lunes, 5 de noviembre de 2012
la otra vida en Egipto y en el cristianismo
Las sepulturas
están siempre relacionadas con el corazón o con la fe, o con ambas cosas a un
mismo tiempo. Hay quien considera la tumba de su mujer o de su hijo como un
lugar a donde puede venir de cuando en cuando hacerles una visita, y hay quien
la considera como la puerta de la otra vida. Para aquel, la incineración del
cadáver argüiría una falta de cariño, y para este una falta de fe. La fe en la
otra vida ha rodeado las tumbas desde hace muchísimos siglos. En los
yacimientos prehistóricos más antiguos, ya en el paleolítico inferior, los cadáveres
están rodeados de aquellos objetos que podían necesitar en su nueva vida. Los
antiguos chinos y llevaban ante las tablillas de sus antepasados ofrendas de
comida y vestidos destinados a los difuntos. En este punto, ningún pueblo habrá
superado al egipcio. Su fe en la otra vida imprimió un sello profundo en su
vida cotidiana, sin privar de por eso de su amor al alegría y al bienestar.
También los cristianos creemos que la otra vida. También en nuestro vivir
cotidiano imprime un sello profundo esta fe. Pero es un sello distinto, que se
traduce en una preocupación de perfección moral y no en una obsesión por
construir grandes mausoleos. Es que la otra vida la concebimos de muy distinta
manera que ellos. En realidad, los egipcios pensaban que después de la muerte
nos quedaban aún dos vidas: la de la tumba y la de ultratumba. A ellos había
llegado por tradición la verdad, contenida en la primitiva revelación, de la
existencia de la otra vida. Por lo mismo, en presencia de un cadáver sabían que
un día había de volver a la vida. En este aspecto, la muerte era semejante a un
sueño. El hombre dormido pierde el dominio de sus movimientos y de su
conciencia, pero al despertar vuelve a recobrar los. En el cadáver esta pérdida
es más radical iba acompañada de la pérdida de la respiración, en la cual está
la vida. Pero una fe arraigada en la humanidad desde los tiempos primitivos
aseguraba que el cadáver podría vivir. El primitivo, y a través de él el
egipcio, concedían esta vuelta a la vida como un despertar del sueño. Como el
hombre dormido despierta en la misma habitación en que se durmió y necesita
tener al alcance de su mano lámpara para alumbrarse, y armas para defenderse, y
comida para alimentarse, así también el muerto, el día en que recobra se la
respiración y la vida, despertaría en la cámara mortuoria y necesitaría poder
disponer de todo lo necesario para vivir. Estamos, pues, en presencia de la fe
en una nueva vida; pero no está aún la vida de ultratumba sino la vida de la
tumba. Esta fe tropezaba con un escrúpulo. Se concibe muy bien que el hombre
dormido recobre el dominio de sus movimientos, porque durante el sueño no ha
perdido sus músculos; pero el cadáver, sí tarda en recobrar el alma, y con ella
la respiración, se descompone y no se ve cómo entonces pueda volver a respirar
y a vivir. Se imponía la necesidad impedir la descomposición del cuerpo, y esto
es lo que el egipcio consiguió por medio del embalsamamiento. Las primeras
semanas después de la muerte están dedicadas a la momificación del cadáver ya
la fabricación del ajuar que ha de pertenecer le en su nueva vida. Por eso en
las sepulturas egipcias se amontonan de la riqueza siglos muebles valiosos. Es
que la nueva vida se va a desarrollar allí, en aquel pequeño recinto rodeado de
muros y aislado del mundo exterior. La única ampliación del mundo funerario lo
constituyen las pinturas de las paredes, en las que se reproducen escenas de la
vida normal, los campos en que trabajan los criados del difunto, sus rebaños
que vuelven a hacer, los talleres en que se fabrican sus muebles y los graneros
en que se guardan sus riquezas. Todo esto, al conjuro mágico de la palabra del
resucitado, cobrará una realidad suficiente para proporcionarle vida cómoda, al
estilo de la que vivió antes en este mundo. No hace falta esforzarse mucho para
comprender que no es éste el concepto que de la vida tenemos los cristianos.
Nosotros creemos en la vida de ultratumba, pero no en la de la tumba. Por eso,
para un cristiano es diferente que el cadáver se descomponga o permanezca
incorrupto. La en corrupción del cadáver es, a veces, obra de una intervención
milagrosa de Dios, y entonces se considera como un indicio de la santidad del
difunto, pero nunca como un requisito para que pueda recobrar la vida. Cuando
algunos cristianos embalsaman los cadáveres de sus difuntos, lo hacen, bien sea
movidos de la necesidad de prolongar los funerales del cuerpo presente o de
hacer la traslación del cadáver, evitando los inconvenientes de la simultanea
descomposición, o bien obedeciendo a un imperativo del cariño, que desea
conservar incorrupto el cuerpo; pero nunca como una consecuencia de su fe en la
otra vida. En cambio, esta fe influye en la costumbre cristiana pero incinerar
los cadáveres. Un cadáver no es un despojo de un ser que ha vuelto a la nada,
sin un instrumento caduco de un alma, que es inmortal. Un día volverá el alma
asumir este cuerpo, y entonces este elemento mortal se revestida de
inmortalidad, y este ser corruptible recibirá la incorrupción (1C0r 15,53). El
cadáver es como una semilla que ha de germinar el día de la resurrección.” Se
siembra en corrupción y resucitará en incorrupción; se siembra en ignominia y
se levantará en gloria; se siembra en flaqueza y se levantará en poder” (1 Cor
15,42s). Por eso enterramos los cadáveres. Y porque creemos que en la vida de
ultratumba, pero no en la de la tumba, nuestro sepulcro son en su interior
pobres y sencillos, como destinados que están a ser depósito de corrupción y no
teatro de vida. Por la misma razón, tampoco llevamos a nuestros muertos
ofrendas de comida o de vestidos ni rodeamos los cadáveres de unos instrumentos
y unos muebles que nunca van a necesitar. Maestros cadáveres despertarán un día
del sueño de la muerte, pero no para quedar prisioneros del sepulcro, sino para
vivir con Dios en el cielo. También a los egipcios pareció poco satisfactoria
la vida de la tumba. Los monarcas primero, sus favoritos después, todos más
tarde, soñaron con una vida fuera del sepulcro, en las secciones habitadas por
los dioses. Es difícil actualmente desenredar la madeja de tradiciones
distintas que se entrelazan en los textos egipcios, para precisar dónde se
encuentra la región de los dioses, sea en el cielo estrellado Hugo en el
subsuelo o al otro lado de los montes de occidente. Lo que parece evidente es
que se trata de una región recorrida por el sol en su viaje nocturno. Ya en los
textos de la cuarta dinastía hablan de la inmigración de Ba, el espíritu del
difunto oh, a regiones de felicidad. En la concepción más antigua, esta región
se llama “campos de Yalu”, donde los trigos alcanzan una altura jamás vista en
las orillas del Nilo y donde la paz y la abundancia hacen la felicidad de los
que allí llegan. Se trata de una vida de trabajo agrícola, en la que el
difunto, por elevada de ha sido su posición social, se dedica a sembrar y segar
en los campos de los dioses. No todos debieron encontrar muy placentero este
destino y terminaron por allá del recurso de llevar consigo al sepulcro unas
figuritas llamadas “Uschebtis” o respondedores, que cuando sus dueños fuera
llamados a trabajar en el campo, respondiesen por ellos y realizasen su
trabajo. A otros les atraía más los” campos de las ofrendas”, donde en la verde
yerba había abundancia de panes, cerveza, frutas y dulces a disposición de los
bienaventurados. Algunos ya otro lugar se llegaba por diversos procedimientos,
porque esta región es estaban rodeadas de agua por todas partes, a semejanza de
ciertos sectores de la vía láctea, que aparecen rodeados de la azul oscuro de
la noche. Había quien se hacía trasportar en alas de un halcón o de un ibis,
pero otros recurrían a los buenos servicios de 4 barqueros, hijos de Horus,
llamados Hapi, Anset, Duamutef y Kebesenuf. La mayor parte hacía la travesía en
la barca de un barquero un llamado “el que mira hacia atrás”, que iba siempre
en la popa de su nave con la cabeza vuelta hacia el camino recorrido. Solamente
los privilegiados conseguían un puesto o en la barca solar y hacían la travesía
en compañía del Dios Sol. Por este camino a la imaginación egipcia comenzó a
desbordarse y, sobre todo, a partir del imperio medio, se recreó en sembrar el
recorrido de sorpresas agradables Po terroríficas, para las cuales había de ir
prevenido el difunto con una serie de fórmulas mágicas. Así nacieron dos
libros, que nos han conservado estas ideas: El libro de las puertas y El libro
de lo que hay en el Duat. Uno y otro divide en el espacio, que hay que
recorrer, en 12 partes que corresponden a las 12:00 de la noche. Las
representaciones plásticas, ken sepulcros y papiros ilustran estas
descripciones, constan siempre de 3 planos superpuestos: el central, que
representa el río, trasunto del Nilo por el que avanza la barca solar, y los
dos extremos, que representan las dos orillas del río. En la primera hora
recorre el sol la tierra por los pilones del horizonte del oeste, y llegando
después de cientos vente leguas al mundo inferior de los dioses. En la segunda
hora se atraviesa un campo de 480 lenguas y se toma una nueva barca, que es
contada por cuatro barcos misteriosos recorre en la hora tercera la región
donde reside Osiris con su séquito. El lugar atravesado en las dos horas
siguientes está en tinieblas, de tal manera, que él mismo sol no ve nada, aun
cuando todos oyen su voz de mando; es un lugar misterioso, en el que se abren
corredores y caverna secretas y donde el suelo es de arena sin agua y está
habitado por serpientes; la misma barca solar tiene que transformarse en
serpiente; al pasar junto a la colina de arena donde está enterrado Sokaris, el
antiguo Dios de los muertos de Memphis, se le ve a este sacar la cabeza para contemplar
al sol. Ya en la hora sexta vuelve a deslizarse la marca por una corriente de
agua “no lejos del campo donde está el cadáver de Osiris”. En la séptima surge
el peligro: el dragón de la tempestad, Apofis, contra el que dirige el sol su
barca; pero el dragón ha secado el río de viendo sus aguas, y es preciso
recurrir a las fórmulas mágicas de Isis para poder seguir adelante; allí está
Osiris sentado en un trono, con sus enemigos decapitados en su presencia, y lo
que es más extraño, allí están varios dioses, algunos de ellos Solares,
enterrados en la arena. En la hora no una baja en los remeros a descansar a la
orilla. En la décima se coloca junto al sol un escarabajo. En la undécima sede
en los sufrimientos de los enemigos de Osiris y la cuerda con que se tira de la
barca para hacerla avanzar se convierten serpiente. En la duodécima y última,
que es la caverna del crepúsculo, pasa a la barca por el cuerpo de la
serpiente, entrando por la cola y saliendo por la boca; al salir, el sol se ha
transformado el escarabajo: es Keper, el sol de la mañana. De esta manera, el
sol, muerto por la tarde, recorrería la región de los muertos, inspeccionando
la como inspección a un rey sus territorios, y dando órdenes en todas partes. A
los espíritus que iban en su barca los iba instalando donde mejor le parecía.
La verdad es que, a pesar de haber asumido la descripción, reduciéndola a sus
rasgos más esenciales, se llega con fatiga al término de ella. Lástima que un
pueblo como el egipcio no haya sabido ofrecer al hombre humilde al más elevado
y más atractivo, cuando quiso precisar en qué consistía aquella vida
ultraterrena, cuya existencia entrevió con acierto. El cristiano sabe que esa
vida ultra terrenas existe, y sabe que para los buenos era una vida de
felicidad, en la que gozaran viendo y llamando a Dios. Pero nos además, porque
los goces de allá son inefables y no pueden expresarse en palabras humanas
(2Cor 12,4). Sí algunos se sintiera tentado a dejar correr la imaginación,
mírese en el ejemplo egipcio y escarmiente. La imaginación humana es muy pobre
y la realidad futura es muy grande.
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