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lunes, 8 de octubre de 2018
domingo, 7 de octubre de 2018
APRIETA
P.
Leonardo Castellani
En
“Camperas”
Se agarraron al fin en una mañana tostada por un sol
de enero, se agarraron como todo el mundo en el ribazo sabía que se tenían que
agarrar, hasta el infelicísimo, el distraidísmo Tatú.
-¿Sabe que su amiga, compadre Apereá,
la-que-refala-sin-ruido, está buscando y me parece que va a encontrar?
-¡Por amor de Dios, hable bajo! -dijo el Cobaya, que
tiembla de oír solamente el nombre de la venenosa.
-Yo no le tengo miedo, aunque tampoco la trato -dijo
el Cascarudo-; pero me parece que la Iguana Verde le va a dar el vuelto.
-¡Ojalá Dios quiera! -silbó arriba el Cachilo-, ¡ojalá
la mate! La Iguana es mi amiga... No puede subir a los árboles. Pero temo que
no la pueda.
-¡Amalaya se coman las dos! -dijo el pobre Cobaya
palpitante.
-Amén, compadre. Pelearse se tienen que pelear, porque
el ribazo es chico para dos matreros de esa ralea que comen los dos lo mismo y
no poco cada día -dijo Tatú Mulita.
-¡Cristo, allá están! -gritó el Conejito de Indias, hundiéndose
como un rayo en su cueva, porque se oyó a lo lejos el matraqueo siniestro y
furioso del crótalo de la víbora.
Se habían agarrado. Sobre la curva sinuosa y parda de
un caminito de perdiz venía el Lagarto corriendo un ratón; estaba la Cascabel
acechando una rana, y se toparon. Ninguno de los dos iba a torcer, ninguno de
los dos iba a retroceder. ¿Podían retroceder? La Cascabel estaba enroscada en
una negra bola repugnante, resorte tensionado y potentísimo que arrojaría su
cabeza chata como un lanzazo sobre su enemigo, así éste moviese no más un ojo;
la Iguana, aplastado el cuerpo contra el polvo y estremecida en convulsiones de
ira, saltaría fulminante sobre su nuca, al primer descuido de la guardia.
Parecía que ninguno de los dos se movía; y sin embargo la Víbora se contraía y
replegaba todavía más, hinchándose su cuerpo negruzco como un brazo que hace
fuerza; y la boca abierta y feroz del Lagarto se iba aproximando
imperceptible, línea por línea, punto por punto, con precaución infinita, jadeante,
crispada...
¿Cuál de los dos ha
saltado? Tan fulmíneo ha sido el golpe que el ojo más sutil no hubiera podido
distinguirlo. Ha sido un mescolarse instantáneo de miembros, escamas, anillos,
colas que golpean furiosas, patas verdes que arañan, vientres blancos, lazos
mortíferos que se anudan, cuellos que forcejean, un solo monstruo disforme y
proteico que agoniza frenético revolcándose en el polvo...
De manera que yo, que en ese momento caí al ribazo,
rifle al hombro y descuidado, no supe a lo primero qué cosa era aquella
horrible que forcejeaba en la arena: si un grifo asqueroso, mitad saurio y
mitad víbora, o bien una serpiente con patas y dos colas...
Ajajá... El Lagarto es el que ha mordido. Ahora veo su
cabeza entre los anillos mortíferos. El Lagarto ha agarrado a la Víbora y la
sacude convulsivamente para quebrarle el espinazo...
¡Horror! El golpe del Lagarto no ha sido certero. El
cogote agilísimo se ha zafado y en vez de aferrar las vértebras cervicales, los
dientes sólo han cazado la espalda; y la boca letal de la Venenosa se vuelve fatídicamente,
haciendo un arco muy cerrado, hacia la garganta blanca y blanda de la
Mordedora, a la altura del hombro, y las dos mandíbulas se abren
espantosamente, en un ángulo tan abierto como un pulgar y el índice de un
hombre, para dar el mordisco último.
El momento es supremo. La Iguana aprieta con todas sus
fuerzas cerrando los ojos. Tan furiosa está que uno puede salir de detrás del
árbol, todo espantado y sin resuello, y aproximarse al montón cautelosamente
para ver si el mordisco agarra.
Clack. Se cerró como un resorte el estuche de la
muerte, y las dos espinas de marfil en cuya punta centellea una gotita de
veneno pasaron como saetas a un milímetro del cuello de la Iguana. La Iguana
aprieta.
Clack, clack, clack. Los mordiscos se multiplican
isócronos, metódicos e infructuosos, mientras la Venenosa se crispa para
deslizar su espalda un milímetro no más, el milímetro que falta, de la tenaza
de la otra. Pero la Iguana aprieta más, con los maxilares que crujen como si se
quebraran. Las dos comprenden con toda claridad la situación. Un milímetro más
o menos es la muerte para la una o la otra.
Apretar. Zafarse. Con todas las fuerzas de la
desesperación, aunque crujan los huesos y se corten como piolines los tendones.
Aprieta. Tira.
¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. Todos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...
¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. Todos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...
¡Adiós! La Iguana se ha tumbado de lado. La creyera
muerta en el abrazo terrible a no ser por su boca que no cede. Toda su vida se
ha reconcentrado en sus mandíbulas. Y en las dos manos que protegen el cogote
del lazo corredizo. Y aprieta.
¿Qué pasa? La Víbora ha soltado a su enemigo, que ni
resuella por no soltarla: su cuerpo negruzco se desparrama por la arena como un
látigo a quien la desesperación del último esfuerzo sacude. ¿Qué intenta? La
Iguana gime de dolor, con gemidos de niño, porque las mandíbulas y el cuerpo
le deben doler horriblemente; pero aprieta.
Aja, la Víbora buscaba un apoyo; y ahora, anudando la
cola a un raigón, prueba otra táctica, la última, y hecha un puente en el aire,
desesperadamente tira.
La Iguana sin soltar es arrastrada por el ímpetu, con
las cuatro patas hundidas como puntales en la arena, en línea recta primero,
después a un lado, después a otro. El cuerpo de la Víbora se anuda y parece
que se va a romper. Y los dientes venenosos se alzan de nuevo, y caen de nuevo,
y la piel del cuello es atrapada y yo no puedo contener un grito.
Y los dientes se alzan de nuevo y entonces veo que me
he engañado: los colmillos sólo han arañado la piel. Y entonces -todo esto en
un segundo-, la Víbora se sacude con una especie de grito de rabia, muerde
otra vez, cruje... y se dobla como un junco, por el punto en que la Iguana la
aferra. El espinazo ha cedido. Peractum est.
El cuerpo ondula todavía con las convulsiones de la
muerte y el estuche ponzoñoso muerde el aire. Pero la Iguana sabe que la Víbora
no puede ya hacer fuerza, que está perdida. Y espera pacientemente sin soltar,
diez minutos, quince, veinte, que los movimientos languidezcan y la chispa de
los ojos maléficos se apague. Y después suelta y salta a un lado. Y entonces
me ve a mí.
Yo creí que era insolencia mirarme a mí fijamente y no
huir, insolencia de vencedor; y estuve por darle un tiro. Pero era cansancio,
la pobre, con la boca abierta, sin poder cerrarla y las patas tiradas por el
suelo, como si todos sus huesos estuviesen desencajados. Dio tres o cuatro
pasos borrachos hacia el agua y se tumbó de nuevo. Entonces bajé el rifle no
queriendo gratificar con un tiro -lo que hubiera sido, al fin y al cabo, una gratitud
de hombre- a quien me había hecho el servicio de suprimirme ese tremendo
habitante ignorado del ribazo, donde yo iba todos los días a tumbarme en la
gramilla con un libro. Y dije mirando a la Iguana, agonizante de cansancio:
-¡Oh, Iguana! Hay momentos en la vida en que Dios
quiere que uno agarre con los dientes y apriete hasta romperse la mandíbula,
pena de la vida. Dios mío, yo te ruego que si es posible no me pongas en esos
trances y me des enemigos pequeños. Pero si no es posible, yo te ruego que me
des gracia para apretar y no soltar, para apretar hasta la muerte.
sábado, 6 de octubre de 2018
y del amigo Lope, qué?
ofendiendo la vida de mi muerte,
sangre divina de las venas vierte,
y mi diamante su dureza olvida.
Está la Majestad de Dios tendida
en una dura cruz, y yo de suerte
que soy de sus dolores el más fuerte
y de su cuerpo la mayor herida.
¡Oh duro corazón de mármol frío!
¿Tiene tu Dios abierto el lado izquierdo
y no te vuelves un copioso río?
Morir por él será divino acuerdo,
mas eres tú mi vida, Cristo mío,
y como no la tengo, no la pierdo.
Lope de Vega
¡Cuántas veces, Señor, me habéis llamado,y cuántas con vergüenza he respondido!,
desnudo como Adán, aunque vestido
de las hojas del árbol del pecado!
Seguí mil veces vuestro pie sagrado,
fácil de asir en una cruz asido,
y atrás volví otras tantas atrevido
al mismo precio en que me habéis comprado.
Besos de paz os di para ofenderos;
pero si fugitivos de su dueño
hierran, cuando los hallan, los esclavos,
hoy que vuelvo con lágrimas a veros,
clavadme vos a vos en vuestro leño
y tendréisme seguro con tres clavos.
Lope de Vega
viernes, 5 de octubre de 2018
jueves, 4 de octubre de 2018
La tortuga, por Castellani
No te rías, oh Dios fuerte, de mis
esfuerzos frustrados, porque hay una voluntad tristemente terca que gime a Tí
desde el fondo de mi impotencia.
Te voy a poner un ejemplo.
Una vez, oh Dios infinitamente grande
que estás aquí presente, pesqué una tortuga en el río Salado y la llevé para
casa. La tortuga quería escapar y volverse al río patrio, lo cual manifestó
sacando una pata por un agujero de la bolsa en que venía y rasguñando la
barriga del bayo, que se llevó muchos rebencazos acompañados del tratamiento de
"mancarrón imbécil" por pegar cimbrones bruscos a la zurda como si lo
espoleasen con nazarenas, siendo así que yo ni siquiera lo taloneaba. Y era la
tortuga que quería escapar.
Le di por jaula un cajón de kerosén
bocarriba. La tortuga se arrimó contra la pared, se levantó en dos patas, se
fue de espaldas, estuvo manoteando un rato para incorporarse y después volvió
con el mismo resultado a la tentativa de trepar las tablas. Yo me fui a dormir
seguro. ¡Y al otro día, sin tener alas de pájaro ni patas de liebre, la tortuga
se había escapado y estaba en el río! ¿Cómo hizo? Cómo hizo para escaparse lo
sabes tú, Dios mío, yo no lo sé. Lo que yo sé es que aquí está en el suelo el
rastro de las zampas torpes en la tierra húmeda de lluvia, el rastrito de las
uñas chuecas que agarra derechito sin un solo sesgo la dirección del río.
Yo supongo que el animal testarudo
intentó uno o dos centenares de veces trepar la pared de tablas. Que en una de
esas afirmó en una irregularidad de la madera y se alzó unos centímetros. Que
se cayó. Que volvió a afirmarse y a caerse una punta de veces. Y que en otra de
esas, por otra casualidad, topó con las uñas otra cornisa más arriba, alcanzó
con la cabeza el borde y después con una zampa y luego con la otra se izó
torpemente, superó la barrera, se dejó caer al otro lado como un ladrillo, y
agarró al galope la dirección del agua, oliéndola como un perro huele la
querencia. Yo no sé. El caso es que milagro no ha sido y la tortuga ahora está
en el río.
Por lo tanto Dios
hombre que te hiciste carne siendo espiritual,
Yo te juro con todos los recursos de mi natura racional-animal,
Ya que patas de liebre no tengo y las alas quebradas me duelen tanto,
Yo te juro que yo me haré santo.
Que saldré algún día -no sé cómo- del cajón oprimente
En que doy vueltas en redondo y tropiezo continuamente
"Padre, propongo no hacerlo más", y mañana lo hago tranquilamente.
Pero setenta veces siete aunque tuviera que levantarme
Y aunque tuviera línea por línea milimétricamente que arrastrarme
Y yo sé que el diablo es fuerte, pero yo soy más terco y más cabezudo
Y yo sé que el diablo es diablo, pero la oración es mi escudo;
Y es malo, pero Tú sólo puedes sacar bien del mal
-Con tal que no me dejes nunca caer en pecado mortal-.
Yo te juro que saldré con tu gracia del cajón desesperadamente
Que andaré de las virtudes iluminativas el camino rampante
Y me hundiré en el río de la contemplación
Con una terca, de tortuga, tosca y humilde obstinación.
Yo te juro con todos los recursos de mi natura racional-animal,
Ya que patas de liebre no tengo y las alas quebradas me duelen tanto,
Yo te juro que yo me haré santo.
Que saldré algún día -no sé cómo- del cajón oprimente
En que doy vueltas en redondo y tropiezo continuamente
"Padre, propongo no hacerlo más", y mañana lo hago tranquilamente.
Pero setenta veces siete aunque tuviera que levantarme
Y aunque tuviera línea por línea milimétricamente que arrastrarme
Y yo sé que el diablo es fuerte, pero yo soy más terco y más cabezudo
Y yo sé que el diablo es diablo, pero la oración es mi escudo;
Y es malo, pero Tú sólo puedes sacar bien del mal
-Con tal que no me dejes nunca caer en pecado mortal-.
Yo te juro que saldré con tu gracia del cajón desesperadamente
Que andaré de las virtudes iluminativas el camino rampante
Y me hundiré en el río de la contemplación
Con una terca, de tortuga, tosca y humilde obstinación.
miércoles, 3 de octubre de 2018
El cicutal
Don Agapito Puentes vio una plantita de
Cicuta al lado de su maizal, y díjole: -No te doy un azadonazo porque tenés
florecitas blancas... y por no ir a traer la azada.
Otro día vio un Cardo y no lo cortó,
porque tenía una flor azul, y para que comiesen las semillas las Cabecitas
Negras. Medio poeta el viejo, cariñoso con las flores y los pájaros. Por un
cardo y una cicuta no se va a hundir la tierra.
Pasaron los dos meses en que el pobre
estuvo en cama con reuma, y cuando se levantó se arrancaba los pelos; había un
cicutal tupido hasta la puerta de su rancho todo salpicado de cardos, de no
arrancarse ni con arado; y su maíz, tan lindo y pujante, había desaparecido
casi. Entonces sí que había florecitas blancas.
-¡Hay que desarraigar el mal aunque
sea lindo, y cuanto más lindo sea, más pronto hay que dar la azadonada! -dijo
el viejo-. Velay, a mi edad, ya debía haberlo sabido.
Castellani.
martes, 2 de octubre de 2018
lunes, 1 de octubre de 2018
Monasterio...
¡Si hubieseis visto a María tal como la vimos los ángeles…! No me refiero solo al final de su vida, cuando fue llevada al Cielo en cuerpo y alma para ser coronada por Dios como Reina y Señora; pienso también, y sobre todo, en el comienzo, cuando El Señor la imaginó desde su eternidad y un día la puso en esta tierra como su regalo más precioso.
Nació María y no hubo ni habrá jamás criatura más bonita. Al contemplarla por primera vez, sus padres permanecieron embobados, sin poder apartar la mirada de aquellos ojos de color cielo en los que habrían querido sumergirse para siempre. Al fin, Joaquín se dirigió a su esposa:
—Supongo que todos los padres pensaran lo mismo de sus hijos, que no hay otro tan hermoso, ¿verdad?
—Sí, pero ellos se equivocan —contestó Ana—; nosotros no. Es imposible que exista en el mundo una niña como ésta.
Con el paso de los años, la "Llena de Gracia" creció en belleza y en sabiduría hasta deslumbrar a los propios ángeles. Sin embargo, los vecinos de Nazaret nunca fueron conscientes del milagro. Ellos veían en María a una chiquilla graciosa y simpática, pero nada más. Dios lo quiso así, y, para lograrlo, pidió a los tres ángeles custodios de la niña que la protegiéramos de miradas indiscretas nublando la vista de los que convivieran con ella. Nadie podría contemplar su inefable belleza hasta que llegara el momento.
En Nazaret vivía y trabajaba un muchacho tres años mayor que María. Se llamaba José y era un artesano muy hábil: lo mismo arreglaba el horno o el pozo, que fabricaba unos muebles para equipar la vivienda de unos recién casados.
Como Nazaret era una pequeña aldea, todos suponían que José estaba destinado a ser el esposo de María. Quién si no; pero ninguno de los dos parecía tener prisa. Hasta que una tarde…
María acababa de cumplir 14 años y había bajado al arroyo para hacer la colada. José regresaba de Séforis, la cercana capital de Galilea, donde solía trabajar a menudo. Al ver a su amiga, se acercó para echarle una mano. María, al percatarse, dijo:
—No es necesario, José; ya estoy terminando.
Los ojos azules de la Virgen se clavaron en los de José, y en ese momento, los ángeles devolvimos la vista al muchacho para que pudiera ver por primera vez el rostro adorable de su Reina tal como Dios la imaginó.
La impresión fue tan fuerte que José tropezó en un canto del arroyo y se dio un buen chapuzón.
—¡Cuánto lo siento! ¿Te has hecho daño? —preguntó la niña—.
Así comienza la historia. El final es bien conocido. María y José se desposaron poco después, y José ya no pudo ni quiso apartar de su corazón aquella mirada de su Señora.
Fue por mayo. Si este mes nos decidimos a mirar a María, "esos sus ojos misericordiosos" nos enamorarán como a José, y quizá sea el comienzo de una gran aventura.
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