El pecado
AA.VV., en KITTEL, amartía,
I,267-339/I,715-910; adikía, I,150-163/I,401440; anomía,
IV,1077-1080/VII,1401-1408; AA.VV., El misterio del pecado y del
perdón, Santander, Sal Terræ 1972; AA.VV., Peccato e santità,
Roma, Teresianum 1979; F. Bourassa, Le peché, offense de Dieu,
«Gregorianum» 49 (1968) 563-574; M. García Cordero, Noción y
problemática del pecado en el AT, «Salmanticensis» 17 (1970) 3-55; S. De
Guigui, Il peccato personale e i peccato del mondo, «Rivista di
Teologia Morale» 7 (1975) 49-82; I. Hausherr, Penthos; la doctrine de
la componction dans l’Orient chrétien, Roma 1944, Orientalia Christiana
Analecta 132; J. Pegon, componction, DSp II (1953) 1312-1321; M.
Sánchez, Sobre la división del pecado, «Studium» 14 (1974) 119-130;
+2 (1970) 347-356; C. V. Truhlar, Imperfezione positiva e carità,
«Rivista di ascetica e mística» 6 (1961) 87-114; B. Zomparelli, imperfection
morale, DSp 7 (1970) 1625-1630.
Véase también Juan
Pablo II, exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia (2-XII-1984):
DP 1984, 335; catequesis sobre el pecado, VIII-XII-1986.
El pecado en el Antiguo
Testamento
El conocimiento de Dios y el
conocimiento del pecado van unidos.
Aquellas oscuras religiones que apenas sabían de un Dios personal y que tampoco
conocían la condición libre del hombre, consideraban el pecado como infracción
de un tabú, como impureza ritual, como algo quizá involuntario, como una
quiebra social por la que los dioses debían ser aplacados. Es la luz de la
revelación bíblica la que suscita en Israel un conocimiento profundo al mismo
tiempo de la santidad de Dios y del pecado del hombre.
Ya en el Génesis (2,17-3,24), el
pecado primero se muestra en Adán y Eva como desobediencia al mandato de
Dios, como orgullosa voluntad de autonomía ante el Creador: ellos quieren «ser
como Dios», y así caen bajo el influjo maléfico del Demonio. La naturaleza
misma del pecado aparece clara en este relato primitivo, y también sus
terribles consecuencias: Adán y Eva, que eran amigos de Dios, ahora «se
esconden» de él, avergonzados y temerosos. El hombre culpa a la mujer
-desolidarizándose de ella-, y la mujer culpa al Diablo. Arrojados del paraíso,
ya no tienen acceso al árbol de la vida, se ven en la aflicción y el trabajo
penoso, y conocen el tenebroso rostro de la muerte. Eso es el pecado.
Más tarde, la misma historia
de Israel va a ocasionar la revelación del pecado, de un pecado que la
Biblia siempre contempla en el marco luminoso de la misericordia del Señor. El
pueblo elegido no es un pueblo inocente y virtuoso. Aunque fue sacado de la
abyecta idolatría (Jos 24,2. 14; Ez 20,7. 18), y constituído por Dios como
«hijo primogénito» (Ex 4,22), multiplicó una y otra vez sus rebeldías contra su
Salvador (Dt 9,7). La historia de Israel, siempre considerada en relación a
Yavé, es una sucesión de infidelidades, ingratitudes, ofensas contra Dios...
Israel en el
desierto no se fía del Señor, y cae en la infidelidad. Tras salir de
Egipto, pasada la primera euforia, murmura una y otra vez contra Yavé (Ex
16,2-12; 17,7). Añora las carnes, melones, cebollas y alimentos de Egipto, se
queja del maná, que no le sabe a nada (Núm 11,4-6), y llega a ser para Moisés
un pueblo «insoportable» (11,14; +Ex 17,4).
Los pecados
abren entre Yavé y su pueblo un abismo de separación (Is 59, 2; Jer
2,13). En esa separación hay rebeldía, un intento miserable de sacudirse
el yugo bendito de Yavé, y hay también mentira, falsedad y engaño. El
Señor se lamenta de ello: «¡Ay de ellos, por haberse apartado de mí!;
¡desgraciados! por rebelarse contra mí. Yo los salvaba y ellos me mentían» (Os
7,13; Sal 2,3).
El pecado de
Israel es siempre una abominable ingratitud. Los judíos son «hijos
desnaturalizados, que se han apartado de Yavé, que han renegado del Santo
de Israel, y le han vuelto las espaldas» (Is 1,4). Más aún, el pecado es un
terrible adulterio: Israel, la mujer miserable y deshonrada, la que fue
purificada y adornada por Yavé, la que él tomó como esposa, se prostituye
después indecentemente con el primero que pasa (Ez 16). Los judíos se hacen
siervos del «espíritu de fornicación, desconocen a Yavé, traicionan a Yavé,
engendrando hijos extraños» (Os 5,4.7); «han preferido la ignominia a la gloria
de Yavé» (4,18). Y el Señor se lo echa en cara: «como la infiel a su marido,
así has sido tú infiel a mi, Casa de Israel» (Jer 3,20).
Es patente que nunca en la
Biblia se muestra el pecado como si sólo fuera el quebrantamiento moral de unas
normas éticas anónimas. Muy al contrario, en la revelación bíblica el pecado
es siempre una ofensa contra Dios. El nos dio sus mandamientos con tanto
amor, «para que fuéramos felices siempre» (Dt 6,24), y nosotros, rechazando sus
preceptos, le rechazamos a él miserablemente. Contra Dios es nuestro pecado:
«Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,6). Y
no es que nuestro pecado, al ofender a Dios, logre dañarle. Como Santo Tomás
explica, «Dios no es ofendido por nosotros sino en cuanto [pecando] obramos
contra nuestro propio bien» (Summa C. Gentes III,122). Los hombres
«perjuran, mienten, matan, roban, adulteran, oprimen, homicidios sobre
homicidios» (Os 4,2), y esto ofende a Dios porque daña al hombre, que es Su
amado. Los mismos pecados de blasfemia o idolatría, más directamente contrarios
a Dios, ofenden al Señor en cuanto destrozan al hombre mismo. Y Así dice Yavé,
«para irritarme hacen libaciones a dioses extranjeros. ¿Es a mí a quien
irritan? ¿No es más bien para su daño?» (Jer 7,18-19).
Por eso, si el pecado fue
apartarse de Dios, la conversión será volver al Señor, reintegrarse a su
amor, a la unión con él. El alma adúltera del pecador se dice a sí misma: «Voy
a volverme con mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora», y el
Dios-Esposo la recibe dulcemente: «Seré tu esposo para siempre, y te desposaré
conmigo en justicia y derecho, en amor y en compasión» (Os 2,9. 21).
El pecado en el Nuevo
Testamento
La Ley antigua no fue capaz de
salvar a los judíos del pecado.
«El precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Por eso ya el
Antiguo Testamento anuncia un Salvador que «justificará a muchos y cargará con
sus culpas» (Is 53,11). Y este Salvador es Jesucristo, que «se manifestó
para destruir el pecado, y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él
no peca» (1 Jn 3,5-6). El fue enviado por el Padre para «llamar a los
pecadores» (Mc 2,17), «para quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29).
El pecado había hecho de
nosotros «hijos rebeldes», «hijos de ira» (Ef 2,2-3), «enemigos de Dios» (Rm
5,10; 8,7), esclavos de nuestro mal corazón (1,24. 28), más aún, esclavos del
Demonio (Jn 8,34; 1 Jn 3,8). El pecado se había adueñado de todo el hombre,
mente, voluntad, sentimientos, cuerpo, palabras y obras (Rm 7,15-24), y de
todos los hombres: «todos pecaron y todos están privados de la
presencia de Dios» (3,23).
¿Cómo pudo Dios permitir una
tragedia tal? Dios permitió el pecado de Adán y su descendencia «porque»
había decidido salvar a los hombres por Cristo. Si el Señor permitió que en
torno a Adán se formara una tenebrosa solidaridad en el pecado, fue porque
había decidido que en torno a Cristo, segundo Adán, surgiera una luminosa
solidaridad en la gracia. «Si por el pecado de uno solo [Adán] reinó la muerte,
mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia
reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Por eso la
Iglesia, en el pregón de la noche pascual, canta llena de gozo: «¡Feliz la
culpa que mereció tal Redentor!». Feliz el hombre, pues «donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).
El doble
abismo, la Miseria del hombre pecador y la Misericordia divina
salvadora, se ve simbolizado en la parábola del hijo pródigo (Lc
15,11-32; +Juan Pablo II, enc. Dives in Misericordia 30-XI-1980,
5-6). El
pecador es el hijo que busca ser feliz lejos del Padre, como no-hijo, y termina
en la abyección, fuera de Israel, hambriento, cuidando cerdos -animal impuro
para los judíos-. En este sentido, Antiguo y Nuevo Testamento coinciden al
manifestar la naturaleza del pecado. Lo que trae de nuevo de este evangelio es
la revelación suprema de la misericordia del Padre hacia su hijo, el hombre
pecador. Lo nuevo es esa misericordia divina revelada en Jesucristo (Jn 3,16;
Rm 5,8; 8,35-39; Tit 3,4). Y lo nuevo es que el retorno a la casa del Padre se
hace por Cristo («yo soy el Camino; nadie viene al Padre sino por mí», Jn 14,6;
«yo soy la Puerta; el que entrare por mí se salvará», 10,9).
Naturaleza del pecado
El pecado es separarse de Dios,
alejarse de él, más o menos.
Es buscar el bien propio al margen de Dios, contra él. Es por tanto, renegar de
la condición de hijos suyos. Este misterio de horror se da en cualquier pecado.
Por ejemplo, una mujer casada siente que en su situación no es feliz, no se
realiza; y llega un momento en que se junta con otro hombre en adulterio,
porque trata de realizarse y ser feliz... alejándose de Dios. La fornicación no
es lo peor en esta situación de pecado; lo peor es que esa persona trata de
vivir, intenta realizarse, ganar realidad, separándose de Dios: ése es el
corazón mismo del pecado. Por eso dice Santo Tomás: «El pecado mortal implica
dos cosas: separación de Dios y dedicación al bien creado; pero la separación
de Dios (aversio a Deo) es el elemento formal, y la dedicación (conversio
ad creaturam) es el material» (STh III,86, 4 ad 1m).
El pecado es rechazar un don de
Dios, y de este modo rechazarle a él.
Puesto que en Dios «vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28), de él
vienen a nosotros constantemente impulsos de naturaleza y de gracia: «Todo buen
regalo, todo don perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces»
(Sant 1,17). Pues bien, siempre que pecamos, rechazamos en mayor o menor medida
estos dones de Dios. El pecado será mortal si el don rechazado es
necesario para vivir con Dios; será, en cambio, venial si el don
rechazado es conveniente, pero no estrictamente necesario para vivir en unión
con él. Volviendo al anterior ejemplo: Dios quería conceder a aquella esposa la
gracia de permanecer fiel a su marido, participando de la cruz de Cristo; pero
ella, entregándose al adulterio, no ha querido recibir esa gracia, ha rechazado
el don de Dios.
El pecado es siempre un acto
humano, que
implica por tanto conocimiento suficiente de la malicia del acto
(advertencia) y que exige consentimiento libre de la voluntad -al menos
indirecto, pues el que quiere la causa, directa o indirectamente quiere el
efecto previsible- (deliberación). Sin plena advertencia y deliberación, no
puede haber pecado mortal, aunque la materia del acto sea grave. Es evidente
que quien comete algo malo sin conocimiento y sin voluntad libre, comete sólo
un pecado material, inculpable, que no es pecado formal. Hay, por
otra parte, pecados positivos de comisión, o negativos por omisión
de actos debidos. Hay pecados externos, y otros que son internos,
que sólamente se dan en la mente y el corazón. Hay, en fin, pecado original,
propio de la naturaleza humana, y personal, actualmente imputable a la
persona.
((Los
errores sobre el pecado son innumerables. Hay ignorantes o escrupulosos que
estiman posible el pecado sin advertencia («he pecado haciendo tal cosa
sin saber que estaba prohibida»); o que creen posible el pecado sin
deliberación voluntaria («me obligaron a beber, y por más que me resistí,
me emborraché»). Pero quizá el error más común es el pecado sin referencia a
Dios, es decir, el pecado entendido como una falla personal que
humilla la soberbia («no supe dominarme, y bebí hasta perder la conciencia»), o
como un fracaso social que hiere la vanidad («todos me vieron borracho
perdido»). Para otros que tienen un hondo sentido estético moral, el pecado es
simplemente algo feo, degradante («estuve borracho, grité a la gente,
rompí cosas: fue algo horrible»). El pecado, sin duda, es falla personal,
fracaso social y algo muy feo; y así entendido, puede producir gran dolor y
también lágrimas -que serán, por cierto, muy amargas-. Pero el pecado es algo
mucho más serio que todo eso: es ofensa de Dios, separación de él, rechazo de
sus dones. Sólo si el pecador entiende y vive así su pecado, podrá llegar al
verdadero arrepentimiento.))
Universalidad del pecado
«Todos, judíos y gentiles,
nos hallamos bajo el pecado», dice el Apóstol; por tanto, «que todo el
mundo se confiese culpable ante Dios» (Rm 3,9. 19). «Si dijéramos que no
tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en
nosotros»; más aún, «dejaríamos a Dios por mentiroso» (1 Jn 1,8-10). Esta es la
verdad: «Todos se extravían igualmente obstinados, no hay uno que obre bien, ni
uno solo» (Sal 13,3). Cualquiera de nosotros puede hacer suya la confesión de
San Pablo: «No sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo
que detesto, eso hago... Es el pecado que habita en mí» (Rm 7,15-24).
((Algunos, con
presunta bonachonería, afirman que el hombre en el fondo es bueno, pero
olvidan que también en el fondo es malo. «Vosotros sois malos», dice Jesús
(Mt 12,34; Lc 11,13). El bien, ciertamente, es más connatural al hombre que el
mal; pero no se debe ignorar que en el hombre adámico hay una inclinación al
error y al mal tan persistente que no puede ser corregida sin la gracia de
Cristo.
Algunos quieren
ignorar que el hombre pecador es un enfermo gravísimo, condenado a muerte,
y que morirá, ciertamente, si no hace penitencia (Lc 13,3.5). Es como si
dijeran: «No estamos tan graves, no necesitamos medicinas y regímenes severos
de vida, podemos hacer de todo y vivir sin tantos cuidados, como viven todos».
Se tiende a trivializar el verdadero mal del hombre, el pecado, empleando otras
palabras más tranquilizadoras: «enfermedades de la conducta», «actitudes
inadaptadas», «trastornos conductuales»... Si el pecado del hombre no es más
que eso, con un poco más que progrese la medicina psicológica y la terapia
sociológica se verá ya el hombre libre de sus males... Esta actitud relaja por
completo la vigorosa ascética que el Evangelio propone, y hace también
que el apostolado hacia los otros hombres cese o se debilite
grandemente.))
Los tratados de gracia, como el
de M. Flick - Z. Alszeghy, sintetizan la fe en breves tesis: «El hombre, en
estado de pecado, no puede cumplir, sin la gracia, los preceptos de la
ley natural, ni siquiera según las exigencias de la ética natural, durante un
período largo de tiempo». El hombre «no ha perdido la libertad, ni es capaz tan
sólo de cometer pecados; puede, con sus solas fuerzas naturales,
realizar algunos actos moralmente buenos». Por otra parte, «la gracia
es absolutamente necesaria para todo acto saludable [meritorio de vida
eterna]; incluso para el comienzo de la justificación» (El Evangelio de la
gracia, Salamanca, Sígueme 1967, 814). El hombre, pues, es un enfermo tan
grave que no puede curarse a sí mismo de su mortal enfermedad. Necesita
absolutamente la gracia divina. Bien claro lo dice Jesús: «Sin mí no podéis
hacer nada» (Jn 15,5).
Conviene en todo esto recordar
que no existe un orden natural cerrado en sí mismo, aunque por
abstracción de la realidad actual podamos extraer su concepto. Existe un
orden sobrenatural que incluye el natural, lo cual es muy distinto. Por eso
precisamente no puede la naturaleza alcanzar una perfección puramente natural,
pues si la lograra, sería con el auxilio de la gracia, y tendría entonces
calidad sobrenatural. En otras palabras: Hoy los hombres o están en gracia
de Dios o están en pecado mortal. O crecen como hijos de Dios o se van
desarrollando como monstruos, es decir, en formas contrarias a su vocación.
((Hay, sin
embargo, cristianos que, dejando a un lado la fe, piensan y dicen que puede
ser bueno el hombre que niega a Dios. Se trata de un optimismo ingenuo, más
derivado de Rousseau que de Pelagio: «Yo conozco ateos que son buenísimas
personas»... Tres respuestas hay para esta objeción implícita a la doctrina de
la gracia:
1ª.-«Muchos
actos parecen buenos y son malos». Concretamente, todas las obras que -más o
menos conscientemente- no están finalizadas en Dios son obras malas -más o
menos-, pues se finalizan en criaturas, en valores creados: autocomplacencia,
ganar dinero o prestigio, evitarse líos, tener comodidad, solidaridad, afán de
perfección, etc. Puede decirse que la moral de quien no cree en Dios es muy poco
de fiar, sobre todo ante las grandes pruebas de la vida, cuando la virtud, para
poder afirmarse, necesita ser heroica. No puede haber una moral absoluta
en quien sólo cree en valores creaturales, limitados y relativos.
2ª.-«Muchos que
se dicen ateos no lo son realmente». Les falta una idea de Dios
suficientemente aceptable, pero en sus conciencias hay una tendencia, una
adhesión a veces heroica, a un Absoluto misterioso, al que sirven sinceramente,
y que es Dios, aunque ellos ignoren su nombre, o incluso lo nieguen con
ignorancia invencible (+ Rm 2,14-15).
3ª.-«No puede
ser muy bueno quien niega a Dios, pues esta negación es el mayor pecado
posible». Cuando alguien dice: «Qué bueno es Fulano; lástima que sea ateo», eso
viene a sonar como si dijera «Qué bueno es Mengano; lástima que asesine tanto».
Incredulidad y homicidio son objetivamente dos crímenes enormes; mayor
la incredulidad, por supuesto. Otra cosa es que, en las personas concretas,
tales crímenes puedan tener una responsabilidad subjetiva muy pequeña, o
incluso nula, por ignorancia invencible. Enseña Santo Tomás que «todo pecado
consiste formalmente en la aversión a Dios, y tanto mayor será un pecado cuanto
más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad [no creer en
Dios] es lo que más aleja de Dios, porque priva hasta de su verdadero
conocimiento -y el conocimiento falso de Dios no acerca, sino que aleja más al
hombre de él-. En consecuencia, es manifesto que el pecado de infidelidad es el
mayor de cuantos pervierten la vida moral» (STh II-II,10,3). Y quien
nada oyó de la fe -dice el mismo Doctor- está excusado del pecado de
infidelidad, pero no de los demás pecados (Ad Romanos 10,3).
Aún hemos de
señalar otro error, el de quienes dicen: «El pecador no suele conocer la
maldad de su pecado; y por tanto apenas es culpable». Es verdad que en la
cruz dijo Jesús: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Pero también dijo en otra ocasión: «Todo el que obra el mal odia la luz y no
viene a la luz, para que no se manifiesten sus obras; en cambio el que realiza
la verdad viene a la luz, para que se manifieste que sus obras están hechas en
Dios» (Jn 3,20-21). Es decir, el hombre bueno busca la luz, se acerca a ella,
la encuentra: cree en Dios («Dios es la luz», 1 Jn 1,5), acepta sus mandatos, y
distingue así el bien del mal. En cambio, el hombre malo, bajo el influjo del
padre de la mentira (Jn 8,44), puede llegar a una oscuridad tal que confunda en
ella el mal y el bien -creyendo, por ejemplo, que «el aborto puede ser una obra
de caridad»-. N es posible, sin embargo, caer en ese abismo de tinieblas -Dios
no lo permite- sin que los hombres hayan traicionado antes su conciencia grave
y reiteradamente. Es así como ahora «su mente y su conciencia están
contaminadas» (Tit 1,15): perdieron la buena conciencia y naufragaron en la fe
(1 Tim 1,19), no supieron «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura»
(3,9); enfermados sus ojos, el cuerpo entero quedó en ellos tenebroso (Mt
6,23); y es que «amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3,21). «¡Ay de los
que al mal llaman bien y al bien mal!» (Is 5,20).))
Pecado mortal y pecado venial
Juan Pablo II, en la Reconciliatio
et pænitentia (nº 17), expone los fundamentos bíblicos y doctrinales de
la distinción existente entre pecados mortales, que llevan a la muerte (1
Jn 5,16; Rm 1,32), pues quienes los cometen no poseerán el reino de Dios (1 Cor
6,10; Gál 5,21), y pecados veniales, leves o cotidianos (Sant
3,2), que ofenden a Dios, pero que no separan de él. Esta es, en efecto, la
doctrina tradicional, que Santo Tomás enseña (STh I-II,72,5) y que el
concilio de Trento propone (Dz 1573, 1575, 1577).
El pecado mortal es algo tan terrible, produce
consecuencias tan espantosas, que no puede producirse a no ser que se den estas
tres condiciones: materia grave, o al menos apreciada subjetivamente
como tal; plena advertencia, es decir, conocimiento suficiente de la
malicia del acto; y perfecto consentimiento de la voluntad. Un solo
acto, si reune tales condiciones, puede verdaderamente separar de Dios, es
decir, puede causar la muerte del pecador. En este sentido, dice Juan Pablo II
que se debe «evitar reducir el pecado mortal a un acto de «opción fundamental»
-como hoy se suele decir- contra Dios, entendiendo con ello un desprecio
explícito y formal de Dios o del prójimo» (Reconciliatio 17). La maldad
del pecado mortal consiste en que rechaza un gran don de Dios, una gracia que
era necesaria para la vida sobrenatural; mata, por tanto, ésta; separa
totalmente al hombre de Dios, de su amistad vivificante; desvía gravemente al
hombre de su fin, Dios, orientándole hacia bienes creados.
El pecado venial rechaza un don menor de Dios,
algo no imprescindible para mantenerse en vida sobrenatural; no produce muerte,
sino enfermedad y debilitamiento; no separa al hombre de Dios completamente, no
excluye de su gracia y amistad (Trento 1551, Errores Bayo 1567:
Dz 1680, 1920); no desvía al hombre totalmente de su fin, sino que implica un
culpable rodeo en el camino hacia él. Un pecado puede ser venial (de venia,
perdón, venial, perdonable) por la misma levedad de la materia, o bien
por la imperfección del acto, cuando la advertencia o la deliberación no fueron
perfectos.
Conviene recordar, sin embargo,
que no siempre el pecado venial es sinónimo de pecado leve, apenas culpable,
sin importancia. Así como la enfermedad admite una amplia gama de gravedades
diversas, teniendo al límite la muerte, de modo semejante el pecado venial
puede ser leve o grave, casi mortal.
Juan Pablo II,
en el lugar citado, recuerda que «el pecado grave se identifica prácticamente,
en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal».
Sin embargo, ya se comprende que también el pecado venial puede tener
modalidades realmente graves. Cayetano usa la calificación de «gravia peccata
venialia», y Francisco de Vitoria, con otros, usa expresiones equivalentes
(Sánchez 120-123). Pero, como es lógico, son particularmente los autores
espirituales los que más insisten en la posible gravedad de ciertos pecados
veniales. Así Santa Teresa: «Pecado por chico que sea, que se entiende muy
de advertencia que se hace, Dios nos libre de él. Yo no sé cómo tenemos
tanto atrevimiento como es ir contra un tan gran Señor, aunque sea en muy poca
cosa, cuanto más que no hay poco siendo contra una tan gran Majestad, viendo
que nos está mirando. Que esto me parece a mí que es pecado sobrepensado,
como quien dijera: «Señor, aunque os pese, haré esto; que ya veo que lo véis y
sé que no lo queréis y lo entiendo, pero quiero yo más seguir mi antojo
que vuestra voluntad». Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me
lo parece, sino mucho y muy mucho» (Camino Perf. 71,3). La
reincidencia desvergonzada agrava aún más la culpa: «que si ponemos un
arbolillo y cada día le regamos, se hará tan grande que para arrancarle después
es menester pala y azadón; así me parece es hacer cada día una falta -por
pequeña que sea- si no nos enmendamos de ella» (Medit.Cantares 2,20).
Por otra parte, grandes
autores nos hablan de las imperfecciones, junto a los pecados mortales y veniales
(San Juan de la Cruz, 1 Subida 9,7; 11,2). La imperfección suele
definirse como «la deliberada omisión de un bien mejor». Pudiendo hacer un bien
mayor, se elige hacer un bien menor. ¿Realmente es pecado? Algunos piensan que
la imperfección es una obra buena, aunque no perfecta. Otros -y nosotros con
ellos- que es un pecado venial, aunque sea muy leve.
No creemos que
existan actos humanos moralmente indiferentes (decimos actos humanos,
por tanto conscientes y deliberados). Podrá haber actos del hombre
(andar, comer, escribir) indiferentes por su especie, es decir, considerados en
abstracto. Pero considerados en concreto, en la acción individual, tales actos
serán buenos o malos, según la moralidad derivada de las circunstancias y del
fin del agente (STh I-II,18,9). Ahora bien, si no hay actos morales
indiferentes, no hay imperfecciones: los actos humanos o son buenos o son malos
-mortal o venialmente pecaminosos-. Así pues, «la imperfección moral es pecado
venial» (Zomparelli 1628).
Dejemos a un
lado en esto si tal cosa es de precepto o consejo, bien en sí mayor o menor,
etc., y veamos la cuestión sencillamente: Siempre que el hombre rechaza la
íntima moción de la gracia de Dios, peca -mortal o venialmente-; trátese de
precepto, consejo, bien mayor o menor. Si, por ejemplo, una persona tiene
conciencia de que Dios quiere darle su gracia para que vaya a misa diariamente,
si no va y se aplica a otra obra buena (trabajar, estudiar, lo que sea), eso no
es simplemente una imperfección: eso es un pecado venial -pues el don rechazado
no es vital, sino sólo conveniente y precioso-.
Evaluación subjetiva del pecado
concreto
La división teórica de la
gravedad de los distintos pecados es relativamente sencilla, pero a la hora de
evaluar en concreto la gravedad de ciertos pecados cometidos, surgen a veces en
las conciencias problemas no pequeños. Señalemos, pues, algunos criterios en
orden al discernimiento.
1.-Aunque somos personas
humanas, hacemos pocos «actos humanos», si entendemos por éstos los que
proceden de advertencia y libertad. Los hombres espirituales tienen una
vida muy consciente y deliberada, pero son pocos. La mayoría de los hombres son
carnales, y el sector consciente y libre de sus vidas es bastante
reducido. En gran medida, muchas veces, «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; +Rm
7,15). Más aún, los que pecan mucho -antes lo veíamos- ponen sus almas tan
oscuras, que acaban confundiendo vicio y virtud, mal y bien. Todos, más o
menos, sufrimos estas oscuridades, y todos hemos de decir ante el Señor: «¿Quién
conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta» (Sal 18,13).
Ahora bien, si en aquello que
en nuestra conciencia hay de consciente y libre nos empeñamos sinceramente en
no ofender a Dios, llegaremos a no ofenderle tampoco en aquellas cosas de las
que hoy apenas somos conscientes. Es decir, la reducción de los pecados
formales, amplía e ilumina cada vez más nuestra conciencia, y nos va librando
incluso de aquellos que llamamos pecados materiales, que no son
realmente culpables, pues falta en ellos conocimiento o voluntariedad.
2.-La gravedad o levedad de
un pecado concreto ha de ser juzgada según el pensamiento de la fe, esto
es, a la luz de la sagrada Escritura y de la enseñanza de la Iglesia; y no
según el temperamento personal o el ambiente en que se vive. De otro modo, los
errores en la evaluación pueden ser enormes.
((Las
personas juzgan frecuentemente la gravedad de un pecado según su
temperamento y modo de ser. Tal caballero antiguo no hace casi problema de
conciencia si comete adulterio o mata a otro en un duelo de pura vanidad, pero
si dijera una mentira grave sentiría terriblemente manchado su honor y su
conciencia. Esta señora rezadora es incapaz de faltar contra la castidad en los
más mínimo, pero maltrata a su empleada, y no ve en ello nada de malo; ve en
ello, más bien, una muestra noble de energía y autoridad.
Influye también
mucho el ambiente,
el mismo medio eclesial concreto. Faltas, por ejemplo, contra la abstinencia
penitencial que son muy tenidas en cuenta en tal época o Iglesia particular, en
otro tiempo y lugar apenas se consideran. Se dan, pues, en esto errores de
época, graves errores colectivos, de los cuales, por supuesto, no se
libran los cristianos carnales de nuestro tiempo.))
3.-A todo pecado, sea mortal
o venial, hay que dar mucha importancia. El dolor por la culpa ha de ser
siempre máximo, y en este sentido no tiene mayor interés llegar a saber si ésta
fue mortal o venial, venial leve o grave. Por lo demás, insistimos en que un
pecado, aunque no sea mortal, puede ser muy grave. En pecados, por ejemplo,
contra la caridad al prójimo, desde una antipatía apenas consentida, pasando
por murmuraciones y juicios temerarios, hasta llegar al insulto, a la calumnia
o al homicidio, hay una escala muy amplia, en la que no se puede señalar
fácilmente cuándo un pecado deja de ser venial para hacerse mortal.
4.-EI pecado de los
cristianos tiene una gravedad especial. «Si pecamos voluntariamente después
de haber recibido el conocimiento de la verdad» ¿qué castigo mereceremos? Si
era condenado a muerte el que violaba la ley de Moisés, «¿de qué castigo más
severo pensáis que será juzgado digno el que haya pisoteado al Hijo de Dios, y
haya profanado la sangre de su Alianza, en la que fue santificado, y haya
ultrajado al Espíritu de la gracia?» (Heb 10,26. 29). A éstos «más les valía no
haber conocido el camino de la justificación, que, después de haberlo conocido,
echarse atrás del santo mandamiento que se les ha transmitido. Les ha pasado lo
del acertado proverbio: «El perro ha vuelto a su propio vómito», y «el cerdo,
recién lavado, se revuelca en el lodo»» (2 Pe 2,21-22).
5.-El cristiano que
habitualmente vive en gracia de Dios, en la duda, debe presumir que su pecado
no fue mortal. Y la presunción será tanto más firme cuanto más intensa sea
su vida espiritual. Recordemos que gracia, virtudes y dones son hábitos
sobrenaturales infundidos por Dios en el hombre. Y el hábito es «qualitas
difficile mobilis», que implica permanencia y estabilidad, como dice Santo
Tomás (STh I-II, 49,2 ad 3m). La gracia da al hombre una habitual
inclinación al bien, así como una habitual tendencia a evitar el pecado (De
veritate 24,13). Tanto la vida en pecado como la vida en gracia poseen
estabilidad, y la persona no pasa de un estado al otro con facilidad y
frecuencia. Por eso aquellos buenos cristianos que con excesiva facilidad
piensan que su pecado fue mortal suelen estar equivocados, quizá recibieron una
mala formación, o son escrupulosos.
Tengamos en cuenta sobre todo
que cuando el Señor agarra al hombre fuertemente por su gracia, no consiente
tan fácilmente que por el pecado mortal se le escape. Como dice Jesús, «lo que
me dio mi Padre es mejor que todo, y nadie podrá arrancar nada de la mano de mi
Padre» (Jn 10,29). Y San Pablo: «¿Quién podrá arrancarnos al amor de Cristo?...
[Nada] podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm
8,35.39).))
6.-No conviene cavilar en
exceso tratando de evaluar exactamente la gravedad de un pecado. Lo que hay
que hacer es arrepentirse de él con todo el corazón.
((Los que
atormentan su alma intentando evaluar su culpa, dándole vueltas y más
vueltas, no sacan nada en limpio. Muchas veces son escrupulosos. Imaginemos que
un niño, desobedeciendo a su madre, ha dado un portazo -por prisa, por mal
genio, por negligencia, por lo que sea-. Triste sería que luego el niño,
arrugado en un rincón, se viera corroído por interminables dudas: «¿Fue un
portazo muy fuerte? No tanto. ¿Quizá trato de quitarme culpa? Muy suave no fue,
ciertamente. ¿Pero hasta qué punto me di cuenta de lo que hacía?» etc, etc,
etc. Poco tiene eso que ver con la sencillez de los hijos de Dios, que viven
apoyados siempre en el amor del «Padre de las misericordias y Dios de todo
consuelo» (2 Cor 1,3). En no pocos casos, estas cavilaciones morbosas proceden
en el fondo de un insano deseo de controlar humanamente la vida de la
gracia y cada una de sus vicisitudes. Pero muchas veces la evaluación del
pecado concreto es moralmente imposible: «Ni a mí mismo me juzgo -decía
S.Pablo-. Quien me juzga es el Señor» (1 Cor 4,3-4).))
Efectos del pecado
El pecado original produjo en el hombre y en el
mundo terribles consecuencias, efectos que se ven actualizados en cierta medida
por todos los pecados personales posteriores. El pecado, enseña Trento, deja al
hombre sujeto al Demonio y enemigo de Dios; «toda la persona de Adán fue mudada
en peor, según cuerpo y alma» (Dz 1511; +Orange II: Dz 371, 400). La
creación entera se hizo hostil al hombre, por cuyo pecado fue «maldita la
tierra» (Gén 3,17), y quedó sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm
8,21).
El pecado mortal separa al hombre de Dios, lo
arranca del Cuerpo místico de Cristo, y desnudándole del hábito resplandeciente
de la gracia, profana el Templo vivo de Dios. Por él se pierden todos los
méritos adquiridos por las buenas obras -aunque la vuelta a la gracia puede
hacerlos revivir (STh 111,89,5)-. El pecador, sujeto a Satanás, se hace
merecedor de la condenación eterna. «Cayó la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de
nosotros, que pecamos!» (Lam 5,16)...
El pecado aniquila
de algún modo la persona humana, al separarla de Dios, al romper en
ella la imagen de Dios. San Agustín dice que «el que va por el camino contrario
a Aquél que verdaderamente es, camina hacia el no-ser» (ML 36,431). El
Señor le dice a Santa Catalina de Siena: «El que está en el amor propio de sí
mismo, está solo, ya que está separado de mi gracia y de la caridad de su
prójimo; estando privado de mí por su pecado, se convierte en nada,
porque sólo yo soy el que soy» (Diálogo II,4,3). Y la misma santa
escribía: «La criatura se convierte en lo que ama: si yo amo el pecado, el
pecado es nada, y he aquí que me convierto en nada» (Lettere, Florencia,
Giunti 1940, I,105-106).
El pecado, con
inexorabilidad ontológica, aplasta al hombre, lo atormenta, enferma y mata,
al separarle de Dios, que es su vida. Con razón llora el salmista: «No tienen
descanso mis huesos, a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas; mis llagas están podridas y supuran por
causa de mi insensatez; voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío,
tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne, estoy agotado,
deshecho del todo» (Sal 37,4-9).
La condición
monstruosa del pecador
ha sido vista por los santos con gran lucidez. Santa Teresa escribe: «No
hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que [el pecador] no lo
esté mucho más... Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar». Todo el
hombre se ve profundamente trastornado: «¡Qué turbados quedan los sentidos! Y
las potencias ¡con qué ceguera, con qué mal gobierno!... Oí una vez a un hombre
espiritual que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado
mortal, sino de lo que no hacía» (1 Morada 2,1-5).
El pecado venial no mata al hombre, pero le
debilita y enferma; le aleja un tanto de Dios, aunque no llega a separarle de
él. Las funestas consecuencias de los pecados veniales podrían resumirse en
estas cuatro 1.-Refuerzan la inclinación al mal, dificultando así el ejercicio
de aquellas virtudes que, con los actos buenos e intensos, debieran haberse
acrecentado. 2.-Predisponen al pecado mortal, como la enfermedad a la muerte,
pues «el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho» (Lc 16,10).
3.-Nos privan de muchas gracias actuales que hubiéramos recibido en conexión
con aquellas gracias actuales que por el pecado venial rechazamos. Uno, por
ejemplo, rechazando por pereza la gracia de asistir a un retiro, se ve privado
quizá de un encuentro que hubiera sido decisivo para su vida. Los pecados
veniales no hacen perder la gracia de Dios, pero desbaratan muchas gracias
actuales de gran valor. 4.-Impiden así que las virtudes se vean perfeccionadas
por los dones del Espíritu Santo.
El padre
Lallement (+1635) decía: «Es extraño ver a tantos religiosos» que no llegan a
la perfección evangélica «después de haber permanecido en estado de gracia
cuarenta o cincuenta años», con misa y oración diarias, ejercicios piadosos,
etc. «No hay por qué extrañarse, pues los pecados veniales que continuamente cometen
tienen como atados los dones del Espíritu Santo; de modo que no es raro que se
vean en ellos sus efectos... Si estos religiosos se dedicasen a purificar su
corazón [de tantos pecados veniales], el fervor de la caridad crecería en ellos
cada vez más, y los dones del Espíritu Santo resplandecerían en toda su
conducta; pero jamás se los verá manifestarse mucho en ellos, viviendo como
viven, sin recogimiento y sin atención al interior, dejándose llevar por sus
inclinaciones, descuidando las cosas pequeñas y evitando únicamente los pecados
más graves» (Doctrina espiritual 4 pº,3,2).
Nótese, por otra parte, que en
todo pecado mortal o venial hay culpa, que atrae sobre el pecador una pena
eterna y una pena temporal. El perdón de Dios quita del pecador la culpa y
la pena eterna; pero queda en el pecador, como consecuencia de su pecado, la
pena temporal, cuya importancia no debe ser ignorada. En efecto, la pena
temporal consiste ante todo en el debilitamiento para el bien y el
reforzamiento de la inclinación al mal, y trae consigo muchos sufrimientos.
¿Nos damos
cuenta del daño que los mismos pecados veniales hacen en nosotros y en los
prójimos, tanto en lo espiritual como en lo material? Un hombre, con su
frivolidad, puede perjudicar gravemente a una muchacha, y ésta puede sufrir
graves daños por su curiosidad o su ligereza. Una mujer, con su desorden, su
impuntualidad o su charlatanería, puede llevar a su marido al borde de la
desesperación. Un jefe de taller o de oficina, con sus manías, puede hacer que
el trabajo sea para sus subordinados un verdadero purgatorio. Un negocio,
levantado con grandes sacrificios familiares, puede ser arruinado por las
pequeñas negligencias de un tarambana. El mal genio ocasional de un cura puede
alejar de la Iglesia a una persona de poca fe. Un joven, que por vanidad,
conduce su moto con imprudencia, puede matar a un niño... Sí, las culpas pueden
ser leves, pero los males por ellos causados pueden ser muy grandes. Es decir,
la gravedad de los pequeños pecados puede ser apreciada por la
importancia de los males que a veces producen. Y aún son más terribles, por
supuesto, los daños causados por los pecados mortales.
Por eso, como veremos en el
próximo capítulo, es muy grande la importancia de un arrepentimiento intenso,
pues cuanto más profunda es la contrición por el pecado, más concede Dios la
reducción o incluso la anulación de la pena temporal. La contrición, con la
gracia de Dios, puede y debe aniquilar (conterere, triturar, despedazar)
en el corazón la culpa, la pena eterna, y también la pena temporal. Por eso la
compunción, es decir, la actualización frecuente del arrepentimiento, y la
reiteración del sacramento de la penitencia tienen tanta importancia para el
crecimiento espiritual.
Por otra parte, no debemos
ignorar ni olvidar las consecuencias del pecado en la otra vida, aunque
la misericordia de Dios nos libre del infierno. Recordemos que en el
purgatorio (purificatorio) han de expiarse todas las penas temporales no
redimidas en esta vida, sean debidas a pecados mortales ya perdonados, o
derivadas de pecados veniales, perdonados o no antes de la muerte. En fin, ya
vemos que las consecuencias del pecado llegan incluso al cielo, aunque sólo sea
en forma negativa. La glorificación de Dios, la bienaventuranza del justo, y su
poder de intercesión en favor de los hombres, tendrán un grado correspondiente
al grado de crecimiento en la gracia alcanzado en este vida. Pero los pecados,
también los veniales, si no fueron seguidos de una penitencia suficientemente
profunda, frenan el crecimiento en la gracia, y producen así en la persona
disminuciones cuyas consecuencias pueden ser eternas.
Pruebas y tentaciones
Pruebas (tentatio probationis).
-Como las virtudes crecen por actos intensos, y como la persona no suele
hacerlos como no se vea apremiada por la situación, por eso Dios permite en su
providencia ciertas pruebas que aprietan al hombre -enfermedades, éxitos,
desengaños, etc.-, dando su gracia para que sea ocasión provechosa la
dificultad que ha permitido (Rm 8,28). Con ocasión de una prueba, una persona
enferma, por ejemplo, puede crecer en paciencia y esperanza más en un mes de
enfermedad que en diez años de salud.
Dios nos pone a
prueba para acrisolar nuestro corazón (Dt 13,3; Prov 17, 3; 1 Pe 4,12-13). Y
con la prueba, da su gracia: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados
sobre vuestras fuerzas, sino que dispondrá con la tentación el modo de poderla
resistir con éxito» (1 Cor 10,13). Por eso, «tened por sumo gozo veros rodeados
de diversas tentaciones, considerando que la prueba de vuestra fe engendra
paciencia» (Sant 1,2-3). Y merece el premio prometido: «Bienaventurado el varón
que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida que
Dios prometió a los que le aman» (1,12). En este sentido, toda la vida del
hombre es una prueba que debe conducirle al cielo.
Tentaciones (tentatio seductionis).
-Por la misma razón, Dios permite que el hombre sufra tentaciones, estos es,
inducciones al mal que proceden del Demonio, del mundo y de la propia carne.
Estos son los tres enemigos, según enseña Jesús, que hostilizan al hombre. En
la parábola del sembrador, por ejemplo, el Maestro señala la acción del Demonio:
«Viene el Maligno y le arrebata lo que se habla sembrado en su corazón». Alude
a la carne: «No tiene raíces en sí mismo, sino que es voluble»; y es que
«el espíritu está pronto, pero la carne es flaca». Indica también el influjo
del mundo: «Los cuidados del siglo y la seducción de las riquezas» (Mt
13,1-8. 18-23; 26,41). Los cristianos, como dice el concilio de Trento, estamos
en «lucha con la carne, con el mundo y con el diablo» (Dz 1541). En tres
capítulos analizaremos después la lucha contra estos tres enemigos.
Pues bien, conocemos
perfectamente el proceso de la tentación, pues desde el principio de la
revelación la Biblia nos describe sus fases, ya tipificadas en el pecado de
nuestros primeros padres (Gén 3,1-13):
La tentación
parte de Demonio,
y se inicia como una sugestión primera, aparentemente inocua («la
serpiente, el más astuto de los animales», pregunta a la mujer: «¿Cómo es que
Dios os ha dicho «No comáis de ninguno de los árboles del jardín»?»). Tal
sugestión, envenenada por la mentira, debe ser desechada al instante. Pero el
pecado entra en diálogo, también inocente en apariencia, con la
tentación: sólo se trata de dejar la verdad en su sitio (Eva respondió:
«Podemos comer del fruto de los árboles del jardín, pero del fruto del árbol
que está en el medio del jardín, ha dicho Dios «No comáis de él, ni lo toquéis,
bajo pena de muerte»»). Viene entonces ya la tentación descarada y
punzante («No, no moriréis. Es que Dios sabe que el día que de él comáis se os
abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»). He
aquí la fascinación de la felicidad, de la autonomía, en una independencia
gozosa (la mujer vio «que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista
y excelente para lograr sabiduría»). Es el momento terrible y misterioso del
consentimiento del mal, de la desobediencia (Eva «tomó de su fruto y
comió»). Pero en seguida, tras el pecado, viene el escándalo,
inexorablemente, como la sombra sigue al cuerpo, surgiendo así una nefasta
solidaridad en el mal («y dio también a su marido, que igualmente comió»). Así
se llega a la vergüenza inherente al pecado («entonces se les abrieron
los ojos y se dieron cuenta que estaban desnudos», desnudos ante todo del hábito
de la gracia divina; y «el hombre y la mujer se escondieron de Yavé Dios por
entre los árboles del jardín»). Así los hombres se separan de Dios. Y esa
separación entraña la des-solidarización entre ellos mismos, las
acusaciones y las excusas («la mujer que me diste por compañera me dio de él y
comí», «la serpiente me engañó y comí»). Esta es la sutil gradualidad de la
tentación: el hombre puede hundirse en la muerte del pecado con extrema
suavidad.
La lucha contra las tentaciones
La vida del hombre sobre la
tierra es milicia
(Job 7,1). El cristiano, como «buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3), ha de
librar «el buen combate» (1 Tim 1,18).
Los enemigos son, como ya vimos, el
Demonio, la carne y el mundo.
O como dice San Juan: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y
orgullo de la vida» (1 Jn 2,16). Evagrio Póntico señala ocho principales
pensamientos malos (logismoi), gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira,
acedía, vanagloria y soberbia (Practicós 6-33; De octo spiritibus
malitiæ: MG 79,1145-1164). Y su enseñanza se hace clásica. También Santo
Tomás la acepta, con alguna variante: son siete los pecados o vicios capitales
-soberbia o vana gloria, envidia, ira, avaricia, lujuria, gula y pereza o
acedía (STh I-II,84)-. Estos pecados son como principios o cabezas de
todos los demás («capitale a capite dicitur», 84,3). La avaricia (avidez
desordenada de riquezas) y la soberbia (afán desordenado de la propia excelencia)
son especialmente peligrosos: la avaricia es raíz de todo pecado (1 Tim 6,10;
I-II,84,1), y la soberbia está al inicio de todo pecado (84,2).
Las actitudes del cristiano en su lucha
contra el pecado
están igualmente bien definidas. Ante todo la confianza en la gracia de
Cristo Salvador: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). Fuera
todo temor desordenado, aunque haya que atravesar un valle de tinieblas (Sal
22,4). Fuera todo temor, pues Cristo nos asiste, y además, como dice San
Agustín, «necesitamos» las tentaciones, «ya que nuestro progreso se realiza
precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es
tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido,
ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones» (CCL 39,766).
Y con la confianza, la humildad,
pues Dios «resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (Sant
4,6; 1 Pe 5,5). Nadie se fíe de su propia fuerza, y «el que cree estar de pie,
mire no caiga» (1 Cor 10,12). A veces Dios permite que un defecto -el mal
genio, por ejemplo- humille a un cristiano muchos años, por más que haga para
superarlo. Y sólo cuando el cristiano, reconociendo su impotencia, llega a la
perfecta humildad, es entonces cuando Dios le da su gracia para superar ese
pecado con toda facilidad. Ya no hay peligro de que el cristiano considere esa
gracia, no como un don, sino como fruto de sus propias fuerzas.
((Los
soberbios se exponen, sin causa, a ocasiones próximas de pecado, y caen en
él: «El que ama el peligro caerá en él» (Sir 3,27). Para excusar su pecado se
reconocen débiles («es que no puedo evitarlo», «con ese ambiente es
imposible»), pero para adentrarse en la situación pecaminosa se creen fuertes
(«todo es puro para los puros», Tit 1,15; «a mí esas cosas no me hacen daño»).
¿En qué quedamos? Algunos, incluso, parecen sentirse autorizados por su propia
vocación secular para someterse a la tentación («todos van, yo no quiero ser
raro, ni tengo vocación de monje»), a una tentación en la que con frecuencia
sucumben. Es como si se creyeran autorizados para pecar. Al fondo de
todo esto, obviamente, está «el padre de la mentira» (Jn 8,44).))
Las armas principales del cristiano en
la lucha contra la tentación
son aquellas que le hacen participar de la fuerza de Cristo Salvador: Palabra
divina, sacramentos y sacramentales, oración y ascesis. Como Jesús venció la
tentación en el desierto (Mt 4,1-11), así hemos de vencerla nosotros. La oración
y el ayuno (Mc 9,29), y sobre todo la Palabra, nos harán
poderosos en Cristo para confundir y ahuyentar al Demonio, que como león
rugiente busca a quién devorar (1 Pe 5,8-9).
«Reforzáos en
el Señor y en el vigor de su fuerza. Revestíos la armadura de Dios para
que podáis resistir a las maniobras del diablo: pues vuestra lucha no es contra
sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los
Dueños mundanales de las tinieblas de este siglo, contra los espíritus del mal
que hay en los espacios cósmicos. Por eso, tomad la armadura de Dios, para que podáis
resistir en el día malo y manteneros en pie después de realizarlo todo. Estad,
pues, alerta, ceñida la cintura con la verdad, revestidos con la coraza de la
justicia, y con los pies calzados de celo para anunciar el evangelio de la paz;
embrazando en todo momento el escudo de la fe, con que podáis hacer inútiles
las encendidas flechas del Malo. Tomad el casco de la salvación, y la espada
del Espíritu, que es la palabra de Dios, con toda oración y súplica, rezando en
toda ocasión con el Espíritu, y para ello velando con toda perseverancia y
súplica por todos los santos» (Ef 6,10-18).
((Muy
equivocados van quienes pretenden vencer la tentación apoyándose sobre todo
en medios naturales -métodos, técnicas de concentración y relajación,
regímenes dietéticos, dinámicas de grupo, etc.-. Todo eso es bueno y tiene
cierta eficacia benéfica. Pero quienes ahí quieren hacer fuerza parecen olvidar
que «el pecado mora en nosotros», que «no hay en nosotros, esto es, en nuestra
carne, cosa buena» (Rm 7,17-18), y, sobre todo, que no es tanto nuestra lucha
contra la carne, sino contra los espíritus del mal (Ef 6,12). Son como niños
que salieran a enfrentar la artillería enemiga armados con un palito. No; los
cristianos, «aunque vivimos, ciertamente, en la carne, no combatimos según la
carne; porque las armas de nuestra lucha no son carnales, sino poderosas por
Dios para derribar fortalezas» (2 Cor 10,3-4).))
Las tácticas convenientes para vencer las
tentaciones
también nos han sido reveladas. La tentación hay que combatirla desde el
principio, desde que se insinúa. Hay que apagar inmediatamente la chispa,
antes de que haga un incendio. Hay que aplastar la cabeza de la Serpiente
tentadora en cuanto asoma, en seguida, sin entrar en diálogo, sin darle ninguna
opción. Por otra parte, la tentación debe ser vencida o por las buenas
(«si tu ojo es puro, tu cuerpo entero estará iluminado», Mt 6,22) o bien por
las malas («si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti», 5,29),
sin temor alguno a las medidas radicales -cambiar de domicilio, dejar de ver a
alguien, renunciar a un ascenso-, y sin dramatizar los despojamientos que
fueran precisos, que siempre serán una nada. Por último, otra táctica
importante es manifestar al director espiritual los propios combates,
con toda humildad.
Hablando de los
antiguos monjes, decía Casiano: «Se enseña a los principiantes a no esconder,
por falsa vergüenza, ninguno de los pensamientos que les roen el corazón, sino
a manifestarlos al anciano [maestro espiritual] desde su mismo nacimiento; y, para
juzgar esos pensamientos, se les enseña a no fiarse de su propia opinión
personal, sino a creer malo o bueno lo que el anciano, después de examinarlo,
declarare como tal. De este modo el astuto enemigo ya no puede embaucar al
principiante aprovechándose de su inexperiencia e ignorancia» (Instituta
4,9).
((Algunos, como
Lutero y Bayo (Dz 1950) confunden concupiscencia y pecado, sin saber que
no hay pecado en sentir la inclinación al mal, sino en consentir en ella.
Otros, al verse tentados, ceden la voluntad, alegando su debilidad
congénita o que «todos lo hacen». Pero es mayor la corrupción de quienes, ante
la tentación, ceden también el intelecto, viendo lo malo como bueno (2
Tim 3,1-9; 4,3-4; Tit 1,10-16). Otros, en actitud que recuerda el luteranismo primitivo
o el quietismo, creen que no se debe resistir activamente contra la
tentación (Errores Molinos 1687: Dz 2237s). Y no faltan quienes
consideran el pecado como una experiencia enriquecedora. Sin el pecado,
no podría llegar a conocerse bien la misericordia de Dios. Además, toda
experiencia, incluso la culpable, implicaría una dilatación positiva de la
personalidad. Según esto, la personalidad de los santos conversos sería más
rica que la de los santos que mantuvieron la inocencia. Prolongando esta línea,
se llegaría a pensar que las personalidades de Jesús o de María, al no haber conocido
el pecado, serían en algo incompletas. Gran error: nadie conoce el pecado tanto
como los santos. Los pecadores, conocen algo de él, en la medida en que se
convierten y se alejan de él; pero en la medida en que pecan, son los que menos
saben del pecado: «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; +Rm 7,15; 1 Tim 1,13).))
Fase purificativa: no pecar
La vida cristiana pasa por
fases sucesivas, bien caracterizadas. Pues bien, como enseña Santo Tomás
siguiendo la tradición de los maestros espirituales, «en el primer grado
[purificación] la dedicación fundamental del hombre es la de apartarse del
pecado y resistir sus concupiscencias, que se mueven contra la caridad.
Este grado corresponde a los principiantes, en los que la caridad ha de ser
alimentada y fomentada para que no se corrompa. En el segundo grado [iluminación],
el adelantado ha de procurar crecer en el bien, aumentando y
fortaleciendo la caridad. En el tercer grado [unión], el perfecto ha de unirse
plenamente a Dios y gozar de él, y ahí se consuma la caridad. Sucede
aquí como en el movimiento físico: lo primero es salir del término
original; lo segundo es acercarse al otro término; y lo tercero es
descansar en la meta pretendida» (STh II-II,24,9). Salir de Egipto
(pecado), atravesar el Desierto (penitencia), y llegar a la Tierra Prometida
(santidad).
Según esto, el principiante
ha de vencer el pecado mortal, el adelantado centra su lucha contra el
pecado venial, y el perfecto llega a una relativa impecabilidad (+San
Ignacio, los grados de humildad, Ejercicios 164-167).
Lo primero de todo es la
victoria sobre el pecado.
Esto antes que nada. Sería, pues, un grave error no enfrentar el tema
seriamente en el trato espiritual con el cristiano principiante. Sería
igualmente una insensatez, mientras ande enredado en pecados, impulsarle con
insistencia a la acción apostólica, en la que sólo podrá tener frustraciones.
Pero veamos, con ayuda de San Juan de la Cruz (1 Subida 11)
algunos aspectos de esta victoria progresiva sobre el pecado.
1.-Tendencias naturales. La perfecta unión con Dios es
imposible mientras tendencias voluntarias se opongan más o menos a la
gracia. Pero esa unión con Dios no se ve imposibilitada porque todavía ciertas
desordenadas inclinaciones naturales subsistan en sus primeros
movimientos, siempre que no sean consentidas y hechas así voluntarias.
«Los apetitos
naturales [desordenados: deseos de saber, de ser feliz, de no
enfermarse, de tener compañía, etc.] poco a nada impiden para la unión del alma
[con Dios] cuando no son consentidos; ni pasan de primeros movimientos todos
aquellos en que la voluntad racional ni antes ni después tuvo parte. Porque
quitar éstos -que es mortificación del todo en esta vida- es imposible, y éstos
no impiden de manera que no se pueda llegar a la divina unión, aunque del todo
no estén mortificados, porque bien los puede tener el natural, y estar el alma
según el espíritu racional [y la voluntad] muy libre de ellos» (1 Subida
11,2). Eso sí, al serles negada la complicidad de la voluntad, irán
desapareciendo con el tiempo, sanados por la gracia de Cristo. Por eso, si una
tendencia natural desordenada (por ejemplo, una antipatía hacia alguien que nos
dañó gravemente) no va desapareciendo, si perdura obstinadamente, es clara
señal de que tal sentimiento halla un consentimiento mayor o menor en la
voluntad. Pero, por el contrario, mientras subsiste, si tiene la voluntad en
contra, no es señal de pecado, sino sólo de inmadurez espiritual.
2.-Tendencias voluntarias. Estas, si son desordenadas,
son las que frenan la obra de la santificación e impiden la unión plena con
Dios, por mínimas que sean.
«Todos los apetitos
voluntarios [desordenados], ahora sean de pecado mortal, que son los más
graves, ahora de pecado venial, que son menos graves, ahora sean sólamente de
imperfecciones, que son los menores, todos se han de vaciar y de todos ha de
carecer el alma para venir a esta total unión con Dios, por mínimos que sean. Y
la razón es porque el estado de esta divina unión consiste en tener el alma
según la voluntad con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que
no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por
todo su movimiento sea voluntad sólamente de Dios; pues si esta alma quisiere
alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad con Dios,
pues el alma tenía voluntad de lo que no la tenía Dios; luego claro está que,
para venir el alma a unirse a Dios perfectamente por amor y voluntad, ha de carecer
primero de todo apetito [desordenado] de voluntad por mínimo que sea, esto es,
que advertida y conocidamente no consienta con la voluntad en
imperfección, y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en
advirtiendo» (1 Subida 11,2-3).
Nótese la
última observación. La santidad se ve impedida por el pecado que era conocido
(a veces una persona, por ejemplo, habla demasiado, pero no se da cuenta) y que
era evitable (o quizá se da cuenta, pero no puede evitarlo). «Digo
conocidamente, porque sin advertirlo o conocerlo, o sin
estar en su mano [evitarlo], bien caerá en imperfecciones y pecados
veniales y en los apetitos naturales que hemos dicho; porque de estos tales
pecados no tan voluntarios y subrepticios [ocultos] está escrito que «el justo
caerá siete veces en el día y se levantará» (Prov 24,16)» (1 Subida
11,3).
3.-Pecados actuales y
habituales. A
veces un cristiano incurre en actos malos, aunque está en lucha para
matar el hábito malo del cual proceden. Es comprensible. Lo más grave y
alarmante es que todavía tenga hábitos malos no mortificados, es decir,
consentidos en cuanto hábitos. Es cosa evidente que quien incurre en pecados
habituales y deliberados, aunque sean muy leves, no puede ir adelante en la
perfección.
Tratándose de
personas con vida espiritual no suele ser cuestión de graves pecados, sin más
bien de pequeños apegos. Concretamente, «estas imperfecciones son: como una
común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba
de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, habitación, tal
manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las
cosas, saber y oir, y otras semejantes». Como se ve, cosas nimias; pero
«cualquiera de estas imperfecciones en que el alma tenga asimiento y hábito
hace tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud que, si cayese cada
día en otras muchas imperfecciones y pecados veniales sueltos, que no
proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le
impedirá tanto cuanto tener el alma asimiento en alguna cosa, porque, en tanto
que le tuviera, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección, aunque
la imperfección sea muy mínima. Porque lo mismo me da que un ave esté asida a
un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se
estará a él como al grueso en tanto que no lo quebrare para volar. Verdad es
que el delgado es más fácil de quebrar, pero, por fácil que sea, si no le
quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que,
aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión» (1
Subida 11,4).
Adviértase, sin
embargo, que la mera reiteración de un pecado no arguye necesariamente
que haya en la persona hábito consentido en cuanto tal. Una persona,
siempre la misma, viviendo en las mismas circunstancias, es previsible que
incurra más o menos en los mismos pecados, aunque esté en lucha sincera contra
ellos, y no esté por tanto asida a su mal hábito.
4.-No adelantar, es retroceder. Éste es un axioma repetido por
los maestros espirituales. Si un cristiano no adelanta, es esto signo claro de
que está limitando de un modo consciente, voluntario y habitual su entrega a
Dios. No quiere amar a Dios con todo el corazón. Le ofrece su vida, pero como
una hostia mellada, no circular. Guarda escondida en su mano una monedita, muy
poca cosa, pero que se la reserva, sin querer darla al Señor. Las consecuencias
de esto son desastrosas.
«Es lástima de
ver algunas almas como unas ricas naves cargadas de riquezas y obras y ejercicios
espirituales y virtudes y gracias que Dios les hace [nótese que es gente, según
suele decirse, «muy buena»], y que por no tener ánimo para acabar con algún
gustillo o asimiento o afición -que todo es uno-, nunca van adelante, ni llegan
al puerto de la perfección... Harto es de dolerse que les haya hecho Dios
quebrar otros cordeles más gruesos de aficiones de pecados y vanidades y, por
no desasirse de una niñería que les dijo Dios que venciesen por amor de El, que
no es más que un hilo y que un pelo, dejen de ir a tanto bien. Y lo peor es que
no sólamente no van adelante, sino que por aquel asimiento vuelven atrás,
perdiendo lo que en tanto tiempo con tanto trabajo han caminado y ganado;
porque ya se sabe que en este camino el no ir adelante es volver atrás, y el no
ir ganando es ir perdiendo... El que no tiene cuidado de remediar el vaso, por
un pequeño resquicio que tenga basta para que se venga a derramar todo el licor
que está dentro. Y así, una imperfección basta para traer otras, y éstas otras;
y así casi nunca se verá un alma que sea negligente en vencer un apetito, que
no tenga otros muchos que salen de la misma flaqueza e imperfección que tiene
en aquél, y así siempre van cayendo. Y ya hemos visto muchas personas a quien
Dios hacía gracia de llevar muy adelante en gran desasimiento y libertad, y por
sólo comenzar a tomar un asimientillo de afección y (so color de bien) de
conversación y amistad, írseles por allí vaciando el espíritu y gusto de Dios,
y caer de la alegría y entereza en los ejercicios espirituales, y no parar
hasta perderlo todo» (1 Subida 11,4-5).
5.-Impecabilidad de los
perfectos. El
santo se une tanto al Señor, con un amor tan fuerte, que apenas puede ya pecar,
y puede decirle como el salmista: Dios mío, «en esto conozco que me amas, en
que mi enemigo no triunfa sobre mí» (Sal 40,12).
Santa Teresa
confesaba con humildad y verdad: «Guárdame tanto Dios en no ofenderle, que
ciertamente algunas veces me espanto, que me parece veo el gran cuidado que
trae de mí, sin poner yo en ello casi nada» (Cuenta conciencia 3,12). El
cristiano adulto en Cristo está ya decidido a no ofender a Dios por nada del
mundo, «por poquito que sea, ni hacer una imperfección si pudiese» (6
Moradas 6,3).
6.-En la victoria sobre el
pecado se da la plena potencia apostólica. Antes no, porque los pecados, aunque sean
veniales, oscurecen en el cristiano el resplandor de la gracia divina, y el
testimonio así dado sobre Dios apenas resulta inteligible y conmovedor. Ya nos
dijo Cristo: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo
vuestras buenas obras glorifiquen al Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).
((Es normal
que apenas dé fruto apostólico la persona que aún peca deliberada y
habitualmente, aunque sea en cosas mínimas. En esa falta de santidad personal
y comunitaria radica sin duda la causa principal de la ineficacia apostólica
que la Iglesia sufre en algunos lugares. Cuando un sacerdote, por ejemplo, que
está lejos de la perfección y no tiende hacia ella seriamente, dice con
desánimo: «Yo he hecho todo lo que he podido en mi trabajo pastoral,
pero esta gente no ha respondido», se está engañando lamentablemente. Cuando
fue ordenado, ejerció quizá el apostolado con cierto entusiasmo -aunque junto a
la caridad hubiera no pocas motivaciones más bien carnales-. Todavía no se
habían formado en su vida hábitos negativos que inhibieran el ejercicio de la
acción pastoral. Pero pasaron los años, y después de tantas misas, oraciones,
sacramentos y trabajos, aunque es posible que el grado real de su celo apostólico
sea mayor, sin embargo, como en su vida se han ido formando muchos pequeños
malos hábitos que él no ha combatido suficientemente (comodidad, seguridad,
respeto humano, etc.), resulta que el ejercicio concreto de ese celo apostólico
se ha ido viendo cada vez más inhibido por trabas diversas, y de hecho cada vez
trabaja menos por el Reino de Dios. No se ha decidido a morir del todo al
pecado, y el resultado es patente. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y
muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,24).))
La compunción
Uno de los rasgos fundamentales
de la espiritualidad del cristiano es esa conciencia habitual de ser
pecador, que los latinos llamaban «compunctio» y los griegos «penthos». Es
la compunción una tristeza por el pecado, no una tristeza amarga, sino en la
paz de la humildad, y en lágrimas, que a veces son de gozo, cuando en la propia
miseria se alcanza a contemplar la misericordia abismal del Señor. «La tristeza
conforme a Dios origina una conversión salvadora, de la que nunca tendremos que
lamentarnos; en cambio, la tristeza producida por el mundo ocasiona la muerte»
(2 Cor 7,10).
En la tradición cristiana la
compunción de corazón ha sido un rasgo muy profundo. En los Apotegmas de
los padres del desierto, leemos que uno de ellos confesaba: «Si pudiera ver
todos mis pecados, tres o cuatro hombres no serían bastantes para lamentarlos
con sus lágrimas» (MG 65,161). Y otro explica la causa de esa actitud: «Cuanto
más el hombre se acerca a Dios, tanto más se ve pecador» (65,289). Pero ese
acercamiento a Dios, a su bondad, a su hermosura, explica a su vez por qué la
compunción no es sólo tristeza, sino también gozo inmenso y
pacífico, un júbilo que a veces conmueve el corazón hasta las lágrimas. Así lo
describe Casiano: en el monje «a menudo se revela el fruto de la compunción
salvadora por un gozo inefable y por la alegría de espíritu. Prorrumpe,
entonces, en gritos por la inmensidad de una alegría incontenible, y llega así
hasta la celda del vecino la noticia de tanta felicidad y embriaguez
espiritual... A veces está [el alma] tan llena de compunción y dolor, que sólo
las lágrimas pueden aliviarla» (Colaciones 9,27).
((«El pecado
del siglo es la pérdida del sentido del pecado». Esta afirmación de Pío XII
(Radiomensaje 26-X-1946) es recogida por Juan Pablo II, que señala
varias causas: -«Oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de
referencia interior, se pierde el sentido del pecado». -El secularismo, «que se
concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, embriagado por el
consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de «perder la propia alma»,
no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo
sumo a aquello que ofende al hombre». Pero «es vano esperar que tenga consistencia
un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el
sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del
pecado». También están los equívocos de la ciencia humana mal entendida: -La
psicología, cuando se preocupa «por no culpar o por no poner frenos a la
libertad, lleva a no reconocer jamás una falta». -La sociología conduce a lo
mismo, si tiende a «cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el
individuo es declarado inocente». -Un cierta antropología cultural, «a fuerza
de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e
históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad [su
libertad] que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos
y, por lo tanto, la posibilidad de pecar». -Una ética afectada de historicismo
«relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y niega,
consecuentemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos».
«Incluso en el
terreno del pensamiento y de la vida eclesial -sigue diciendo el Papa- algunas
tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado.
Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con
otras exageraciones: pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna
parte... ¿Y por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de
numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología,
en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre
cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana», por ejemplo, en lo
referente a la moral conyugal, «termina por hacer disminuir, hasta casi
borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco deben ser silenciados
algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramental». El Papa quiere que
«florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena
catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta
y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las
conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la Penitencia»
(Reconciliatio et pænitentia 18).))
Entre el don y el perdón de
Dios
Dios siempre dona o perdona a
los hombres que quieren vivir en su amistad. Si obramos el bien, es porque recibimos el
don de la gracia divina. Y si obramos mal, es porque rechazamos el don de
Dios; pero entonces, si nos arrepentimos, Dios nos concede su perdón, es
decir, nos da de nuevo el don intensivo, reiterado, sobreabundante. Por eso siempre
vivimos del don o del perdón de Dios, y «donde abundó el pecado [un
abismo], sobreabundó la gracia» (otro abismo) (Rm 5,20). San Agustín, como San
Pablo, contempla con frecuencia estos dos abismos: «En la tierra abunda la
miseria del hombre y sobreabunda la misericordia de Dios. Llena está la tierra
de la miseria humana, y llena está la tierra de la misericordia de Dios» (ML
36,287).
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