REQUIEM ÆTERNAM DONA EIS, DOMINE…
Cuando un hombre deja este valle de lágrimas, dos implicancias surgen:
La primera: El inmenso y doloroso vacío que deja
entre quienes TANTO le han amado; y que tanto le han amado durante TODA una
vida.
Tal vacío es consoladoramente rellenado —y en gran
medida— por el conocimiento que cada deudo tiene, en conciencia, de su propia
subordinación y cumplimiento del IVº Mandamiento de la Ley
Divina:
Amar intensamente al ser querido, demostrando tal
amor honrándole y asistiéndole en vida de él, del mejor, más cariñoso y efectivo
modo posible, no sólo aparta para siempre del alma cualquier estéril y amargo
desasosiego, escrúpulo o remordimiento a posteriori de la muerte de aquél, sino
que es un verdadero acto de adoración del Eterno Padre y, por ende, de la
Santísima Trinidad misma, que será recompensado por el Altísimo como sólo Él
sabe y puede hacerlo.
Hay una segunda implicancia de la partida de este
valle de lágrimas:
Si fue un hombre de bien, es el colosal consuelo
—que los deudos plenamente comparten— de que tal muerte no es sino el llamado a
la Eterna Recompensa con que Cristo Rey premia a Su fiel vasallo, vasallo que —a
pesar de sus imperfecciones, fragilidades humanas, caídas y recaídas— durante
toda su vida aquí abajo luchó, y luchó en su lugar, humilde pero firmemente, con
las armas a su alcance —así como con la mayor perseverancia— por tan Augusto
Señor.
Por otro lado, si no fue un hombre de bien… dudas,
dolor nos invaden.
Aquí debemos centrar nuestras meditaciones en la
virtud de Esperanza, así como en la eficacidad de nuestra oración y de nuestros
sacrificios, todos cuyos méritos bien puede Dios Omnipotente —Quien, a
diferencia de nosotros, no está sujeto al tiempo— aplicarlos de modo tal que
sirvan para que ese difunto pueda llegar a lograr un descanso
eterno.
* * *
Los muertos permanecen rígidos y en
silencio.
Del frío cajón que los encierra no proviene sonido
alguno, ninguna exclamación de dolor, ningún pedido de socorro, de auxilio,
ninguna lastimera voz solicitando compasión y alivio.
Los muertos están en el más allá; están en la
eternidad. Nosotros estamos en el más acá; estamos en el
tiempo.
Tal el es abismo que nos separa, que ni sus voces ni
sus clamores pueden franquearlo.
A partir de la muerte —el inexorable llamado a
Juicio por el Inapelable y Eterno Juez— al alma ya no le quedan posibilidades de
reparar el honor divino que conculcara con sus faltas a lo largo de sus pasados
días en el mundo, así que deberá ingresar en el Tormento del Purgatorio para
limpiarse, para pagar, purgar, lo que debe.
A veces, confiados que, en vida, el buen hombre se
había confesado, había comulgado, había recibido la Extremaunción y todos los
auxilios de la Iglesia, nos olvidamos de que tal vez no tuvo tiempo de reparar
las faltas cometidas a lo largo de su estancia en esta tierra.
Frágiles hijos de Eva, como vemos que los muertos
que llevamos a enterrar están silenciosos y como en paz, estamos tentados de
ignorar el infortunio y los reales azotes de todo tipo, las acendradas penas y
aflicciones, que están padeciendo en el Purgatorio.
Las Almas en el Purgatorio reciben el nombre de
“Benditas Almas del Purgatorio”, pues ya se han salvado: Saldrán de la prisión
en la que se encuentran, una vez pagada su deuda, sólo para ingresar triunfantes
en el Paraíso.
Sin embargo, ahora, como los muertos están en
silencio, sus familiares y amigos deberán esforzarse de hablar en su nombre para
que la Divina Misericordia adelante el día de su liberación de la prisión del
Purgatorio.
Para animar a estos familiares y amigos, la Iglesia
les recuerda el Miseremini del Patriarca Job: Decía el Santo Patriarca en medio
de sus enormes tribulaciones: “¡Tened piedad de mí! ¡Tened piedad de mí, al
menos vosotros, mis amigos!”
Hoy, cada uno de nuestros difuntos nos exhorta y
suplica a todos nosotros: “¡Tengan piedad de mí! ¡Tengan piedad de mí, al menos
ustedes: Mi esposa, mi esposo, mis hijos, mis nietos, mis ahijados, mis nueras,
mis yernos, mis hermanos, cuñados, primos, allegados y amigos. ¡Tengan piedad
de mí!”
Son nuestros queridos difuntos quienes desde el más
allá están clamando por nuestras oraciones, por nuestros sacrificios, para que
les sean aplicados en vistas a ayudarles a salir de las torturas del
Purgatorio.
En un texto bien vívido, Santo Tomás Moro hace
expresar así a las Benditas Almas sus súplicas:
“Si en este mundo vosotros tenéis piedad de los
pobres”, les hace decir, “nadie hay tan pobre como nosotros, que no tenemos
vestimenta alguna para cubrirnos.
“Si tenéis piedad de los ciegos, nadie hay tan ciego
como nosotros, que estamos en la oscuridad, salvo por visiones espectrales y
apariciones desagradables, repugnantes y nauseabundas.
“Si tenéis piedad de los lisiados, nadie hay más
lisiado que nosotros, que no podemos arrastrar ninguno de nuestros miembros
fuera del fuego, ni tampoco tenemos movilidad alguna en nuestras manos como para
defender nuestro rostro contra las llamas.
“Si tenéis piedad de cualquier hombre que veis
sufrir dolor, vosotros jamás visteis dolores semejantes a los nuestros, pues el
fuego que nos quema aquí a nosotros, tanto sobrepasa en calor a todos los fuegos
que alguna vez quemaron sobre la tierra, como el fuego real inmensamente
sobrepasa al calor de un fuego pintado en un cuadro.
“Si alguna vez estuvisteis enfermos, sin poder
dormir por las noches, y ansiabais tremendamente que llegara la luz del día;
cuando cada hora nocturna se multiplicaba por cinco…, considerad cómo son
nuestras noches —cómo es nuestra noche— esa noche que debemos sufrir, mientras
que yacemos insomnes, inquietos, tensos, agitados, sedientos, asados por el
negro fuego en la larguísima noche, que durará, o días, o semanas, o meses, o
años, o siglos, o milenios…
“En la enfermedad, os movéis de un lado al otro de
la cama, buscando alguna comodidad para poder descansar algo. Nosotros estamos
aherrojados a nuestras ardientes parrillas y ni la cabeza podemos
levantar.
“Vosotros tenéis doctores, que a veces os curan, o
al menos os obtienen alguna calma. Ningún médico puede curar o aliviar nuestros
dolores, ni aplicar paños fríos a nuestras literalmente inflamadas
cabezas.”
* * *
Nosotros, entonces, advirtamos la capital
importancia de rogar por nuestros Fieles Difuntos y pongámonos a la obra, no
sólo durante este mes de noviembre, a ellos dedicado, sino por el resto de
nuestra terrenal vida, es decir, no sólo ahora, sino de ahora en
más:
“Suplicámoste, oh Dios Omnipotente y
misericordioso, que las almas de Tus siervos y siervas —por quienes hemos
ofrecido a Tu Majestad este Sacrificio de alabanza— limpias de todo pecado por
la virtud de este Sacramento, merezcan, por Tu misericordia, gozar de la luz
eterna” (Poscomunión de la Tercera Misa del 2 de noviembre).
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