Maestro de Celebraciones Litúrgicas Pontificias
PRIMERA
ESTACIÓN
La sentencia de
Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la multitud. La
condena a muerte por crucifixión debería haber satisfecho sus pasiones y ser la
respuesta al grito: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Mc 15,13-14, etc.). El
pretor romano pensó que podría eludir el dictar sentencia lavándose las manos,
como se había desentendido antes de las palabras de Cristo cuando éste
identificó su reino con la verdad, con el testimonio de la verdad (Jn 18,38).
En uno y otro caso Pilato buscaba conservar la independencia, mantenerse en
cierto modo «al margen». Pero eran sólo apariencias. La cruz a la que fue
condenado Jesús de Nazaret (Jn 19,16), así como su verdad del reino (Jn
18,36-37), debían afectar profundamente al alma del pretor romano. Esta fue y
es una realidad, frente a la cual no se puede permanecer indiferente o
mantenerse al margen.
El hecho de que
a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que por esto sea juzgado
por el hombre y condenado a muerte, constituye el principio del testimonio
final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn 3,16).
También
nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos es lícito
lavarnos las manos.
ACLAMACIONES
Jesús de
Nazaret, condenado a muerte en la cruz
testigo fiel del amor del Padre.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
testigo fiel del amor del Padre.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Jesús, Hijo de
Dios, obediente a la voluntad del Padre
hasta la muerte de cruz.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
hasta la muerte de cruz.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
SEGUNDA
ESTACIÓN
es decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado a
muerte, debe cargar con la cruz como los otros dos condenados que van a sufrir
la misma pena: «Fue contado entre los pecadores» (Is 53,12). Cristo se acerca a
la cruz con todo el cuerpo terriblemente magullado y desgarrado, con la sangre
que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas. «Ecce
Homo!» (Jn 19,5). En
Él se encierra toda la verdad del Hijo del hombre predicha por los profetas, la
verdad sobre el siervo de Yahvé anunciada por Isaías: «Fue traspasado por
nuestras iniquidades... y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5).
Está también
presente en Él una cierta consecuencia, que nos deja asombrados, de lo que el
hombre ha hecho con su Dios. Dice Pilato: «Ecce Homo!» (Jn 19,5): «¡Mirad lo que habéis hecho
de este hombre!» En esta afirmación parece oírse otra voz, como queriendo
decir: «¡Mirad en este hombre lo que habéis hecho con vuestro Dios!».
Resulta
conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que escuchamos a través
de la historia con lo que nos llega mediante el conocimiento de la fe. «Ecce
Homo!».
Jesús, «el
llamado Mesías» (Mt 27,17), carga la cruz sobre sus hombros (cf. Jn 19,17). Ha
empezado la ejecución.
ACLAMACIONES
Cristo, Hijo de
Dios,
que revelas al hombre el misterio del hombre.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
que revelas al hombre el misterio del hombre.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Jesús, Siervo
del Señor,
por tus llagas hemos sido curados.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
por tus llagas hemos sido curados.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
TERCERA
ESTACIÓN
Jesús cae bajo
la cruz. Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no recurre al
poder de los ángeles. «¿Crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi
disposición al punto más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,53). No lo pide.
Habiendo aceptado el cáliz de manos del Padre (Mc 14,36, etc.), quiere beberlo
hasta las heces. Esto es lo que quiere. Y por esto no piensa en ninguna fuerza
sobrehumana, aunque al instante podría disponer de ellas. Pueden sentirse
dolorosamente sorprendidos los que le habían visto cuando dominaba a las
humanas dolencias, a las mutilaciones, a las enfermedades, a la muerte misma.
¿Y ahora? ¿Está negando todo eso? Sin embargo, «nosotros esperábamos», dirán
unos días después los discípulos de Emaús (Lc 24,21). «Si eres el Hijo de
Dios...» (Mt 27,40), le provocarán los miembros del Sanedrín. «A otros salvó, a
sí mismo no puede salvarse» (Mc 15,31; Mt 27,42), gritará la gente.
Y él acepta
estas frases de provocación, que parecen anular todo el sentido de su misión,
de los sermones pronunciados, de los milagros realizados. Acepta todas estas
palabras, ha decidido no oponerse. Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar. Quiere
caer bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos detalles,
a esta afirmación: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (cf.
Mc 14,36, etc.).
Dios salvará a
la humanidad con las caídas de Cristo bajo la cruz.
ACLAMACIONES
Jesús, manso
cordero redentor,
que llevas sobre ti el pecado del mundo.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
que llevas sobre ti el pecado del mundo.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Jesús,
compañero nuestro en el tiempo de angustia,
solidario con la debilidad humana.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
solidario con la debilidad humana.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
CUARTA ESTACIÓN
La Madre. María
se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de él es también la
cruz de ella, la humillación de él es también la suya; el oprobio público de
Jesús es también el de ella. Es el orden humano de las cosas. Así deben
sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: «... y una espada
atravesará tu alma» (Lc 2,35). Las palabras pronunciadas cuando Jesús tenía
cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y
María avanza, traspasada por esta espada invisible, hacia el Calvario de su
Hijo, hacia su propio Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada
clavada en su corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre
Dolorosa!
«¡Oh tú, que
has padecido junto con él!», repiten los fieles, íntimamente convencidos de que
precisamente así debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este
dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin
embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra
«com-pasión». También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo
la unidad con el sufrimiento del Hijo.
ACLAMACIONES
Santa María,
madre y hermana nuestra en el camino de fe,
contigo invocamos a tu Hijo Jesús.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
contigo invocamos a tu Hijo Jesús.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Santa María,
intrépida en el camino del Calvario,
contigo suplicamos a tu Hijo Jesús.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
contigo suplicamos a tu Hijo Jesús.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
QUINTA ESTACIÓN
Simón de
Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15,21; Lc 23,26), ciertamente no
la quería llevar. Hubo que obligarlo. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo
peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder
aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que Juan, a quien, a
pesar de ser varón, no se le pide que lo ayude. Lo han llamado a él, a Simón de
Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio de san Marcos
(Mc 15,21). Lo han llamado, lo han obligado.
¿Cuánto duró
esta coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando muestras de que no tenía
nada que ver con el condenado, con su culpa, con su condena? ¿Cuánto tiempo
anduvo así, dividido interiormente, con una barrera de indiferencia entre él y
ese Hombre que sufría? «Estaba desnudo, tuve sed, estaba preso» (cf. Mt
25,35.36), llevaba la cruz... ¿La llevaste conmigo?... ¿La has llevado conmigo
verdaderamente hasta el final?
No se sabe. San
Marcos refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición
sostiene que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a san Pedro (cf.
Rm 16,13).
ACLAMACIONES
Cristo, buen
samaritano,
te has hecho prójimo del pobre, del enfermo, del último.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
te has hecho prójimo del pobre, del enfermo, del último.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
Cristo, siervo
del Eterno, consideras que se te hace a ti
todo gesto de amor al desterrado, al marginado y al extranjero.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
todo gesto de amor al desterrado, al marginado y al extranjero.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
SEXTA ESTACIÓN
La tradición
nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del Cireneo. Porque
lo cierto es que, aunque como mujer no cargara físicamente con la cruz y no se
la obligara a ello, llevó sin duda esta cruz con Jesús: la llevó como podía,
como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba su corazón:
limpiándole el rostro.
Este detalle,
referido por la tradición, parece fácil de explicar: en el lienzo con el que
secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto que estaba
todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar señales y perfiles.
Pero el sentido
de este hecho se puede interpretar también de otro modo, si se considera a la
luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos indudablemente los que
preguntarán: «Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?». Y Jesús responderá:
«Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo
hicisteis» (Mt 25,40). El Salvador, en efecto, imprime su imagen sobre todo
acto de caridad, como sobre el lienzo de la Verónica.
ACLAMACIONES
¡Oh rostro de
Cristo,
desfigurado por el dolor, esplendor de la gloria divina!
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
desfigurado por el dolor, esplendor de la gloria divina!
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
¡Oh rostro
santo,
impreso como un sello en cada gesto de amor!
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
impreso como un sello en cada gesto de amor!
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
SÉPTIMA
ESTACIÓN
«Yo soy un
gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo» (Sal
22,7): las palabras del salmista profeta encuentran su plena realización en
estas estrechas y arduas callejuelas de Jerusalén, durante las últimas horas
que preceden a la Pascua. Ya se sabe que estas horas, antes de la fiesta, son
extenuantes y las calles están llenas de gente. En este contexto se verifican
las palabras del salmista, aunque nadie piense en ellas. No paran mientes en
ellas, ciertamente, todos cuantos dan pruebas de desprecio, para los cuales
este Jesús de Nazaret que cae por segunda vez bajo la cruz se ha hecho objeto
de escarnio.
Y él lo quiere,
quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por el esfuerzo. Cae por
voluntad del Padre, voluntad expresada asimismo en las palabras del profeta.
Cae por propia voluntad, porque «¿cómo se cumplirían, si no, las Escrituras?»
(Mt 26,54): «Soy un gusano y no un hombre» (Sal 22,7); por tanto, ni siquiera «Ecce
Homo», «Aquí tenéis al hombre» (Jn 19,5); menos aún, peor todavía.
El gusano se
arrastra pegado a tierra; el hombre, en cambio, como rey de las criaturas,
camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el gusano, el
remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre. Remordimiento por esta
segunda caída.
ACLAMACIONES
Jesús de
Nazaret, convertido en infamia de los hombres,
para ennoblecer a todas las criaturas.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
para ennoblecer a todas las criaturas.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Jesús, servidor
de la vida,
abatido por los hombres, enaltecido por Dios.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
abatido por los hombres, enaltecido por Dios.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
OCTAVA ESTACIÓN
Es la llamada
al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del
mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: «No
lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc
23,28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su
raíz, a las causas, a la verdad de la conciencia hasta el fondo.
Esto es
justamente lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la cruz, que desde
siempre «conocía lo que había en el hombre» (Jn 2,25) y siempre lo conoce. Por
esto él debe ser en todo momento el testigo más cercano de nuestros actos y de
los juicios que sobre ellos hacemos en nuestra conciencia. Quizá nos haga
comprender incluso que estos juicios deben ser ponderados, razonables,
objetivos -dice: «No lloréis»-; pero, al mismo tiempo, ligados a todo cuanto
esta verdad contiene: nos lo advierte porque es Él el que lleva la cruz.
¡Señor, dame
saber vivir y caminar en la verdad!
ACLAMACIONES
Señor Jesús,
sabio y misericordioso,
Verdad que guía a la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Verdad que guía a la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Señor Jesús,
compasivo,
tu presencia alivia las lágrimas en la hora de la prueba.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
tu presencia alivia las lágrimas en la hora de la prueba.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
NOVENA ESTACIÓN
«Se humilló,
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). Cada
estación de este Vía Crucis es una piedra miliar de esa obediencia y ese
anonadamiento.
Captamos el
grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del Profeta: «Todos
nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yahvé
cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6).
Comprendemos el
grado de este anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la tercera,
bajo la cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace entre el polvo
del camino bajo la cruz, a los pies de gente hostil que no le ahorra
humillaciones y ultrajes...
¿Quién es el
que cae? ¿Quién es Jesucristo? «Quien, existiendo en forma de Dios, no reputó
como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de
siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se
humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
ACLAMACIONES
Cristo Jesús,
tú has saboreado la amargura de la tierra
para cambiar el gemido del dolor en canto de júbilo.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
tú has saboreado la amargura de la tierra
para cambiar el gemido del dolor en canto de júbilo.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
Cristo Jesús,
que te has humillado en la carne
para ennoblecer toda la creación.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
que te has humillado en la carne
para ennoblecer toda la creación.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
DÉCIMA ESTACIÓN
Cuando Jesús, despojado de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15,24, etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia atrás, al origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es todo él una llaga (cf. Is 52,14). El misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios toma cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1,23; Lc 1,26-38). El Hijo de Dios habla al Padre con las palabras del Salmista: «No te complaces tú en el sacrificio y la ofrenda..., pero me has preparado un cuerpo» (Sal 40,8.7; Hb 10,6.5). El cuerpo del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo expresa el amor al Padre: «Entonces dije: "¡Heme aquí que vengo!... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad"» (Sal 40,9; Hb 10,7). «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Este cuerpo desnudo cumple la voluntad del Hijo y la del Padre en cada llaga, en cada estremecimiento de dolor, en cada músculo desgarrado, en cada reguero de sangre que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los cardenales de cuello y espaldas, en el terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple la voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y tratado como objeto de suplicio, cuando encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad profanada.
El cuerpo del
hombre es profanado de diversas maneras.
En esta
estación debemos pensar en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón, en sus
ojos, entre sus manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración
plena.
ACLAMACIONES
Jesús, cuerpo
santo,
profanado aún en tus miembros vivos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
profanado aún en tus miembros vivos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Jesús, cuerpo
ofrecido por amor,
dividido aún en tus miembros.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
dividido aún en tus miembros.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
UNDÉCIMA
ESTACIÓN
«Han taladrado
mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos» (Sal 22,17-18). «Puedo
contar...»: ¡qué palabras proféticas! Sabemos que este cuerpo es un rescate. Un
gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los pies y cada hueso. Todo el
hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos, sistema nervioso, cada órgano,
cada célula; todo en máxima tensión. «Yo, si fuere levantado de la tierra,
atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). Palabras que expresan la plena realidad de la
crucifixión. Forma parte de ésta también la terrible tensión que penetra las
manos, los pies y todos los huesos: terrible tensión del cuerpo entero que,
clavado como un objeto a los maderos de la cruz, va a ser aniquilado, hasta el
fin, en las convulsiones de la muerte. Y en la misma realidad de la crucifixión
entra todo el mundo que Jesús quiere atraer a sí (cf. Jn 12,32). El mundo está
sometido a la gravitación del cuerpo que tiende por inercia hacia lo bajo.
Precisamente en
esta gravitación estriba la pasión del Crucificado. «Vosotros sois de abajo, yo
soy de arriba» (Jn 8,23). Sus palabras desde la cruz son: «Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
ACLAMACIONES
Cristo,
crucificado por el odio,
trasformado por el amor en signo de contradicción y de paz.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
trasformado por el amor en signo de contradicción y de paz.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
Cristo, con tu
sangre derramada en la cruz,
has rescatado al hombre, al mundo y al cosmos.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
has rescatado al hombre, al mundo y al cosmos.
R/. Christe, eleison. Cristo, ten piedad.
DUODÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús clavado
en la cruz, inmovilizado en esta terrible posición, invoca, al Padre (cf. Mc
15,34; Mt 27,46; Lc 23,46). Todas las invocaciones atestiguan que él es uno con
el Padre. «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30); «El que me ha visto a
mí ha visto al Padre» (Jn 14,9); «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso
obro yo también» (Jn 5,17).
He aquí el más
alto, el más sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí: en unión, en la
más profunda unión, justamente cuando grita: Eloí, Eloí, lama sabachtani?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Este obrar se expresa con la verticalidad
del cuerpo que pende del madero perpendicular de la cruz, con la horizontalidad
de los brazos extendidos a lo largo del madero transversal. El hombre que mira
estos brazos puede pensar que con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.
Abrazan.
He aquí el
hombre. He aquí a Dios mismo. «En él.... vivimos, nos movemos y existimos» (Hch
17,28). En él: en estos brazos extendidos a lo largo del madero transversal de
la cruz.
El misterio de
la Redención.
ACLAMACIONES
Hijo de Dios,
acuérdate de nosotros
en la hora suprema de la muerte.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
en la hora suprema de la muerte.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Hijo del Padre,
acuérdate de nosotros
y renueva con tu Espíritu la faz de la tierra.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
y renueva con tu Espíritu la faz de la tierra.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
DECIMOTERCERA
ESTACIÓN
En el momento
en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en brazos de la Madre,
vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió el saludo del ángel
Gabriel: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre
Jesús... Y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... y su reino no
tendrá fin» (Lc 1,31-33). María sólo dijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc
1,38), como si desde el principio hubiera querido expresar cuanto estaba
viviendo en este momento.
En el misterio
de la Redención se entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios mismo, y «el
pago» del corazón humano. En este misterio somos enriquecidos con un Don de lo
alto (St 1,17) y al mismo tiempo somos comprados con el rescate del Hijo de
Dios (cf. 1 Co 6,20; 7,23; Hch 20,28). Y María, que fue más enriquecida que
nadie con estos dones, es también la que paga más. Con su corazón.
A este misterio
está unida la maravillosa promesa formulada por Simeón cuando la presentación
de Jesús en el templo: «Una espada atravesará tu alma para que se descubran los
pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35).
También esto se
cumple. ¡Cuántos corazones humanos se abren ante el corazón de esta Madre que
tanto ha pagado!
Y Jesús está de
nuevo todo él en sus brazos, como lo estaba en el portal de Belén (cf. Lc
2,16), durante la huida a Egipto (cf. Mt 2,14), en Nazaret (cf. Lc 2,39-40). La
Piedad.
ACLAMACIONES
Santa María,
Madre de la inmensa piedad,
contigo abrimos los brazos a la Vida
y suplicantes imploramos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
contigo abrimos los brazos a la Vida
y suplicantes imploramos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Santa María,
Madre y cooperadora del Redentor,
en comunión contigo acogemos a Cristo
y llenos de esperanza invocamos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
en comunión contigo acogemos a Cristo
y llenos de esperanza invocamos.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN
Desde el
momento en que el hombre, a causa del pecado, se alejó del árbol de la vida
(cf. Gn 3), la tierra se convirtió en un cementerio. Tantos sepulcros como
hombres. Un gran planeta de tumbas.
En las
cercanías del Calvario había una tumba que pertenecía a José de Arimatea (cf.
Mt 27,60). En este sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron el
cuerpo de Jesús una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15,42-46, etc. ). Lo
depositaron apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta
de Pascua (cf. Jn 19,31), que empezaba en el crepúsculo.
Entre todas las
tumbas esparcidas por los continentes de nuestro planeta, hay una en la que el
Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la muerte. O
mors!, ero mors tua!: «¡Oh
muerte, yo seré tu muerte!» (1ª antif. Vísperas del Sábado Santo). El árbol de
la vida, del que el hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado nuevamente
a los hombres en el cuerpo de Cristo. «Si alguno come de este pan, vivirá para
siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6,51).
Aunque se
multipliquen siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio
en el que el hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gn 3,19), todos los
hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la
Resurrección.
ACLAMACIONES
Señor Jesús,
resurrección nuestra,
en el sepulcro nuevo destruyes la muerte y das la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
en el sepulcro nuevo destruyes la muerte y das la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
Señor Jesús,
esperanza nuestra,
tu cuerpo crucificado y resucitado
es el nuevo árbol de la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
tu cuerpo crucificado y resucitado
es el nuevo árbol de la vida.
R/. Kyrie, eleison. Señor, ten piedad.
JUAN PABLO II. Palabras al final del Vía Crucis
Ecce lignum
crucis, in quo salus mundi pependit... Venite adoremus: «Mirad el árbol
de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo... Venid a adorarlo».
Hemos escuchado
estas palabras en la liturgia de hoy: «Mirad el árbol de la cruz...». Son las
palabras clave del Viernes santo.
Ayer, en el
primer día del Triduo sacro, el Jueves santo, escuchamos: Hoc
est corpus meum, quod pro vobis tradetur: «Esto es mi cuerpo, que será entregado
por vosotros».
Hoy vemos cómo
se han realizado esas palabras de ayer, Jueves santo: he aquí el Gólgota, he
aquí el cuerpo de Cristo en la cruz. Ecce lignum crucis, in quo
salus mundi pependit.
¡Misterio de la
fe! El hombre no podía imaginar este misterio, esta realidad. Sólo Dios la
podía revelar. El hombre no tiene la posibilidad de dar la vida después de la
muerte. La muerte de la muerte. En el orden humano, la muerte es la última
palabra. La palabra que viene después, la palabra de la Resurrección, es una
palabra exclusiva de Dios y por eso celebramos con gran fervor este Triduo
sacro.
Hoy oramos a
Cristo bajado de la cruz y sepultado. Se ha sellado su sepulcro. Y mañana, en
todo el mundo, en todo el cosmos, en todos nosotros, reinará un profundo
silencio. Silencio de espera.
Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit. Este árbol de la muerte, el
árbol en el que murió el Hijo de Dios, abre el camino al día siguiente: jueves,
viernes, sábado, domingo. El domingo será Pascua. Y escucharemos las palabras
de la liturgia. Hoy hemos escuchado: «Ecce
lignum crucis, in quo salus mundi pependit». Salus mundi!, ¡la
salvación del mundo! ¡En la cruz! Y pasado mañana cantaremos: «Surrexit
de sepulcro... qui pro nobis pependit in ligno». He aquí la
profundidad, la sencillez divina, de este Triduo pascual.
Ojalá que todos
vivamos este Triduo lo más profundamente posible. Como cada año, nos
encontramos aquí, en el Coliseo. Es un símbolo. Este Coliseo es un símbolo. Nos
habla sobre todo de los tiempos pasados, de aquel gran imperio romano, que se
desplomó. Nos habla de los mártires cristianos que aquí dieron testimonio con
su vida y con su muerte. Es difícil encontrar otro lugar donde el misterio de
la cruz hable de un modo más elocuente que aquí, ante este Coliseo. «Ecce
lignum crucis, in quo salus mundi pependit». Salus mundi!
A todos
vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, os deseo que viváis este Triduo sacro
-Jueves, Viernes, Sábado santo, Vigilia pascual, y luego la Pascua- cada vez
con más profundidad, y también que lo testimoniéis.
¡Alabado sea
Jesucristo!
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