Nací en una sastrería de prendas eclesiásticas de
Turín. Serio y circunspecto, me tocó en suerte ser un bonete; esa especie
de gorro negro que lucían los sacerdotes de antes. Mi parte superior estaba
formada por tres estrías rematadas por una borla de color negro.
Aunque me acoplaba perfectamente a la cabeza de Don
Bosco, me costó bastante acompasar mi vida a la de aquel cura. Yo había
imaginado una existencia llana de honores y graves reverencias, tal como
correspondía a la dignidad sacerdotal de mi dueño. Pero anda fue como había
supuesto. Por el contrario, fui testigo de sus jornadas llenas de aventuras.
Don Bosco se levantaba al amanecer. Se dirigía a la
iglesia de San Francisco de Sales. Revestido con alba y casulla, me colocaba
sobre su cabeza mientras caminaba hacia el altar. Iniciada la celebración, me
colocaba sobre una mesa lateral. Yo esperaba a que concluyera la misa. A partir
de este momento cada jornada era una sorpresa.
Pasé días enteros sintiendo el latir preocupado de sus
sienes. Sufrí lo indecible al notar su corazón acelerado cuando pedía ayuda
para los chicos del Oratorio. Entonces me parecía convertirme en una corona de
espinas. Como un buen padre, Don Bosco padecía cuando no hallaba pan, prendas
de abrigo, libros para el estudio o materiales para los talleres repletos de
aprendices. Eran días de desasosiego. Cuando por la noche me depositaba sobre
su mesita de luz, yo tenía punzadas de cansancio por en mi alma de terciopelo
negro.
También recuerdo haber compartido días en los que un
arco iris de alegría brillaba tras las preocupaciones. Arremangándose la sotana
hasta la cintura, se entregaba al juego con sus chicos. Entonces todo era
distinto: yo podía transformarme en objeto volador, pelota improvisada, o
terminar sobre el cabello ensortijado de cualquier joven. Aprendí que la
dignidad no radica en la tarea desempeñada, sino en la actitud interior.
Un buen día fui a parar a las manos encallecidas y duras de un muchacho menudo que lleva varios años trabajando en una función. Hacía pocos días que frecuentaba el Oratorio. El chico nunca había jugado con un cura. Cuando caí entre sus manos, me apretujó tanto que, mitad por sorpresa y mitad por emoción, desgarró mi terciopelo y destrozó mi borla, entre risas de alegría y alboroto.
Un buen día fui a parar a las manos encallecidas y duras de un muchacho menudo que lleva varios años trabajando en una función. Hacía pocos días que frecuentaba el Oratorio. El chico nunca había jugado con un cura. Cuando caí entre sus manos, me apretujó tanto que, mitad por sorpresa y mitad por emoción, desgarró mi terciopelo y destrozó mi borla, entre risas de alegría y alboroto.
Mamá Margarita, aguja en mano, intentó en vano
recomponerme. Me despedí de este mundo con una sonrisa. He tenido el privilegio
de sentir el latido de un sacerdote diferente.
Nota: Bonete: gorro negro usado en tiempos pasados por sacerdotes y seminaristas. Don Bosco lo usó y lo facilitaba a sus compañeros de seminario (Memorias del Oratorio. Década Segunda, n° 9).
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