sábado, 22 de septiembre de 2012

mal de escuela ... otra vez?

—¿Pondrá nota, señor?
Estaba la cuestión de las notas, naturalmente.
Una cuestión capital la de las notas si se desea emprenderla con el pensamiento mágico y, al hacerlo, luchar contra el absurdo.
Sea cual sea la materia que enseñe, un profesor descubre muy pronto que a cada pregunta que hace, el alumno interrogado dispone de tres respuestas posibles: la acertada, la errónea y la absurda. Yo mismo abusé bastante del absurdo durante mi escolaridad. «¡Hay que reducir el quebrado a común denominador!», o más tarde: «Seno de b partido por seno de a, simplificarnos el seno y queda b partido por a». Uno de los malentendidos de mi escolaridad se debe sin duda al hecho de que mis profesores evaluaban como erróneas mis respuestas absurdas. Yo podía responder cualquier cosa, solo tenía algo garantizado: ¡me pondrían una nota! Por lo general, un cero. Era algo que yo había comprendido muy pronto. Y ese cero era el mejor modo de que te dejaran en paz. Provisionalmente, al menos.
Ahora bien, la condición sine qua non para liberar al zoquete del pensamiento mágico es negarse categóricamente a evaluar su respuesta si es absurda.
Durante nuestras primeras sesiones de corrección gramatical, aquellos de mis «especiales» que se pretendían abonados al cero no eran precisamente avaros en respuestas absurdas. En cuarto, por ejemplo, el amigo Sami.
—Sami, ¿cuál es el primer verbo conjugado de la frase?
–Alcaldía, señor, es alcaldía.
—¿Por qué dices que alcaldía es un verbo?–¡Porque termina en ía!
—¿Y cómo será el infinitivo?
—¿...?
—¡Venga, vamos! ¿Cómo es el infinitivo? ¿Un verbo de la tercera conjugación? ¿El verbo alcaldir? ¿Yo alcaldío, tú alcaldías, él alcaldía?
—…
La respuesta absurda se distingue de la errónea en que no procede de ningún intento de razonamiento. Suele ser automática, se limita a un acto reflejo. El alumno no comete un error, responde cualquier cosa a partir de un indicio cualquiera (aquí, la terminación ía). No responde a la pregunta que se le hace, sino al hecho de que se la hagan. ¿Esperan de él una respuesta? Pues la da. Acertada, errónea, absurda, no importa. Por lo demás, en los comienzos de su vida escolar pensaba que la regla del juego consistía en responder por responder, brincaba de su silla levantando el dedo y vibrante de impaciencia: «Yo, yo, señorita, ¡lo sé! ¡Lo sé!» (¡existo!, ¡existo!) y respondía cualquier cosa. Pero nos adaptamos muy pronto. Sabemos que el profesor espera de nosotros una respuesta acertada. Y resulta que no la tenemos en el almacén. Ni siquiera una errónea. No tenernos ni idea de lo que hay que responder. Apenas si hemos comprendido la pregunta que nos hacen. ¿Puedo confesárselo a mi profe?
¿Puedo decidirme por el silencio? No. Mejor será responder cualquier cosa. Con ingenuidad, si es posible. ¿No he acertado, señor? Crea que lo lamento. Lo he intentado y he fallado, eso es todo, póngame un cero y sigamos siendo amigos. La respuesta absurda constituye la diplomática confesión de una ignorancia que, a pesar de todo, intenta mantener un vínculo. Naturalmente, puede expresar también un acto de rebelión tipificado: me toca las narices, este profe, poniéndome entre la espada y la pared. ¿Acaso yo le hago preguntas?
En todos los casos posibles, evaluar esta respuesta –corrigiendo un examen escrito, por ejemplo– es acceder a evaluar cualquier cosa y por consiguiente cometer uno mismo un acto pedagógicamente absurdo. Aquí, alumno y profesor manifiestan más o menos conscientemente el mismo deseo: la eliminación simbólica del otro. Al responder cualquier cosa a la pregunta que mi profesor me hace, dejo de considerarle como un profesor, se convierte en un adulto al que cortejo o al que elimino por medio del absurdo. Al aceptar tomar por erróneas las respuestas absurdas de mi alumno, dejo de considerarle un alumno, se convierte en un sujeto fuera de contexto al que relego al limbo del cero perpetuo. Pero al hacerlo, me anulo a mí mismo como profesor; mi función pedagógica cesa ante esa chica o ese chico que, a mi modo de ver, se niegan a desempeñar su papel de alumno. Cuando tenga que rellenar su boletín escolar, siempre podré alegar que les falta base. ¿No carece por completo de base un alumno que confunde el sustantivo «alcaldía» con un verbo de la tercera conjugación? Sin duda. Pero un profesor que finge considerar como errónea una respuesta tan manifiestamente absurda, ¿no haría mejor dedicándose también a un juego de azar? Al menos solo perdería su dinero, y no se jugaría la escolaridad de sus alumnos.
Porque al zoquete el limbo del cero ya le está bien (o eso cree). Es una fortaleza de la que nadie podrá desalojarle. La refuerza acumulando absurdos, la decora con explicaciones que varían según su edad, su humor, su medio y su temperamento: «Soy demasiado tonto», «Nunca lo conseguiré», «El profe no puede ni verme», «Le odio», «Me comen el tarro», etcétera; desplaza la cuestión de la instrucción al terreno de las relaciones personales donde todo se convierte en cosa de susceptibilidades. Algo que también hace el profesor, convencido de que el alumno lo hace adrede. Pues lo que impide al profesor considerar la respuesta absurda un efecto devastador del pensamiento mágico es, muy a menudo, la sensación de que el alumno le está tomando el pelo a conciencia.
Entonces el maestro se encierra en su lo particular: «Con este no lo conseguiré nunca».
Ningún profesor está exento de este tipo de fracaso. Guardo de ello profundas cicatrices. Son mis fantasmas familiares, los rostros flotantes de aquellos alumnos a quienes no supe extraer de su lo, y que me encerraron en el mío:
—Esta vez, realmente, no puedo conseguirlo.

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