Seis niños de Roma están en el secreto. Solo seis niños de Roma poseen el
pez.
-Madre, ¿cómo se llaman?
-Tarsicio uno, Publio, Marcelo, Flavio…
El pez de cobre cuelga de una cadeneta. Parece un amuleto, uno de los
infinitos amuletos traídos a Roma por los soldados que combaten en los
bosques de Germania o en los arenales junto al Nilo. Cornelio ya sabe qué
ha de responder si le preguntan.
-Sí, madre: es un pez de cobre, un recuerdo del peregrino que vino de
Oriente, un amuleto, nada más.
Solo seis niños de Roma están en el secreto.
Cornelio cumple hoy diez
años. El pez no es de verdad, es un amuleto. Este secreto excita la fantasía
del niño. Cornelio olvida las alegrías de la mañana, los regalos, la túnica
–no cosida en pliegues al costado como la llevan los niños, sino sujeta con
cinturón de piel de cabra, túnica de persona mayor, de soldado-, los dados,
la jabalina. La madre ha explicado todo, y Cornelio ha entendido que ahora
vivirá como rodeado de misterios, y que este secreto quizá le cueste la vida,
no le importa; la madre ha explicado todo mientras el padre, vestido de gala
como si fuera de visita al palacio del César, estaba en pie, serio; y parecía
conmovido.
Hasta hoy Cornelio participaba en los ágapes de la Villa Claudia,
y podía traer a casa el pan consagrado y cantar los salmos, y besar la mano
del Apóstol. Pero nunca entró en las catacumbas.
-Las catacumbas, hijo, son el lugar secreto que guarda los cuerpos de quienes
sufrieron martirio.
El apóstol preside los cánticos, bendice el pan y lo reparte. Los niños no
pueden entrar porque no tienen el pez de cobre.
Ahora Cornelio aprieta el pez en su puño, tiene miedo de que se escurra como
los pececillos brillantes de la costa de Ancio. Este pez de cobre es oscuro,
chiquitín, casi negro. Un amuleto. Del peregrino que vino del Oriente.
-¿Por qué un pez, madre?
- Los cristianos utilizan el pez como contraseña. Lo dibujan en la arena, lo
pintan en las paredes.
-¿Por qué un pez?
La madre sonríe.
- Pez, en griego, Cornelio, dime la palabra griega. Pez, Ichthys, y, con un
acróstico, los cristianos hacen una frase que significa “Jesucristo, Hijo de
Dios, Salvador”. Al oscurecer, Cornelio.
- Sí, madre, al oscurecer.
La entrada del subterráneo está silenciosa. Oscuro todo. La madre envuelta
en su manto parece una sombra que roza con otras sombras. Aprieta la
mano a Cornelio.
- Tu pez.
Hay un hombre en el primer recodo. Ni una palabra, ha extendido la mano.
Apenas se adivinan sus facciones sobre el fondo negro del muro. La madre y
Cornelio siguen por la ruta.
- ¿Adónde sale?
- No sale. Espera. Mejor no hablemos.
Al doblar otro recodo hay lejos un resplandor vacilante. Y de repente, pocos
pasos más, luz de antorchas, diez, veinte, muchas antorchas.
- No, madre, no tengo miedo.
La primera noche de Cornelio en las catacumbas.
- Bienvenido, Cornelio.
El apóstol acaricia la cabeza del niño. Tarsicio, Publio, Marcelo, Flavio,
Clemente y Cornelio hacen rueda en torno a la tumba del mártir Antonio,
destrozado por las fieras en el Circo Máximo la semana pasada. Apenas
pudieron los hermanos rescatar un puñado de ropas ensangrentadas.
Luego de los salmos, habla el apóstol. La cara del Señor era noble y su
mirada bondadosa, cuando dijo: «Haced esto en memoria mía, hasta que
vuelva, y no temáis, estaré con vosotros».
Cornelio ve también bondadosos
los ojos del apóstol que bendice el pan y pronuncia las palabras y lo parte.
Sobre las manos tendidas de los niños, los diáconos ponen un paño blanco
y luego el pan consagrado. Por parejas, cada diácono y cada niño, reparten
a los fieles el Cuerpo y la Sangre; los niños portan el pan sobre las manos
tendidas, los diáconos el vino en un cáliz. Los cánticos tiemblan como la
luz de las antorchas.
A la salida le dieron el pez. Era distinto, claro. La luz rompiente de la
madrugada permitió a Cornelio adivinar los peces en el cesto del hombre,
que vigilaba el primer recodo.
- Madre, ya sé, lo colgaré en mi cadena, lo traeré cada vez. Un amuleto, si
me preguntan, diré que es un amuleto del Oriente.
Nadie supo, la noche trágica, dónde encontró el traidor un pez de cobre.
Quizá varias noches vino a estudiar el plano de las grutas, quizá tenía el
pez mucho tiempo atrás, y cantaba el traidor los salmos, y oyó la palabra
del apóstol. Tras él vinieron los soldados. Era el momento de la comunión.
Pareció que lo presentía el apóstol cuando hablaba después de los salmos:
- Aurelio será vuestro obispo. Tengo el presentimiento de que mi hora
está cercana, el Señor me llamará por la espada de los soldados, porque
soy vuestro hermano mayor y está bien que mi sangre sea mezclada con
la vuestra. He consagrado obispo a Aurelio para que cuide él de que haya
siempre sacerdotes en la Iglesia de Dios. Aurelio escogerá hombres jóvenes
a quienes sea entregada la potestad de repetir las palabras del Señor,
hombres que santifiquen, que consagren. Quizá tú, Tarsicio, aunque no
sé qué extraña aureola se me antoja siempre en torno a tu cabeza; quizá
tú, Marcelo, o quién sabe, tú Cornelio, tan niño, tan pequeño, quizá serás
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tú el instrumento, el eslabón que nos una a los tiempos en que otros
muchos sacerdotes pronunciarán las palabras sagradas, sin amenaza del
martirio. Aurelio será vuestro obispo…
Era el momento de la comunión. Cien espadas enloquecieron el fulgor
de las antorchas. El centurión traspasó de un golpe certero el pecho del
apóstol, que cayó de bruces sobre la tumba del mártir y la llenó de sangre.
Los soldados fueron eficaces, en tres minutos habían acordonado a los
cristianos y los empujaban hacia la salida.
Solo Cornelio quedó olvidado
en un ángulo oscuro, mudo de terror el pobre niño, que sabía que su
padre y su madre estaban en el pelotón de los prisioneros. En las manos
de Cornelio quedaban tres panecillos consagrados. Se acercó al cuerpo
derribado del apóstol y, allí, de rodillas, dejando que sus lágrimas cayeran
sobre el pan:
- Quizá tú, Cornelio, tan niño, tan pequeño, quizá serás tú el instrumento,
el eslabón…
martes, 7 de abril de 2020
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