Le tuvieron lástima al Matungo, que ya no podía con los huesos, y en pago
de sus doce años de tiro lo soltaron para siempre en un alfalfar florido. El
alfalfar era un edén caballuno, extenso y jugoso, y Matungo no tenía más que
hacer que comer a gusto y tumbarse en la sombra a descansar después, mirando
estáticamente revolotear sobre el lago verde y morado las maripositas blancas y
amarillas.
Y sin embargo Matungo no engordó. Era
muy viejo ya y tenía los músculos como tientos. Echó panza sí, una barriga
estupenda, pero fuera de allí no aumentó ni un gramo, de suerte que daba al
verlo, hundido en el pastizal húmedo hasta las rodillas, la impresión ridícula
de un perfil de caballete sosteniendo una barriga como un odre.
-¡Qué raro!
-No crea. Lo mismo le pasa a mucha
gente. Al que lee mucho y estudia poco, al que come en grande y no digiere, al
que reza y no medita, al que medita y no obra.
Flacos y barrigones.
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