrera curial y fue sucesivamente gobernador de Ascoli, Frosinone y Orvieto (1693). En 1695 fue nombrado nuncio en Suiza y en 1698 en Lisboa. Clemente XI le concedió la púrpura cardenalicia el 7 de junio de 1706 y le promovió al obispado de Osimo, primero, y Viterbo después. Durante unos años se ocupó del gobierno de su diócesis, pero en 1710 volvió a Roma por su delicada salud. El 31 de marzo de 1721 se encerraron en cónclave los cardenales para elegir al sucesor de Clemente XI. La mayoría de los purpurados habían sido creados por Clemente XI y en los primeros escrutinios el cardenal Paolucci, que había sido secretario de Estado del último pontífice, estuvo a punto de alcanzar los dos tercios de los votos necesarios para la elección. Ante esto el cardenal de Althan se apresuró a hacer público que el emperador ponía el veto a Paolucci. Eliminada esta candidatura, se pasaron casi seis semanas en debates y cabildeos, hasta que el 8 de mayo salió unánimemente proclamado papa el cardenal Conti, que tomó el nombre de Inocencio XIII en recuerdo del más glorioso de los Conti, Inocencio III. Contaba 66 años de edad y tenía una salud precaria. No cumplió tres años de pontificado y ningún hecho importante lo inmortalizó. Amante de la paz, trató de mantener buenas relaciones con los gobiernos. Para satisfacer las demandas del emperador Carlos VI (1711-1740), el 9 de junio de 1722, por la bula Inscrutabili illius, le concedió la investidura del reino de Nápoles y Sicilia (ésta había pasado a poder de Austria dos años antes, a cambio de Cerdeña). El emperador no quedó satisfecho con esto e hizo valer los privilegios de la monarchia sicula, aunque habían sido abrogados por Clemente X. Además, defendió con firmeza sus derechos a los ducados de Parma y Piacenza, como feudos del Imperio, que en 1731 pasarían al infante don Carlos de Borbón. El papa luchó por la recuperación del condado de Comacchio, ocupado por los imperiales en 1708, y que para la Santa Sede se había convertido en el símbolo de la intangibilidad del Estado eclesiástico. Pero las negociaciones fueron muy lentas e Inocencio XIII no llegó a ver la restitución, quse efectuó en 1725. Las relaciones con España fueron de calma relativa después del arreglo de 1720. El gobierno se preocupó por llevar a la práctica viejos proyectos reformistas, relegados en el concordato de 1717 a una acción posterior. Al fracasar la vía de abordarlos por medio de los clásicos concilios provinciales, el monarca optó por pedir a Roma los debidos decretos reformadores. El poderoso cardenal Belluga fue el protagonista de la realización de los planes reformistas, plasmados en la bula Apostolicl ministerii, expedida por Inocencio XIII en 1723 y confirmada por Benedicto XIII al año siguiente. El documento era una llamada a las reformas pendientes después de Trento y las cláusulas más rigurosas de la bula son las que anulan cualquier privilegio local o colectivo que pueda oponerse a lo decretado por el concilio. Repetidas veces fue acusado Inocencio XIII de simpatizar con los jansenistas y de estar en contra de la bula Unigénitas. Aprovechando este rumor, al mes de su elección, siete obispos franceses le enviaron una carta con durísimas críticas hacia la bula de Clemente XI, pidiendo su abolición. Pero el papa entregó la carta a la Inquisición, que la condenó e impuso a sus autores la aceptación pura y simple de la bula clementina. Inocencio XIII se mostró contrario a la actitud de los misioneros jesuítas de China en pro de los ritos chinos, y ordenó al secretario de la congregación De Propaganda Fide dirigir al general de la Compañía una durísima reprimenda, fundada en las calumniosas informaciones que sus detractores habían enviado a Roma. El general se defendió de las acusaciones diciendo que los misioneros jesuítas se habían ajustado en China a las normas pontificias, obedeciendo las órdenes del papa. Estos eran ya signos de la gran tormenta que descargaría sobre los jesuítas al cabo de pocos decenios. Inocencio XIII murió en Roma el 7 de marzo de 1724 y fue enterrado en la basílica de San Pedro. Para juzgarle equitativamente  es preciso tener presente su estado de enfermo crónico y la brevedad de su pontificado.



 

Benedicto XIII (29 mayo 1724 - 21 febrero 1730)
Personalidad y carrera eclesiástica.
Pedro Francisco Orsini nació en Gravina de Puglia (Bari) el 2 de febrero de 1650. Vástago de la noble familia de los Orsini-Gravina, que había dado a la Iglesia dos papas y un buen número de cardenales, a la muerte de su padre, el duque Felipe de Orsini, en cuanto primogénito recibió la investidura del ducado de Gravina. Pero poco después renunció a sus derechos y entró en los frailes dominicos, profesando en el convento romano de Santa Sabina. Estudió filosofía y teología en Nápoles y Bolonia y se ordenó sacerdote (1671). Poco después, ante las presiones familiares, Clemente X le concedió la púrpura cardenalicia (1672) y el 4 de enero de 1673 le nombró prefecto de la Congregación del Concilio y miembro de otras congregaciones romanas. Orsini consiguió librarse de estos encargos burocráticos y dedicarse a una actividad más en consonancia con su concepción religiosa. En 1675 se hizo cargo de la diócesis de Manfredonia, donde permaneció hasta 1680, en que promovió a Cesena. En ambas sedes trató de ser fiel reflejo del modelo episcopal trazado por el Concilio de Trento, haciendo la visita pastoral, celebrando sínodos, restaurando los seminarios, estableciendo instituciones de asistencia social, preocupándose por la disciplina del clero e impulsando la ense ñanza del catecismo. En 1686 se trasladó a la complicada diócesis de Benevento y, siguiendo la línea anterior, se ganó el respeto y la admiración. En la curia se miraba con respeto su trabajo pastoral, pero se dudaba de su capacidad para los asuntos políticos y diplomáticos, al permanecer al margen de las diferentes facciones del sacro colegio. El cónclave que siguió a la muerte de Inocencio XIII fue muy breve (20 a 29 de mayo de 1724). Ante la imposibilidad de sacar adelante la candidatura del candidato imperial (Piazza) o de las cortes borbónicas (Paolucci), los conclavistas se decidieron por el cardenal Orsini, que fue elegido papa el 29 de mayo de 1724. Quiso llamarse Benedicto XIV en memoria de Benedicto XI, dominico como él, pero advertido que el anterior Benedicto XIII (Pedro de Luna) no había sido papa legítimo, tomó el nombre de Benedicto XIII. Fue coronado el 4 de junio y el 24 de septiembre tomó posesión de San Juan de Letrán. El nuevo papa quiso gobernar la Iglesia como un pastor de almas, que es lo que trató siempre de ser, dando más importancia a la religión que a la política. Por eso, su actuación dejó perplejos a los contemporáneos y los juicios que luego se han emitido sobre su pontificado suelen ser críticos y negativos.

El gobierno de la Iglesia y la política eclesiástica.
En el gobierno de la Iglesia quiso rodearse de personas de su confianza y trajo muchos colaboradores de su diócesis, que no tardaron en aprovecharse de la situación, como hizo el secretario Nicolás Coscia, que ejerció sobre él una influencia nefasta. A pesar de la oposición de los cardenales, Benedicto XIII lo incorporó al sacro colegio y le confirió una posición similar a la que antes ocupaba el cardenal nepote. Coscia abusó descaradamente de la confianza del papa y llegó a ser detestado por todos; pero él administraba en su favor las finanzas pontificias, colocaba a sus amigos en los puestos de importancia y ejercía un maléfico influjo incluso en la Secretaría de Estado, que dirigía el experimentado cardenal Paolucci. Con tal de atesorar más y más, no tenía inconveniente en defraudar a la Cámara apostólica y dejarse sobornar por los gobiernos extranjeros. En vano se intentó abrir los ojos al papa con hechos y dichos; al bueno del pontífice le parecían calumnias. Hubo que esperar al pontificado siguiente para que la fuerza de la justicia cayera sobre la cabeza del indigno cardenal. En el plano de la política eclesiástica, la actuación de Benedicto XIII ha sido juzgada de forma negativa por las excesivas concesiones que hizo a los monarcas. El concordato que firmó con Víctor Amadeo II de Saboya (1685-1730), rey de Cerdeña, en 1727, a costa de muchas concesiones jurisdiccionales (le concedió el derecho de presentación de todas las iglesias, catedrales, abadías y prioratos), fue duramente criticado por sus detractores. Pero quizá no se valoró suficientemente que muchas sedes de Cerdeña y del Piamonte estaban privadas de pastor y el papa trató de crear unas condiciones que normalizaran la vida
eclesial. Más grave fue, el negocio de la monarchia sicula. Siendo cardenal el papa había firmado la bula de Clemente XI suprimiendo la supuesta legación apostólica del rey de Sicilia. Sin embargo, ahora, después de muchas propuestas y contrapropuestas de Viena y Roma, se llegó a la redacción de la bula Fideli ac prudenti (3 agosto 1728), en la que no se abrogaba expresamente la constitución de Clemente XI, pero se concedían al emperador tales privilegios que podían darse por satisfechos los defensores de la monarchia sicula, pues se afirmaba que «todas las causas pertinentes al foro eclesiástico, a excepción de las más importantes, no sean examinadas en otra parte que en Sicilia, y pueda el emperador señalar y delegar un juez supremo que decida en cada caso con autoridad eclesiástica». En contrapartida el papa consiguió que por fin el emperador restituyera a la Santa Sede el condado de Comacchio (1725). Benedicto XIII cuidó mucho más su función pastoral y religiosa. Para celebrar con el mayor esplendor posible el jubileo de 1725, el papa lo preparó con diligencia y quiso participar personalmente en la visita de las cuatro basílicas romanas. La ciudad de Roma pudo mostrar a los peregrinos la incomparable escalinata que desde la plaza de España se había construido hasta la iglesia de la Trinitá dei Monti. Además, para realzar la dimensión religiosa del año santo, convocó un concilio provincial en San Juan de Letrán, al que acudieron 78 obispos, que él mismo inauguró y propuso como modelo a imitar por los obispos en sus diócesis a fin de llevar a cabo la reforma eclesiástica. Para la mejor formación de los clérigos fomentó la fundación o el buen funcionamiento de los seminarios tridentinos. Prestó su ayuda a las órdenes religiosas, favoreciendo particularmente a los dominicos y a los jesuítas. Devoto como era del culto a los santos, canonizó a santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606), arzobispo de Lima; san Juan de la Cruz (1542-1591), reformador del Carmelo; san Luis Gonzaga (1568-1591), san Estanislao de Kostka (1550-1568), etc. El anciano pontífice disfrutó de buena salud hasta principios de 1730, en que cumplió 82 años, luego le aquejaron unas fiebres y, en pocos días, se lo llevaron. Murió en Roma el 21 de febrero de 1730 y fue enterrado en la iglesia de Santa María sopra Minerva. Los historiadores no le han dedicado mucha atención. Todos coinciden en afirmar que el suyo fue un pontificado religioso. «Fue uno de los papas más devotos y humildes, pero no basta ser un óptimo fraile para ser también un excelente papa.»



 

 

Clemente XII (12 julio 1730 - 8 febrero 1740)
Personalidad y carrera eclesiástica.
Lorenzo Corsini nació en Florencia el 7 de abril de 1652. Miembro de una rica familia de mercaderes y banqueros establecida en Florencia desde el medievo, era hijo de Bartolomé Corsini e Isabel Strozzi. Después de estudiar con los jesuítas en Florencia, marchó a Roma para completar sus estudios en el colegio romano. Cuando su tío, el cardenal Neri, fue nombrado obispo de Arezzo en 1672, Lorenzo dejó Roma y se trasladó a Pisa, donde obtuvo el doctorado en ambos derechos. Muerto su tío en 1677, permaneció en Florencia hasta la muerte de su padre en 1685. Luego volvió a Roma y desarrolló una rápida carrera eclesiástica en la curia. Después de comprar los cargos de regente de la Cancillería (1686) y clérigo de la Cámara apostólica (1689), fue nombrado por Alejandro VIII prefecto de la Signatura de gracia (8 febrero 1690), arzobispo titular de Nicomedia el 10 de abril y nuncio apostólico en Viena el 1 de julio. Al ser rechazado por la corte imperial, continuó en Roma. En 1695 fue designado tesorero y colector general de la Cámara apostólica y, a excepción de la breve misión que desempeñó en el verano de 1704 en Ferrara para solucionar unas divergencias con el Imperio, estuvo al frente de la administración financiera de la Santa Sede hasta 1707 y aplicó una política netamente mercantilista. Creado cardenal presbítero del título de Santa Sabina el 17 de mayo de 170por Clemente XI, fue miembro de diferentes congregaciones. En 1710 fue designado camarlengo del sacro colegio y en 1725 cardenal obispo de Frascati. Formó la célebre biblioteca Corsini, que puso a disposición de los eruditos en el palacio Pamphili de la plaza Navona, donde habitó desde 1713, y desplegó un espléndido mecenazgo. El cónclave que se abrió a la muerte de Benedicto XIII (1730) duró cinco meses largos, desde el 6 de marzo hasta el 12 de julio. A punto estuvo de ceñir la tiara el cardenal Imperiali, candidato de los zelantes, pero el cardenal Bentivoglio, en nombre de España (a quien luego se adhirió Francia) le puso el veto. Como ningún partido era bastante poderoso para imponer su candidatura, las negociaciones se prolongaron tanto que varios cardenales murieron y otros enfermaron gravemente. Los comienzos del calor y la actitud del cardenal Alvaro Cienfuegos, que se adhirió con todos los imperiales a los electores del cardenal Corsini, provocó la precipitada elección de este último el 12 de julio de 1730. Escogió el nombre de Clemente XII en memoria de Clemente XI, que le había nombrado cardenal, y unos días después se ciñó con gran solemnidad la tiara, mientras que la toma de posesión de San Juan de Letrán la retrasó hasta el 19 de noviembre. A pesar de que el nuevo papa contaba 78 años de edad, su viveza intelectual se conservaba fresca; solamente la gota, acompañada de fiebre, empezó pronto a atormentarle las manos y los pies; su vista era débil y a los dos años de pontificado quedó completamente ciego, por lo que había que guiarle la mano para que pudiera firmar los documentos. Aunque siguió ocupándose intensamente de los asuntos de gobierno, su salud era cada vez peor y su sobrino Neri Corsini, creado cardenal el 14 de agosto de 1730, tuvo que desempeñar un papel preponderante, aunque demostró más interés por las artes y las letras que por la política.
El gobierno de la Iglesia.
Una de las primeras medidas que tomó Clemente XII fue reparar los daños del pontificado anterior. Encontró las finanzas arruinadas y nombró una comisión que tratase de sanearlas, y como pronto se descubrieron los abusos y la mala administración del cardenal Coscia se le llamó a Roma, pero él escapó a Nápoles y se puso bajo la protección del emperador, lo que indignó al papa, que le privó de todos sus privilegios y le secuestró las rentas de sus beneficios. Ante la amenaza de excomunión, volvió a Roma y, después de un largo proceso, en 1733 le condenaron a diez años de prisión en el castillo de Sant'Angelo. También encomendó el papa a una congregación de cardenales la revisión del concordato firmado con el rey de Cerdeña en 1727, al descubrir que los negociadores pontificios se habían dejado sobornar para hacer mayores concesiones al rey. Se comunicó al rey que las graves irregularidades que se habían cometido en la negociación del concordato lo hacían inválido, pero ni el monarca ni su ministro Ormea, principal autor del concordato, quisieron escuchar al papa, y las relaciones entre Roma y Turín se hicieron difíciles, aunque se suavizaron un poco en 1736, cuando el ministro sardo mandó arrestar al mayor enemigo de Roma en Italia, el escritor napolitano Giannone, desterrado de Nápoles y excomulgado. En el terreno de la política eclesial, Clemente XII estuvo aún más expuesto que sus predecesores a los ataques contra el Estado pontificio por parte de los gobiernos, que postergaron los derechos de la Santa Sede y las inmunidades eclesiásticas. A la muerte del duque de Parma, Antonio Farnese (1731), el papa decretó el retorno de Parma y Piacenza al dominio de la Santa Sede, pero ocupados por las tropas del infante español Carlos de Borbón, permanecieron en su poder hasta 1735 que pasaron a los austríacos. El destino de los ducados fue decidido por las potencias europeas sin tener en cuenta los derechos y las protestas pontificias. Lo mismo ocurrió cuando el infante Carlos, aprovechando la guerra de sucesión polaca (1733-1735), conquistó en 1734 el reino de Nápoles y en la paz de Viena (1735) se le confirmó la posesión del reino de las Dos Sicilias sin tener en cuenta los derechos del papa, que además se veía obligado a ceder Parma y Piacenza al emperador. Las relaciones del papado con España se deterioraron por la política italiana de Felipe V en favor de su hijo Carlos. El trasiego de tropas españolas por el Estado pontificio, los reclutamientos de soldados y la negativa del papa a conceder la investidura del reino de Nápoles a Carlos de Borbón, desembocaron en una nueva ruptura de las relaciones diplomáticas entre Roma y Madrid en 1736. La ruptura --y la práctica ocupación de Roma por fuerzas españolas-- fue el medio que aprovechó Madrid para forzar un convenio ventajoso. En el forcejeo se desató el furor regalista, alentado por el ministro Patino (1666-1736) y el obispo Gaspar Molina, presidente del Consejo de Castilla. Las negociaciones acabaron con la firma de un concordato el 26 de septiembre de 1737, que no satisfizo a ninguna de las partes. En Roma lo consideraron gravoso y en España disgutó a gran parte del clero y no agradó a los regalistas del Consejo. No resolvió ninguna de las grandes cuestiones sobre reservas, dispensas, espolios, pensiones y coadjutorías, y la controversia sobre el derecho de patronato real quedó aplazada. El concordato de 1737 sólo sirvió para restablecer las relaciones, conceder la investidura de Nápoles a Carlos de Borbón e imponer un crecido subsidio sobre las rentas del clero. Clemente XII tuvo que hacer frente a las primeras escaramuzas del jurisdicionalismo, reforzó la posición de la Iglesia contra los jansenistas y, siguiendo el ejemplo de algunos príncipes, condenó la masonería con la bula In eminentí (28 abril 1738), prohibiendo a todos sus súbditos pertenecer a ella o asistir a sus conventículos bajo pena de excomunión. A pesar de los apuros financieros del Estado de la Iglesia, el papa desarrolló un importante mecenazgo. Mandó construir en la cima del Quirinal el palacio de la Consulta, como sede del tribunal pontificio, y encargó a Nicolás Salvi la Fontana di Trevi, que no se terminará hasta 1762; hizo reestructurar el pórtico de Santa María la Mayor y levantó la imponente fachada de San Juan de Letrán, según el proyecto del arquitecto Galilei. En esta basílica construyó una capilla familiar en honor de san Andrés Corsini, en la que hoy se puede contemplar su sepulcro. Interesado por la cultura, enriqueció la Biblioteca Vaticana y encargó de la misma al sabio cardenal Quirini; en el Capitolio instaló el primer museo de escultura y antigüedades europeas y lo abrió al público. Murió Clemente XII el 6 de febrero de 1740, a los 87 años de edad, y fue sepultado en su capilla de San Juan de Letrán.

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