Cuento popular. Adaptación del cuento anónimo de la India
Hace muchos años, en la India, vivía un rey ya mayor que veía que su vida se acercaba a su fin. Un día, mandó llamar a su consejero espiritual, pues era un hombre sabio y noble en quien confiaba.
– Siéntate, querido amigo. He pedido que vengas porque quiero pedirte un último deseo. Las canas cubren mi cabeza y apenas me quedan fuerzas para dirigir este reino.
– Hable, señor, sabe que puede contar conmigo para lo que sea.
El rey se agachó y cogió una caña de bambú que tenía a su lado.
– ¿Ves lo que sostengo en las manos? Quiero que viajes a lo largo y ancho de mi reino y cuando encuentres a la persona más tonta, le entregues esta caña.
– Majestad, la misión que me pide es complicada…
– Lo sé, pero dispones de todo el tiempo que quieras. Confío en tu criterio y sé que sabrás distinguir a esa persona entre los miles de habitantes que pueblan mis territorios.
– Muy bien, señor, haré lo que pueda. Mañana mismo partiré.
El fiel consejero del rey se levantó con las luces del alba y, con la caña de bambú a cuestas, inició un viaje que le llevó a recorrer el reino palmo a palmo. Visitó pequeñas aldeas para charlar con cada uno de los campesinos que trabajaban en el campo, saludó a las buenas gentes del mar en cada pueblo de pescadores al que llegó, y en las grandes ciudades, habló con comerciantes y personas de toda condición, desde el hombre más humilde a los más altos gobernantes de la región. Por mucho que buscó, no encontró a nadie al que pudiera nombrar el más tonto de todos.
Tras varias semanas viajando sin éxito, el consejero decidió que era hora de volver a casa y contarle al rey que no había logrado llevar a cabo el encargo que le había encomendado.
Con cierto temor, se presentó en palacio con la caña de bambú. Le informaron que el monarca se encontraba recluido en su habitación debido a que su salud había empeorado mucho durante los últimos días. El consejero fue a visitarle y, entre la penumbra, distinguió a un rey marchito, muy delgado y que ya casi no podía moverse. El anciano agotaba sus últimas horas de vida. Se sentó en el borde de la cama para estar cerca de él y apretó su pálida y huesuda mano con fuerza. El monarca, con voz quebrada, le habló.
– Amigo mío… Mis días se terminan y me siento muy mal.
– ¿Por qué se siente así, señor?
– ¿Sabes?… Durante toda mi vida he acumulado muchísima riqueza y no quiero irme dejando los tesoros que tengo en este mundo ¡Quiero llevármelo todo conmigo!
El consejero no dijo nada. Sólo le miró y le entregó la caña de bambú.
La caña de bambú - Cuentos populares del mundo.
(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA
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viernes, 14 de junio de 2019
sábado, 6 de abril de 2019
El ciervo, el manantial y el león
Adaptación de la fábula de Esopo.
una vez un joven ciervo que vivía plácidamente en lo más profundo de un frondoso bosque. La historia cuenta que una tarde de muchísimo calor, comió unos cuantos brotes tiernos que había en un arbusto y después salió a dar un paseo.
El sol achicharraba sin compasión y de pronto se sintió agobiado por la sed. Olfateó un poco el aire para localizar el manantial más cercano y se fue hasta él caminando despacito. Una vez allí, bebió agua fresca a grandes sorbos.
– ¡Qué delicia! ¡No hay nada mejor que meter el hocico en el agüita fría los días de verano!
Cuanto terminó de refrescarse cayó en la cuenta de que el agua transparente del manantial le devolvía su propia imagen. Por lo general solía beber en pequeños charcos no demasiado limpios, así que nunca había tenido la oportunidad de contemplar su figura con claridad.
¡La sensación de verse reflejado en ese gran espejo le encantó! Se miró detenidamente desde todos los ángulos posibles y sonrió con satisfacción. Como la mayoría de los venados, era un animal muy hermoso, de suave pelaje pardo y cuello estilizado.
– ¡La verdad es que soy bastante más guapo de lo que pensaba! ¡Y qué astas tan increíbles tengo! Sin duda es la cornamenta más bella que hay por los alrededores.
El ciervo, presumido, observó su cabeza durante buen rato; después, se inclinó un poco y posó la mirada sobre el reflejo de sus patas, debiluchas y finas como cuatro juncos sobre un arroyo. Un tanto decepcionado, suspiró:
– Con lo grande y poderosa que es mi cornamenta ¿cómo es posible que mis zancas sean tan escuálidas? Parece que se van a romper de un momento a otro de lo largas y delgadas que son ¡Ay, si pudiera cambiarlas por las gordas y robustas patas de un león!
Estaba tan fascinado mirando su cuerpo que no se dio cuenta de que un león le vigilaba escondido entre la maleza hasta que un espantoso rugido retumbó a sus espaldas. Sin echar la vista atrás, echó a correr hacia la llanura como alma que lleva el diablo.
Gracias a que dominaba a la perfección la carrera en campo abierto y a que sus patas eran largas y ágiles, consiguió sacar una gran ventaja al felino. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, se metió de nuevo en el bosque a toda velocidad.
¡Qué gran error cometió el cérvido! La que parecía una zona segura se convirtió en una gran trampa para él ¿Sabes por qué? Pues porque sin darse cuenta pasó bajo una arboleda muy densa y su enorme cornamenta se quedó prendida en las ramas más bajas.
Angustiado, comenzó a moverse como un loco para poder desengancharse. Su intuición le decía que el león no andaba muy lejos y su desesperación fue yendo en aumento.
– ¡Oh, no puede ser! ¡O consigo soltarme o no tengo salvación!
No se equivocaba en absoluto: por su derecha, el león se aproximaba sin contemplaciones. Pensó que tenía una única oportunidad y tenía que aprovecharla.
– ¡Ahora o nunca!
Aspiró profundamente e hizo un movimiento fuerte y seco con la cabeza. Podía haberse roto el cuello del tirón, pero por suerte, el plan funcionó: las ramas se partieron y quedó libre.
– ¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí! ¡Ahora tengo que largarme de este bosque como sea!
Corrió de nuevo hacia la llanura, donde no había árboles, y esta vez sí se perdió en la lejanía. Cuando el león salió del bosque y apareció en el claro, el único rastro que quedaba del ciervo era el polvo blanquecino levantado durante la huida. El león gruñó y regresó junto a la manada;
Mientras, el ciervo, muy lejos de allí, se sentía muy feliz ¡Se había salvado por los pelos! Jadeando y muerto de sed, buscó otro manantial de aguas frescas y lo encontró. Cuando terminó de beber, se quedó mirando su cara y su cuerpo, pero ahora, después de lo sucedido, su pensamiento era muy diferente.
– ¡Qué equivocado estaba! Me quejaba de mis patas larguiruchas y flacas pero gracias a ellas pude salvar el pellejo; en cambio, mi preciosa cornamenta, de la que tan orgulloso me sentía, casi me lleva a la muerte.
Entonces, con humildad, admitió algo que jamás había tenido en cuenta.
– Hoy he aprendido una gran lección: en la vida, muchas veces, valoramos las cosas menos importantes. A partir de hoy, no me dejaré engañar por las apariencias.
Moraleja: A veces entregamos nuestro corazón a personas que nos deslumbran pero que a la hora de la verdad no son tan geniales y nos fallan; al contrario, sucede que a veces ignoramos a otras que pasan más desapercibidas pero que son fantásticas y merece la pena conocer.
En la vida hay que evitar caer en la trampa de valorar a las cosas o a las personas por el aspecto, ya que como has visto en este cuento, las apariencias pueden engañar.
jueves, 15 de noviembre de 2018
domingo, 7 de octubre de 2018
APRIETA
P.
Leonardo Castellani
En
“Camperas”
Se agarraron al fin en una mañana tostada por un sol
de enero, se agarraron como todo el mundo en el ribazo sabía que se tenían que
agarrar, hasta el infelicísimo, el distraidísmo Tatú.
-¿Sabe que su amiga, compadre Apereá,
la-que-refala-sin-ruido, está buscando y me parece que va a encontrar?
-¡Por amor de Dios, hable bajo! -dijo el Cobaya, que
tiembla de oír solamente el nombre de la venenosa.
-Yo no le tengo miedo, aunque tampoco la trato -dijo
el Cascarudo-; pero me parece que la Iguana Verde le va a dar el vuelto.
-¡Ojalá Dios quiera! -silbó arriba el Cachilo-, ¡ojalá
la mate! La Iguana es mi amiga... No puede subir a los árboles. Pero temo que
no la pueda.
-¡Amalaya se coman las dos! -dijo el pobre Cobaya
palpitante.
-Amén, compadre. Pelearse se tienen que pelear, porque
el ribazo es chico para dos matreros de esa ralea que comen los dos lo mismo y
no poco cada día -dijo Tatú Mulita.
-¡Cristo, allá están! -gritó el Conejito de Indias, hundiéndose
como un rayo en su cueva, porque se oyó a lo lejos el matraqueo siniestro y
furioso del crótalo de la víbora.
Se habían agarrado. Sobre la curva sinuosa y parda de
un caminito de perdiz venía el Lagarto corriendo un ratón; estaba la Cascabel
acechando una rana, y se toparon. Ninguno de los dos iba a torcer, ninguno de
los dos iba a retroceder. ¿Podían retroceder? La Cascabel estaba enroscada en
una negra bola repugnante, resorte tensionado y potentísimo que arrojaría su
cabeza chata como un lanzazo sobre su enemigo, así éste moviese no más un ojo;
la Iguana, aplastado el cuerpo contra el polvo y estremecida en convulsiones de
ira, saltaría fulminante sobre su nuca, al primer descuido de la guardia.
Parecía que ninguno de los dos se movía; y sin embargo la Víbora se contraía y
replegaba todavía más, hinchándose su cuerpo negruzco como un brazo que hace
fuerza; y la boca abierta y feroz del Lagarto se iba aproximando
imperceptible, línea por línea, punto por punto, con precaución infinita, jadeante,
crispada...
¿Cuál de los dos ha
saltado? Tan fulmíneo ha sido el golpe que el ojo más sutil no hubiera podido
distinguirlo. Ha sido un mescolarse instantáneo de miembros, escamas, anillos,
colas que golpean furiosas, patas verdes que arañan, vientres blancos, lazos
mortíferos que se anudan, cuellos que forcejean, un solo monstruo disforme y
proteico que agoniza frenético revolcándose en el polvo...
De manera que yo, que en ese momento caí al ribazo,
rifle al hombro y descuidado, no supe a lo primero qué cosa era aquella
horrible que forcejeaba en la arena: si un grifo asqueroso, mitad saurio y
mitad víbora, o bien una serpiente con patas y dos colas...
Ajajá... El Lagarto es el que ha mordido. Ahora veo su
cabeza entre los anillos mortíferos. El Lagarto ha agarrado a la Víbora y la
sacude convulsivamente para quebrarle el espinazo...
¡Horror! El golpe del Lagarto no ha sido certero. El
cogote agilísimo se ha zafado y en vez de aferrar las vértebras cervicales, los
dientes sólo han cazado la espalda; y la boca letal de la Venenosa se vuelve fatídicamente,
haciendo un arco muy cerrado, hacia la garganta blanca y blanda de la
Mordedora, a la altura del hombro, y las dos mandíbulas se abren
espantosamente, en un ángulo tan abierto como un pulgar y el índice de un
hombre, para dar el mordisco último.
El momento es supremo. La Iguana aprieta con todas sus
fuerzas cerrando los ojos. Tan furiosa está que uno puede salir de detrás del
árbol, todo espantado y sin resuello, y aproximarse al montón cautelosamente
para ver si el mordisco agarra.
Clack. Se cerró como un resorte el estuche de la
muerte, y las dos espinas de marfil en cuya punta centellea una gotita de
veneno pasaron como saetas a un milímetro del cuello de la Iguana. La Iguana
aprieta.
Clack, clack, clack. Los mordiscos se multiplican
isócronos, metódicos e infructuosos, mientras la Venenosa se crispa para
deslizar su espalda un milímetro no más, el milímetro que falta, de la tenaza
de la otra. Pero la Iguana aprieta más, con los maxilares que crujen como si se
quebraran. Las dos comprenden con toda claridad la situación. Un milímetro más
o menos es la muerte para la una o la otra.
Apretar. Zafarse. Con todas las fuerzas de la
desesperación, aunque crujan los huesos y se corten como piolines los tendones.
Aprieta. Tira.
¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. Todos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...
¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. Todos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...
¡Adiós! La Iguana se ha tumbado de lado. La creyera
muerta en el abrazo terrible a no ser por su boca que no cede. Toda su vida se
ha reconcentrado en sus mandíbulas. Y en las dos manos que protegen el cogote
del lazo corredizo. Y aprieta.
¿Qué pasa? La Víbora ha soltado a su enemigo, que ni
resuella por no soltarla: su cuerpo negruzco se desparrama por la arena como un
látigo a quien la desesperación del último esfuerzo sacude. ¿Qué intenta? La
Iguana gime de dolor, con gemidos de niño, porque las mandíbulas y el cuerpo
le deben doler horriblemente; pero aprieta.
Aja, la Víbora buscaba un apoyo; y ahora, anudando la
cola a un raigón, prueba otra táctica, la última, y hecha un puente en el aire,
desesperadamente tira.
La Iguana sin soltar es arrastrada por el ímpetu, con
las cuatro patas hundidas como puntales en la arena, en línea recta primero,
después a un lado, después a otro. El cuerpo de la Víbora se anuda y parece
que se va a romper. Y los dientes venenosos se alzan de nuevo, y caen de nuevo,
y la piel del cuello es atrapada y yo no puedo contener un grito.
Y los dientes se alzan de nuevo y entonces veo que me
he engañado: los colmillos sólo han arañado la piel. Y entonces -todo esto en
un segundo-, la Víbora se sacude con una especie de grito de rabia, muerde
otra vez, cruje... y se dobla como un junco, por el punto en que la Iguana la
aferra. El espinazo ha cedido. Peractum est.
El cuerpo ondula todavía con las convulsiones de la
muerte y el estuche ponzoñoso muerde el aire. Pero la Iguana sabe que la Víbora
no puede ya hacer fuerza, que está perdida. Y espera pacientemente sin soltar,
diez minutos, quince, veinte, que los movimientos languidezcan y la chispa de
los ojos maléficos se apague. Y después suelta y salta a un lado. Y entonces
me ve a mí.
Yo creí que era insolencia mirarme a mí fijamente y no
huir, insolencia de vencedor; y estuve por darle un tiro. Pero era cansancio,
la pobre, con la boca abierta, sin poder cerrarla y las patas tiradas por el
suelo, como si todos sus huesos estuviesen desencajados. Dio tres o cuatro
pasos borrachos hacia el agua y se tumbó de nuevo. Entonces bajé el rifle no
queriendo gratificar con un tiro -lo que hubiera sido, al fin y al cabo, una gratitud
de hombre- a quien me había hecho el servicio de suprimirme ese tremendo
habitante ignorado del ribazo, donde yo iba todos los días a tumbarme en la
gramilla con un libro. Y dije mirando a la Iguana, agonizante de cansancio:
-¡Oh, Iguana! Hay momentos en la vida en que Dios
quiere que uno agarre con los dientes y apriete hasta romperse la mandíbula,
pena de la vida. Dios mío, yo te ruego que si es posible no me pongas en esos
trances y me des enemigos pequeños. Pero si no es posible, yo te ruego que me
des gracia para apretar y no soltar, para apretar hasta la muerte.
jueves, 4 de octubre de 2018
La tortuga, por Castellani
No te rías, oh Dios fuerte, de mis
esfuerzos frustrados, porque hay una voluntad tristemente terca que gime a Tí
desde el fondo de mi impotencia.
Te voy a poner un ejemplo.
Una vez, oh Dios infinitamente grande
que estás aquí presente, pesqué una tortuga en el río Salado y la llevé para
casa. La tortuga quería escapar y volverse al río patrio, lo cual manifestó
sacando una pata por un agujero de la bolsa en que venía y rasguñando la
barriga del bayo, que se llevó muchos rebencazos acompañados del tratamiento de
"mancarrón imbécil" por pegar cimbrones bruscos a la zurda como si lo
espoleasen con nazarenas, siendo así que yo ni siquiera lo taloneaba. Y era la
tortuga que quería escapar.
Le di por jaula un cajón de kerosén
bocarriba. La tortuga se arrimó contra la pared, se levantó en dos patas, se
fue de espaldas, estuvo manoteando un rato para incorporarse y después volvió
con el mismo resultado a la tentativa de trepar las tablas. Yo me fui a dormir
seguro. ¡Y al otro día, sin tener alas de pájaro ni patas de liebre, la tortuga
se había escapado y estaba en el río! ¿Cómo hizo? Cómo hizo para escaparse lo
sabes tú, Dios mío, yo no lo sé. Lo que yo sé es que aquí está en el suelo el
rastro de las zampas torpes en la tierra húmeda de lluvia, el rastrito de las
uñas chuecas que agarra derechito sin un solo sesgo la dirección del río.
Yo supongo que el animal testarudo
intentó uno o dos centenares de veces trepar la pared de tablas. Que en una de
esas afirmó en una irregularidad de la madera y se alzó unos centímetros. Que
se cayó. Que volvió a afirmarse y a caerse una punta de veces. Y que en otra de
esas, por otra casualidad, topó con las uñas otra cornisa más arriba, alcanzó
con la cabeza el borde y después con una zampa y luego con la otra se izó
torpemente, superó la barrera, se dejó caer al otro lado como un ladrillo, y
agarró al galope la dirección del agua, oliéndola como un perro huele la
querencia. Yo no sé. El caso es que milagro no ha sido y la tortuga ahora está
en el río.
Por lo tanto Dios
hombre que te hiciste carne siendo espiritual,
Yo te juro con todos los recursos de mi natura racional-animal,
Ya que patas de liebre no tengo y las alas quebradas me duelen tanto,
Yo te juro que yo me haré santo.
Que saldré algún día -no sé cómo- del cajón oprimente
En que doy vueltas en redondo y tropiezo continuamente
"Padre, propongo no hacerlo más", y mañana lo hago tranquilamente.
Pero setenta veces siete aunque tuviera que levantarme
Y aunque tuviera línea por línea milimétricamente que arrastrarme
Y yo sé que el diablo es fuerte, pero yo soy más terco y más cabezudo
Y yo sé que el diablo es diablo, pero la oración es mi escudo;
Y es malo, pero Tú sólo puedes sacar bien del mal
-Con tal que no me dejes nunca caer en pecado mortal-.
Yo te juro que saldré con tu gracia del cajón desesperadamente
Que andaré de las virtudes iluminativas el camino rampante
Y me hundiré en el río de la contemplación
Con una terca, de tortuga, tosca y humilde obstinación.
Yo te juro con todos los recursos de mi natura racional-animal,
Ya que patas de liebre no tengo y las alas quebradas me duelen tanto,
Yo te juro que yo me haré santo.
Que saldré algún día -no sé cómo- del cajón oprimente
En que doy vueltas en redondo y tropiezo continuamente
"Padre, propongo no hacerlo más", y mañana lo hago tranquilamente.
Pero setenta veces siete aunque tuviera que levantarme
Y aunque tuviera línea por línea milimétricamente que arrastrarme
Y yo sé que el diablo es fuerte, pero yo soy más terco y más cabezudo
Y yo sé que el diablo es diablo, pero la oración es mi escudo;
Y es malo, pero Tú sólo puedes sacar bien del mal
-Con tal que no me dejes nunca caer en pecado mortal-.
Yo te juro que saldré con tu gracia del cajón desesperadamente
Que andaré de las virtudes iluminativas el camino rampante
Y me hundiré en el río de la contemplación
Con una terca, de tortuga, tosca y humilde obstinación.
miércoles, 3 de octubre de 2018
El cicutal
Don Agapito Puentes vio una plantita de
Cicuta al lado de su maizal, y díjole: -No te doy un azadonazo porque tenés
florecitas blancas... y por no ir a traer la azada.
Otro día vio un Cardo y no lo cortó,
porque tenía una flor azul, y para que comiesen las semillas las Cabecitas
Negras. Medio poeta el viejo, cariñoso con las flores y los pájaros. Por un
cardo y una cicuta no se va a hundir la tierra.
Pasaron los dos meses en que el pobre
estuvo en cama con reuma, y cuando se levantó se arrancaba los pelos; había un
cicutal tupido hasta la puerta de su rancho todo salpicado de cardos, de no
arrancarse ni con arado; y su maíz, tan lindo y pujante, había desaparecido
casi. Entonces sí que había florecitas blancas.
-¡Hay que desarraigar el mal aunque
sea lindo, y cuanto más lindo sea, más pronto hay que dar la azadonada! -dijo
el viejo-. Velay, a mi edad, ya debía haberlo sabido.
Castellani.
domingo, 2 de septiembre de 2018
HUIDA
Una
vez atraparon a un monje que venía huyendo a toda furia mirando hacia
atrás.
-¡Párese! ¡Párese, don! ¡Adonde va! El anacoreta estaba que no lo sujetaban ni a pial doble.
-¿Qué le pasa? ¿Quién lo corre?
-¿Lo persigue alguna fiera?
-Peor- Dijo el ermitaño.
-¿Lo persigue la viuda?
-Peor.
-¿Lo persigue la muerte?
El anacoreta dio un grito:
-¡Algo peor que la demencia!- Y siguió huyendo.
Venía atrás al galope un necio con poder.
P.Castellani
jueves, 2 de agosto de 2018
Habla el bonete de Don Bosco
Nací en una sastrería de prendas eclesiásticas de
Turín. Serio y circunspecto, me tocó en suerte ser un bonete; esa especie
de gorro negro que lucían los sacerdotes de antes. Mi parte superior estaba
formada por tres estrías rematadas por una borla de color negro.
Aunque me acoplaba perfectamente a la cabeza de Don
Bosco, me costó bastante acompasar mi vida a la de aquel cura. Yo había
imaginado una existencia llana de honores y graves reverencias, tal como
correspondía a la dignidad sacerdotal de mi dueño. Pero anda fue como había
supuesto. Por el contrario, fui testigo de sus jornadas llenas de aventuras.
Don Bosco se levantaba al amanecer. Se dirigía a la
iglesia de San Francisco de Sales. Revestido con alba y casulla, me colocaba
sobre su cabeza mientras caminaba hacia el altar. Iniciada la celebración, me
colocaba sobre una mesa lateral. Yo esperaba a que concluyera la misa. A partir
de este momento cada jornada era una sorpresa.
Pasé días enteros sintiendo el latir preocupado de sus
sienes. Sufrí lo indecible al notar su corazón acelerado cuando pedía ayuda
para los chicos del Oratorio. Entonces me parecía convertirme en una corona de
espinas. Como un buen padre, Don Bosco padecía cuando no hallaba pan, prendas
de abrigo, libros para el estudio o materiales para los talleres repletos de
aprendices. Eran días de desasosiego. Cuando por la noche me depositaba sobre
su mesita de luz, yo tenía punzadas de cansancio por en mi alma de terciopelo
negro.
También recuerdo haber compartido días en los que un
arco iris de alegría brillaba tras las preocupaciones. Arremangándose la sotana
hasta la cintura, se entregaba al juego con sus chicos. Entonces todo era
distinto: yo podía transformarme en objeto volador, pelota improvisada, o
terminar sobre el cabello ensortijado de cualquier joven. Aprendí que la
dignidad no radica en la tarea desempeñada, sino en la actitud interior.
Un buen día fui a parar a las manos encallecidas y duras de un muchacho menudo que lleva varios años trabajando en una función. Hacía pocos días que frecuentaba el Oratorio. El chico nunca había jugado con un cura. Cuando caí entre sus manos, me apretujó tanto que, mitad por sorpresa y mitad por emoción, desgarró mi terciopelo y destrozó mi borla, entre risas de alegría y alboroto.
Un buen día fui a parar a las manos encallecidas y duras de un muchacho menudo que lleva varios años trabajando en una función. Hacía pocos días que frecuentaba el Oratorio. El chico nunca había jugado con un cura. Cuando caí entre sus manos, me apretujó tanto que, mitad por sorpresa y mitad por emoción, desgarró mi terciopelo y destrozó mi borla, entre risas de alegría y alboroto.
Mamá Margarita, aguja en mano, intentó en vano
recomponerme. Me despedí de este mundo con una sonrisa. He tenido el privilegio
de sentir el latido de un sacerdote diferente.
Nota: Bonete: gorro negro usado en tiempos pasados por sacerdotes y seminaristas. Don Bosco lo usó y lo facilitaba a sus compañeros de seminario (Memorias del Oratorio. Década Segunda, n° 9).
viernes, 29 de junio de 2018
Dios los cría
Tres que siempre andan juntos, la
Víbora, el Zorrino y el Perezoso, se juntaron un día para murmurar del mundo.
-Aquí ni hay iniciativa ni hay progreso
-dijo el Perezoso-, ni nada. Ustedes conocen muy bien mis aspiraciones y mis
sublimes y patrióticos ideales -el Perezoso es bicho de grandes proyectos-; y
sin embargo a mí se me tiene por un fracasado. Y así, ¿quién va a emprender
ninguna cosa? Busque usted peones: ¿dónde los encuentra? Y si los encuentra,
¿cómo los hace trabajar? Busque usted socios: todos son una punta de ladrones.
Por eso no los busco... Ponga usted una industria, ¿y qué? A mí, que me gusta
hacer las cosas en grande y no andar con miserias, me vienen ofreciendo
capitalitos de mala muerte... La culpa la tiene el Gobierno, no más... En fin,
que a usted si es un ruin y un mediocre, todo el mundo le irá detrás; pero si
es hombre de grandes aspiraciones, lo arrinconan, lo persiguen, lo postergan, y
lo obligan a pasarse la vida tumbado sobre una rama, comiendo lo que esté a
mano y durmiendo como se pueda... todo el
día.
-Y lo peor de todo -dijo la
Víbora-, es que le huyen a uno y le cobran horror. Los que hemos nacido
con un corazón hecho para ser amados sufrimos mucho con eso. Yo no tengo ningún
amigo y todos me aborrecen. Y así, perseguida de todos y sin el calorcito de la
amistad, aunque sea más buena que el mío-mío y más tierna que una avispa,
concluye por agriarse y hacerse fría y maligna y solapada y cobarde y hasta
negra y fea, con la bilis, el veneno y la mala sangre que le hacen a una criar
por dentro con tanta ingratitud. Mis antepasados se cuenta que eran brillantes
y coloridos como la culebra, y no barrosos y repulsivos como yo. Hasta con mi
marido andamos distanciados; y de todos mis hijos, ni uno solo ha sido capaz
nunca de venir a cobijarse con su madre y agradecerle el ser que le dio. Cierto
que yo no sé si habrán nacido. Yo dejé los huevos confiados al sol que los
empollara, y me marché, porque ¡vaya también usted a criar víboras en el seno,
como dice el refrán, para recoger veneno! -A mí -terció el Zorrino-, lo que me
repudre es el desprecio de los otros. Siete años llevo en este pajonal, y nadie
me trata, nadie me visita, nadie me convida... Vengo yo por una picada y todos
se apartan sin hablarme; y no hay bicho de pelo o pluma que venga a anidar en
la vecindad del lugar donde yo vivo. A mí la soledad me mata; pero la prefiero
a la compañía de esos sucios que parece que de puro asquerosos andan
huyendo de la gente para no mostrar el tufo.
Y así por el estilo, quejándose de
todos, se pasaban las horas muertas. Pero la murmuración no alimenta y los
chismosos siempre acaban aborreciéndose. Un buen día se pelearon los tres y se
separaron, no sin haberse antes cantado las verdades bien clarito a grito
limpio e insulto seco, como comadres de conventillo. Al Perezoso le dijeron que
él era el haragán; a la Víbora, que la mala y perversa era ella; y al
Zorrino, que si se oliese a sí mismo no sentiría la hedentina de los otros. Y a
cada uno, que cada cual es hijo de sus obras.
Pero ninguno de los tres se dio por
entendido y han seguido hasta el día de hoy quejándose del mundo entero.
P.Castellani.
lunes, 25 de junio de 2018
Flaco y barrigón, una fábula campera
Le tuvieron lástima al Matungo, que ya no podía con los huesos, y en pago
de sus doce años de tiro lo soltaron para siempre en un alfalfar florido. El
alfalfar era un edén caballuno, extenso y jugoso, y Matungo no tenía más que
hacer que comer a gusto y tumbarse en la sombra a descansar después, mirando
estáticamente revolotear sobre el lago verde y morado las maripositas blancas y
amarillas.
Y sin embargo Matungo no engordó. Era
muy viejo ya y tenía los músculos como tientos. Echó panza sí, una barriga
estupenda, pero fuera de allí no aumentó ni un gramo, de suerte que daba al
verlo, hundido en el pastizal húmedo hasta las rodillas, la impresión ridícula
de un perfil de caballete sosteniendo una barriga como un odre.
-¡Qué raro!
-No crea. Lo mismo le pasa a mucha
gente. Al que lee mucho y estudia poco, al que come en grande y no digiere, al
que reza y no medita, al que medita y no obra.
Flacos y barrigones.
domingo, 3 de junio de 2018
Castellani y las abejas
La
reina de las abejas
Cansóse un día la Reina de las Abejas de penar más que todas. – Yo no
trabajo más – dijo– . ¿Para qué soy Reina entonces?
Dotada de más talento que las
Hermanas Obreras, capaz de discernir el mejor sitio para la Colmena, el momento
en que ha que dejarla por vieja y el tiempo de la enjambrazón, y orgullos, de
su admirable fecundidad, pensó que su evidente aristocracia le daba derechos, y
sobre todo se aburrió del oficio de criar chicos, que es lo más difícil que se
conoce, según decía mi madre, si se crían bien.
Así es que se fastidió, no puso más un solo huevo y se sentó en un rincón.
Al principio todo iba bien; y las Obreras seguían tendiéndole respetuosas
el alimento con sus piquitos bruñidos. Pero pasó el tiempo y las más viejas,
todas peladas y agotadas por el trabajo, de seis y hasta siete meses de edad
algunas, se murieron. Empezó la Colmena a menguar rápidamente, desprovista de
renuevas. Aflojó el trabajo y la miel se fue agotando. Llegaron días duros, y
las tres docenas de ancianas obreras sobrevivientes, no dan abasto a las tareas
de limpieza, conservación, cerámen, propóleos, policía y acarreo, mal comidas y
desanimadas, se arrinconaron en un panal tristemente. La orgullosa Reina empezó
a sentir el hambre que atormentaba mucho más que a las otras su sensibilidad
más delicada. Quiso reaccionar y arrepentirse, pero ya era tarde: la Colmena
estaba invadida por la polilla chica. Y la Reina pereció con su pueblo, por no
haber conocido la imprudente que los que reciben mayores dotes de Dios están
también sujetos en este mundo, so pena de ruina, a una mayor carga de pena y
trabajo.
La
abeja ladrona
Una Abeja adolescente salió de su celdilla crisálida y
voló alegremente en la ardiente mañana de verano. La piqueta estaba llena de
zumbidos, y ella volteó en el aire en torno suyo un momento, para fijar
indeleblemente en su ojo de facetas la situación matemática de su casa. Y en
éstas, vio sobre la repisa de otra colmena un grupo de abejas alrededor de un
charquito.
– ¡Es miel ajena, no huelas! ¡No huelas la miel ajena!
– susurró a su lado una veterana que pasaba– . ¡Al trabajo, a las flores de
alfalfa que esta noche abrieron!
Pero la abejita ya
estaba tentada por los efluvios encantados, y en un instante llegó, bebió y
volvió a su casa repleta. Eso lo hizo cuarenta veces aquel día y recibió muchas
felicitaciones, pues ninguna elaboró cera tan blanca ni tan abundante como
ella, la novicia, con la miel robada. Pero a los dos días, la miel de la repisa
se acabó, y ella estaba convertida en ladrona.
Empezó aquel día la vida aperreada de las tales,
porque a veces es cierto lo que dijo Martín Fierro que más cuesta aprender un
vicio que aprender a trabajar. Voltear nerviosamente de las piquetas mordiendo
a todo el mundo, colarse aprovechando un descuido de las guardias, pasear
inquieta por panales ajenos, robar con el alma en un hilo y presta a la
defensa, salir como se pueda, a veces echada a tirones y mordiscones por dos o
tres enemigas, era mucho menos fácil y feliz que volar honradamente en el sol
dorado del estío sobre el alfalfar en flor y entre los eucaliptos aromáticos...
Estaba toda pelada de meterse por agujeros y rendijas y llena de arañazos y
descalabraduras. Ni las suyas la querían. Hasta que un día llegó con una pata
arrancada poniendo el grito en el cielo y jurando que no robaría más, y que
desde aquel momento se pondría a trabajar.
– Ojalá – dijo una Obrera nodriza, que estaba
nutriendo con polen aguado a la cría– , pero lo dudo. Cuando desde joven se le
ha tomado el gusto a un vicio es dificilísimo destetarse. Con razón dijo un
amigo nuestro, que nos observaba mucho y que nos quería, v tenía en su pluma el
dulzor de nuestras mieles, v el alma blanca, dúctil y sabia como nuestros
panales, Francisco de Sales que se llamaba, que de todos nuestros pecados, el
más fácil de evitar es elprimera... Y ahora salí de ahí, que estás
estorbando.
sábado, 26 de mayo de 2018
LA TALA
Tres días duró
en la isleta el estruendo de las hachas, y crujieron al tumbarse los gruesos
troncos, y volaron todos los pájaros menos las tijeretas, que no se van de sus
nidos aunque las maten, y se quedaron por allí chillando, sobre las ramas
mustias.
Aquella era
una desolación. El Guayacán duro, el Algarrobo dulce, el Quebracho tenaz, el
Cedro valioso, el Jacarandá florido y el Ñandubay añudado, los forzudos del
monte, habían caído. Sólo quedaban en pié el Ombú inútil y el Abrojo dañino.
-¡Lo que yo
siempre he dicho, mi compadre! –gritó el Abrojo-. En esta vida los únicos que
sobreviven son de dos clases: los que no sirven ni para leña, como usted, y los
que muerden a todos, como yo.
Pero
sucedió que con los árboles martirizados se hicieron muebles finos, vigas
inmortales y durmientes eternos: y después los obrajeros pegaron fuego a la
isleta talada, y del Ombú y del Abrojo no quedaron ni las cenizas
P.Castellani.
jueves, 24 de mayo de 2018
El fango
Papá, ¿voy a la
cañada?
-No.
-¿Por qué?
-Porque no.
-No me voy a
ahogar. ¿Vos no sabés que el dicho dice “¿Cómo sería la cañada, si un gato
cruzó a rebenque?”. No me llega ni a la rodilla.
-Vos te reís de
la cañada… Yo te voy a contar un caso que te va a hacer temblar.
El inglés Tedy
Reale, administrador del ingenio Los Tilos, que le llamábamos Tero Rial –vos no
lo conociste, fue antes de nacer vos-, se entró un día en la cañada… Le quebró
el ala a una garza blanca y entró a buscarla. Una garza blanca vale 200 pesos,
y además era capricho de cazador sobre todo. Tero Rial era un gran cazador y
creía conocer todos los secretos del monte; y los del monte sí los conocería,
pero los secretos de la cañada, los secretos del fango, no los conoce a fondo
nadie. No tienen fondo. El peón que llevó con él era también forastero. Y
dijeron: “El agua nos llega cuando más a la rodilla”.
La garza herida
se fue aleteando cada vez más para adentro. ¿Qué anchura tiene la cañada?
¿Quién lo puede saber? En tiempo de seca tendrá media legua o tal vez una. Pero
en tiempo de lluvia todo el bajo se inunda. Y cuando encima el río Amores se
desborda, ¿quién puede saber las leguas de agua y de barrizal que se extienden
debajo del manto verde y mentiroso del aguapé que la cubre? Toda se llena de
juncos y totoras, que parece un campo de avena. Un lindo campo. En la paz de la
tarde tranquila, el sol lo barniza y el viento mansamente lo ondula. Arriba
todo es hermosura y encanto. Las flores blancas y moradas. Los flamencos color
de rosa, que parecen también flores grandes vivas. Los patos, las garzas moras,
los tuyangos. Un pechocolorado, que se levanta piando y vuela en círculos
gozosos. Un charquito color azul aquí y allá donde se pinta el cielo. Y debajo
de toda esa hermosura, el barro, el barro hediondo, quién sabe los metros de
barro. Así es el vicio. Así es un vicio que vos no conocés todavía.
Pero el inglés
calzaba botas y la garza estaba cerca tentándole la codicia. ¡Linda la garcita
blanca, delicada y graciosa! Se encaprichó por ella el inglés, que era tozudo.
Y van y van. A ratos con dos palmos de barro, y a ratos por casi seco, lo cual
los aseguraba. Así es él: ésa es la mentira diabólica del pantano. Así pasa
también…
-¿La agarraron,
tata, la garcita?
-No sé. ¿Qué
importa eso? Un de repente llegaron a una mancha de cañas, y allí pisaron en
firme y miraron alrededor. Dijo el peón:
-Nos volvamos,
patrón.
Y el inglés dijo:
-¿Qué es aquel
grupo de árboles que está allá enfrente? ¿No es el cauce del Amores?
-Se me hace que
debe ser –dijo el otro.
-Hay que cruzar
la famosa cañada y llegar allá –dijo Tero Rial-. Queda cerca.
Cuando Tero Rial
decía Hay que, ya no había vuelta que darle. “¿Queda cerca!” ¿Vos
no habías visto en la pampa lo que pasa, un ranchito o unos árboles que parecen
que quedan cerca, y uno camina y camina y no llega nunca? Es la otra mentira
del pantano. Allacito no más está la dicha y uno mira y desea, y corre y corre,
y nunca, nunca, llega. Y las piernas se hundían cada vez más y el barro era más
chirle y pegajoso.
-Nos volvamos,
patrón.
Pero el inglés maldecía y seguía adelante. Los árboles
estaban allí mismo. Procurar pisar siempre arriba en las totoras. Cuidado,
plaff…
Un charco encubierto, no hay que asustarse, un remojón
no más… aunque se han mojado hasta los cartuchos de la canana, maldito sea.
Ahora un rodeo, hay allí una res muerta y una pestilencia insoportable… Nos
volvamos patrón.
Volverse sí. El
rostro del patrón estaba sombrío y bañado en sudor. Pero volverse, ¿era ya
posible? La noche se venía corriendo encima y era mejor hacer un esfuerzo
sobrehumano y alcanzar, aunque sea reventados, las orillas de allá, que estaban
ya mucho más cerca que las de acá. La resolución era desesperada, pero ya no se
podía discurrir otra. Si es que aquellas cabezas donde el Espanto había ya
echado sus sombras tremantes y traidoras estaban ahora para discurrir.
En
efecto, la Cosa Espantosa sucedió. Cayeron en un limazal y se
hundieron hasta las caderas y cayó la noche sobre ellos. La luna con su inmenso
manto de plata reverberante y las estrellas que se miran en las aguas como en
un espejo de acero contemplaron impasibles los manoteos, los chapuzones, el
caer de lado y de bruces en el barro, el romperse de las lianas a que se
agarraban, la desesperación de los que sienten el piso ceder pulgada por
pulgada, la agonía de los cuerpos vivos engullidos por la boca babosa y fatal
de la laguna. Y oyeron gritos de horror y maldición desesperadas.
-Máteme, patrón.
¿Le queda algún cartucho? Tíreme, por favor.
Después cesaron los gritos. La cañada es mala y va
poquito a poco. La cañada es mala y traidora y enemiga de la especie humana.
Nadie puede comprender la agonía de aquella noche. De repente, en medio de la
fúnebre pompa del plenilunio, una voz de golpe empezó a cantar. Era el peón
Benito. Estaba loco. Y entonces la cañada diabólica empezó a cantar también.
Cantó perversamente, con sus
millares de
grillos, de sapos, de ranas, de juncos que bisbisean, de aguas que gimen, con
la voz de los millares de ventosas de barro que engluten. Glu, glu, glu, decía
la cañada. ¿No lo has visto al loco Benito, el pobre viejo, cómo aúlla todas
las noches de luna llena, sintiendo dentro de su cerebro el horroroso canto del
triunfo de la cañada? El dice que la oyó cantar, que decía Glu, glu, glu, que
se reía. Y es cierto que la oyó cantar…
-¿Cómo salió,
Tata?
-Salió solo. No
se sabe cómo salió. Del pantano, si uno no sale solo –y es un milagro de Dios-,
ningún otro lo puede sacar; a caballo ni a pie no se puede ir, en barca no se
puede ir…
-¿Y el inglés?
-¡Y nosotros que
los andábamos campiando por el monte! Jamás pudimos imaginarnos que estuviesen
en la cañada, después de tantos avisos… hasta que oímos el tiro de la escopeta
Martín del inglés, que tenía voz poderosa, jamás se nos ocurrió que…
-Tata, pero el
inglés, ¿qué se hizo?
-Mirá, ¿ves
aquella escopeta herrumbrada en un rincón? Una vez, tres o cuatro años después,
hubo un riada grande del Amores, venían por el río camalotes boyando llenos de
víboras, juncos y basura. En uno de ellos –yo lo encontré- venía esa escopeta y
al lado un cráneo partido de un balazo. El resto del inglés, hasta los huesos
se los había tragado el pantano.
-¡Tata! –dijo el
Gurí apartando los ojos y estremeciéndose todo-. ¡Qué feo! ¿Por qué la
guardaste?
-Para mostrarla
a mis hijos y decirles: todos los que se entran adrede en el pantano de la
lujuria han dicho siempre: “Hasta allí no más voy a llegar. El barro no me
llega más que hasta la rodilla”.
P.Castellani.
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