miércoles, 12 de junio de 2019

Jesús toma vacaciones

El Señor nos había enviado a predicar por los pueblos y ciudades de la región y cumplimos la tarea como Él quiso, "sin bolsa, sin alforjas, sin calzado". Nuestra única arma era la fe, la confianza en la palabra que debíamos sembrar y en el poder sanador del Maestro. Fueron días inolvidables; duros, pero fecundos. La cosecha superó todas nuestras previsiones.
De regreso a casa, estábamos exhaustos pero también eufóricos.
—¡Hasta los demonios se nos sometían en tu nombre! —dijimos al Señor—.
Jesús nos escuchó como si no lo supiera todo, como si no hubiera sido Él el único sembrador, y nosotros sólo el brazo que lanzaba la semilla.
 Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, estaban especialmente entusiasmados:
—¡Hemos de continuar predicando y curando enfermos! Hay miles de personas que nos necesitan, ¿Verdad, Maestro?
Jesús nos fue mirando uno a uno: Pedro, cansado y silencioso, reposaba la cabeza en una especie de almohadón junto a su hermano Andrés; Mateo, en un rincón de la estancia, trataba de reparar la suela de su sandalia, desgastada de tanto trajín; Judas, taciturno como siempre, contaba las monedas de la bolsa pensando, sin duda, que no teníamos suficiente para el almuerzo.
 —Habéis trabajado mucho —dijo por fin Jesús—, y ni siquiera hemos podido reunirnos para comer. Vayámonos todos a un lugar solitario al otro lado del lago para descansar un poco.
Pedro, Juan y Andrés salieron a preparar las barcas mientras Judas y Natanael iban a buscar agua y comida en la aldea vecina. Yo fui eligiendo unos cuantos peces de los que cayeron en la red la noche anterior.
La mar estaba en calma. El sol, en lo más alto, plateaba las aguas del lago. La brisa fresca de levante traía aromas de primavera y parecía dar nuevo vigor a nuestros brazos, que remaban sin apenas fatiga. Alguien entonó una canción —quizá fue Jesús—. Así comenzaron nuestras vacaciones, las primeras junto al Maestro y las más alegres de nuestra vida.
Descansar con Jesús. Ése es el secreto… Es cierto que aquellas vacaciones fueron muy breves. Al otro lado del lago nos esperaba una multitud, y el Señor, lleno de compasión, prolongó la tertulia hasta la caída del sol. Luego tuvimos el enorme privilegio de repartir entre la gente los panes y los peces que brotaban de las manos del Maestro.

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