P.
Leonardo Castellani
En
“Camperas”
Se agarraron al fin en una mañana tostada por un sol
de enero, se agarraron como todo el mundo en el ribazo sabía que se tenían que
agarrar, hasta el infelicísimo, el distraidísmo Tatú.
-¿Sabe que su amiga, compadre Apereá,
la-que-refala-sin-ruido, está buscando y me parece que va a encontrar?
-¡Por amor de Dios, hable bajo! -dijo el Cobaya, que
tiembla de oír solamente el nombre de la venenosa.
-Yo no le tengo miedo, aunque tampoco la trato -dijo
el Cascarudo-; pero me parece que la Iguana Verde le va a dar el vuelto.
-¡Ojalá Dios quiera! -silbó arriba el Cachilo-, ¡ojalá
la mate! La Iguana es mi amiga... No puede subir a los árboles. Pero temo que
no la pueda.
-¡Amalaya se coman las dos! -dijo el pobre Cobaya
palpitante.
-Amén, compadre. Pelearse se tienen que pelear, porque
el ribazo es chico para dos matreros de esa ralea que comen los dos lo mismo y
no poco cada día -dijo Tatú Mulita.
-¡Cristo, allá están! -gritó el Conejito de Indias, hundiéndose
como un rayo en su cueva, porque se oyó a lo lejos el matraqueo siniestro y
furioso del crótalo de la víbora.
Se habían agarrado. Sobre la curva sinuosa y parda de
un caminito de perdiz venía el Lagarto corriendo un ratón; estaba la Cascabel
acechando una rana, y se toparon. Ninguno de los dos iba a torcer, ninguno de
los dos iba a retroceder. ¿Podían retroceder? La Cascabel estaba enroscada en
una negra bola repugnante, resorte tensionado y potentísimo que arrojaría su
cabeza chata como un lanzazo sobre su enemigo, así éste moviese no más un ojo;
la Iguana, aplastado el cuerpo contra el polvo y estremecida en convulsiones de
ira, saltaría fulminante sobre su nuca, al primer descuido de la guardia.
Parecía que ninguno de los dos se movía; y sin embargo la Víbora se contraía y
replegaba todavía más, hinchándose su cuerpo negruzco como un brazo que hace
fuerza; y la boca abierta y feroz del Lagarto se iba aproximando
imperceptible, línea por línea, punto por punto, con precaución infinita, jadeante,
crispada...
¿Cuál de los dos ha
saltado? Tan fulmíneo ha sido el golpe que el ojo más sutil no hubiera podido
distinguirlo. Ha sido un mescolarse instantáneo de miembros, escamas, anillos,
colas que golpean furiosas, patas verdes que arañan, vientres blancos, lazos
mortíferos que se anudan, cuellos que forcejean, un solo monstruo disforme y
proteico que agoniza frenético revolcándose en el polvo...
De manera que yo, que en ese momento caí al ribazo,
rifle al hombro y descuidado, no supe a lo primero qué cosa era aquella
horrible que forcejeaba en la arena: si un grifo asqueroso, mitad saurio y
mitad víbora, o bien una serpiente con patas y dos colas...
Ajajá... El Lagarto es el que ha mordido. Ahora veo su
cabeza entre los anillos mortíferos. El Lagarto ha agarrado a la Víbora y la
sacude convulsivamente para quebrarle el espinazo...
¡Horror! El golpe del Lagarto no ha sido certero. El
cogote agilísimo se ha zafado y en vez de aferrar las vértebras cervicales, los
dientes sólo han cazado la espalda; y la boca letal de la Venenosa se vuelve fatídicamente,
haciendo un arco muy cerrado, hacia la garganta blanca y blanda de la
Mordedora, a la altura del hombro, y las dos mandíbulas se abren
espantosamente, en un ángulo tan abierto como un pulgar y el índice de un
hombre, para dar el mordisco último.
El momento es supremo. La Iguana aprieta con todas sus
fuerzas cerrando los ojos. Tan furiosa está que uno puede salir de detrás del
árbol, todo espantado y sin resuello, y aproximarse al montón cautelosamente
para ver si el mordisco agarra.
Clack. Se cerró como un resorte el estuche de la
muerte, y las dos espinas de marfil en cuya punta centellea una gotita de
veneno pasaron como saetas a un milímetro del cuello de la Iguana. La Iguana
aprieta.
Clack, clack, clack. Los mordiscos se multiplican
isócronos, metódicos e infructuosos, mientras la Venenosa se crispa para
deslizar su espalda un milímetro no más, el milímetro que falta, de la tenaza
de la otra. Pero la Iguana aprieta más, con los maxilares que crujen como si se
quebraran. Las dos comprenden con toda claridad la situación. Un milímetro más
o menos es la muerte para la una o la otra.
Apretar. Zafarse. Con todas las fuerzas de la
desesperación, aunque crujan los huesos y se corten como piolines los tendones.
Aprieta. Tira.
¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. Todos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...
¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. Todos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...
¡Adiós! La Iguana se ha tumbado de lado. La creyera
muerta en el abrazo terrible a no ser por su boca que no cede. Toda su vida se
ha reconcentrado en sus mandíbulas. Y en las dos manos que protegen el cogote
del lazo corredizo. Y aprieta.
¿Qué pasa? La Víbora ha soltado a su enemigo, que ni
resuella por no soltarla: su cuerpo negruzco se desparrama por la arena como un
látigo a quien la desesperación del último esfuerzo sacude. ¿Qué intenta? La
Iguana gime de dolor, con gemidos de niño, porque las mandíbulas y el cuerpo
le deben doler horriblemente; pero aprieta.
Aja, la Víbora buscaba un apoyo; y ahora, anudando la
cola a un raigón, prueba otra táctica, la última, y hecha un puente en el aire,
desesperadamente tira.
La Iguana sin soltar es arrastrada por el ímpetu, con
las cuatro patas hundidas como puntales en la arena, en línea recta primero,
después a un lado, después a otro. El cuerpo de la Víbora se anuda y parece
que se va a romper. Y los dientes venenosos se alzan de nuevo, y caen de nuevo,
y la piel del cuello es atrapada y yo no puedo contener un grito.
Y los dientes se alzan de nuevo y entonces veo que me
he engañado: los colmillos sólo han arañado la piel. Y entonces -todo esto en
un segundo-, la Víbora se sacude con una especie de grito de rabia, muerde
otra vez, cruje... y se dobla como un junco, por el punto en que la Iguana la
aferra. El espinazo ha cedido. Peractum est.
El cuerpo ondula todavía con las convulsiones de la
muerte y el estuche ponzoñoso muerde el aire. Pero la Iguana sabe que la Víbora
no puede ya hacer fuerza, que está perdida. Y espera pacientemente sin soltar,
diez minutos, quince, veinte, que los movimientos languidezcan y la chispa de
los ojos maléficos se apague. Y después suelta y salta a un lado. Y entonces
me ve a mí.
Yo creí que era insolencia mirarme a mí fijamente y no
huir, insolencia de vencedor; y estuve por darle un tiro. Pero era cansancio,
la pobre, con la boca abierta, sin poder cerrarla y las patas tiradas por el
suelo, como si todos sus huesos estuviesen desencajados. Dio tres o cuatro
pasos borrachos hacia el agua y se tumbó de nuevo. Entonces bajé el rifle no
queriendo gratificar con un tiro -lo que hubiera sido, al fin y al cabo, una gratitud
de hombre- a quien me había hecho el servicio de suprimirme ese tremendo
habitante ignorado del ribazo, donde yo iba todos los días a tumbarme en la
gramilla con un libro. Y dije mirando a la Iguana, agonizante de cansancio:
-¡Oh, Iguana! Hay momentos en la vida en que Dios
quiere que uno agarre con los dientes y apriete hasta romperse la mandíbula,
pena de la vida. Dios mío, yo te ruego que si es posible no me pongas en esos
trances y me des enemigos pequeños. Pero si no es posible, yo te ruego que me
des gracia para apretar y no soltar, para apretar hasta la muerte.
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