viernes, 21 de septiembre de 2012

mal de escuela

—¡Los profes nos comen el tarro, señor!
—Te equivocas. El tarro te lo han comido ya. Los profesores intentan devolvértelo.
Mantuve esta conversación en un instituto técnico de la región de Lyon. Para llegar al centro tuve que atravesar una tierra de nadie plagada de almacenes de todo tipo, donde no me crucé con alma viviente. Diez minutos caminando entre altos muros ciegos, silos de hormigón con cubiertas de fibrocemento, era el hermoso paseo matinal que la vida ofrecía a los alumnos alojados en las colmenas de los alrededores.
¿De qué hablamos aquel día? De la lectura, claro, de la escritura también, del modo como se les ocurren las historias a los novelistas, de lo que significa la palabra «estilo» cuando no la conviertes en sinónimo de «como», de la noción de personaje y la noción de persona, del bovarysmo por consiguiente, del peligro de recurrir demasiado a él una vez cerrada la novela (o vista la película), de lo real y lo imaginario, de aquel al que hacen pasar por otro en los reality shows, cosas todas ellas que apasionan a los alumnos de todo tipo en cuanto se lo plantean con seriedad... y, más generalmente, hablamos de su relación con la cultura. Veían por primera vez a un escritor, claro está, ninguno de ellos había asistido jamás a una representación teatral y muy pocos habían llegado hasta Lyon. Cuando les pregunté la razón, la respuesta no se hizo esperar:
—¡Eh! ¡No vamos a ir hasta allí para que nos traten de chulos todos aquellos bufones!
El mundo, en suma, estaba en orden: la ciudad tenía miedo de ellos y ellos temían el juicio de la ciudad... Como muchos jóvenes de esta generación, chicos y chicas, eran en su mayoría tan altos que parecían haber crecido entre los muros de los almacenes en busca del sol. Algunos iban a la moda –a su moda, creían, aunque uniformemente planetaria– y todos forzaban ese acento propagado por el rap que adoptan incluso los jóvenes bufones más al día del centro de las ciudades a las que ellos no se atrevían a ir.
Acabamos hablando de sus estudios.
En ese estadio de la conversación intervino el Maximilien de turno. (Sí, he decidido dar a todos los zoquetes de este libro, zoquetes de arrabal o zoquetes de los barrios elegantes, ese hermoso nombre superlativo.)
—¡Los profes nos comen el tarro!
Era visiblemente el zoquete de la clase. (Y habría mucho que decir sobre este adverbio, «visiblemente», pero lo cierto es que los zoquetes se descubren muy pronto en un aula. En todas las que me invitan, centros de lujo, institutos técnicos o colegios de un arrabal cualquiera, los Maximilien pueden reconocerse por la atención crispada o la mirada exageradamente benévola que les lanza el profesor cuando toman la palabra, por la sonrisa anticipada de sus compañeros y por un no sé qué desplazado en su voz, un tono de excusa o una vehemencia algo vacilante. Y cuando callan –Maximilien calla a menudo–, los reconozco por su silencio inquieto u hostil, tan distinto del silencio atento del alumno que capta. El zoquete oscila perpetuamente entre la excusa de ser y el deseo de existir a pesar de todo, de encontrar su lugar, imponerlo incluso, aunque sea con violencia, que es su antidepresivo.)
—¿Qué significa que los profes os comen el tarro?
—¡Nos comen el tarro, y punto! ¡Con sus cosas, que no sirven para nada!
—¿Qué cosas no sirven para nada, por ejemplo?
—Bueno, todo. Las... asignaturas. ¡La vida no es eso! –¿Cómo te llamas?
—Maximilien.
—Pues bien, te equivocas, Maximilien, los profes no te comen el tarro, intentan devolvértelo. Porque el tarro te lo han comido ya.
—¿Que me han comido el tarro?
—¿Qué es eso que llevas en los pies?
—¿En los pies? Llevo mis N, señor. –Y aquí el nombre de la marca.
—¿Tus qué?
—Mis N, ¡llevo mis N!
—¿Y qué es eso de tus N?
—¿Cómo que qué es? ¡Son mis N!
—Como objeto, quiero decir, ¿qué son como objeto?
—¡Son mis N!
Y puesto que no se trataba de humillar a Maximilien hice de nuevo la pregunta a los demás:
—¿Qué es lo que Maximilien lleva en los pies?
Hubo intercambio de miradas, un silencio turbado; acabábamos de pasar más de una hora juntos, habíamos discutido, reflexionado, bromeado, nos habíamos reído mucho, les habría gustado ayudarme, pero era preciso admitir que Maximilien tenía razón:
—Son sus N, señor.
—De acuerdo, ya lo he visto, sí, son unas N, pero como objeto, ¿qué son como objeto?
Silencio.
Luego, de pronto, una muchacha:
—¡Ah! ¡Sí, corno objeto! Bueno, ¡son zapatillas deportivas!
—Eso es. ¿Y hay un nombre más general que «zapatillas deportivas» para designar este tipo de objeto?
—¿Cal... calzado?
—Eso es, son zapatillas deportivas, un tipo de calzado, bambas, chanclas, tenis, zuecos, lo que queráis, ¡pero no unas N! N es su marca y la marca no es el objeto.
Pregunta de su profesora:
El objeto sirve para caminar, ¿para qué sirve la marca?
Una bengala ilumina el fondo de la clase:
—¡Para fardar, señora!
Risotada general.
La profesora:
—Para hacerse el vanidoso, sí.
Nueva pregunta de la profe, que señala el jersey de otro muchacho.
Y tú, Samir, qué es eso que llevas?
La misma respuesta instantánea:
—¡Mi L, señora!
Aquí fingí una agonía atroz, como si Samir acabara de envenenarme y estuviera muriéndome en directo, ante ellos, cuando otra voz gritó riendo:
—¡No, no, es un jersey! Ya está, señor, no se muera, es su jersey, ¡su L es un jersey!
Resurrección:
—Sí, es su jersey, y aunque «jersey» sea una palabra de origen inglés, ¡siempre será mejor que una marca! Mi madre habría dicho su pullover, y mi abuela hablaría de calceta, una vieja palabra, «calceta», pero siempre es mejor que una marca, porque son las marcas, Maximilien, las que os comen el tarro, ¡no los profes! Son vuestras marcas las que os comen el tarro: ¡lo de mis N, mi L, mi T, mi X y mis Y! Os comen el tarro, devoran vuestro dinero, os roban las palabras y os arrebatan el cuerpo también, como un uniforme, os convierten en publicidad viva, ¡como los maniquíes de plástico de las tiendas!
Les cuento entonces que, en mi infancia, había hombres-anuncio y que me acordaba aún de uno de ellos, en la acera, frente a mi casa, un anciano metido entre dos carteles que alababan una marca de mostaza:
—Las marcas lo están haciendo con vosotros.
Maximilien, que no es tonto:
—¡Salvo que no nos pagan!
Intervención de una muchacha:
—No es cierto, a las puertas de los institutos, en la ciudad, eligen a algunos cabecillas, a vacilones de primera, y les maquean gratis para que farden en clase. La marca les entra por los ojos a los colegas y la cosa hace vender.
Maximilien:
—¡Guay!
Su profesora:
—¿A ti te lo parece? A mí me parece que vuestras marcas cuestan muy caras, pero que valen mucho menos que vosotros.
Sigue una discusión en profundidad sobre las nociones de coste y de valor, no los valores venales, los otros, los famosos valores, aquellos cuyo sentido, según dicen, ellos han perdido...
Y nos separamos tras una pequeña mani verbal: «¡Liberad las palabras! ¡Liberad las palabras!», hasta que todos sus objetos familiares, calzado, mochila, bolígrafo, jersey, anorak, walkman, gorro, teléfono, gafas, hayan perdido sus marcas para recuperar su nombre.

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