Al aproximarse la fiesta de Navidad, todos los años florece en los
escaparates y los puestos callejeros un mundo de fantasía y de ilusión que en
pocos días se infiltra en los hogares provocando sueños encantadores en los dormitorios
infantiles y queda al fin plasmado en un Nacimiento ideal. Podrá éste no ser
muy verídico en sus detalles, pero tiene el acierto de presentar el gran
misterio envuelto en una poesía ingenua que, por lo menos, resulta un homenaje
de la sencillez infantil al Dios hecho Niño.
Todos los años los Nacimientos me hacen pensar en los evangelios apócrifos.
¿No son también éstos, por lo que a las escenas de Belén se refiere, unos Nacimientos
literarios? El mismo misterio central, profundo, trascendente, enternecedor. La
misma poesía ingenua con sus ribetes inverosímiles, con su cristiano candor de
homenaje al Niño Dios..
Hasta aquella mula y el buey que rodean la cuna del Niño han saltado al musgo
del Nacimiento desde las páginas de los apócrifos. Los pobres animalillos bajo
la pluma del pseudo-Mateo creían estar cumpliendo unas palabras de Isaías y
otras de Habacuc que ellos, en su falta de inteligencia, interpretaban
torcidamente. Pero al entrar en nuestro portal de Belén han dejado sus pujos
intelectuales y, aunque siguen postrados en actitud de adorar a su Señor, ya no
se preocupan de interpretar profecías sino de calentar con su aliento aquel Niño
que en el pesebre tirita de frío. Sin embargo, por encima de ellos todavía
permanecen parecen resonar aquellas palabras de Habacuc: “en medio de dos
animales te manifestarás”. Y aquellas otras de Isaías: “el buey ha conocido a
su dueño y el asno el pesebre de su señor”. Si con el tiempo el asno se ha
convertido en mula, debe ser por la diferencia del ambiente que se respira en
Occidente.
Otros muchos rasgos, teñidos de ingenuidad y salpicados de anacronismos,
rodean en los Apócrifos la cuna de Jesús. Cuando San José y la Virgen venían de
Belén, José miraba de cuando en cuando a su mujer y la encontraba con cara
triste. Otras veces, en cambio, la veía con cara alegre. Aquellas alternativas
no dejaron de intrigar al santo Patriarca, que terminó por preguntar su causa a
María.
- Veo –le dijo Ella- ante
mí dos pueblos, uno que llora y otro que se regocija.
Mas José le respondió:
- Estate sentada y
sostente sobre tu montura, y no digas palabras inútiles.
Entonces un hermoso Niño, vestido con un traje magnífico, apareció ante
ellos y dijo a José:
- ¿Por qué has llamado
inútiles las palabras que María ha dicho de estos dos pueblos? Ella ha visto al
pueblo de los gentiles alegrarse por haberse aproximado al Señor, según la
promesa hecha a nuestros padres, puesto que ha llegado el tiempo en que todas
las naciones deben ser benditas en la posteridad de Abrahán.
Con esto hizo el ángel parar la bestia, porque se acercaba el momento del
alumbramiento, y dijo a María que se apease y que entrase en una gruta
subterránea, en la que no había luz alguna, porque la claridad del día no penetraba nunca en ella. Al entrar María,
toda la gruta se iluminó, como si le diera el sol del mediodía, e iluminada
quedó día y noche todo el tiempo que en ella permaneció María.
Entonces José marchó en busca de una
mujer que asistiese a su esposa, y en el camino observó que toda la naturaleza
se había paralizado.
“Yo, José -dice el llamado Protoevangelio de Santiago andaba y no avanzaba.
Y lanzaba mis miradas al aire y veía el aire lleno de terror. Y las elevaba
hacia el cielo y no veía y móvil y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la
tierra y vi una artesa y obreros con las manos en ella y los que estaban
amasando no amasaban, y los que llevaban la masa a su boca no se la llevaban
sino que tenían los ojos puestos en la altura. Y unos carneros conducidos a
pastar no avanzaban sino que permanecían quietos y el pastor levantaba la mano
para pegarles con su vara y la mano quedaba suspensa en el vacío y contemplaba
la corriente del río, y las bocas de los cabritos se mantenían a ras de agua y
sin beber”.
Si no supiésemos que este párrafo se escribió en el siglo segundo diríamos
que su autor lo había compuesto mirando a uno de nuestros Nacimientos, con sus
ovejitas siempre caminando y siempre quietas; y sus pastores con el brazo siempre
tendido y su lavandera con el trapo que nunca acaba de escurrir.
Según otro apócrifo mucho más moderno, el Evangelio Armenio de la Infancia,
no terminaron ahí los prodigios. Cuando la naturaleza volvió a ponerse en
marcha, vio José a una mujer que bajaba de la montaña cubierta con un largo
manto y acercándose a ella le contó lo que en la caverna estaba ocurriendo. Los
dos se dirigieron hacia allí y cuando iban por el camino dijo José a la mujer:
- Te agradeceré que me des tu nombre.
Y la mujer respondió:
- ¿Por qué quieres saber
mi nombre? Yo soy Eva, la primera madre de todos los nacidos, y he venido a ver
con mis propios ojos mi redención, y acaba de realizarse.
José estaba asombrado. En la bóveda del cielo ocurrió en fenómenos extraños
y se oían los cánticos de los ángeles. De la caverna se desprendía una nube,
que subía al cielo y en el pesebre del establo había una luz centelleante. El
Niño tomó el pecho de su Madre y después volvió a su sitio y se sentó. Eva al
verlo estaba en la gloria. Lo tomó en sus brazos y le acarició con ternura
bendiciendo a Dios porque el Niño tenía un semblante resplandeciente, hermoso y
de rasgos muy abiertos.
Ningún nacimiento qué precio de algo, puede prescindir de exhibir su fantasía
en la presentación de los Magos y en la del castillo de Herodes, el enemigo del
Niño Jesús. También los apócrifos se ocupan del tema. El primero en sufrir los
efectos de la persecución es Juan. Su madre, Isabel, lo toma en sus brazos y
escapa con él a la montaña. Pero no encuentra lugar donde esconderse. Entonces
comienza a gemir:
- Montaña de Dios, recibe
una madre con su hijo.
Y la montaña se abrió y la recibió. Y había allí una gran luz que les
alumbraba y un ángel del Señor que estaba con ellos y les guardaba.
Quién lo pagó fue el anciano Zacarías. Herodes intentó arrancar el secreto
del paradero de su hijo; el anciano se negó a descubrirlo, y la espada del
asesino le hizo caer en el vestíbulo del templo.
Entretanto, la Sagrada Familia caminaba en dirección Egipto. Tres muchachos
acompañaban a José y una joven a María. Bueyes, asnos y otras bestias de carga
completaban la caravana llevando los equipajes y a su lado caminaban los
corderos y las ovejas reunidos en Judea que formaban un rebaño. Al llegar junto
a la gruta, María quiso apearse y descansar. Apenas se había sentado, poniendo
a Jesús sobre sus rodillas, cuando los gritos de los muchachos les hicieron
reparar en una multitud de dragones que habían salido de la cueva. Jesús se
bajó de las rodillas de su madre y fue a ponerse delante de los dragones. Éstos
le adoraron en cumplimiento de las palabras de David: “alabad al Señor sobre la
tierra los dragones y todos los abismos”, y el Niño les ordenó que no hiciesen
mal a los hombres.
Otro día volvió a estremecerse María, al ver venir hacia Ella a unos leones, leopardos y otras fieras pero el Niño
Jesús le tranquilizó asegurándole que venían para su servicio. Efectivamente,
las fieras fueron abriéndose camino a través del desierto y acompañando a sus
rebaños y animales. Es que Isaías había preconizado está familiaridad de los
animales mansos y fieros.
Al tercer día de camino, María quiso descansar al pie de una palmera, y una
vez allí deseó probar los frutos del árbol. A José pareció esto un despropósito,
dada la altura a que el fruto se encontraba, y a su vez suspiraba por encontrar
agua. Entonces Jesús mandó a la palmera que bajarse su copa para que María
cogiese el fruto y que con sus raíces descubriese el manantial subterráneo que
por allí pasaba. Y se inclinó el árbol y brotó el agua y todos dieron gracias
gracias a Dios.
Por último, al llegar Egipto entraron en un templo donde había 365 ídolos y
los 365 cayeron a tierra hechos pedazos, cumpliendo otra profecía de Isaías.
Los Apócrifos más recientes dan un desarrollo mucho mayor a algunos de estos
sucesos.
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