Sé que este amor es Amor porque me sacia.
Porque me levantaré mañana como hoy,
sin desear encontrar otro mejor.
Porque éste, cada día es nuevo.
Porque en éste, ahora vivo en paz.
Sé que este amor es Amor porque, siendo exclusivo,
no resulta posesivo. Porque me abre a otros amores,
se traduce en ellos, y me llega por ellos.
Todo amor bueno queda asumido en mi Amor.
Y eso me llena, me colma.
Me rebosa este Amor,
regando y fecundando la vida que me rodea.
Mi cotidianidad es color “gris-primavera”.
No me adorna más maquillaje
que la cara lavada y la mirada limpia.
Sé que este amor es Amor porque es como el Agua.
La que apaga mi sed para siempre.
La que sacia mis anhelos, refresca mis descansos,
relaja mis nervios, templa mis sofocos, limpia mis heridas.
La que me mantiene viva.
La que es don de Dios…
Sí. Este Amor es como el Agua.
Como el Agua de las aguas,
así el Amor de los amores.
Y –junto al brocal de un pozo-
esta samaritana hoy le canta.
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jueves, 4 de agosto de 2011
miércoles, 27 de julio de 2011
las bondades del buen Dios
Si Dios no fuera bueno las golondrinas en verano no cruzarían las fronteras sin necesidad de pasar las aduanas.
Si Dios no fuera bueno las aguas amargas de los mares no se evaporarían para bajar después del cielo dulces, regando las tierras y los campos.
Si Dios no fuera bueno no habría creado las estrellas con dibujos en lo alto para que los niños jugaran removiendo con arte la imaginación y viendo las mil posibilidades que tienen todas las cosas; los niños no soñarían con ser astronautas ni las niñas reirían pensando que hay un columpio para ellas bajo la blancura de la luna.
Si Dios no fuera bueno se habría conformado con luces del firmamento. Pero quiso ir más allá, e inventó las medusas y otras estrellas bajo el mar.
Sin Dios no fuera bueno las piedras serian piedras. Pero las creó brillantes y llenas de propiedades; y así se llamaron cuarzo, crisólito, topacio, mármol, esmeralda, lapislázuli… E hizo con igual primor bellezas en el ámbar, y en las aguas la perla y el coral…
Si Dios no fuera bueno habría hecho al fuego quemante y nada más, pero lo hizo ardoroso y hogareño para juntar en tertulia a los amigos caminantes; bailarín e inquieto, y también nostálgico e inspirador de confianzas, de confidencias… y de cuentos.
Si Dios no fuera bueno, no habría buscado la amistad de los hombres. Pues ninguna falta le hacía. El hombre sería un mono solitario, incapaz de alzar sus manos al Cielo.
Si Dios no fuera bueno no habría inventado la familia, el amor de los cónyuges, la leche materna, el bizcocho de la abuela, las bicicletas para el verano, la mesa camilla, el abrazo fraterno; pero le gustó tanto la idea –porque es muy bueno- que quiso probarla en persona, y tener una casa, un papá, y una mamá con unas manos siempre dispuestas a acogerle, y a darle el beso que le deja marchar.
Amo al Señor porque es Bueno.
Bendigo al Señor en sus obras.
Bendito el Señor en sus Santos.
Alabado por siempre quien tanto me amó. Amén.
Si Dios no fuera bueno las aguas amargas de los mares no se evaporarían para bajar después del cielo dulces, regando las tierras y los campos.
Si Dios no fuera bueno no habría creado las estrellas con dibujos en lo alto para que los niños jugaran removiendo con arte la imaginación y viendo las mil posibilidades que tienen todas las cosas; los niños no soñarían con ser astronautas ni las niñas reirían pensando que hay un columpio para ellas bajo la blancura de la luna.
Si Dios no fuera bueno se habría conformado con luces del firmamento. Pero quiso ir más allá, e inventó las medusas y otras estrellas bajo el mar.
Sin Dios no fuera bueno las piedras serian piedras. Pero las creó brillantes y llenas de propiedades; y así se llamaron cuarzo, crisólito, topacio, mármol, esmeralda, lapislázuli… E hizo con igual primor bellezas en el ámbar, y en las aguas la perla y el coral…
Si Dios no fuera bueno habría hecho al fuego quemante y nada más, pero lo hizo ardoroso y hogareño para juntar en tertulia a los amigos caminantes; bailarín e inquieto, y también nostálgico e inspirador de confianzas, de confidencias… y de cuentos.
Si Dios no fuera bueno, no habría buscado la amistad de los hombres. Pues ninguna falta le hacía. El hombre sería un mono solitario, incapaz de alzar sus manos al Cielo.
Si Dios no fuera bueno no habría inventado la familia, el amor de los cónyuges, la leche materna, el bizcocho de la abuela, las bicicletas para el verano, la mesa camilla, el abrazo fraterno; pero le gustó tanto la idea –porque es muy bueno- que quiso probarla en persona, y tener una casa, un papá, y una mamá con unas manos siempre dispuestas a acogerle, y a darle el beso que le deja marchar.
Amo al Señor porque es Bueno.
Bendigo al Señor en sus obras.
Bendito el Señor en sus Santos.
Alabado por siempre quien tanto me amó. Amén.
viernes, 15 de abril de 2011
has perdido el amor primero
Recuerdo cuando eras joven de corazón.
Cuando el amor te hacía correr. Y volar.
Cuando toda distancia era corta si la meta era el encuentro.
Cuando tus gestos decían más que tus palabras,
que también decían mucho.
Cuando la primavera duraba 365 días.
Pero has perdido el amor primero (Ap 2,4).
Te recuerdo cantando. Te recuerdo sonriendo.
Tus cantos eran a mis oídos más bonitos que los del jilguero.
Tu sonrisa, tan cálida como el sol después de comer.
Recuerdo cuando saltabas de la cama.
Y cuando dormías de un tirón y a la primera.
Recuerdo los golpes de tu corazón en tu pecho
ante la belleza, y la bondad…
ante la aventura de un ideal que no moriría contigo.
Pero has perdido el amor primero.
¿¡Cómo olvidar cuando al fin me dijiste “te quiero”!?
No recuerdo un momento que me conmueva más.
Y desde entonces, no pasó un día sin que me buscaras.
Y todas tus cosas eran mías; y todas las mías tuyas.
Y tu vida se fue haciendo más ancha, para acoger a todos;
y más alta, para poder verlo todo;
y más larga, hasta el infinito, hasta Mí…
Pero has perdido el amor primero.
El amor nos hacía uno.
Y no había soledad que no quisieras aliviar,
ni lágrima que no intentaras enjugar,
ni sed que no procuraras calmar.
Conmigo. Por Mí. En mi Nombre.
Y tu sufrimiento era corredentor.
Y tu trabajo, ofrenda grata.
Y tu historia, historia de salvación.
Así lo vivías, porque así era. Todo tenía sentido.
Pero has perdido el amor primero.
Ya no te quema la sangre en las venas.
Ya no lloran tus ojos de pasión.
El cansancio ha reemplazado a la alegría.
El entusiasmo de ayer, hoy es apatía.
Y ya no amas: aceptas o soportas, depende de a quién.
Y ya no vives: te aceptas o soportas, depende de cuándo.
Y ya no me hablas. Ni me escuchas. Ni te importa.
Junto al brocal del pozo sólo hay silencio.
Ni tienes sed ni la quitas.
Se te ha quedado seco el corazón…
---- del blog de Hadasita
Cuando el amor te hacía correr. Y volar.
Cuando toda distancia era corta si la meta era el encuentro.
Cuando tus gestos decían más que tus palabras,
que también decían mucho.
Cuando la primavera duraba 365 días.
Pero has perdido el amor primero (Ap 2,4).
Te recuerdo cantando. Te recuerdo sonriendo.
Tus cantos eran a mis oídos más bonitos que los del jilguero.
Tu sonrisa, tan cálida como el sol después de comer.
Recuerdo cuando saltabas de la cama.
Y cuando dormías de un tirón y a la primera.
Recuerdo los golpes de tu corazón en tu pecho
ante la belleza, y la bondad…
ante la aventura de un ideal que no moriría contigo.
Pero has perdido el amor primero.
¿¡Cómo olvidar cuando al fin me dijiste “te quiero”!?
No recuerdo un momento que me conmueva más.
Y desde entonces, no pasó un día sin que me buscaras.
Y todas tus cosas eran mías; y todas las mías tuyas.
Y tu vida se fue haciendo más ancha, para acoger a todos;
y más alta, para poder verlo todo;
y más larga, hasta el infinito, hasta Mí…
Pero has perdido el amor primero.
El amor nos hacía uno.
Y no había soledad que no quisieras aliviar,
ni lágrima que no intentaras enjugar,
ni sed que no procuraras calmar.
Conmigo. Por Mí. En mi Nombre.
Y tu sufrimiento era corredentor.
Y tu trabajo, ofrenda grata.
Y tu historia, historia de salvación.
Así lo vivías, porque así era. Todo tenía sentido.
Pero has perdido el amor primero.
Ya no te quema la sangre en las venas.
Ya no lloran tus ojos de pasión.
El cansancio ha reemplazado a la alegría.
El entusiasmo de ayer, hoy es apatía.
Y ya no amas: aceptas o soportas, depende de a quién.
Y ya no vives: te aceptas o soportas, depende de cuándo.
Y ya no me hablas. Ni me escuchas. Ni te importa.
Junto al brocal del pozo sólo hay silencio.
Ni tienes sed ni la quitas.
Se te ha quedado seco el corazón…
---- del blog de Hadasita
lunes, 11 de abril de 2011
quién me ha robado el mes de abril?

Tras él, muchos, incontables.
En el 94 añadió unos versos iniciales a esta canción, que ya se había convertido en todo un himno:
"¿Quién envenena las palabras?
¿Quién truca el dado del parchís?
¿Quién me asesina por la espalda?
¿Quién llora si me ve reir?
¿Quién va desnudo a la oficina?
¿Quién contamina mi jardín?
¿Quién ha inventado la rutina?
¿Quién coño me ha robado el mes de abril?"
Metáforas para un sentimiento común, del que pocos se libran.
Creo que a día de hoy, nadie ha dado todavía con el ladrón.
Pero existe. Ya lo creo que existe.
Y tarde o temprano se sentará en el banquillo de los acusados,
y la vida le condenará a muerte,
y volverá la primavera a lucir con todo el esplendor con el que el Buen Dios la creó.
¿Quién dejó en rojos mi cuenta bancaria?
¿Quién amordazó a mi yo infantíl?
¿Quién se casó con el hombre que me amaba?
¿Quién me arrancó mi salud, mi bien vivir?
¿Quién me quitó las clases que yo daba?
¿Quién se burla de la cordura loca que hay en mí?
¿Quién afirma que lo que yo hago no vale nada?
Quien se atreva a intentar darme la última estacada
que lo haga cara a cara;
no me roba nada:
el Cielo que me espera es un eterno mes de abril...
domingo, 10 de abril de 2011
Rober quiere re-vivir

Rober se levantó de la cama, después de una noche sin sueños, para dejarse llevar por un día sin ilusiones, como hacía siempre. Con un único cambio. Ahora sabía que estaba muerto. Y ser consciente de algo así provoca cierto malestar en el estómago, difícil de describir.
Hasta ese momento se había estado conformando con aparentar estar vivo ante el mundo. Y socialmente había colado. No era una actuación complicada; bastaba con desenvolverse con soltura entre otros personajes: su esposa, dos hijos en edad escolar, los compañeros de trabajo, los que hacían de amigos… Y empieza la función: un ascenso, un viaje, los impuestos pagados, seguro médico privado, tarjetas de crédito, la suscripción anual al National Geographic… Hay que cuidar mucho los detalles; no sea que alguien se dé cuenta de la ficción, y descubra antes de tiempo que el protagonista estaba muerto.
Rober salió de la cama a escena. Pero aquella mañana el cuerpo le pedía mucho, muchísimo más. Se miró en el espejo del cuarto de baño. Y se vio blanco, casi transparente. Y así, como quien decide cortarse el pelo, aquella mañana decidió vivir.
Decidió que ya no quería tener hijos: quería disfrutarlos, estar con ellos, enseñarles cosas, morirse a carcajadas con sus ocurrencias, alucinar con el brillo de sus ojos cuando se ilusionaban con algo, sorprenderles, abrazarles, quererles.
Ya no quería tener esposa: quería casarse con ella cada noche. Quería llevarle flores, y bombones, y todos esos tópicos típicos que sabía que le seguían gustando como el primer día. Quería dejar de dar las cosas por supuestas: y mirar lo guapa que era, y decírselo; y mirar lo buena que era, y decírselo.
No, ya no quería tener amigos: quería compartir cosas con ellos. Pasar de la política y la economía, y quitarse la corbata, y jugar de nuevo al fútbol, en el césped, pingándose de tierra, hierba y risas. O ir juntos al cine; o pedir una pizza y recordar viejas historias de la universidad… ¡o lo que fuera!.
Rober quería vivir. Quería re-vivir, volver a las cosas de otra manera, con sangre en las venas, con calor, con color…Y decidir en qué quería emplear su tiempo libre. Que quizás lo mejor no fuese dormir y ver la tele, por más que lo consumiera con ansia la audiencia. Que a lo mejor, por una de esas ironías de la vida, va y resultaba que descansaba más haciendo cosas.
Y decidió que quería aprenderse el nombre de la farmacéutica de abajo, la que le llevaba atendiéndole los once años que vivía en el barrio que se escondía tras el escenario en el que había estado actuando. Y que quería probar a saludar amablemente a ese compañero de trabajo con el que coleccionaba incómodos silencios desde hacía siglos, aunque ya ni recordaba por qué: ¡a ver qué pasaba!.
Rober se levantó aquella mañana, limpió los cristales de la habitación, dejó entrar la luz del nuevo día, respiró, y murió.
La esquela fue más o menos así: “Rico empresario de 51 años, director de Cosas Varias, fundador de la ONG del siglo, decide quitarse la muerte en un suicidio de inautenticidad. El corazón, cansado de estar de adorno, se puso a latir. Su esposa e hijos celebran su resurrección”.
viernes, 8 de abril de 2011
saliva y tierra
Y Nacho abrió los ojos.
Fue una cura inmediata.
Sí. Abrió los ojos y empezó a verlo todo.
Vio la tierra. Porque era tierra, no calle. Calles no vio ni una. Vio las chabolas, hechas de cartón y uralita, y tierra. Casas tampoco vio. Sólo aquellos paraguas de cartón y uralita sobre la sucia tierra.
“Si quieres agua, aquí el río y allá el mar. Y si no, traga saliva. Puede que algún día alguien se acuerde de esta selva”.
Sus ojos se recuperaban a una velocidad pasmosa.
Igual que su alma.
Cada vez podía ver más detalles.
Vio los árboles, generosos, cargados de frutos dulces: mangos, pitallas, piñas, cocos, y muchos otros de los que no sabía el nombre. Nunca antes había podido ver algo parecido. Tanto fruto en tanta nada. Tierra, sucia pero buena. Tierra que sirve a sus pobres.
“Si quieres comer, sírvete. No hay más de lo que ves. Tampoco menos. Tranquilo: hoy no morirás”.
Junto a los hombres, los chanchos, y las gallinas, y esos perros desnutridos que lamen las heridas de sus amos, tan desnudos como ellos, puros huesos.
Saliva y tierra (Jn 9, 1-25). Y los ojos de Nacho abiertos de par en par.
“Bienvenido a la familia. Aquí el papá, la mamá, el abuelo, la abuela, la hija mayor con el yerno y los 3 nietos, el hijo mayor con la nuera y 4 nietos, la hija mediana con el marido, recién casada, y los dos pequeños, que tampoco van a la escuela, aquí no hay de eso. Contigo ya estamos todos”. Y sonríen. Y es una sonrisa sincera.
A Nacho le lloran los ojos. De pura salud.
Su corazón palpita como nunca. ¡Se siente vivo como nunca!
Cuando leyó el anuncio no podía acabar de creerlo: “Se devuelve la vista a los ciegos; tratamiento intensivo mínimo de dos semanas, con auténticos profesionales del Tercer Mundo”.
Y ahí estaba ahora. Viendo.
Viendo a los hombres ser hombres, vestidos de decencia y dignidad. Sin nada detrás de lo que poder esconderse. Viendo a las familias ser familias, amplias, acogedoras. Sin cuatro paredes que pudieran protegerlas, ni tampoco aislarlas. Viviendo de la fe. La fe que promete que Dios no se olvida de sus hijos, que Dios camina con su Pueblo, que Dios habita entre nosotros. La fe que mueve montañas, tan grandes como el corazón de Nacho.
Algún día, en esa selva, habrá un buen pozo; él se encargará de ello. Mientras, Nacho aprovecha la vida jugando con aquellos niños, a ver quién lanza la piedra más lejos. El eco de las risas llega hasta el cielo. Y Nacho, conmovido, reza…
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2, 29-30).
Fue una cura inmediata.
Sí. Abrió los ojos y empezó a verlo todo.
Vio la tierra. Porque era tierra, no calle. Calles no vio ni una. Vio las chabolas, hechas de cartón y uralita, y tierra. Casas tampoco vio. Sólo aquellos paraguas de cartón y uralita sobre la sucia tierra.
“Si quieres agua, aquí el río y allá el mar. Y si no, traga saliva. Puede que algún día alguien se acuerde de esta selva”.
Sus ojos se recuperaban a una velocidad pasmosa.
Igual que su alma.
Cada vez podía ver más detalles.
Vio los árboles, generosos, cargados de frutos dulces: mangos, pitallas, piñas, cocos, y muchos otros de los que no sabía el nombre. Nunca antes había podido ver algo parecido. Tanto fruto en tanta nada. Tierra, sucia pero buena. Tierra que sirve a sus pobres.
“Si quieres comer, sírvete. No hay más de lo que ves. Tampoco menos. Tranquilo: hoy no morirás”.
Junto a los hombres, los chanchos, y las gallinas, y esos perros desnutridos que lamen las heridas de sus amos, tan desnudos como ellos, puros huesos.
Saliva y tierra (Jn 9, 1-25). Y los ojos de Nacho abiertos de par en par.
“Bienvenido a la familia. Aquí el papá, la mamá, el abuelo, la abuela, la hija mayor con el yerno y los 3 nietos, el hijo mayor con la nuera y 4 nietos, la hija mediana con el marido, recién casada, y los dos pequeños, que tampoco van a la escuela, aquí no hay de eso. Contigo ya estamos todos”. Y sonríen. Y es una sonrisa sincera.
A Nacho le lloran los ojos. De pura salud.
Su corazón palpita como nunca. ¡Se siente vivo como nunca!
Cuando leyó el anuncio no podía acabar de creerlo: “Se devuelve la vista a los ciegos; tratamiento intensivo mínimo de dos semanas, con auténticos profesionales del Tercer Mundo”.
Y ahí estaba ahora. Viendo.
Viendo a los hombres ser hombres, vestidos de decencia y dignidad. Sin nada detrás de lo que poder esconderse. Viendo a las familias ser familias, amplias, acogedoras. Sin cuatro paredes que pudieran protegerlas, ni tampoco aislarlas. Viviendo de la fe. La fe que promete que Dios no se olvida de sus hijos, que Dios camina con su Pueblo, que Dios habita entre nosotros. La fe que mueve montañas, tan grandes como el corazón de Nacho.
Algún día, en esa selva, habrá un buen pozo; él se encargará de ello. Mientras, Nacho aprovecha la vida jugando con aquellos niños, a ver quién lanza la piedra más lejos. El eco de las risas llega hasta el cielo. Y Nacho, conmovido, reza…
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2, 29-30).
jueves, 7 de abril de 2011
Pablo quiere ver a Dios
Pablo quiere ver a Dios.
Quiere. Pero no puede. Algo falla.
Dicen que Dios está dentro de cada uno, que habita en el corazón del hombre. Pablo se mira en el espejo y sólo ve la imagen que ha creado de sí mismo: un tipo joven, deportista, divertido, listo, guapo… y mentiroso, seductor, aprovechado, manipulador…
Pablo quiere ver a Dios y no puede. Dicen que Dios está en el prójimo. Pablo sale a buscarlo, y de camino se pierde en el prójimo. Se pierde entre las faldas de Marta, en el escote de Ana, en la boca de María… Sale buscando amor. Y regresa satisfecho de sucedáneos.
Pablo quiere ver a Dios, pero algo falla. Dicen que Dios está en la Iglesia. Y a la iglesia va, cada semana: y es catequista, y canta en el coro, y hasta es colega del cura. Porque de verdad que Pablo quiere ver a Dios. Pero no puede. Y se va a cenar con los amigos, y les cuenta con detalle lo de Marta, y lo de Ana, y lo de María… y se ríen a carcajadas. Y de postre, unas copas, y si se presta algo más denso. Recoge a su novia, que nada sabe de nada, y se la lleva en el coche a algún lugar apartado donde hacerle el favor que la deje contenta. De vuelta a casa va pensando a dónde va a mandar a su madre si le pregunta de dónde viene, que ya no es ningún niño. Se encierra en su cuarto y se tira en la cama. Envía un SMS indecente al móvil a Marta, y a Ana, y a María. Y mientras ve en la tele un debate rosa sobre la Iglesia se pregunta por qué la criticarán tanto, con lo fácil que es en realidad ser cristiano hoy en día: si eso del pecado ya no existe, que se lo dijo su colega el cura no sé cuándo. Y se duerme. Por supuesto sin ver a Dios.
Porque Pablo quiere ver a Dios. Pero quiere y no quiere.
Y mientras enturbia su vida de impureza, Dios mismo en persona susurra en su alma la Verdad: “Los limpios de corazón verán a Dios” (Mt 5,8).
Quiere. Pero no puede. Algo falla.
Dicen que Dios está dentro de cada uno, que habita en el corazón del hombre. Pablo se mira en el espejo y sólo ve la imagen que ha creado de sí mismo: un tipo joven, deportista, divertido, listo, guapo… y mentiroso, seductor, aprovechado, manipulador…
Pablo quiere ver a Dios y no puede. Dicen que Dios está en el prójimo. Pablo sale a buscarlo, y de camino se pierde en el prójimo. Se pierde entre las faldas de Marta, en el escote de Ana, en la boca de María… Sale buscando amor. Y regresa satisfecho de sucedáneos.
Pablo quiere ver a Dios, pero algo falla. Dicen que Dios está en la Iglesia. Y a la iglesia va, cada semana: y es catequista, y canta en el coro, y hasta es colega del cura. Porque de verdad que Pablo quiere ver a Dios. Pero no puede. Y se va a cenar con los amigos, y les cuenta con detalle lo de Marta, y lo de Ana, y lo de María… y se ríen a carcajadas. Y de postre, unas copas, y si se presta algo más denso. Recoge a su novia, que nada sabe de nada, y se la lleva en el coche a algún lugar apartado donde hacerle el favor que la deje contenta. De vuelta a casa va pensando a dónde va a mandar a su madre si le pregunta de dónde viene, que ya no es ningún niño. Se encierra en su cuarto y se tira en la cama. Envía un SMS indecente al móvil a Marta, y a Ana, y a María. Y mientras ve en la tele un debate rosa sobre la Iglesia se pregunta por qué la criticarán tanto, con lo fácil que es en realidad ser cristiano hoy en día: si eso del pecado ya no existe, que se lo dijo su colega el cura no sé cuándo. Y se duerme. Por supuesto sin ver a Dios.
Porque Pablo quiere ver a Dios. Pero quiere y no quiere.
Y mientras enturbia su vida de impureza, Dios mismo en persona susurra en su alma la Verdad: “Los limpios de corazón verán a Dios” (Mt 5,8).
miércoles, 6 de abril de 2011
ciegos de na cimiento
Hemos decidido que queremos un hijo ciego.
Eso es: no queremos que vea.
Ni cosas bonitas, ni cosas feas. Nada.
No es bueno que un niño vea.
A nosotros nos educaron en la luz,
y hemos tenido que ver cosas terribles…
Hemos visto arrugas en la frente del abuelo.
Hemos visto muerte, enfermedad, violencia.
Hemos visto gente pidiendo en la calle.
Nos hemos enamorado de una sonrisa.
Nos ha tentado la belleza.
Y ese conocimiento, ese amor, esa compasión, nos han hecho sufrir mucho. Sufrimiento inútil. Al final, la vida nos ha enseñado a ocuparnos de nosotros mismos, que es lo único importante.
No es bueno que un niño vea. Mejor esperar a que sea mayor, y que él mismo decida si quiere o no abrir sus ojos.
¿Cuánto mal habré hecho yo por poder ver?
Si no hubiese visto la injusticia, mi silencio no me habría hecho su cómplice. Si no hubiese visto el dolor, mi pasotismo no me habría secado el corazón. Si no hubiese visto la hermosura, mi hedonismo no me habría esclavizado. Si no hubiese visto la paz en el rostro del que sueña, ¡cuánta envidia no habría sentido!
No, definitivamente no queremos que nuestro hijo vea.
Que nadie le hable del sol, ni de la luz, de las estrellas, del rojo del rubor del amor, de la transparencia de las lágrimas, de los colores de la piel, de las miradas que hablan.
Queremos que se lo pierda.
Lo encerraremos en casa. Entre nuestras cuatro paredes y nuestra oscura visión de todo. Porque así será más libre. Y más feliz. Ya lo dice el refrán: “Ojos que no ven…”.
Eso es: no queremos que vea.
Ni cosas bonitas, ni cosas feas. Nada.
No es bueno que un niño vea.
A nosotros nos educaron en la luz,
y hemos tenido que ver cosas terribles…
Hemos visto arrugas en la frente del abuelo.
Hemos visto muerte, enfermedad, violencia.
Hemos visto gente pidiendo en la calle.
Nos hemos enamorado de una sonrisa.
Nos ha tentado la belleza.
Y ese conocimiento, ese amor, esa compasión, nos han hecho sufrir mucho. Sufrimiento inútil. Al final, la vida nos ha enseñado a ocuparnos de nosotros mismos, que es lo único importante.
No es bueno que un niño vea. Mejor esperar a que sea mayor, y que él mismo decida si quiere o no abrir sus ojos.
¿Cuánto mal habré hecho yo por poder ver?
Si no hubiese visto la injusticia, mi silencio no me habría hecho su cómplice. Si no hubiese visto el dolor, mi pasotismo no me habría secado el corazón. Si no hubiese visto la hermosura, mi hedonismo no me habría esclavizado. Si no hubiese visto la paz en el rostro del que sueña, ¡cuánta envidia no habría sentido!
No, definitivamente no queremos que nuestro hijo vea.
Que nadie le hable del sol, ni de la luz, de las estrellas, del rojo del rubor del amor, de la transparencia de las lágrimas, de los colores de la piel, de las miradas que hablan.
Queremos que se lo pierda.
Lo encerraremos en casa. Entre nuestras cuatro paredes y nuestra oscura visión de todo. Porque así será más libre. Y más feliz. Ya lo dice el refrán: “Ojos que no ven…”.
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