
No, procurador. Digo que “estaba” realmente junto a mí, no que me pareció verlo entre las nieblas del sueño. El Galileo había atravesado la gran roca que cerraba el sepulcro como si ésta fuera una nube. ¿Un fantasma? Ni pensarlo. Sus manos y sus pies aún tenían las heridas abiertas, pero no sangraban. Le miré a los ojos con terror y él me devolvió una mirada de afecto.
Compréndelo, señor; teníamos que comprobar que lo que vimos era real. Por eso quitamos la piedra del sepulcro y entramos. Allí estaban la sábana, las vendas, el sudario… Cada cosa en su sitio. Quiero decir que no se las había quitado como se arranca un vestido: las había atravesado sin tocarlas, igual que la gran puerta de piedra.
¿Qué otra cosa podíamos hacer? Hemos venido corriendo para contar la verdad. Por supuesto, firmaremos el informe que se nos presente. Mis compañeros me han pedido además que te dé las gracias por enviarlos de vuelta a Roma. Tienes un gran corazón. Yo sin embargo solicito permiso para permanecer en la guarnición de Jerusalén. Necesito saber…
No, procurador. Mis labios están sellados. No diré nada que ponga en peligro… Una tumba…
De acuerdo; no volveré a pronunciar la palabra “tumba”. Ni siquiera sé lo que es eso
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