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viernes, 23 de febrero de 2018

domingo, 22 de diciembre de 2013

Catequesis 32. Antes de la natividad de Cristo

Teodoro Estudita Sobre el nacimiento del Salvador y sobre el deber de perseverar con tenacidad en nuestra vida monástica Hermanos y padres, ya se acerca la fiesta de la Teofanía [1], y ¡el día de la alegría está a la puerta! Es en efecto una gran alegría (cf. Lc 2,10), como nunca nos fue dada desde el inicio de los tiempos, que el Hijo de Dios haya venido a nosotros, no a través de figuras y símbolos, como cuando en un tiempo apareció a nuestros padres [2], sino visitándonos a través del nacimiento de una virgen y manifestándose a nosotros en persona. ¡En todas las generaciones no hubo evento más feliz que este, ni más admirable, entre todas las maravillas realizadas por Dios desde el inicio de los tiempos! Por esto los ángeles anuncian el misterio (cf. Lc 2, 13-14) y una estrella revela que el Celestial ha nacido en la tierra (cf. Mt 2, 2); por esto los pastores van a ver la salvación que les ha sido anunciada (cf. Lc 2, 15-17), y los magos llevan regalos (cf. Mt 2, 11); por esto es cantado un cántico nuevo, por la novedad de los eventos, puesto que el Dios glorificado en lo más alto de los cielos se ha manifestado en la tierra como paz (cf. Lc 2,14). De esto da testimonio el Apóstol diciendo: Porque Cristo es nuestra paz: él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba, y aboliendo en su propia carne la ley con sus mandamientos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona. (Ef 2, 14-16). Los profetas y los justos, desde el inicio de los tiempos, han deseado ver estas cosas (cf. Mt 13, 17), pero no las vieron sino a través de la fe. Nosotros, en cambio, como está escrito, hemos visto y nuestras manos han tocado al Verbo de vida: porque la vida se ha hecho visible (1 Jn 1, 1-2) y nosotros hemos obtenido la adopción filial (cf. Gal 4, 5). Pero ¿qué daremos al Señor por todo lo que nos ha dado? (Sal 115,3) Anticipándonos, el santo David lo ha ya proclamado: Alzaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor (Sal 115, 4). ¡Por esto alegrémonos, hermanos, ya que también nosotros hemos sido considerados dignos de dar un don al Señor, en cambio de todo lo que él nos ha dado! Y ¿cuál es ese don? La vida “que lleva la cruz” [3] que nosotros hemos elegido, y la confesión de fe en la cual permanecemos firmes y nos gloriamos, en la esperanza de la gloria de Dios (Rm 5, 2): lo que a juicio de todos es un martirio. De este modo, nosotros podemos celebrar la fiesta no en un solo día, sino por toda la vida, mientras que los que son gobernados por la carne y prisioneros de sus pasiones, no pueden celebrar esta fiesta, incluso si dan la apariencia de hacerlo, ni obran como hombres libres, siendo esclavos de sus pasiones y vendidos al pecado (cf. Rm 7, 14). Y en efecto está escrito: Quien comete un pecado es esclavo del pecado; y el esclavo no permanece para siempre en la casa, sino el hijo es quien permanece para siempre (Jn 8, 34-35). Por esto, entonces, también nosotros, por gracia hemos sido juzgados dignos del nombre de hijos, permaneciendo para siempre en la casa, si mantenemos hasta el fin nuestra firmeza inicial (Heb 3, 14). Por esto, fortificados en el Espíritu Santo, perseveramos en nuestra vida monástica, y buscamos estimularnos unos a otros en la caridad y en las buenas obras (Heb 10, 24), en la obediencia, en la humildad, en la mansedumbre, y en toda otra tarea noble, sin desviar nuestro propósito, sino siempre más fortalecidos, y tanto más cuanto vemos que el día se acerca (Heb 10, 25). Se acerca, en efecto, el día del Señor, día grande y espléndido (Hechos 2, 20), en el cual el juez de todos se revelará y se mostrará en la gloria con la cual se mostró a los apóstoles en la divina transfiguración (cf. Lc 9, 28-36), poniendo delante de sí y juzgando a toda creatura, para dar a cada uno según sus acciones (Ap 22, 12). Y esperamos poderlo ver también nosotros, junto a todos los santos, mientras nos mira con rostro benigno y nos acoge en el reino de los cielos, por la gracia, la misericordia y la bondad de nuestro Señor Jesucristo, al cual se dan la gloria, el honor y la adoración, con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Teodoro Estudita Nelle Prove, la fiducia. Piccole catechesi Ed. Qiqajon. Comunità di Bose. 2006 Págs. 169-171 [1] El nombre de “Teofanía” (tà theophánia) en oriente puede indicar tanto la fiesta de Navidad celebrada el 25 de diciembre, como la fiesta de la Epifanía, celebrada el 6 de enero. Sobre los dos nombres de la fiesta de Navidad, cf. Gregorio de Nacianzo, Orariones 38, 2: “Ahora, ¿es la fiesta de la Teofanía o de la Navidad? En efecto, se dice de un modo o de otro, ya que los dos modos hacen referencia a un único acontecimiento… El nombre de Teofanía se usa porque Él se ha mostrado, el de Navidad porque Él ha nacido”. [2] Las teofanías del Antiguo Testamento son releídas por los padres como epifanías del Verbo. Cf. Ireneo de Lión, Contra las herejías IV, 20, 10-11; Eusebio de Cesarea, Historia de la Iglesia I, 2, 6-10. [3] Es decir, la vida monástica.

lunes, 30 de abril de 2012

San Doroteo de Gaza 1

DOROTEO DE GAZA
Cartuja Sta. Mª Benifaçá
INSTRUCCIONES DIVERSAS DE NUESTRO PADRE DOROTEO A SUS DISCÍPULOS

I. SOBRE EL RENUNCIAMIENTO
1. Cuando al comienzo Dios creó al hombre, "le colocó en el paraíso", como dice la Sagrada Escritura, después de haberlo adornado de toda clase de virtudes, y le impuso el precepto de no comer del árbol que se hallaba en medio del jardín. El hombre vivía en las delicias del paraíso, en oración y contemplación, colmado de gloria y honor, poseyendo la integridad de sus facultades, en el estado natural en que había sido creado. Porque Dios hizo al hombre a su imagen, es decir, inmortal, libre y ornado de todas las virtudes. Pero cuando trasgredió el precepto al comer del árbol del que Dios le había prohibido comer, fue expulsado del paraíso. Caído de su estado natural, se encontraba en un estado contrario a la naturaleza, es decir en pecado, en el amor a la gloria, el apego a los placeres de esta vida y en las otras pasiones que le dominaban, ya que se había hecho su esclavo por su trasgresión. Desde entonces, el mal aumentó progresivamente y la "muerte reinó". En ninguna parte se rendía culto a Dios, se le ignoraba universalmente. Como lo dijeron los Padres, sólo algunos hombres, inspirados por la ley natural, tenían conocimiento de Dios: así Abrahán y los otros Patriarcas, Noé y Job. En resumen, eran muy pocos los que conocían a Dios. Entonces el Enemigo desplegó toda su maldad y "reinó el pecado". Vino la idolatría, el politeísmo, la brujería, los crímenes y las demás perversiones del diablo.
2. Pero Dios en su bondad tuvo misericordia de su criatura y le dio por medio de Moisés la ley escrita, en la cual prohibió ciertas cosas y prescribió otras: Haced esto, no hagáis aquello. Dio los mandamientos. Ante todo dijo: "El Señor tu Dios es el único Señor", para apartar del politeísmo el espíritu de los israelitas, y luego: "Tú amarás al Señor tu Dios con toda tu alma y todo tu espíritu". Siempre proclamó que Dios es único y que no hay otro. Al decir: "Amarás al Señor tu Dios", indica que él es el único Dios, el único Señor. También dice en el Decálogo: "Adorarás al Señor tu Dios, y le servirás a él sólo. Te adherirás a él y jurarás por su nombre". En fin: "No tendrás otros dioses ni imagen alguna de lo que hay en lo alto y de lo que hay abajo en la tierra". Porque los hombres adoraban todas las criaturas.
3. Dios, bondadoso, dio la ley para socorrer, convertir, corregir el mal: sin embargo, el mal no se corrigió. Dios envió a los profetas, pero no pudieron nada. El mal sobrepasó todo límite. Como dice Isaías: "No hay más que una herida, un cardenal, una llaga en carne viva, y no hay ungüento ni aceite ni medicina que aplicarle". Dicho de otra manera, el mal no es parcial, ni localizado, sino difundido por todo el cuerpo, envuelve el alma enteramente y aprisiona todas sus facultades. "No hay ungüento que aplicarle", etc. ya que todo estaba al servicio del pecado, todo estaba en su poder. Jeremías lo declaraba así: "Hemos cuidado a Babilonia, pero ella no curó" (Jr 28,9), como si dijese: Hemos manifestado tu nombre, hemos proclamado tus mandamientos, tus beneficios, tus promesas, hemos anunciado a Babilonia los asaltos de los enemigos y, sin embargo, "ella no curó", es decir, no se arrepintió, no temió, no se apartó de su malicia. Todavía dice en otra parte: "No aceptaron la lección" (Jr 2,30), es decir, la advertencia, la instrucción. Y un salmo dice: "Su alma tuvo horror de todo alimento, y llegaron a las puertas de la muerte" (Sal 106,18.
4. Entonces, en su bondad y su amor a los hombres, Dios envía a su Hijo único, porque sólo Dios podía curar y vencer aquel mal. Los profetas no lo ignoraban. David lo decía claramente: "¡Tú que te sientas sobre los querubines, muéstrate! Descubre tu fuerza y ven a salvarnos!" (Sal 79,2-3). "Señor, ¡inclina los cielos y desciende!" (Sal 143,5), y tantas otras expresiones semejantes. Todos los demás profetas, cada cual a su manera, elevaron con frecuencia la voz, sea para suplicar su venida, sea para proclamarse seguros de ella. Nuestro Señor vino, haciéndose hombre por nosotros, "para curar, dice san Gregorio, lo semejante con lo semejante, el alma con el alma, la carne con la carne. Porque se hizo hombre en todo menos en el pecado". Tomó nuestro mismo ser, las primicias de nuestra naturaleza, y vino a ser un nuevo Adán "a imagen de quien le había creado" (Col 3,10), restaurando el estado de la naturaleza, y restituyendo las facultades a su integridad primera. Hombre, renovó al hombre caído, lo libró de la esclavitud y del violento atractivo al pecado. El hombre se hallaba arrastrado por el enemigo con una fuerza tiránica. Incluso quienes querían evitar el pecado, eran casi forzados a cometerlo. Como decía el Apóstol en nombre nuestro: "El bien que quiero, no lo hago, y el mal que no quiero, lo cometo".
5. Dios, hecho hombre por nosotros, liberó así al hombre de la tiranía del enemigo. Destruyó todo su poder, quebrantó su misma fuerza, y nos liberó de su poderío y de su esclavitud, con tal de que no consistamos en pecar. Porque nos dio, como él nos dijo, "poder para pisotear con los pies las serpientes, escorpiones y todo poder del enemigo", purificándonos de toda falta por el santo bautismo. El santo bautismo perdona y borra todo pecado. Además, dada nuestra debilidad y en previsión de que, aún después del santo bautismo, cometeríamos el pecado, escribió: "El espíritu del hombre es llevado al mal desde su juventud" (Gen 8,21). Dios nos dio en su bondad mandamientos santos que nos purifican. Así podemos, si queremos, purificarnos de nuevo con la práctica de los mandamientos; y no sólo purificarnos de nuestros pecados, sino también de nuestras pasiones. Notemos que las pasiones son diferentes de los pecados. Las pasiones son la cólera, la vanagloria, el amor del placer, el odio, los malos deseos, y todas las disposiciones de este género. Los pecados son los actos mismos de las pasiones: cuando se ponen en acción, se realizan corporalmente las obras inspiradas por las pasiones. Ciertamente es posible tener pasiones y no actuar con ellas.
6. Dios nos dio, como he dicho, preceptos que nos purifican incluso de las pasiones, de las malas disposiciones de nuestro hombre interior (Rom 7,22; Ef 3,16). Nos da el discernimiento del bien y del mal, nos hace darnos cuenta y nos muestra las causas del pecado: "La ley decía: no cometas adulterio; y yo digo: No tengas malos deseos. La ley decía: no mates, y yo digo: No te encolerices". Porque si tienes malos deseos, aunque actualmente no cometas adulterio, la concupiscencia no cesará de asediarte interiormente hasta que te arrastre al acto mismo. Si te irritas y te excitas contra tu hermano, llegará un momento en que hablarás mal de él, le pondrás trampas, y así, poco a poco, llegarás finalmente al crimen. La ley decía también: "Ojo por ojo, diente por diente", etc. Pero el Señor exhorta no sólo a recibir con paciencia una bofetada, sino también a presentar humildemente la otra mejilla. La finalidad de la ley era enseñarnos a no hacer lo que no quisiéramos para nosotros. Nos impedía, por tanto, hacer el mal por miedo a tener que sufrirlo. Ahora, en cambio, vuelvo a decirlo, se nos manda rechazar incluso el odio, el amor del placer, el amor de la gloria y las demás pasiones.
7. En una palabra, el designio de Cristo nuestro Señor es precisamente enseñarnos cómo hemos llegado a cometer todos los pecados, cómo hemos caído todos los días malos. Primero, nos liberó por el santo bautismo, como he dicho ya, concediéndonos el perdón de los pecados; luego, nos dio el poder de hacer el bien, si queremos, y de no ser arrastrados al mal, como forzados. Porque los pecados oprimen y arrastran a quien les sirve, según la expresión: "Cada uno es prisionero de los lazos de sus propias faltas" (Pr 5,22). Cristo nos enseña, en cambio, por los santos mandamientos cómo purificarnos incluso de nuestras pasiones, para que no nos hagan caer de nuevo en los mismos pecados. Nos muestra, en fin, la causa que hace llegar al desprecio y a la trasgresión de los preceptos de Dios; nos proporciona así el remedio para que podamos obedecer y salvarnos. ¿Cuál es ese remedio y cuál es la causa del desprecio? Escuchad lo que dice nuestro Señor mismo: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis el reposo para vuestras almas". He ahí que, brevemente, en pocas palabras, nos muestra la raíz y la causa de todos los males, y su remedio, fuente de todos los bienes; nos muestra que el ensalzarnos nos hace caer, y que es imposible obtener misericordia sin la disposición contraria, es decir, sin la humildad. De hecho, el ensalzarse engendra el desprecio y la funesta desobediencia, mientras que la verdadera humildad produce, no un abajarse sólo en palabras y en gestos, sino una disposición auténticamente humilde, en lo íntimo del corazón y del espíritu. Por ello el Señor dice: "Soy manso y humilde de corazón".
8. El que quiera hallar reposo para su alma, ¡aprenda la humildad! Comprenda que en ella se encuentran toda la alegría, toda la gloria y todo el reposo, como en el orgullo se halla todo lo contrario. Así, ¿cómo hemos llegado a todas las tribulaciones? ¿Por qué caímos en toda esta miseria? ¿No es a causa del orgullo? ¿Por razón de nuestra locura? ¿No es por haber seguido nuestros malos deseos y habernos apegado al amargor de nuestra voluntad? Pero, ¿por qué esto? ¿No fue creado el hombre en la plenitud del bienestar, de la alegría, del reposo y de la gloria? ¿No estaba en el paraíso? Se le prescribió: No hagas eso, y él lo hizo. ¿Veis el orgullo? ¿Veis la arrogancia? ¿Veis la insumisión? "El hombre está loco, dijo Dios al ver aquella insolencia; no quiere ser dichoso. Si no pasa días malos, se perderá completamente. Si no conoce la aflicción, no sabrá lo que es el reposo". Entonces, Dios le dio lo que merecía, expulsándolo del paraíso. Desde entonces fue entregado a su egoísmo y a su propia voluntad, para que, al quebrantar así los huesos, aprenda a seguir no su propio gusto, sino el precepto de Dios. La miseria misma de la desobediencia le daría a conocer el reposo de la obediencia, según la palabra del profeta: "Tu rebelión te instruirá" (Jr 2,19). Con todo, la bondad de Dios, como digo con frecuencia, no abandonó a su criatura, sino que se volvió todavía hacia ella y la llamó de nuevo: "Venid a mí, todos los que estáis cansados y abrumados y yo os aliviaré". Es decir: Estáis fatigados, sois desgraciados, sabéis por experiencia lo que es el mal de toda desobediencia. ¡Vamos!, convertíos por fin; ¡vamos!, reconoced vuestra incapacidad y vuestra vergüenza, para llegar al reposo y a la gloria. ¡Vamos!, vivid mediante la humildad, vosotros que habéis muerto por el orgullo. "Aprended de mí que soy manso y humil- de corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas".
9. ¡Oh!, hermanos míos, ¿lo que hace el orgullo? ¡Oh! ¡Qué poder, el de la humildad! ¿Qué necesidad había de tantas vueltas? Si desde el comienzo el hombre se hubiese humillado y obedecido a Dios guardando su mandamiento, no habría caído. Después de la caída Dios le ha dado todavía ocasión de arrepentirse y de obtener misericordia, pero él guardó la cabeza erguida. Dios vino a decirle: "Adán, ¿dónde estás?" Es decir: ¿De qué gloria has caído? ¿Y en qué vergüenza? Luego, le preguntó: "¿Por qué pecaste? ¿Por qué desobedeciste?", tratando así de hacerle decir: "Perdóname". Pero, ¿dónde se quedó ese "perdóname"? No hubo ni humildad ni arrepentimiento; al contrario, el hombre replicó: "La mujer que me diste, me engañó". No dijo: "Mi mujer", sino "la mujer que me diste", como si dijera: "El fardo que me pusiste sobre mi cabeza". Es así, hermanos: cuando un hombre no quiere reconocer su falta, no teme acusar al mismo Dios. El Señor se dirige luego a la mujer y le dice: "¿Por qué no guardaste, tú tampoco, mi mandamiento?", como si le dijera: "Tú, al menos, dime: Perdóname, de modo que tu alma se humille y obtenga misericordia". Pero, ¡tampoco logró el "perdóname"! La mujer a su vez respondió: "La serpiente me engañó", como si dijera: "Si él pecó, ¿qué culpa tengo yo?" Desgraciados, ¿qué hacéis? ¡Dad al menos un signo de arrepentimiento, reconoced vuestra falta, tened piedad de vuestra desnudez! Pero ninguno de los dos se dignó acusarse, y nadie de entrambos mostró humildad alguna.
10. Ahora os dais cuenta claramente del estado al que llegamos: a qué multitud de males nos llevó la manía de justificarnos, la confianza en nosotros mismos y el apego a la propia voluntad. Tales son los retoños del orgullo, el enemigo de Dios; como el acusarse a sí mismo, el desconfiar del propio juicio y el odio de la propia voluntad, son retoños de la humildad. Éstos permiten rehacerse y volver al estado natural gracias a la purificación de los santos mandamientos de Cristo. Sin humildad no es posible obedecer a los mandamientos ni alcanzar bien alguno, como decía el abad Marcos: "Sin contrición de corazón no se puede superar el mal y es totalmente imposible adquirir una virtud". Por medio de la contrición de corazón se aceptan los mandamientos, se aleja uno del mal, adquiere las virtudes y llega al fin al reposo.
11. Esto, todos los santos lo sabían. Por eso buscaban unirse a Dios con una vida enteramente humilde. Hubo amigos de Dios que, después del santo bautismo, no sólo renunciaron a los actos de las pasiones, sino que quisieron vencer las mismas pasiones y llegar a ser impasibles: tal fue san Antonio, Pacomio y los otros Padres teóforos. Proponiéndose como ideal el purificarse "de toda mancha de la carne y del espíritu", como dice el Apóstol (2 Co 7,1), y sabiendo que, como hemos dicho, es guardando los mandamientos cómo el alma se purifica y cómo el espíritu, purificado también por así decirlo, recobra la vista y vuelve a su estado natural --pues está escrito: "El mandamiento del Señor es límpido e ilumina los ojos" (Sal 18,9)--, los Padres comprendieron que, en el mundo, no podrían llegar fácilmente a la virtud. Por ello, concibieron una existencia aparte, una manera de vivir especial, quiero decir la vida monástica, y comenzaron a huir del mundo para habitar en los desiertos y ayunar, dormir en el suelo, someterse a las vigilias y otras penitencias corporales, renunciando totalmente a la patria, a los parientes, a las riquezas y a los bienes. En una palabra, crucificaron el mundo en sí mismos. Y no sólo guardaron los mandamientos, sino que ofrecieron presentes a Dios. Ved cómo: los mandamientos de Cristo se dieron para todos los cristianos, y todos los cristianos están obligados a observarlos. Podríamos decir que son los impuestos debidos al rey. El que rehúsa pagar los impuesto al rey, ¿podrá evitar el castigo? Pero hay en el mundo grandes e ilustres personajes que, no contentos con pagar los impuestos al rey, le hacen además presentes y merecen por ello grandes honores, favores y dignidades.
12. Así los Padres, no contentos con guardar los mandamientos, ofrecieron a Dios presentes; estos presentes son la virginidad y la pobreza. No son mandamientos, son presentes. En ningún sitio está escrito: "Tú no tomarás mujer, no tendrás hijos". Tampoco Cristo impuso un mandamiento cuando dijo: "Vende lo que tienes". Cierto, cuando el doctor de la Ley lo abordó preguntándole: "Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?, le respondió: "Conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio contra tu prójimo", etc... Y cuando el interlocutor le dijo que todo eso lo había observado desde su juventud, Cristo añadió: "Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dalo a los pobres", etc... Ved: no dijo: "Vende lo que tienes", como una orden, sino como un consejo. Pues cuando se dice: "si quieres", no se manda, sino que se aconseja.
13. Decíamos que los Padres ofrecieron a Dios como presentes, además de las otras virtudes, la virginidad y la pobreza, y, como habíamos dicho antes, crucificaron el mundo en sí mismos y lucharon luego por crucificarse ellos al mundo, según la palabra del Apóstol: "El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo". ¿Cuál es la diferencia? El mundo está crucificado para el hombre, cuando el hombre renuncia al mundo para vivir en soledad y abandona a los parientes, las riquezas, los bienes, las ocupaciones, los asuntos: el mundo está entonces crucificado para él, ya que lo abandonó y esto es lo que quiere decir el Apóstol: "El mundo está crucificado para mí". Pero añade: "Y yo para el mundo". ¿Cómo está crucificado el hombre para el mundo? Cuando, habiendo abandonado las cosas exteriores, combate los placeres y las apetencias de las cosas, y asimismo su voluntad, y mortifica sus pasiones; entonces está él mismo crucificado al mundo y puede decir con el Apóstol: "El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo".
14. Como decíamos, los Padres, después de haber crucificado el mundo en sí mismos, se esforzaron combatiendo por crucificarse ellos también para el mundo. Según nos parece, hemos crucificado el mundo en nosotros mismos al abandonarlo para venir al monasterio; pero rehusamos crucificarnos al mundo, porque gozamos todavía de sus placeres, guardamos su afecto, sentimos atractivo por su gloria, gusto por los alimentos y por los vestidos. Si un utensilio es bueno, nos apegamos a él: dejamos que ese utensilio sin valor ocupe en nosotros el lugar de un centurión, como dice el abad Zósimo. Aparentemente hemos dejado el mundo y abandonado lo que hay en el mundo al venir al monasterio, y por bagatelas, ¡nos recreamos con la concupiscencia del mundo! Es un gran error de nuestra parte, después de haber renunciado a cosas considerables, querer dar satisfacción a nuestras pasiones con cosas insignificantes. En verdad, cada uno de nosotros dejó lo que poseía, grandes bienes si los teníamos, o lo poco que nos pertenecía, cada cual según lo que podía: luego vinimos al monasterio y aquí, como he dicho, damos satisfacción a nuestra concupiscencia con cosas miserables y sin valor. No está bien que hagamos así. Hemos renunciado al mundo y a las cosas del mundo; igualmente hay que renunciar al apego a las cosas materiales. Hay que saber lo que es el renunciamiento, por qué hemos venido al monasterio, y también qué hábito hemos vestido, para obrar en consecuencia y luchar a ejemplo de nuestros Padres.
15. El hábito que llevamos se compone de una túnica sin mangas, de un cinturón de cuero, de un escapulario y de una cogulla. Estas cosas tienen un simbolismo y debemos saber lo que significan para nosotros. ¿Por qué llevamos un túnica sin mangas? ¿Por qué no tenemos mangas cuando todos los demás las tienen? Las mangas son símbolo de las manos, y las manos significan la práctica. Por ello, cuando nos viene el pensamiento de realizar con las manos algo propio del hombre viejo, por ejemplo, robar, golpear o cometer cualquier otro pecado con las manos, debemos prestar atención a nuestro hábito y reconocer que no tenemos mangas, es decir, que no tenemos manos para hacer lo que es propio del hombre viejo. Además, nuestra túnica lleva una marca de púrpura. ¿Qué significa esa marca? Todos los soldados al servicio del rey llevan púrpura en sus mantos. Como el rey se viste de púrpura, todos sus soldados ponen sobre sus mantos la púrpura, es decir la insignia real, para mostrar que pertenecen al rey y que guerrean por él. Nosotros también, llevamos la marca de la púrpura sobre nuestra túnica, para mostrar que somos soldados de Cristo y que debemos soportar todos los sufrimientos que él padeció por nosotros. Durante su Pasión, nuestro Maestro llevó el manto de púrpura: primeramente, como Rey, porque es "el Rey de Reyes y el Señor de los Señores"; además, lo llevó por irrisión por parte de los impíos. Al llevar la marca de púrpura, queremos, como decía, soportar todos sus sufrimientos, y como el soldado no abandona su servicio para hacerse agricultor o comerciante --que sería decaer de su profesión, pues, según el Apóstol, "ningún soldado se embaraza con asuntos de la vida civil, si quiere dar satisfacción a quien lo ha enrolado" (2 Tm 2,4)--, así nosotros debemos luchar para no tener preocupación alguna por las cosas de este mundo y dedicarnos a Dios solo, asiduamente y sin distraernos, como se ha dicho de la mujer virgen (1 Co 7,34-35).
16. Tenemos también un cinturón. ¿Por qué llevamos un cinturón? El cinturón que llevamos es ante todo signo de que estamos dispuestos al trabajo. Quien quiere trabajar, comienza por ceñirse, y así se pone a la tarea, según lo dicho: "Que vuestra cintura esté ceñida". Por otra parte, el cinturón, estando hecho de una piel muerta, muestra que debemos mortificar nuestro gusto por el placer. El cinturón se coloca en la cintura: a la altura de los riñones, donde reside, según se dice, la potencia concupiscible del alma. Es lo dicho por el Apóstol: "Mortificad vuestros miembros terrestres, fornicación, impureza", etc...
17. Tenemos además un escapulario. Se coloca sobre los hombros en forma de cruz: es decir que llevamos sobre los hombros el símbolo de la cruz, en conformidad con esta palabra: "Toma tu cruz y sígueme". Y, ¿qué es esa cruz más que la muerte perfecta que realiza en nosotros la fe en Cristo? Porque "la fe, dice el Geronticón, cubre siempre los obstáculos y nos facilita la práctica", y ésta nos conduce a la muerte perfecta, que consiste en morir a todo lo que es de este mundo: después de haber dejado la familia, hay que luchar contra el afecto que se tiene por ella; igualmente después de haber renunciado a las riquezas, a los bienes y a todo, hay todavía que renunciar a su mismo atractivo, como hemos dicho ya. Ése es el perfecto renunciamiento.
18. Vestimos también una cogulla: es un símbolo de la humildad. Los niños pequeños, que son inocentes, llevan cogullas, pero no los adultos. Si nosotros las llevamos, es para que seamos como niños pequeños en cuanto a la malicia, como dijo el Apóstol: "No seáis niños en cuanto al juicio, pero mostraos niños pequeños en cuanto a la malicia". ¿Qué significa "ser niño pequeño en cuanto a la malicia"? El niño pequeño, no teniendo malicia, no se encoleriza si se le injuria; no siente vanidad si se le honra; no se aflige si se le cogen sus cosas, porque es niño pequeño en cuanto a la malicia; no alimenta las pasiones ni reivindica la gloria. La cogulla es también símbolo de la gracia de Dios. Como la cogulla protege y mantiene caliente la cabeza del niño, así la gracia divina protege nuestro espíritu, como lo dijo el Geronticón: "La cogulla es el símbolo de la gracia de Dios nuestro Salvador, que protege la parte superior del alma y rodea de cuidados nuestra infancia en Cristo, a causa de quienes se esfuerzan siempre por golpear y herir".
19. Llevamos a la cintura el cinturón, que significa la mortificación del apetito irracional. Sobre los hombros llevamos el escapulario, que es una cruz. Y llevamos también la cogulla, que es símbolo de la inocencia y de la infancia en Cristo. "Vivamos, pues, en conformidad con nuestro hábito, como dicen los Padres, para no llevar un hábito que no nos corresponda. Hemos dejado las grandes cosas, dejemos también las pequeñas. Hemos abandonado el mundo, abandonemos también sus gustos, porque, como he dicho, esos gustos por cosas ínfimas y miserables que no merecen interés alguno, nos atan todavía al mundo sin darnos cuenta.
20. Si queremos, pues, estar perfectamente desligados y libres, aprendamos a negar nuestra voluntad, y así, progresando poco a poco con la ayuda de Dios, llegaremos a estar desprendidos. Porque nada es tan provechoso al hombre como negar su propia voluntad. Verdaderamente por ese medio, se progresa por así decir más que por todas las virtudes. Como el viajero que, en su camino, encuentra un atajo y tomándolo gana una buena parte del trayecto, así es el que avanza por la ruta de la negación de la voluntad: porque al negar su voluntad, se obtiene el desprendimiento y por el desprendimiento se llega, con la ayuda de Dios, a una perfecta apatheia (impasibilidad).
21. Ved a qué progreso conduce poco a poco la negación de la voluntad propia. Mirad lo que era el bienaventurado Dositeo. ¿De qué vida muelle y sensual venía, él, que ni siquiera había oído hablar de Dios? Y, sin embargo, sabéis a que cimas lo llevó en poco tiempo la práctica de la obediencia y de la negación de la voluntad propia. Sabéis también cómo Dios lo glorificó y no permitió que caiga en olvido una tal virtud. Lo ha revelado a un santo anciano que vio a Dositeo en medio de todos los santos gozando de la felicidad.
22. Voy a contaros otro hecho del que fui testigo, para que aprendáis cómo la obediencia y la ausencia de toda voluntad propia libera al hombre incluso de la muerte. Estando yo en el monasterio del abad Seridos, un discípulo de un gran anciano de la región de Ascalón vino con una comisión de parte de su abad. Éste le había dado orden de volver aquella misma tarde a su celda. Pero sobrevino una violentísima tempestad, chubascos y truenos: el torrente vecino había crecido totalmente. Sin embargo, el hermano quería partir a causa de la palabra del anciano. Le pedíamos que quedase, creyendo imposible que saliese del río sano y salvo; pero él no se dejaba convencer. Terminamos por decir: "Vamos con él hasta el río. Cuando lo haya visto, se volverá atrás." Salimos con él. Cuando llegamos al río, el hermano se quitó la ropa, la ató a la cabeza, se ciñó su peregrina y se echó al agua, en la terrible corriente. Quedamos allí, llenos de espanto y temblando por su vida, pero él continuó a nado y pronto llegó a la otra orilla. Se puso de nuevo su ropa, nos hizo una metania desde lejos, se despidió y partió corriendo. Quedamos estupefactos y llenos de admiración ante el poder de la virtud: nosotros teníamos miedo con sólo mirar, y él atravesó sin peligro gracias a su obediencia.
23. Una cosa semejante sucedió a un hermano que su abad había enviado al pueblo por lo necesario, a la casa del que hacía las comisiones. Al verse arrastrado al mal por la hija de aquel personaje, se limitó a decir: "¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!" Inmediatamente se encontró en el camino de Seté, de vuelta hacia su padre. Ved el poder de la virtud, ved el poder de una palabra, ¡qué auxilio proporciona el mero hecho de apelar a las oraciones de su padre! Aquel hermano dijo: "¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!", e inmediatamente se halló en el camino. Considerad la humildad y la prudencia de ambos. Estaban en dificultad y el anciano quería enviar al hermano a casa del que hacía las comisiones. No le dijo: "Vete", sino: "¿Quieres ir?" Igualmente el hermano no respondió: "Voy", sino: "Haré lo que quieras". Porque temía a la vez las ocasiones de caer y la desobediencia a su padre. Más tarde la necesidad al ser mayor, el anciano le dijo: "Vete. Ponte en camino". Y él no dijo: "Tengo confianza en que Dios te protegerá", sino: "Tengo confianza en que por las oraciones de mi padre te protegerá". Igualmente el hermano, en el momento de la tentación, no dijo: "¡Dios mío, ayúdame!", sino: "Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame". Así cada uno de ellos ponía su esperanza en las oraciones de su padre. Ved cómo unieron la humildad a la obediencia. De igual modo, como en el tiro de un carro, uno de los caballos no puede avanzar al otro, sino el carro se quiebra, así la humildad debe ir junto con la obediencia. Y ¿cómo se puede obtener esta gracia, sino, como he dicho, usando de violencia para quebrantar la voluntad y abandonándose, después de Dios, a su padre, sin dudar jamás, obrando todo como esos dos hermanos, con la plena seguridad de obedecer a Dios? Entonces se es digno de misericordia y de salvarse.
24. Se cuenta que un día san Basilio, visitando sus monasterios, preguntó a uno de los higu- menos: "¿Tienes a alguien que esté en el camino de la salvación?" ­"Gracias a tus oraciones, señor, respondió el abad, queremos todos salvarnos". Y el santo preguntó todavía: "¿Tienes a alguien que esté en el camino de la salvación?" Esta vez el abad comprendió, porque él era también un espiritual, y respondió: "Sí". ­ "Tráemelo", le dijo el santo. Llega el hermano y el santo le dice: "Dame con que lavarme". El hermano va y trae lo necesario. Una vez lavado, san Basilio tomó el agua a su vez y dijo al hermano: "Acepta, y lávate tú también". Sin discutir, el hermano recibió el agua derramada por el santo. Después de haberle probado así, san Basilio le dijo: "Cuando entre en el santuario, ven a recordarme que quiero imponerte las manos". El hermano obedeció sin discutir. Cuando vio a san Basilio en el santuario, vino a recordárselo. El obispo le impuso las manos y lo tomó consigo. En efecto, ¿quién merecería mejor que aquel bienaventurado hermano vivir con aquel santo hombre de Dios?
25. En cuanto a vosotros, no tenéis la experiencia de esta obediencia que no razona, y no conocéis tampoco el reposo que se encuentra en ella. Pregunté un día al anciano abad Juan, discípulo del abad Barsanufo: "Maestro, la Escritura dice que es por muchas tribulaciones como nos es preciso entrar en el Reino de los cielos. Ahora bien, constato que yo no tengo ni la más mínima tribulación. ¿Qué debo hacer para no perder mi alma?" Porque yo no tenía tribulación alguna, ni ninguna preocupación. Si tenía un pensamiento, tomaba mi pizarra y escribía al anciano, ­de hecho, yo le preguntaba por escrito, antes de estar a su servicio­, y yo no había terminado de escribir que sentía ya alivio y provecho. Ésa era mi despreocupación y mi reposo. Con todo, como yo ignoraba el poder de la virtud y oía decir que es por muchas tribulaciones como se entra en el Reino de los cielos, me inquietaba por no tener prueba alguna. Cuando comuniqué mi temor al anciano, me declaró: "No te preocupes: a ti, eso no te concierne. Los que se entregan a la obediencia de los Padres, poseen esa despreocupación y ese reposo".

II. SOBRE LA HUMILDAD
26. "Ante todo, dijo un anciano, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar prontos a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, ya que es por la humildad como son aniquilados todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista". Tratemos de ver cuál es el sentido de esta palabra del anciano. ¿Por qué dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad", y no más bien: "Ante todo tenemos necesidad de la templanza"? En realidad el Apóstol dijo: "El luchador se priva de todo" (1 Co 9,25). O, ¿por qué el anciano no dijo: "Ante todo tenemos necesidad del temor de Dios", ya que afirma la Escritura que "el comienzo de la sabiduría es el temor del Señor" (Sal 110,10), y que se aparte del mal por el temor del Señor" (Pr 15,27)? ¿Por qué tampoco: "Ante todo, tenemos necesidad de la limosna o de la fe"? De hecho está escrito: "Por las limosnas y la fe los pecados son perdonados" (Pr 15,27). El Apóstol dice también que "sin la fe es imposible agradar a Dios" (Hb 11,6). Y si "es imposible agradar sin la fe", "si por las limosnas y la fe los pecados son perdonados", si "por el temor del Señor el hombre se aparta del mal", si "el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría", si, en fin, "el luchador se priva de todo", ¿por qué el anciano dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad", dejando de lado todo lo demás, que es necesario? Es que él quiere enseñarnos que ni el temor de Dios, ni la limosna, ni la fe, ni la templanza, ni ninguna otra virtud puede existir sin la humildad. Por esa razón dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar dispuestos a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, pues es por la humildad que son destruidos todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista".
27. Considerad, hermanos, cuál es el poder de la humildad. Ved la eficacia de decir: "¡Perdón!" Pero, ¿por qué se le llama al diablo no solamente "enemigo", sino también "antagonista"? Se le llama "enemigo" por razón de su odio insidioso contra el hombre y contra el bien; "antagonista" porque se esfuerza por obstaculizar toda obra buena. ¿Alguien quiere orar? Él se opone y pone obstáculos con malos pensamientos, con distracciones obsesionantes, con la acedía. ¿Otro quiere dar limosna? Lo detiene con la avaricia, con la tacañería. ¿Otro quiere velar? Se lo impide con la pereza, con el descuido. Brevemente, se opone a todo bien que emprendemos. Por eso se le llama no sólo "enemigo", sino también "antagonista". Así "por la humildad son destruidos todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista".
28. La humildad es verdaderamente grande. Todos los santos avanzaron por ese camino de la humildad y abreviaron los trayectos con las penas, según esta palabra: "Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados" (Sal 24,18). "Incluso sola, la humildad puede, como lo decía el abad Juan, introducirnos, aunque más lentamente". Humillémonos, pues, un poco, también nosotros, y nos salvaremos. Aunque no podamos, débiles como somos, realizar penosos trabajos, tratemos de humillarnos. Tengo confianza en la misericordia de Dios que lo poco que hagamos humildemente, nos valdrá a nosotros para estar entre los santos que han trabajado mucho en el servicio de Dios. Sí, somos débiles e incapaces de entregarnos a aquellos trabajos, pero ¿no podemos humillarnos?
29. Hermanos, ¡dichoso quien posee la humildad! Grande es la humildad. Designaba muy bien al que posee una verdadera humildad, el santo que decía: "La humildad no se irrita ni irrita a nadie". Esto parecería que no es exacto, porque la humildad se opone simplemente a la vana- gloria, de la que preserva al hombre. Ahora bien, uno se irrita a propósito de las riquezas y a propósito de los alimentos. ¿Cómo puede decirse entonces que "la humildad no se irrita ni irrita a nadie"? Es porque la humildad es grande, como dijimos. Es tan poderosa que atrae la gracia de Dios al alma, y la gracia de Dios, una vez presente, protege al alma contra esas dos graves pasiones. ¿Qué hay más grave que irritarse uno mismo e irritar al prójimo? Envagro lo decía: "No conviene en manera alguna que el monje se encolerice". Sí, en verdad, si el que se irrita no se defiende inmediatamente con la humildad, resbala poco a poco a un estado diabólico, perturbando a los demás y perturbándose él mismo. Por esto el anciano dijo: "La humildad no se irrita ni irrita a nadie".
30. Pero, ¿qué he dicho? ¿Es solamente de esas dos pasiones de las que nos protege la humildad? Más bien nos protege de toda pasión, de toda tentación. Cuando san Antonio contempló todos los tropiezos tendidos por el diablo, preguntó a Dios con gemidos: "¿Quién los superará?" Y Dios le respondió: "La humildad los superará". Y ¿qué otra palabra añadió Dios? "Y ellos no tendrán fuerza contra la humildad". ¿Veis, hermanos respetables, el poder, veis la gracia de una virtud? En realidad, nada es más poderoso que la humildad, nada le es superior. Si al humilde le acontece algo desagradable, inmediatamente se echa a sí mismo la culpa, al punto cree que lo ha merecido, y no consiente que se haga reproche a nadie más, ni que se le eche a otro la culpa. Él soporta sencillamente, sin turbarse, sin angustiarse, con toda tranquilidad. Por eso "la humildad no se irrita ni irrita a nadie". Con razón el santo dijo: "Ante todo, tenemos necesidad de la humildad".
31. Hay dos especies de humildad, como hay dos especies de orgullo. El primer tipo de orgullo consiste en despreciar a su hermano, no hacer caso alguno de él, como si no existiese, y a creerse superior a él. Si no se presta atención inmediatamente con una seria vigilancia, se llega poco a poco a la segunda clase que consiste en elevarse contra el mismo Dios, y a atribuirse a sí mismo las buenas obras y no a Dios. De hecho, hermanos míos, conocí a alguien que había caído en un estado lastimoso. Al comienzo, cuando un hermano le hablaba, lo despreciaba diciendo: "¿Quién es éste? En el mundo no hay más que Zósimo y sus discípulos". Luego, comenzó también a despreciar a éstos y a decir: "No hay más que Macario"; y un poco más tarde: "¿Quién es Macario? No hay más que Basilio y Gregorio". Pero pronto los despreció también a ellos: "¿Quién es Basilio? ¿Quién es Gregorio?, decía. No hay más que Pedro y Pablo". ­"Ciertamente hermano, le dije, despreciarás también a Pedro y Pablo". Y, creedme, poco más tarde comenzó a decir: "¿Quiénes son Pedro y Pablo? No hay más que la Santa Trinidad". Finalmente se levantó contra Dios mismo, y fue su ruina. Por eso, hermanos míos, debemos luchar contra la primera especie de orgullo para no caer poco a poco en el orgullo completo.
32. Hay también un orgullo mundano y un orgullo monástico. El orgullo mundano consiste en elevarse frente a su hermano porque se es rico, más hermoso, mejor vestido o más noble que él. Cuando nos damos cuenta de que nos glorificamos de esas cosas o de que nuestro monasterio es más grande, más rico o más numeroso, pensemos que nos hallamos todavía en el orgullo mundano. Lo mismo cuando se saca vanidad de las cualidades naturales: por ejemplo, uno se glorifica de tener una voz hermosa o de salmodiar bien, o de ser hábil, de trabajar o servir correctamente. Estos motivos son más elevados que los primeros; sin embargo, eso es todavía orgullo mundano. El orgullo monástico consiste en gloriarse de las vigilias, de los ayunos, de la piedad, de la observancia, del celo, o incluso de humillarse por vanagloria. Todo esto es orgullo monástico. Si tenemos necesariamente que enorgullecernos, conviene que nuestro orgullo se refiera al menos a las cosas monásticas y no a las mundanas. Hemos explicado cuál es la primera clase de orgullo y cuál la segunda; hemos definido igualmente el orgullo mundano y el orgullo monástico. Mostremos ahora cuales son las dos especies de humildad.
33. La primera consiste en tener a su hermano por más inteligente que a sí mismo y superior en todo; es, en suma, como decía un santo: "Ponerse debajo de todos". La segunda especie de humildad es atribuir a Dios las buenas obras. Ésa es la perfecta humildad de los santos. Nace naturalmente en el alma de la práctica de los mandamientos. Mirad los árboles cargados con abundancia de frutos: esos frutos hacen doblarse y bajarse las ramas. En cambio la rama que no tiene fruto, se levanta en el aire y se alza derecha. Hay algunos árboles cuyas ramas no llevan fruto y se elevan hacia el cielo. Pero si se les suspende una piedra para hacerlas bajar, entonces producen fruto. Así sucede con el alma: cuando se humilla, da fruto, y cuanto más fruto da, más se humilla. Los santos cuanto más se acercan a Dios, más pecadores se consideran.
34. Me acuerdo de que hablábamos un día de la humildad, y un notable de Gaza al oírnos decir que cuanto más uno se aproxima de Dios, se considera más pecador, estaba extrañado: "¿Cómo es eso posible?", decía. No lo comprendía y deseaba una explicación: ­Señor notable, le pregunté, dígame, ¿qué piensa Ud. ser en su ciudad? ­ Un gran personaje, me respondió, el principal de la ciudad. ­Si Ud. fuese a Cesarea, ¿por quién se consideraría allí? ­Inferior a los grandes de aquella ciudad. ­Y ¿si fuese a Antioquia? ­Me consideraría como un pueblerino. ­Y a Constantinopla, ¿junto al Emperador? ­Como un miserable. ­Ahí lo tiene, le dije. Tales son los santos: cuanto más se acercan de Dios, más pecadores se consideran. Abrahán cuando vio al Señor se llamó «tierra y ceniza» (Gn 18,27). Isaías decía: «¡Miserable e impuro que yo soy!» Igualmente cuando Daniel estaba en la fosa de los leones y Habacuc llegó con la comida diciéndole: «Toma la comida que Dios te envía», ¿qué dijo Daniel?: «¡El Señor se acordó, pues, de mí!» ¿Veis qué humildad poseía en su corazón? Estaba en la fosa, en medio de los leones, éstos no le hacían daño alguno, y esto no sólo una primera vez, sino una segunda vez; sin embargo, después de todo ello, se admiraba y decía: "¡El Señor se acordó, pues, de mí!"
35. ¡Ved la humildad de los santos! ¡Ved las disposiciones de su corazón! Incluso enviados por Dios en auxilio de los hombres, rehusaban por humildad y rehuían los honores. Si se echa una toca sucia sobre un hombre vestido de seda, él trata de evitarlo para no ensuciar su ropa preciosa. Igualmente los santos revestidos de virtudes, huyen la vanagloria humana por miedo a ensuciarse. Al contrario, los que desean la gloria semejan al hombre desnudo que no cesa de buscar un harapo de tela o cualquier otra cosa para cubrir su indecencia. Así el que está desnudo de virtudes, busca la gloria de los hombres. Enviados por Dios en auxilio de los demás, los santos rehusaban por humildad. Moisés decía: "Os suplico: elegid otro que sea capaz; yo soy tartamudo y mi lengua es torpe". Y Jeremías: "Soy demasiado joven". Todos los santos en general adquirieron la humildad, como hemos dicho, por la práctica de los mandamientos. Cómo es o cómo nace en el alma, nadie puede expresarlo con palabras a quien no lo haya aprendido por experiencia; nadie podría aprender por las meras palabras.
36. Un día, el abad Zósimo hablaba de humildad y un filósofo que se encontraba presente, al oír sus enseñanzas, quiso saber su sentido preciso: "Dime, le preguntó, ¿cómo puedes creerte
pecador? ¿No sabes que eres santo, que posees virtudes? ¡No ves que practicas los mandamientos! ¿Cómo en estas condiciones puedes creer que eres un pecador?" El anciano no encontraba respuesta que darle, pero le dijo: "No sé cómo decírtelo, pero es así". El filósofo, con todo, le asediaba para obtener la explicación. Y el anciano, no hallando cómo exponérselo, comenzó a decir con su santa sencillez: "No me atormentes; yo sé bien que es así". Viendo que el anciano no sabía qué responder, le dije: "¿No es esto como la filosofía y la medicina? Cuando uno aprende bien estas artes y las practica, se adquiere poco a poco por el ejercicio mismo une suerte de costumbre de médico o de filósofo. Nadie podría decir ni lograría explicar cómo le vino esa costumbre. Poco a poco, como dije, e inconscientemente el alma la adquirió por el ejercicio de su arte. Lo mismo se puede pensar acerca de la humildad: de la práctica de los mandamientos nace una disposición para la humildad, que no puede explicarse con palabras". A estas palabras el abad Zósimo se llenó de alegría y me abrazó al punto, diciéndome: "Has encontrado la explicación. Es exacto lo que dices". En cuanto al filósofo, quedó satisfecho y admitió también el razonamiento.
37. Ciertas palabras de los ancianos nos hacen entrever esa humildad, pero la disposición psíquica nadie lograría decir cuál es. Cuando el abad Agatón estuvo próximo a morir, los hermanos le dijeron: "Padre, ¿también tú temes?" Él respondió: "Sin duda, hice lo posible por guardar los mandamientos, pero soy un hombre; ¿cómo podría saber si mis obras han agradado a Dios? Porque es diferente el juicio de Dios y el de los hombres." Ved, este anciano nos abrió los ojos para entrever la humildad y nos indicó un camino para alcanzarla. Pero, cómo es o cómo nace en el alma, según lo he dicho frecuentemente, nadie lograría decirlo; y tampoco se puede saber por un razonamiento, si el alma no mereció aprenderlo por sus obras. Los Padres han hablado de lo que la obtiene. En el Geronticón se cuenta que un hermano preguntó a un anciano: "¿Qué es la humildad?" El anciano respondió: "La humildad es una obra grande y divina. El camino de la humildad, son los trabajos corporales realizados a conciencia, el mantenerse debajo de todos y orar a Dios sin cesar". Ése es el camino de la humildad, pero la humildad ella misma es divina e incomprensible.
38. ¿Por qué se dijo que los trabajos corporales llevan al alma a la humildad? ¿Cómo los trabajos corporales son virtud del alma? Mantenerse debajo de todos, como hemos dicho antes, se opone a la primera especie de orgullo. El que se pone por debajo de todos, ¿cómo podría creerse más grande que su hermano, elevarse en algo, censurar o despreciar a alguien? Igualmente, en cuanto a la oración continua, es evidente también que se opone a la segunda especie de orgullo. Es manifiesto que el hombre humilde y piadoso, sabiendo que en su alma no puede haber nada bueno sin el auxilio y la protección de Dios, no cesa jamás de invocarle para obtener su misericordia. Quien ora a Dios sin cesar, en cualquier obra que pueda realizar, él conoce su origen, y no puede concebir orgullo ni atribuirla a sus propias fuerzas. Es a Dios a quien él atribuye toda obra buena y no cesa de darle gracias y de invocarlo, temiendo que la pérdida de uno de sus auxilios no deje aparecer su debilidad y su impotencia. Así la humildad le hace orar y la oración lo hace humilde. Y cuanto más bien hace, tanto más se humilla; y cuanto más se humilla, tantos más auxilios recibe y progresa gracias a su humildad.
39. ¿Por qué se dijo, pues, que los trabajos corporales obtienen la humildad? ¿Qué influencia puede tener el trabajo del cuerpo en una disposición del alma? Voy a decíroslo. Cuando el alma se apartó del precepto para caer en pecado, se entregó, por desdicha, como dice san Gregorio, a la concupiscencia y al libertinaje del error. Se recreó en los bienes corporales y, en cierta manera, se hizo como una sola cosa con el cuerpo, viniendo a ser enteramente carne, según la expresión: "Mi espíritu no permanecerá en estos hombres porque son carne". Así la desgraciada alma sufre con el cuerpo, es afectada ella misma por todo lo que él hace. Por eso el anciano dice que incluso el trabajo corporal conduce a la humildad. De hecho, las disposiciones del alma no son las mismas en el sano que en el enfermo, en el hambriento que en el harto. Tampoco son las mismas en el que está montado a caballo que en el que monta un asno, en quien está sentado en un trono que en el que se sienta por tierra, en quien lleva lujosos vestidos que en quien viste miserablemente. Por tanto, el trabajo humilla el cuerpo y, cuando el cuerpo es humillado, el alma también lo es con él, de manera que el anciano tenía razón al decir que incluso el trabajo corporal lleva a la humildad. Por eso cuando Envagro fue tentado de blasfemia, no ignorando en su sabiduría que la blasfemia viene del orgullo y que la humillación del cuerpo produce la humildad en el alma, pasó cuarenta días sin entrar bajo un techo, de modo que su cuerpo, según dice el que lo narra, producía parásitos, como las bestias salvajes. Esta penalidad no era por la blasfemia, sino por la humildad. El anciano, pues, hizo bien en decir que los trabajos corporales conducen también a la humildad. Que el buen Dios nos conceda la gracia de la humildad que libra al hombre de grandes males y le protege de grandes tentaciones.

III. SOBRE LA CONCIENCIA
40. Cuando Dios creó al hombre depositó en él un germen divino, una suerte de facultad más viva y luminosa como una centella, para esclarecer el espíritu y hacerle discernir el bien y el mal. Es lo que se llama conciencia: la ley natural. Según los Padres, está representada por los pozos que excavó Jacob y que colmaron los filisteos. Conformándose a la ley de la conciencia, los Patriarcas y todos los santos de antes de la ley escrita agradaron a Dios. Pero, habiéndola sepultado progresivamente los hombres y habiéndola pisoteado con sus pecados, nos fue precisa la ley escrita, nos fueron necesarios los profetas, nos fue menester la venida de nuestro Señor Jesucristo por sacarla a relucir y despertarla, para reanimar con la práctica de sus santos mandamientos la centella enterrada. Desde entonces, está en nuestro poder o bien enterrarla de nuevo, o bien dejar que brille y nos ilumine, si le obedecemos. Si nuestra conciencia nos manda hacer tal cosa y nosotros la despreciamos, si nos habla de nuevo y no hacemos lo que ella nos dice, persistiendo en pisotearla, terminaremos por enterrarla, y el Como una lámpara cuya claridad está oscurecida por las impurezas, comienza a hacernos ver las cosas más confusamente, por así decir más oscuramente; y como en un agua cenagosa nadie puede reconocer su rostro, llegamos progresivamente a no percibir la voz de nuestra conciencia, hasta el punto de creer casi que no la tenemos. Con todo, nadie está privado de ella, porque, como lo hemos dicho ya, es algo divino que no muere nunca; nos recuerda sin cesar nuestro deber, y somos nosotros que no la escuchamos, según lo dicho, por haberla menospreciado y pisoteado.
41. El profeta llora sobre Efraín, diciendo: "Efraín oprimió a su adversario y pisoteó el juicio" (Os 10,11). Llama "adversario" a la conciencia. De ahí que se dice en el Evangelio: "Métete pronto de acuerdo con tu adversario, mientras que vas de camino con él, por miedo a que te entregue al juez, el juez a los guardias y éstos te echen en prisión. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo". ¿Por qué llamar "adversario" a la
conciencia? Porque se opone constantemente a nuestra mala voluntad; nos censura si no hacemos lo que debemos hacer, e igualmente nos acusa si hacemos lo que no debemos hacer. Por eso se la llama "adversario" y se nos da este consejo: "Métete de acuerdo pronto con tu adversario, mientras vas de camino con él". El camino, como explica san Basilio, es el mundo presente.
42. Esforcémonos, pues, hermanos, por guardar nuestra conciencia mientras estamos en este mundo, tratando de no incurrir en su censura, sea lo que sea, y de no pisotearla nunca en lo más mínimo. Ya que sabéis que de las pequeñas cosas, a las que no se da importancia, se llega a despreciar también las grandes. Se comienza por decir: "¿Qué importa si digo esta palabra? ¿Qué importa si como este bocado? ¿Qué importa si me ocupo de este asunto? A fuerza de decir: qué importa esto, qué importa lo otro, se contrae un cáncer maligno e irritante: uno comienza a despreciar incluso las cosas importantes y más graves, a pisotear su conciencia, y finalmente se corre el peligro de caer, escalón tras escalón, en una total insensibilidad. Vigilad, hermanos, para no ser negligentes en las cosas pequeñas, vigilad y no las despreciéis como insignificantes. No son pequeñas, son un cáncer, una mala costumbre. estemos vigilantes, estemos atentos a las cosas ligeras, mientras son ligeras, para que no lleguen a ser graves. Virtud y pecado comienzan por cosas pequeñas, pero conducen a las grandes, buenas o malas. Por eso el Señor nos exhorta a guardar nuestra conciencia bajo la forma de una advertencia dirigida a alguien en particular: Mira lo que haces, desgraciado. ¡Atención! "Métete de acuerdo pronto con tu adversario, mientras que vas de camino con él". Luego añade, para mostrar el carácter temible y peligroso de la situación: "Por miedo a que te entregue al juez, y el juez a los guardias, y éstos te metan en prisión". Y ¿luego?: "En verdad te digo que no saldrás de ella hasta que hayas pagado el último céntimo". Como dije, es la conciencia la que nos instruye sobre el bien y el mal con sus reproches y nos muestra lo que hay que hacer o no hacer. Es ella también quien nos acusará en el siglo futuro. Por eso el Señor dice: "Por miedo a que te entregue al juez..." y lo que sigue.
43. Guardar la conciencia presenta una gran diversidad de aplicaciones. Se debe guardar respecto a Dios, respecto al prójimo, respecto a las cosas materiales. Respecto a Dios, teniendo cuidado en no menospreciar sus mandamientos, incluso en las cosas que no pueden ver los hombres y de las que ninguno de entre ellos pedirá cuentas. Guarda su conciencia para con Dios en lo secreto el que, por ejemplo, procura no ser negligente en la oración, el que es vigilante cuando surge en el corazón un pensamiento apasionado y no se detiene en él ni lo consiente; el que evita sospechar y juzgar al prójimo por las apariencias, cuando le ve decir o hacer algo; en unapalabra, todo lo que se pasa en secreto y que nadie conoce más que Dios y nuestra conciencia, debe ser objeto de nuestra vigilancia. Tal es la conciencia respecto a Dios.
44. La conciencia respecto al prójimo consiste en no hacer absolutamente nada que pueda molestarle o herirle, sea una acción, una palabra, una actitud o una mirada. Porque hay actitudes que hieren al prójimo, os lo repito con frecuencia; una mirada también puede herirle. Brevemente, todas las veces que uno se da cuenta de que trata de molestar al prójimo, su propia conciencia se mancha, ya que ve bien que tiene intención de dañar o afligir. Hay que procurar no obrar de esa manera. Y eso es guardar su conciencia respecto al prójimo.
45. En fin, guardar su conciencia respecto a las cosas materiales, es evitar hacer malo lo bueno, no dejar que se pierda o se descuide nada, no ser negligente en recoger y poner en su lugar un objeto que está fuera de su sitio, por pequeño que sea, evitar también el estropear la ropa. Por ejemplo, uno podría llevar todavía su vestido una o dos semanas, y sin esperar ese plazo se apresura a ir a lavarlo y batirlo. Cuando debería servirle cinco meses o incluso más, lo gasta a fuerza de lavados y lo hace inutilizable. Eso es obrar contra su conciencia. Igualmente en cuanto al lecho. Uno podría contentarse con frecuencia con una simple almohada y desea un gran colchón. Uno tiene una manta de pelo y quiere cambiarla por otra, nueva o más bonita, por frivolidad o porque le disgusta la que tiene. Uno podría contentarse con un manto hecho de varias piezas, y reclama uno de lana, y tal vez se disgustará si no lo recibe. Además, si fija sus ojos en su hermano y comienza a decir: "¿Por qué él tiene aquello y yo no? ¡Qué dichoso es él!". ¡He ahí qué gran progreso! O bien todavía, uno extiende la túnica o la manta al sol y se descuida de cocerla de nuevo y la deja estropearse. Esto es también obrar contra la conciencia. Lo mismo en cuanto a los alimentos. Se podría uno contentar con un poco de legumbres verdes o secas, o con algunas aceitunas. Y en lugar de contentarse con eso, busca otro manjar más agradable o más costoso. Todo esto es contra la conciencia.
46. Ahora bien, los Padres dicen que el monje no debe nunca dejar que su conciencia le atormente, por nada. Por tanto, hermanos, tenemos que permanecer siempre vigilantes y evitar todas las faltas para no ponernos en peligro. Como hemos dicho, el Señor nos previno. Que Dios nos conceda entender y guardar esto, para que los dichos de nuestros Padres no vengan a ser para nosotros un motivo de condenación.

sábado, 28 de abril de 2012

Sobre los 8 pek2 malva2

por Evagrio Póntico

La Gula[1]. Capítulo I
El origen del fruto es la flor y el origen de la vida activa[2] es la templanza[3]; quien domina el propio estómago hace disminuir las pasiones, al contrario, quien es subyugado por la comida incrementa los placeres.
Como Amalec es el origen de los pueblos, así la gula lo es de las pasiones. Como la leña es alimento del fuego así la comida es alimento del estómago.
La mucha leña alienta una gran llama y la abundancia de comida nutre la concupiscencia. La llama se extingue cuando hay menos leña y la penuria en la comida apaga la concupiscencia. Aquel que tiene dominio sobre la mandíbula desbarata a los extranjeros y disuelve fácilmente las ataduras de sus manos.
De la mandíbula arrojada fuera brota una fuente de agua y la liberación de la gula genera la práctica de la contemplación.
El palo de la tienda, irrumpiendo, mató la mandíbula enemiga y la sabiduría de la templanza mata la pasión[4].
El deseo de comida engendra desobediencia y una deleitosa degustación arroja del paraíso. Sacian la garganta las comidas fastuosas y nutren el gusano de la intemperancia que nunca duerme.
Un vientre indigente prepara para una oración vigilante, al contrario un vientre bien lleno invita a un sueño largo.
Una mente sobria se alcanza con una dieta muy magra, mientras que una vida llena de delicadezas arroja la mente al abismo.
La oración del ayunante es como el pollito que vuela más alto que un águila mientras que la del glotón está envuelta en las tinieblas. La nube esconde los rayos del sol y la digestión pesada de los alimentos ofusca la mente.

Capítulo II
Un espejo sucio no refleja claramente la forma que se le pone al frente y el intelecto, obtuso por la saciedad, no acoge el conocimiento de Dios.
Una tierra sin cultivar genera espinas y de una mente corrompida por la gula germinan pensamientos malignos.
Como el fango no puede emanar fragancia tampoco en el goloso sentimos el suave perfume de la contemplación.
El ojo del goloso escruta con curiosidad los banquetes, mientras que la mirada del temperante observa las enseñanzas de los sabios.
El alma del goloso enumera los recuerdos de los mártires, mientras que la del temperante imita su ejemplo.
El soldado bellaco retiembla al son de la trompeta que preanuncia la batalla, igualmente tiembla el goloso a los llamados de la templanza.
El monje goloso, sometido a las exigencias de su vientre, exige su tributo cotidiano. El caminante que camina con ahínco alcanzará pronto la ciudad y el monje glotón no llegará a la casa de la paz interior[5].
El húmedo vapor del sahumerio perfuma el aire, como la oración del temperante deleita el olfato divino.
Si te abandonas al deseo de la comida ya nada te bastará para satisfacer tu placer: el deseo de la comida, en efecto, es como el fuego que siempre envuelve y siempre se inflama. Una medida suficiente llena el vaso, mientras un vientre desfondado jamás dirá "[exclamdown]basta!". La extensión de las manos puso en fuga a Amalec y una vida activa elevada somete las pasiones carnales.

Capítulo III
Extermina todo lo que sea inspirado por los vicios y mortifica fuertemente tu carne. Que de cualquier manera, en efecto, sea matado el enemigo, éste no te producirá más miedo, así un cuerpo mortificado no perturbará al alma. Un cadáver no nota el dolor del fuego y menos aún el temperante siente el placer del deseo extinguido.
Si matas a un egipcio[6], escóndelo bajo la arena, y no engordes el cuerpo por una pasión vencida: así como en la tierra engordada germina lo que está escondido, así en el cuerpo gordo revive la pasión.
La llama que languidece se reenciende si se le agrega leña seca y el placer que se va atenuando revive con la saciedad de la comida; no compadezcas el cuerpo que se lamenta por la carestía y no lo halagues con comidas suntuosas: si en efecto lo refuerzas se te volverá en contra llevándote a una guerra sin tregua, hasta que esclavice tu alma y te haga siervo de la lujuria.
El cuerpo indigente es como una caballo dócil que jamás desensillará al caballero: éste, en efecto, dominado por el freno, se somete y obedece a la mano de quien sujeta las riendas, mientras el cuerpo, domado por el hambre y las vigilias, no reacciona por un pensamiento malo que lo cabalga, ni relincha excitado por el ímpetu de las pasiones.

La Lujuria. Capítulo IV
La temperancia genera la mesura, mientras la gula es la madre del desenfreno; el aceite alimenta la luz de la lámpara y el frecuentar mujeres atiza la llamarada del placer.
La violencia del oleaje se desencadena contra el mercader mal anclado como el pensamiento de la lujuria sobre la mente intemperante. La lujuria acogerá como aliada a la saciedad, le dará licencia, se juntará a los adversarios y combatirá finalmente del lado de los enemigos.
Permanece invulnerable a las flechas enemigas aquel que ama la tranquilidad[7], quien en cambio se mezcla con la multitud recibe golpes continuamente.
Mirar a una mujer es como un dardo venenoso, hiere el alma, nos inocula el veneno y cuanto más perdura, tanto más arraiga la infección. El que busca defenderse de estas flechas se mantiene lejos de las multitudinarias reuniones públicas y no divaga con la boca abierta en los días de fiesta; es mucho mejor quedarse en casa pasando el tiempo orando en vez de hacer la obra del enemigo creyendo que se honra las fiestas.
Evita la intimidad con las mujeres si deseas ser sabio y no les des la libertad de hablarte ni confianza. En efecto, al inicio tienen o simulan una cierta cautela, pero seguidamente osan hacerlo todo descaradamente: en el primer acercamiento tienen la
mirada baja, pían dulcemente, lloran conmovidas, el trato es serio, suspiran con amargura, plantean preguntas sobre la castidad y escuchan atentamente; las ves una segunda vez y levanta un poco más la cabeza; la tercera vez se acercan sin mucho pudor; tú has sonreído y ellas se han puesto a reír desaforadamente; seguidamente se embellecen y se te muestran con ostentación, su mirada cambia anunciando el ardor, levantan las cejas y rotan los ojos, desnudan el cuello y abandonan todo el cuerpo a la languidez, pronuncian frases ablandadas por la pasión y te dirigen una voz fascinante al oído hasta que se apoderan completamente el alma.
Sucede que estas trampas te encaminan a la muerte y estas redes entretejidas te arrastran a la perdición; por tanto no te dejes ni siquiera engañar de aquellas que se sirven de discursos discretos: en éstas, en efecto, se oculta el maligno veneno de las serpientes.

Capítulo V
Acércate al fuego ardiente antes que a una mujer joven, sobre todo si tú también eres joven: en efecto, cuando te acercas a la llama y sientes una buena quemazón, te alejas rápidamente, mientras que cuando eres seducido por las charlas femeninas, difícilmente logras darte a la fuga.
La hierba crece cuando está cerca al agua, como germina la intemperancia frecuentando a las mujeres.
Aquel que repleta el vientre y hace profesión de sabiduría se parece a quien afirma que frena la fuerza del fuego con paja. Como efectivamente es imposible apagar el mutable agitarse del fuego con la paja, así es imposible colmar en la saciedad el ímpetu inflamado de la intemperancia.
Una columna se apoya en una base y la pasión de la lujuria tiene sus cimientos en la saciedad.
La nave presa de las tempestades se apresura en llegar al puerto y el alma del sabio busca la soledad: una huye de las amenazadoras olas del mar, la otra de las formas femeninas que traen dolor y ruina.
Un semblante embellecido de mujer hunde más que un oleaje marino: aún así, éste te da la posibilidad de nadar si quieres salvar la vida, mientras que la belleza femenina, tras el engaño, te persuade de despreciar incluso la vida misma.
La zarza solitaria se sustrae intacta a la llama y el sabio que sabe mantenerse alejado de las mujeres no se enciende en la intemperancia: como el recuerdo del fuego no quema la mente, así ni siquiera la pasión tiene vigor si falta la materia.

Capítulo VI
Si tienes piedad para con el enemigo éste será siempre tu enemigo, y si concedes a la pasión ésta se te revelará.
La vista de las mujeres excita al intemperante, mientras empuja al sabio a glorificar a Dios; pero si en medio de las mujeres la pasión está tranquila no le des crédito a quien te anuncia que has alcanzado la paz interior[8].
El perro justamente menea la cola cuando se lo deja en medio de la multitud, pero cuando se aleja, muestra su maldad. Sólo cuando el recuerdo de la mujer surja en ti privado de pasión, entonces considérate cerca de los confines de la sabiduría. Cuando en cambio su imagen te empuja a verla y sus dardos cercan tu alma, entonces considérate fuera de la virtud.
Pero no debes mantenerte así en esos pensamientos ni tu mente debe familiarizarse mucho con las formas femeninas, la pasión es en efecto reincidente y tiene al peligro junto a sí.
Como sucede efectivamente que una apropiada fundición purifica la plata pero si se prolonga la destruye fácilmente, así una insistente fantasía de mujeres destruye la sabiduría adquirida: no tengas, por tanto, familiaridad prolongada con un rostro imaginado para que no se te adhieran las llamas del placer y no queme la aureola que circunda tu alma: así como la chispa, si permanece en medio de la paja, desencadena las llamas, así el recuerdo de la mujer, persistiendo, enciende el deseo.

La Avaricia[9]. Capítulo VII
La avaricia es la raíz de todos los males y nutre como malignos arbustos a las demás pasiones y no permite que se sequen aquellas que florecen de ésta.
Quien desea hacer retroceder a las pasiones, que extirpe la raíz; si efectivamente podas para el bien las ramas pero la avaricia permanece, no te servirá de nada, porque éstas, a pesar de que se hayan reducido, rápidamente florecen.
El monje rico es como una nave demasiado cargada que es hundida por el ímpetu de una tempestad: tal como una nave que deja entrar el agua es puesta a prueba por cada ola, así el rico se ve sumergido por las preocupaciones.
El monje que no posee nada es en cambio un viajero ágil que encuentra refugio en todos lados. Es como el águila que vuela por lo alto y que baja a buscar su alimento cuando lo necesita. Está por encima de cualquier prueba, se ríe del presente y se eleva a las alturas alejándose de las cosas terrenas y juntándose a las celestes: tiene efectivamente alas ligeras, jamás apesadumbradas por las preocupaciones. Sobrepasa la opresión y deja el lugar sin dolor; la muerte llega y se va con ánimo sereno: el alma, en efecto, no ha
estado amarrada por ningún tipo de atadura.
Quien en cambio mucho posee se somete a las preocupaciones y, como el perro, está amarrado a la cadena, y, si es obligado a irse, se lleva consigo, como un grave peso y una inútil aflicción, los recuerdos de sus riquezas, es vencido por la tristeza y, cuando lo piensa, sufre mucho, ha perdido las riquezas y se atormenta en el desaliento.
Y si llega la muerte abandona miserablemente sus tenencias, entrega el alma, mientras el ojo no abandona los negocios; de mala gana es arrastrado como un esclavo fugitivo, se separa del cuerpo y no se separa de sus intereses: porque la pasión lo aferra más que lo que lo arrastra.

Capítulo VIII
El mar jamás se llena del todo a pesar de recibir la gran masa de agua de los ríos, de la misma manera el deseo de riquezas del avaro jamás se sacia, él las duplica e inmediatamente desea cuadruplicarlas y no cesa jamás esta multiplicación, hasta que la muerte no pone fin a tal interminable premura.
El monje juicioso tendrá cuidado de las necesidades del cuerpo y proveerá con pan y agua el estómago indigente, no adulará a los ricos por el placer del vientre, ni someterá su mente libre a muchos amos: en efecto, las manos son siempre suficientes para satisfacer las necesidades naturales.
El monje que no posee nada es un púgil que no puede ser golpeado de lleno y un atleta veloz que alcanza rápidamente el premio de la invitación celeste.
El monje rico se regocija en las muchas rentas, mientras que el que no tiene nada se goza con los premios que le vienen de las cosas bien obtenidas.
El monje avaro trabaja duramente mientras que el que no posee nada usa el tiempo para la oración y la lectura.
El monje avaro llena de oro los agujeros, mientras que el que nada posee atesora en el cielo.
Sea maldito aquel que forja el ídolo y lo esconde, al igual que aquel que es afecto a la avaricia: el primero en efecto se postra frente a lo falso e inútil, el otro lleva en sí la imagen[10] de la riqueza, como un simulacro.

La Ira. Capítulo IX
La ira es una pasión furiosa que con frecuencia hacer perder el juicio a quienes tienen el conocimiento, embrutece el alma y degrada todo el conjunto humano.
Un viento impetuoso no quebrará una torre y la animosidad no arrastra al alma mansa.
El agua se mueve por la violencia de los vientos y el iracundo se agita por los pensamientos alocados. El monje iracundo ve a uno y rechina los dientes.
La difusión de la neblina condensa el aire y el movimiento de la ira nubla la mente del iracundo.
La nube que avanza ofusca el sol y así el pensamiento rencoroso embota la mente.
El león en la jaula sacude continuamente la puerta como el violento en su celda cuando es asaltado por el pensamiento de la ira.
Es deliciosa la vista de un mar tranquilo, pero ciertamente no es más agradable que un estado de paz: en efecto, los delfines nadan en el mar en estado de bonanza, y los pensamientos vueltos a Dios emergen en un estado de serenidad.
El monje magnánimo es una fuente tranquila, una bebida agradable ofrecida a todos, mientras la mente del iracundo se ve continuamente agitada y no dará agua al sediento y, si se la da, será turbia y nociva; los ojos del animoso están descompuestos e inyectados de sangre y anuncian un corazón en conflicto. El rostro del magnánimo muestra cordura y los ojos benignos están vueltos hacia abajo.

Capítulo X
La mansedumbre del hombre es recordada por Dios y el alma apacible se convierte en templo del Espíritu Santo.
Cristo recuesta su cabeza en los espíritus mansos y sólo la mente pacífica se convierte en morada de la Santa Trinidad.
Los zorros hacen guarida en el alma rencorosa y las fieras se agazapan en el corazón rebelde.
El hombre honesto huye de las casas de mal vivir y Dios de un corazón rencoroso.
Una piedra que cae en el agua la agita, como un discurso malvado el corazón del hombre.
Aleja de tu alma los pensamientos de la ira y no alientes la animosidad en el recinto de tu corazón y no lo turbes en el momento de la oración: efectivamente, como el humo de la paja ofusca la vista así la mente se ve turbada por el rencor durante la oración.
Los pensamientos del iracundo son descendencia de víboras y devoran el corazón que los ha engendrado. Su oración es un incienso abominable y su salmodia emite un sonido desagradable.
El regalo del rencoroso es como una ofrenda que bulle de hormigas y ciertamente no tendrá lugar en los altares asperjados de agua bendita.
El animoso tendrá sueños turbados y el iracundo se imaginará asaltos de fieras. El hombre magnánimo que no guarda rencor se ejercita con discursos espirituales y en la noche recibe la solución de los misterios.

La Tristeza. Capítulo XI
El monje afectado por la tristeza no conoce el placer espiritual: la tristeza es un abatimiento del alma y se forma de los pensamientos de la ira.
El deseo de venganza, en efecto, es propio de la ira, el fracaso de la venganza genera la tristeza; la tristeza es la boca del león y fácilmente devora a aquel que se entristece.
La tristeza es un gusano del corazón y se come a la madre que lo ha generado.
Sufre la madre cuando da a luz al hijo, pero, una vez alumbrado se ve libre del dolor; la tristeza, en cambio, mientras es generada, provoca largos dolores y sobreviviendo, después del esfuerzo, no trae sufrimientos menores.
El monje triste no conoce la alegría espiritual, como aquel que tiene una fuerte fiebre no reconoce el sabor de la miel.
El monje triste no sabrá cómo mover la mente hacia la contemplación ni brota de él una oración pura: la tristeza es un impedimento para todo bien.
Tener los pies amarrados es un impedimento para la carrera, así la tristeza es un obstáculo para la contemplación.
El prisionero de los bárbaros está atado con cadenas y la tristeza ata a aquel que es prisionero[11] de las pasiones.
En ausencia de otras pasiones la tristeza no tiene fuerza como no la tiene una atadura si falta quien ate.
Aquel que está atado por la tristeza es vencido por las pasiones y como prueba de su derrota viene añadida la atadura.
Efectivamente la tristeza deriva de la falta de éxito del deseo carnal porque el deseo es connatural a todas las pasiones. Quien vence el deseo vencerá las pasiones y el vencedor de las pasiones no será sometido por la tristeza.
El temperante no se entristece por la falta de alimentos, ni el sabio cuando lo ataca una disolución desquiciada, ni el manso que renuncia a la venganza, ni el humilde si se ve privado del honor de los hombres, ni el generoso cuando incurre en un pérdida financiera: ellos evitaron con fuerza, en efecto, el deseo de estas cosas: como efectivamente aquel que está bien acorazado rechaza los golpes, así el hombre carente de pasiones no es herido por la tristeza.

Capítulo XII
El escudo es la seguridad del soldado y los muros lo son de la ciudad: más segura que ambos es para el monje la paz interior[12].
De hecho, frecuentemente un flecha lanzada por un brazo fuerte traspasa el escudo y la multitud de enemigos abate los muros, mientras que la tristeza no puede prevalecer sobre la paz interior.
Aquel que domina las pasiones se enseñoreará sobre la tristeza, mientras que quien es vencido por el placer no fugará de sus ataduras.
Aquel que se entristece fácilmente y simula una ausencia de pasiones es como el enfermo que finge estar sano; como la enfermedad se revela por la rojez, la presencia de una pasión se demuestra por la tristeza.
Aquel que ama el mundo se verá muy afligido mientras que aquellos que desprecian lo que hay en él serán alegrados por siempre.
El avaro, al recibir un daño, se verá atrozmente entristecido, mientras que aquel que desprecia las riquezas estará siempre libre de la tristeza.
Quien busca la gloria, al llegar el deshonor, se verá adolorido, mientras el humilde lo acogerá como a un compañero.
El horno purifica la plata de baja ley y la tristeza frente a Dios libra el corazón del error; la continua fusión empobrece el plomo y la tristeza por las cosas del mundo disminuye el intelecto.
La niebla disminuye la fuerza de los ojos y la tristeza embrutece la mente dedicada a la contemplación; la luz del sol no llega a los abismos marinos y la visión de la luz no alumbra el corazón entristecido; dulce es para todos los hombres la salida del sol, pero incluso de esto se desagrada el alma triste; la picazón elimina el sentido del gusto como la tristeza sustrae al alma la capacidad de percibir. Pero aquel que desprecia los placeres del mundo no se verá turbado por los malos pensamientos de la tristeza.

La Acedia. Capítulo XIII
La acedia es la debilidad del alma que irrumpe cuando no se vive según la naturaleza ni se enfrenta noblemente la tentación. En efecto, la tentación es para un alma noble lo que el alimento es para un cuerpo vigoroso.
El viento del norte nutre los brotes y las tentaciones consolidan la firmeza del alma.
La nube pobre de agua es alejada por el viento como la mente que no tiene perseverancia del espíritu de la acedia.
El rocío primaveral incrementa el fruto del campo y la palabra espiritual exalta la irmeza del alma.
El flujo de la acedia arroja al monje de su morada, mientras que aquel que es perseverante está siempre tranquilo.
El acedioso aduce como pretexto la visita a los enfermos[13], cosa que garantiza su propio objetivo.
El monje acedioso es rápido en terminar su oficio y considera un precepto su propia satisfacción; la planta débil es doblada por una leve brisa e imaginar la salida distrae al acedioso.
Un árbol bien plantado no es sacudido por la violencia de los vientos y la acedia no doblega al alma bien apuntalada.
El monje giróvago, como seca brizna de la soledad, está poco tranquilo, y sin quererlo, es suspendido acá y allá cada cierto tiempo.
Un árbol transplantado no fructifica y el monje vagabundo no da fruto de virtud.
El enfermo no se satisface con un solo alimento y el monje acedioso no lo es de una sola ocupación.
No basta una sola mujer para satisfacer al voluptuoso y no basta una sola celda para el acedioso.

Capítulo XIV
El ojo del acedioso se fija en las ventanas continuamente y su mente imagina que llegan visitas: la puerta gira y éste salta fuera, escucha una voz y se asoma por la ventana y no se aleja de allí hasta que, sentado, se entumece.
Cuando lee, el acedioso bosteza mucho, se deja llevar fácilmente por el sueño, se refriega los ojos, se estira y, quitando la mirada del libro, la fija en la pared y, vuelto de nuevo a leer un poco, repitiendo el final de la palabra se fatiga inútilmente, cuenta las
páginas, calcula los párrafos, desprecia las letras y los ornamentos y finalmente, cerrando el libro, lo pone debajo de la cabeza y cae en un sueño no muy profundo, y luego, poco después, el hambre le despierta el alma con sus preocupaciones.
El monje acedioso es flojo para la oración y ciertamente jamás pronunciará las palabras de la oración; como efectivamente el enfermo jamás llega a cargar un peso excesivo así también el acedioso seguramente no se ocupará con diligencia de los deberes hacia Dios: a uno le falta, efectivamente, la fuerza física, el otro extraña el vigor del alma.
La paciencia, el hacer todo con mucha constancia y el temor de Dios curan la acedia.
Dispón para ti mismo una justa medida en cada actividad y no desistas antes de haberla concluido, y reza prudentemente y con fuerza y el espíritu de la acedia huirá de ti.

La Vanagloria[14] Capítulo XV
La vanagloria es una pasión irracional que fácilmente se enreda con todas las obras virtuosas.
Un dibujo trazado en el agua se desvanece, como la fatiga de la virtud en el alma vanagloriosa.
La mano escondida en el seno se vuelve inocente y la acción que permanece oculta resplandece con una luz más resplandeciente.
La hiedra se adhiere al árbol y, cuando llega a lo más alto, seca la raíz, así la vanagloria se origina en las virtudes y no se aleja hasta que no les haya consumido su fuerza.
El racimo de uva arrojado por tierra se marchita fácilmente y la virtud , si se apoya en la vanagloria, perece.
El monje vanaglorioso es un trabajador sin salario: se esfuerza en el trabajo pero no recibe ninguna paga; el bolso agujereado no custodia lo que se guarda en él y la vanagloria destruye la recompensa de las virtudes.
La continencia del vanaglorioso es como el humo del camino, ambos se difuminarán en el aire.
El viento borra la huella del hombre como la limosna del vanaglorioso. La piedra lanzada arriba no llega al cielo y la oración de quien desea complacer a los hombres no llegará hasta Dios.

Capítulo XVI
La vanagloria es un escollo sumergido: si chocas con ella corres el riesgo de perder la carga.
El hombre prudente esconde su tesoro tanto como el monje sabio las fatigas de su virtud.
La vanagloria aconseja rezar en las plazas, mientras que el que la combate reza en su pequeña habitación.
El hombre poco prudente hace evidente su riqueza y empuja a muchos a tenderle insidias. Tu en cambio esconde tus cosas: durante el camino te cruzarás con asaltantes mientras no llegues a la ciudad de la paz y puedas usar tus bienes tranquilamente.
La virtud del vanaglorioso es un sacrificio agotado que no se ofrece en el altar de Dios.
La acedia consume el vigor del alma, mientras la vanagloria fortalece la mente del que se olvida de Dios, hace robusto al asténico y hace al viejo más fuerte que el joven, solamente mientras sean muchos los testigos que asisten a esto: entonces serán inútiles el ayuno, la vigilia o la oración, porque es la aprobación pública la que excita el celo.
No pongas en venta tus fatigas a cambio de la fama, ni renuncies a la gloria futura por ser aclamado. En efecto, la gloria humana habita en la tierra y en la tierra se extingue su fama, mientras que la gloria de las virtudes permanecen para siempre.

Capítulo XVII
La soberbia es un tumor del alma lleno de pus. Si madura, explotará, emanando un horrible hedor.
El resplandor del relámpago anuncia el fragor del trueno y la presencia de la vanagloria anuncia la soberbia.
El alma del soberbio alcanza grandes alturas y desde allí cae al abismo.
Se enferma de soberbia el apóstata de Dios cuando adjudica a sus propias capacidades las cosas bien logradas.
Como aquel que trepa en una telaraña se precipita, así cae aquel que se apoya en sus propias capacidades.
Una abundancia de frutos doblega las ramas del árbol y una abundancia de virtudes humilla la mente del hombre.
El fruto marchito es inútil para el labrador y la virtud del soberbia no es acepta a Dios.
El palo sostiene el ramo cargado de frutos y el temor de Dios el alma virtuosa.
Como el peso de los frutos parte el ramo, así la soberbia abate al alma virtuosa.
No entregues tu alma a la soberbia y no tendrás fantasías terribles. El alma del soberbio es abandonada por Dios y se convierte en objeto de maligna alegría de los demonios. De noche se imagina manadas de bestias que lo asaltan y de día se ve alterado por pensamientos de vileza. Cuando duerme, fácilmente se sobresalta y cuando vela los asusta la sombra de un pájaro. El susurrar de las copas de los árboles aterroriza al soberbio y el sonido del agua destroza su alma. Aquel que efectivamente se ha opuesto a Dios rechazando su ayuda, se ve después asustado por vulgares fantasmas.

Capítulo XVIII
La soberbia precipitó al arcángel del cielo y como un rayo los hizo estrellarse sobre la tierra.
La humildad en cambio conduce al hombre hacia el cielo y lo prepara para formar parte del coro de los ángeles.
¿De qué te enorgulleces oh hombre, cuando por naturaleza eres barro y podredumbre y por qué te elevas sobre las nubes?
Contempla tu naturaleza porque eres tierra y ceniza y dentro de poco volverás al polvo, ahora soberbio y dentro de poco gusano.
¿Para qué elevas la cabeza que dentro de poco se marchitará?
Grande es el hombre socorrido por Dios; una vez abandonado reconoció la debilidad de la naturaleza. No posees nada que no hayas recibido de Dios, no desprecies, por tanto, al Creador.
Dios te socorre, no rechaces al benefactor. Haz llegado a la cumbre de tu condición, pero él te ha guiado; haz actuado rectamente según la virtud y él te ha conducido. Glorifica a quien te ha elevado para permanecer seguro en las alturas; reconoce a aquel que tiene tus mismos orígenes porque la sustancia es la misma y no rechaces por jactancia esta parentela.

Capítulo XIX
Humilde y moderado es aquel que reconoce esta parentela; pero el creador[16] lo creó tanto a él como al soberbio.
No desprecies al humilde: efectivamente él está más al seguro que tú: camina sobre la tierra y no se precipita; pero aquel que se eleva más alto, si cae, se destrozará.
El monje soberbio es como un árbol sin raíces y no soporta el ímpetu del viento.
Una mente sin jactancia es como una ciudadela bien fortificada y quien la habita será incapturable.
Un soplo revuelve la pelusa y el insulto lleva al soberbio a la locura.
Una burbuja reventada desaparece y la memoria del soberbio perece.
La palabra del humilde endulza el alma, mientras que la del soberbio está llena de jactancia.
Dios se dobla ante la oración del humilde, en cambio se exaspera con la súplica del soberbio.
La humildad es la corona de la casa y mantiene seguro al que entra.
Cuando te eleves a la cumbre de la virtud tendrás necesidad de mucha seguridad.
Aquel que efectivamente cae al pavimento rápidamente se reincorpora, pero quien se precipita de grandes alturas, corre riesgo de muerte.
La piedra preciosa se luce en el brazalete de oro y la humildad humana resplandece de muchas virtudes.

[1] Lo que hoy llamamos gula, Evagrio llamaba gastrimargía, literalmente "locura del vientre".
[2] "Vida activa" es la traducción más cercana a "praktiké", la disciplina espiritual que según Evagrio se encuentra al principio del proceso de conformación con el Señor Jesús y que tiene como fin purificar las pasiones del alma humana. A esto dedica Evagrio su "Tratado Práctico".
(3] Enkráteia, es un concepto mucho más rico que el término "templanza" si por éste se entiende solamente la virtud contraria a la gula. Por la raíz krat, que significa "fuerza" o "poder", esta virtud implica "dominio de sí" o "señorío de sí".
[4] Se trata de una comparación oscura, pero el mensaje es claro.
[5] El término que usa Evagrio es Apátheia, que en su espiritualidad equivale al estado de plenitud espiritual, alcanzado mediante el dominio de las pasiones y el silenciamiento del interior.
[6] El "egipcio" es el nombre que los padres del desierto daban a un demonio especialmente feroz en la tentación.
[7] Se refiere a la paz interior, la tranquilidad del recogimiento o la soledad, en el caso del monje.
[8] Otra vez se trata del término Apátheia. Ver nota 5.
[9] Philargyria, o amor al oro, al dinero. Evagrio le da especial importancia a este vicio, y presenta su demonio como particularmente astuto, pues presenta al monje una serie de razonamientos que hacen aparecer la acumulación de bienes como un acto de sensatez y prudencia.
[10] Para Evagrio, el apasionado posee en el corazón la imagen del objeto que lo domina.
[11] Evagrio utiliza el término Aikhmálotos, que significa "prisionero de guerra", pero al mismo tiempo hace referencia a la aikhmálosia, que en su teoría espiritual es el estadio final de esclavitud del alma a los demonios, que llega como consecuencia de dejarse vencer sistemáticamente por ellos.
[12] Otra vez , la Apátheia.
[13] En la tradición de los monjes del desierto, el abandonar la celda era una de las principales tentaciones de la acedia. Visitar enfermos era, por tanto, la manera de encubrir bajo el manto de la caridad el deseo de huir de la soledad.
[14] El término Kenodoxía deriva de kenós "vacío, vano" y dóxa, "opinión": una imagen de sí que se proyecta a los demás en base a valores inexistentes o insignificantes por su trivialidad.
[15] El término Hyperephanía proviene del superlativo hypér y phaíno, "lo que aparece": aquello que aparece como más de lo que es, arrogancia, altanería.
[16] Evagrio utiliza el término Demioyrgós, que en la tradición griega equivalía al
trabajador manual o a la divinidad que creaba el mundo a partir de una materia
preexistente. Parece ser que acá lo quiere utilizar en el sentido de Dios creador, aunque
esta acepción no queda totalmente clara.

miércoles, 5 de octubre de 2011

LOS CRISTIANOS E HYPATIA


La verdad, como siempre, es distinta y opuesta a la versión p.ej. de Amenabar y Carl Sagan, incendiarios de Roma que con datos "precisos" la biografía de Hypatia, recurriendo a bibliografias con tantas brumas e imprecisiones como las que dice el historiador judío Heinrich Graetz (volumen 2º de su History of the Jews) donde le carga el crimen a Cirilo y donde dice que la víctima no era mujer sino hombre.
Hypatia no fue menoscabada en vida por los cristianos, ni desecharon ellos su ciencia con orgullo a causa de su condición femenina. María Dzielska(Universidad de Jagellónica, en su Hipatia de Alejandría, de la que hay versión castellana), por lo que puede constatarse su ausencia de toda apologética católica, narra que la filósofa contaba con cristianos entre sus alumnos, como el Obispo Sinesio de Cirene (cuyo intercambio epistolar conocemos gracias a la obra ingente de Agustín Fitzgerald, The Letters of Synesius of Cyrene, Londres, 1925), o el “digno y santo" sacerdote Teotecno, y los prestigiosos Olimpio, Herculiano e Isión.
José María Martínez Blázquez (en su Sinesio de Cirene) menciona las buenas relaciones de Hypatia con el curial Amonio y el Patriarca Teófilo, así como los nombres de cristianos fervientes que, contemporáneos con los sucesos, no dudaron en defender su personalidad p.ej. Timoteo, en su Historia Eclesiástica. También fue un cristiano, Sócrates Escolástico, quien en su Historia Eclesiástica (VII, 15), escrita con posterioridad a la muerte de la alejandrina, la encomió como “modelo de virtud”.
Así que de fanáticos católicos machistas opuestos a Hypatia por su género y por su paganismo, nada sino lamentable incultura.

LA MUERTE DE HYPATIA
Y si no le es imputable a los cristianos el maltrato a esta mujer singular, tampoco lo es su muerte, ni mucho menos a San Cirilo de Alejandría.
Esa tan amañada y dañina versión, según lo explica eruditamente Bryan J.Whittield (The Beauty of Reasoning: A Reexamination of Hypatia of Alexandra) hay que buscarla en el desencajado Damascio, último escolarca de la Academia de Atenas, quien exiliado en Persia tras su cierre por orden de Justiniano, y dispuesto a azuzar las maledicencias contra Cirilo, (a quien tuvo por rival en un tiempo de rivalidades religiosas fortísimas y extremas) al que le atribuyó el homicidio sin más fundamento que sus propias conjeturas. Repetimos: sin más fundamento que sus propias conjeturas... Porque esto y no otra cosa es lo que, desde entonces y hasta hoy, siguen haciendo cuantos rivalizan endemoniadamente contra la Fe Verdadera. Han pasado siglos desde el lamentable episodio y nadie ha podido aportar otro cargo contra el gran santo de Alejandría que no fuera la sospecha, el rumor, la hipótesis trasnochada o la presunción prejuiciosa.
Coinciden en la acusación los enemigos frenéticos de la Iglesia Católica que no los historiadores o los genuinos estudiosos del caso, a algunos de los cuales llevamos citados en estas prietas líneas. No coinciden —y discrepan con la leyenda negra oficial impuesta finalmente por el Iluminismo— el arriano Filostorgio, el sirio Juan de Éfeso, los jansenistas Le Nain de Tillemont y Claude Pierre Goujet o el erudito Christopher Haas (Alexandria in Late Antiquity: Topography and Social Conflict, 2006). No coincide tampoco Thomas Lewis, (en 1721 célebre por la impugnación de esta mentira en “La Historia de Hypatia, la imprudentísima maestra de Alejandría: asesinada y despedazada por el populacho, en defensa de San Cirilo y el clero alejandrino. De las calumnias del señor Toland”). No coincide Miguel Ángel García Olmo, quien advierte en la maniobra acusadora un “afán de mancillar la ejecutoría de un pastor teólogo de vida esforzada y ejemplar como fue Cirilo de Alejandría, venerado en Oriente y en Occidente”; y tampoco coincide Gonzalo Fernández, (La muerte de Hypatia, 1985), a pesar de la ninguna simpatía que manifiesta hacia el santo pero donde concluye en que “ninguna de las fuentes sobre el linchamiento de Hipatia alude a la presencia de parabolani entre sus asesinos” (Los parabolani eran los miembros de una hermandad de monjes alistados voluntariamente para el servicio, principalmente entre los enfermos, y que en su momento respondieron incondicionalmente a San Cirilo, recibiendo la acusación de consumar el linchamiento de Hypatia; que no eran “un grupo de monjes” como se ha dicho por ahi)... Y no coinciden los hechos. Porque el mismo Cirilo que lamentó y reprobó el crimen de Hypatia y amonestó enérgicamente en su Homilía Pascual del 419 a la plebe alejandrina dada a participar en turbamultas feroces y sanguinarias... Y si no se le cree al santo, las novelas de Lawrence Durrel (las de su Cuarteto de Alejandría) resultan una buena fuente para conocer el carácter sangriento y cruel de esas tropelías feroces del populacho alejandrino. Porque -no olvidemos- fueron esas mismas hordas las que dieron muerte a dos obispos cristianos, Jorge y Proterio, en el 361 y 457 respectivamente.
Y respecto a la expulsión de los judíos ordenada por San Cirilo, aclarar qué participacion tenían los hebreos en aquellos episodios luctuosos. Episodios que podían llegar a terribles excesos como p.ej. en los festejos del Purim. Porque como dice Maurice Pinay (cap. VIII del 2º volumen de su Complot contra la Iglesia) los judíos “califican siempre esas medidas defensivas de los Estados Cristianos, de persecuciones provocadas por el fanatismo y el antisemitismo del clero católico”, pero son incapaces de ver las enormes vigas en los propios ojos. En esto tiene sobradas razones el exhaustivo Alban Butler, cuando en su voluminoso santoral(festividad del santo, el 9 de febrero) explica que Cirilo tomó legítimamente la decisión de expulsar a los judíos, tras comprobar “la actitud sediciosa y los varios actos de violencia cometidos por ellos”.
No coinciden, al fin, los juicios de la Santa Madre Iglesia, quien mucho tiempo después de agitadas las pasiones terrenas, disipadas las dudas, superadas las conjeturas malintencionadas, estudiadas las causas, investigadas las acciones, consideradas las objeciones y sopesadas las acciones, elevó dignamente a los altares a Cirilo de Alejandría, y lo proclamó Doctor de la Iglesia en 1882, bajo el Pontificado de León XIII. Años más tarde, en 1944, el Papa Pío XII, en su Orientalis Ecclesiæ, lo llamó “lumbrera de la sabiduría cristiana y héroe valiente del apostolado”. Y hace muy poco, en la Audiencia General del miércoles 3 de octubre de 2007, Benedicto XVI se abocó por entero a su encomio, recordando su defensa de la ortodoxia contra la herejía nestoriana. Para el Santo Padre, San Cirilo de Alejandría es el “custodio de la exactitud, que quiere decir custodio de la verdadera fe”; el varón justo que comprendió y predicó que “la fe del pueblo de Dios es expresión de la tradición, es garantía de la sana doctrina”.
Va de suyo que el lector honrado sabrá a quién creer al respecto. Si a la Iglesia, que para canonizar a alguien se toma siglos de estudios, pidiendo milagros y virtudes heroicas al candidato, o a cualquier alucinado de odio a la Cruz que en su audacia declara asesino a un santo, y misógino a quien veneró a la más excelsa de las mujeres: María Santísima. Por tanto, parab quien anda buscando machismo en las religiones, sugerimos el Libro del Zohar o al Schulchan Arukh. O el conocimiento descarnado y patético de las mujeres ultrajadas y prostituidas por la Zwi Migdal.
Si se extasían en la descripción del linchamiento de Hypatia, para cargar las tintas y disponer las sensibilidades contra su odiado catolicismo, que retraten del mismo modo los horrendos crímenes rituales de Agnes Hruza y Marta Kaspar, cristianas ambas y víctimas probadas de la demencia judaica (una desangrada salvajemente en el bosque de Brezin, el 1º de abril de 1899; la otra descuartizada en Paderborn, el 18 de marzo de 1932)... Los detalles lo tienen en la obra de Albert Monniot, Le crime rituel chez les juifs. Sijuzgaran nazi esta obra —porque en la guerra semántica, da lo mismo que su autor la escribiera antes de la aparición de Hitler en la historia— vayan a Las pascuas sangrientas del insigne judío Ariel Toaf. Y si recusaran esta obra aduciendo la supuesta retractación que su autor hiciera de la misma, acudan a la obra de otro israelita honestísimo, Israel Adán Shamir en El poder de la judería.
Además tenemos para conocer al santo como hombre fiel y recto sus muchos y ricos escritos (llenos precisión, certidumbre y hondura) en Quasten, Moliné, Altaner, Luis de Cádiz, Bardenhewer y la monumental obra de Migne, que son las principales patrologías que podrán consultar con provecho quienes deseen aproximarse al gran apologista.
San Cirilo, a la derecha del Padre y bajo el regazo celeste de María Theotokos, de quien fue su caballero, no lo rozan estos botarates. Nosotros le diremos San Cirilo de Alejandría, ora pro nobis. Pero para ir un poco más lejos habrá que decir que tomar en vano el nombre de Dios, profanar lo sacro, agraviar a los santos y mostrarse impiadoso y blasfemo, debería movilizar a los católicos antes y con mayor intensidad que las manifestaciones contra injusticias sociales. Porque el Reino de Dios y su justicia sigue siendo lo primero y la añadidura se ordena como lo subalterno a lo principal.